22 Tiempo de demonios

Esos primeros meses en Tarbean aprendí muchas cosas. Aprendí qué posadas y qué restaurantes tiraban la mejor comida, y lo podrida que tenía que estar la comida para ponerte enfermo si te la comías.

Aprendí que el complejo de edificios, cercado por una tapia,

que había cerca de los muelles era el templo de Tehlu. A veces los

tehlinos nos daban pan, pero antes de coger nuestra hogaza tenía

mos que rezar unas oraciones. No me importaba; era más fácil

que mendigar. A veces, los sacerdotes de túnica gris intentaban que

entrara en la iglesia para rezar las oraciones, pero yo había oído

rumores, y cuando me lo pedían me escapaba, tanto si ya me ha

bían dado la hogaza como si no. \

Aprendí a esconderme. Tenía un sitio secreto encima de una vieja curtiduría, donde confluían tres tejados proporcionándome abrigo del viento y de la lluvia. Escondí el libro de Ben bajo las vigas, envuelto en una lona. Solo lo sacaba de allí de vez en cuando, como si fuera una reliquia sagrada. El libro era el único objeto sólido de mi pasado que conservaba, y tomaba todo tipo de precauciones para protegerlo.

Aprendí que Tarbean es enorme. Si no la has visto con tus propios ojos, no puedes imaginarlo. Es como el océano. Por mucho que te hayan hablado del agua y de las olas, no te haces una idea de su tamaño hasta que te plantas en la orilla. No comprendes realmente el océano hasta que te hallas en medio de él, rodeado de agua por todos los lados extendiéndose hasta el infinito.

Sólo entonces comprendes lo pequeño y lo impotente que eres.

Parte de la inmensidad de Tarbean se debe a que está dividida en un millar de barrios, cada uno con su propia personalidad. El Conejal, Arrieros, Lavanderas, Centro, Cererías, Toneleros, el Puerto, La Brea, Sastrerías… Podías pasar una vida entera en Tarbean sin llegar a conocer todos sus barrios.

Sin embargo, a efectos prácticos Tarbean tenía dos sectores: la Ribera y la Colina. En la Ribera vivían los pobres: mendigos, ladrones y prostitutas. En la Colina vivían los ricos: abogados, políticos y cortesanos.

Llevaba dos meses en Tarbean cuando se me ocurrió probar

suerte en la Colina. El invierno se había apoderado con firmeza de

la ciudad, y las Fiestas del Solsticio de Invierno hacían que las calles fueran más peligrosas que de costumbre.

Eso me sorprendió. Todos los inviernos, desde que yo tenía uso de razón, nuestra troupe había organizado las Fiestas del Solsticio de Invierno en algún pueblo. Disfrazados con máscaras de demonios, aterrorizábamos a los habitantes durante los siete días del Gran Duelo, para gran regocijo de todos. Mi padre estaba tan convincente interpretando a Encanis que parecía que lo hubiéramos conjurado. Lo más importante es que dábamos miedo y al mismo tiempo teníamos cuidado. Nadie resultó jamás herido cuando nuestra troupe se encargaba de los festejos.

Pero en Tarbean era diferente. Bueno, los elementos de la fiesta eran los mismos. Había hombres con máscaras de demonio pintadas con colores chillones merodeando por la ciudad y haciendo trastadas. También estaba Encanis, con la máscara negra tradicional y causando problemas más graves. Y aunque yo no lo había visto, estaba seguro de que Tehlu, con su máscara plateada, debía de rondar por los barrios más ricos interpretando su papel. Como digo, los elementos de la fiesta eran los mismos.

Pero la forma de interpretar esos personajes era diferente. Para empezar, Tarbean era demasiado grande para que una sola troupe aportara suficientes demonios. Un centenar de troupes no habrían sido suficientes. Así que en lugar de pagar a profesionales, que era lo más sensato y lo más seguro, las iglesias de Tarbean optaban por vender máscaras de demonio, lo que resultaba más lucrativo.

Por eso, el primer día del Gran Duelo, diez mil demonios andaban sueltos por la ciudad. Diez mil demonios aficionados, con licencia para hacer cualquier trastada que se les ocurriera.

Podría parecer que esa era una situación ideal de la que un joven ladrón sabría aprovecharse, pero en realidad era todo lo contrario. Los demonios eran siempre de la Ribera. Y aunque la mayoría se comportaban correctamente, y huían al oír el nombre de Tehlu y mantenían sus diabluras dentro de unos límites razonables, muchos no lo hacían. Los primeros días del Gran Duelo eran peligrosos, y yo pasaba la mayor parte del tiempo evitando correr riesgos.

Pero al acercarse el Solsticio, las cosas se calmaron. El número de demonios fue disminuyendo gradualmente, porque la gente perdía sus máscaras o se cansaba del juego. Tehlu también contribuyó a eliminar a unos cuantos, pero con máscara plateada o sin ella, estaba solo, y no habría podido cubrir toda Tarbean en solo siete días.

Escogí el último día del Gran Duelo para ir a la Colina. El día del Solsticio de Invierno la gente siempre está de muy buen humor, y eso se traduce en buenas limosnas. Además, como el número de demonios había disminuido considerablemente, ya no era tan peligroso andar por la calle.

Me puse en marcha a primera hora de la tarde; estaba hambriento, porque no había podido robar nada de pan. Recuerdo que me sentía vagamente emocionado. Quizá una parte de mí recordara otras Fiestas del Solsticio que había pasado con mi familia: comidas calientes y, luego, camas calientes. Quizá me hubiera afectado el olor de las ramas que la gente amontonaba y a las que después prendía fuego para celebrar el triunfo de Tehlu.

Ese día aprendí dos cosas. Aprendí por qué los mendigos no salen de la Ribera y aprendí que, diga lo que diga la iglesia, el Solsticio es el tiempo de los demonios.


Salí de un callejón y, de inmediato, noté lo diferente que era la atmósfera en aquella zona de la ciudad.

En la Ribera, los comerciantes abordaban a la gente por la calle y la engatusaban con la esperanza de hacerla entrar en sus tiendas. Si no lo conseguían, no les importaba ponerse belicosos: maldecían e incluso intimidaban a los transeúntes.

En la Colina, los tenderos se retorcían las manos con nerviosismo. Saludaban con la cabeza, se contenían y se mostraban indefectiblemente corteses. Nunca elevaban la voz. Después de la cruda realidad de la Ribera, tuve la impresión de haber entrado en un baile elegante. Todo el mundo llevaba ropa nueva. Todo el mundo iba limpio y parecía estar participando en una especie de compleja danza social.

Pero también en la Colina había sombras. Eché un vistazo a la calle y vi a un par de hombres escondidos en el callejón, enfrente de mí. Llevaban unas bonitas máscaras de color rojo sangre, realmente fieras. Una tenía la boca abierta, y la otra sonreía mostrando unos dientes blancos y afilados. Ambos llevaban la tradicional túnica negra con capucha, y eso me pareció bien. En la Ribera, muchos demonios no se molestaban en ponerse el disfraz adecuado.

La pareja de demonios empezó a seguir a una pareja bien vestida que paseaba tranquilamente por la calle, cogida del brazo. Los demonios los siguieron con cautela durante unos treinta metros; entonces uno de ellos le arrancó el sombrero al caballero y lo lanzó a un montón de nieve cercano. El otro abrazó bruscamente a la mujer y la levantó del suelo. La mujer chilló mientras su acompañante, muy desconcertado, forcejeaba con los demonios, que intentaban arrebatarle el bastón.

Afortunadamente, la mujer no perdió la compostura.

¡Tehusl ¡Tehus! -gritó-. ¡Tehus antausa eha!

Al oír el nombre de Tehlu, las dos figuras enmascaradas se acobardaron; dieron media vuelta y echaron a correr.

Todos aplaudían. Un tendero ayudó al caballero a recuperar su sombrero. Me sorprendió mucho lo civilizado que resultaba todo. Por lo visto, en aquella parte de la ciudad hasta los demonios eran educados.

Envalentonado por lo que acababa de ver, observé a la multitud, buscando a mis mejores candidatos. Me acerqué a una joven. Llevaba un vestido de color azul pastel y un chai de piel blanca. Tenía el cabello rubio y largo, con rizos alrededor de la cara.

Me acerqué a ella, y la mujer me miró y se detuvo. Le oí dar un grito ahogado de sorpresa al mismo tiempo que se llevaba una mano a la boca.

– ¿Unos peniques, señora? -Extendí una mano y la hice temblar un poco. La voz también me temblaba-. Por favor. -Intenté parecer tan insignificante y desesperado como me sentía, arrastrando los pies sobre la fina capa de nieve gris.

– Pobrecillo mío -dijo la mujer con un hilo de voz. Rebuscó en su bolso, sin poder o sin querer quitarme los ojos de encima. Pasados unos instantes, miró en su bolso y extrajo algo de él. Cuando me dobló los dedos alrededor del objeto, noté el frío y tranquilizador peso de una moneda.

– Gracias, señora -dije automáticamente. Miré un momento y atisbé un destello de plata entre mis dedos. Abrí la mano y vi un penique de plata. Un penique de plata enterito.

Abrí la boca. Un penique de plata equivalía a diez peniques de cobre, o a cincuenta peniques de hierro. Es más, equivalía a tener el estómago lleno todas las noches durante medio mes. Con un penique de hierro, podría dormir en el suelo en el Ojo Rojo; con dos, podría dormir frente a la chimenea, junto a las brasas. Podría comprarme una manta y esconderla en los tejados, y calentarme con ella todo el invierno.

Miré a la mujer, que seguía contemplándome con gesto compasivo. Ella no podía saber todo lo que había puesto al alcance de mi mano con lo que acababa de hacer.

– Gracias, señora -dije con la voz quebrada. Recordé una de las cosas que decíamos cuando vivía en la troupe-: Que todas sus historias sean alegres, y que todos sus caminos sean cortos y llanos.

Ella me sonrió, y quizá me habría dicho algo, pero noté una sensación extraña en la nuca. Alguien me estaba observando. Cuando vives en la calle, o desarrollas una sensibilidad especial para detectar ciertas cosas, o tu vida está condenada a ser breve y desgraciada.

Giré la cabeza y vi a un tendero que hablaba con un guardia y que me señalaba. No era un guardia como los de la Ribera. Iba erguido y bien afeitado. Llevaba un jubón de cuero negro con tachones, e iba provisto de un garrote forrado de latón, tan largo como su brazo. Alcancé a oír parte de lo que le estaba diciendo el tendero.

– … clientes. ¿Quién va a comprar chocolate si…? -me señaló otra vez y dijo algo que no oí- ¿… le paga? Eso es. Quizá debería mencionar…

El guardia giró la cabeza y miró hacia donde estaba yo. Le vi los ojos. Me di la vuelta y eché a correr.

Me metí en el primer callejón que encontré; las finas suelas de mis zapatos resbalaban por la delgada capa de nieve que cubría el suelo. Oí las pesadas botas del guardia pisando detrás de mí; me metí por otro callejón que salía del primero.

Me ardía el pecho. Buscaba un sitio por donde meterme, un sitio donde escabullirme. Pero no conocía esa parte de la ciudad. No había montones de desperdicios donde esconderme, ni edificios en ruinas por los que trepar. Noté cómo la grava, fría y afilada, cortaba la suela de uno de mis zapatos. Seguí corriendo, pese a notar un fuerte dolor en el pie.

Doblé tres esquinas y fui a dar a un callejón sin salida. Estaba trepando por una de las paredes cuando noté una mano que se cerraba alrededor de mi tobillo y tiraba de mí hacia abajo.

Me golpeé la cabeza contra los adoquines y todo empezó a darme vueltas. El guardia me levantó del suelo sujetándome por el pelo y por una muñeca.

– Te crees muy listo, ¿verdad? -dijo jadeando y echándome el aliento en la cara. Olía a cuero y a sudor-. Ya eres mayorcito, deberías saber que no debes correr. -Me zarandeó bruscamente y me retorció el pelo. Grité mientras el callejón oscilaba alrededor de mí.

El guardia me apoyó contra una pared.

– Y deberías saber que no puedes venir a la Colina. -Siguió zarandeándome-. ¿Eres mudo, chico?

– No -dije, medio atontado, mientras tocaba la fría pared con la mano que tenía libre-. No.

Mi respuesta lo enfureció.

– ¿No? -dijo con rabia-. Me has hecho quedar mal, chico. Podrían amonestarme. Si no eres mudo, debe de ser que necesitas una lección. -Me levantó y me tiró. Me golpeé el codo contra el suelo y se me quedó el brazo insensible. Sin querer, abrí la mano con que aferraba un mes de comida, mantas calientes y zapatos secos. Un valioso objeto salió despedido y fue a parar al suelo con un breve tintineo.

Apenas lo noté. El aire produjo un zumbido e, inmediatamente después, el garrote del guardia se estrelló contra mi pierna. El tipo me gruñó:

– No vuelvas a la Colina, ¿entendido? -Volvió a pegarme con el garrote, esa vez entre los omoplatos-. Los hijos de puta como tú no podéis pasar de la calle del Barbecho. ¿Entendido? -Me dio un revés en la cara; noté el sabor de la sangre y mi cabeza rebotó en los adoquines cubiertos de nieve.

Me hice un ovillo mientras el guardia me decía entre dientes:

– Y yo trabajo en la calle del Molino y en el mercado del Molino, así que no-vuelvas-más-por-aquí. -Enfatizó cada palabra con un golpe de garrote-. ¿Me has entendido?

Me quedé allí tendido, temblando sobre la nieve revuelta, confiando en que todo hubiera terminado y en que el guardia se marchara.

– ¿Entendido? -Me dio una patada en el estómago y noté que se rompía algo dentro de mí.

Di un grito, y debí de farfullar algo. Al ver que no me levantaba, el guardia me dio otra patada y se marchó.

Creo que me desmayé, o al menos me quedé aturdido. Cuando por fin recobré los sentidos, estaba anocheciendo. Estaba muerto de frío. Me arrastré por la nieve fangosa y por la basura húmeda buscando a tientas el penique de plata; tenía los dedos tan entumecidos por el frío que apenas podía moverlos.

Tenía un ojo hinchado -no podía separar del todo los párpados- y sangre en la boca, pero seguí buscando hasta que la luz del anochecer se extinguió por completo. Aunque el callejón estaba negro como boca de lobo, seguí removiendo la nieve con las manos; en el fondo, sabía que tenía los dedos tan ateridos que, aunque tuviera la suerte de tocar la moneda, no la notaría.

Me apoyé en la pared para levantarme y me puse a andar. El pie que me había lastimado me impedía avanzar deprisa. El dolor me atenazaba la pierna con cada paso que daba, e intenté utilizar la pared como muleta para no apoyar tanto peso en ella.

Llegué a la Ribera, la parte de la ciudad donde me sentía más en mi casa. Tenía el pie agarrotado e insensible a causa del frío, y aunque eso preocupaba a mi parte más racional, mi parte más pragmática se alegraba de que al menos hubiera una parte del cuerpo que no me doliera.

Mi escondite estaba a varios kilómetros y la cojera me obligaba a avanzar muy despacio. Debí de caerme. No lo recuerdo, pero sí recuerdo estar tendido sobre la nieve y darme cuenta de lo maravillosamente cómodo que estaba. Noté que el sueño me cubría poco a poco como una gruesa manta, como la muerte.

Cerré los ojos. Recuerdo el profundo silencio de la calle desierta a mi alrededor. Estaba demasiado entumecido y cansado para sentir miedo. En mi delirio, imaginaba la muerte con forma de un gran pájaro con alas de fuego y sombras. Estaba suspendida sobre mí, observándome pacientemente, esperándome…

Me dormí, y el gran pájaro me envolvió con sus llameantes alas. Imaginé un calor delicioso. Entonces el pájaro me clavó las garras, desgarrándome…

No, solo era el dolor de mis costillas rotas. Alguien me había dado la vuelta.

Adormilado, abrí un ojo y vi a un demonio inclinado sobre mí. En mi estado de credulidad y confusión, la visión de aquella figura con máscara de demonio me sobresaltó y me hizo despertar del todo; el tentador calor que había sentido unos momentos antes se desvaneció, dejándome el cuerpo flojo y sin fuerzas.

– Sí lo es. Ya te lo he dicho. ¡Hay un niño tendido en la nieve! -El demonio me levantó del suelo.

Ya despierto, me fijé en que la máscara era completamente negra. Era Encanis, el Señor de los Demonios. Me levantó del suelo y empezó a sacudirme la nieve que me cubría.

Con mi ojo bueno vi otra figura con una máscara de color verde pálido.

– Vamos… -dijo ese otro demonio con apremio; su voz, femenina, resonaba detrás de la hilera de puntiagudos dientes.

Encanis no le hizo caso.

– ¿Estás bien? -me preguntó.

No supe qué responder, así que me concentré en conservar el equilibrio mientras el hombre seguía sacudiéndome la nieve con la manga de su túnica negra. Oí el sonido de cornetas a lo lejos.

El demonio de la máscara verde miró con nerviosismo hacia el final de la calle.

– Si nos alcanzan, estamos perdidos -dijo entre dientes.

Encanis me quitó la nieve del pelo con sus dedos enguantados; entonces hizo una pausa y se inclinó un poco más para examinarme la cara. Yo no lograba enfocar su negra máscara.

– Por el cuerpo de Dios, Holly, a este chico le han dado una paliza tremenda. Y el día del Solsticio, nada menos.

– Guardia -conseguí decir con voz ronca, y volví a notar el sabor de la sangre.

– Estás helado -dijo Encanis, y empezó a frotarme los brazos y las piernas con las manos, tratando de activar mi circulación-. Tendrás que venir con nosotros.

Volvieron a oírse las cornetas, más cerca y mezcladas con el débil murmullo de una multitud.

– No digas estupideces -dijo el otro demonio-. No está en condiciones de correr por la ciudad.

– Tampoco está en condiciones de quedarse aquí -le espetó Encanis, y siguió masajeándome los brazos y las piernas con fuerza. Poco a poco, empecé a recuperar la sensibilidad; básicamente, lo que sentía era unas punzadas de calor, un cosquilleo que era un doloroso vestigio del reconfortante calor que había sentido un minuto antes, cuando me estaba quedando dormido. El dolor me apuñalaba cada vez que el demonio me tocaba un cardenal, pero mi cuerpo estaba demasiado cansado para esquivarlo.

El demonio de la máscara verde se acercó y puso una mano sobre el hombro de su acompañante.

– ¡Tenemos que irnos, Gerrek! Ya cuidará alguien de él. -Intentó llevarse a su amigo, pero no lo consiguió-. Si nos encuentran aquí, pensarán que hemos sido nosotros.

El hombre de la máscara negra soltó una palabrota; luego asintió y empezó a rebuscar debajo de su túnica.

– No vuelvas a tumbarte -me dijo con tono apremiante-. Y métete en algún sitio donde puedas calentarte. -El gentío se había acercado lo suficiente para que yo distinguiera voces aisladas en medio del ruido de cascos de caballos y del chirriar de ruedas de madera. El hombre de la máscara negra me tendió una mano.

Tardé un momento en enfocar lo que me estaba mostrando: un talento de plata, más grueso y más pesado que el penique que yo había perdido. Era tanto dinero que apenas podía pensar en él.

– Vamos, cógelo.

El desconocido era pura oscuridad: capa negra con capucha, máscara negra, guantes negros. Encanis estaba delante de mí ofreciéndome una moneda de plata en la que se reflejaba la luz de la luna. Recordé la escena de Daeonica en que Tarso vende su alma.

Cogí el talento, pero tenía la mano tan entumecida que no lo notaba. Tuve que mirarme la mano para asegurarme de que mis dedos lo sujetaban. Imaginé que sentía un calor extendiéndose por mi brazo, y me sentí fortalecido. Sonreí al desconocido de la máscara negra.

– Quédate también mis guantes. -Se los quitó y me los puso contra el pecho. Entonces la mujer de la máscara verde se llevó a mi benefactor antes de que yo pudiera darle las gracias. Los vi marchar. Sus túnicas oscuras les hacían parecer fragmentos de sombras contra los oscuros colores de las calles de Tarbean iluminadas por la luna.

Ni siquiera había transcurrido un minuto cuando vi aparecer la antorcha de los festejos, que doblaba la esquina y venía hacia mí. Las voces de un centenar de hombres y mujeres que cantaban y gritaban se me echaron encima como olas. Me aparté hasta que noté que mi espalda se apoyaba contra la pared; fui deslizándome débilmente hasta encontrar un portal.

Observé a la multitud desde el rincón del portal. La gente pasaba gritando y riendo. Tehlu, alto y orgulloso, iba en la parte de atrás de un carro tirado por cuatro caballos blancos. Su máscara, plateada, relucía bajo la luz de la antorcha. Vestía una inmaculada túnica blanca, con ribetes de piel en el cuello y en los puños. Unos sacerdotes de túnicas grises iban a pie, junto al carro, haciendo sonar campanillas y recitando oraciones. Muchos llevaban las gruesas cadenas de hierro de los sacerdotes penitentes. Los sonidos de las voces y las campanillas, de los rezos y las cadenas se mezclaban hasta formar una especie de música. Todos miraban a Tehlu. Nadie me vio, pues estaba bien protegido por la oscuridad del portal.

Tardaron casi diez minutos en pasar todos; entonces salí de mi escondite e inicié el regreso a casa. Iba muy despacio, pero me sentía fortalecido por la moneda que llevaba en el puño. De vez en cuando miraba el talento para asegurarme de que mi entumecida mano todavía lo sujetaba con fuerza. Quería ponerme los guantes que me habían regalado, pero temía que al hacerlo se me cayera la moneda y la perdiera en la nieve.

No sé cuánto tardé en llegar. Caminar me hizo entrar en calor, aunque todavía tenía los pies agarrotados e insensibles. Cuando miré por encima del hombro, vi el rastro de sangre que dejaba mi pie herido. Eso, curiosamente, me tranquilizó. Un pie que sangra es mejor que un pie completamente congelado.

Paré en la primera posada que encontré, el Hombre Risueño. Dentro había música y mucho jolgorio. Evité la puerta principal y me dirigí al callejón de la parte de atrás. Había un par de muchachas charlando en la puerta de la cocina, escaqueándose de sus tareas.

Fui cojeando hasta ellas, utilizando la pared como muleta. Ellas no me vieron hasta que casi me tuvieron encima. La más joven me miró y lanzó un grito de asombro.

Di un paso más hacia ellas.

– ¿Podríais traerme comida y una manta? Tengo dinero. -Estiré un brazo, y me asusté al ver cómo me temblaba la mano, manchada de sangre de cuando me había tocado la cara. Notaba la cara interna de la mejilla en carne viva. Me dolía al hablar-. Por favor.

Ellas me miraron un momento, mudas de asombro. Entonces se miraron, y la mayor de las dos le hizo señas a la otra para que entrara en la posada. La más joven desapareció por la puerta sin decir nada. La mayor, que debía de tener dieciséis años, se acercó a mí y me tendió una mano.

Le di la moneda y dejé caer pesadamente el brazo junto al costado. Ella miró la moneda y se metió en la cocina sin volver a mirarme.

Dejaron la puerta abierta, y oí los cálidos y ajetreados sonidos de una posada en plena actividad: el débil murmullo de las conversaciones, salpicado de risas; el tintineo del cristal de las botellas; y los sordos golpazos de las jarras de madera sobre los tableros de las mesas.

Y, suavemente entretejido en todo aquello, la música de fondo de un laúd. Era débil, los otros ruidos la apagaban casi por completo, pero yo la distinguí con la misma claridad con que una madre distingue el llanto de su hijo aunque esté lejos de él. Esa música era como un recuerdo de la familia, de la amistad y de la agradable sensación de pertenencia a algo. Hizo que se me retor-cieran las tripas y que me dolieran los dientes. Por un instante, dejaron de dolerme las manos de frío: ansiaban sentir la música corriendo por ellas.

Arrastré lentamente los pies y di un paso adelante. Poco a poco, sujetándome a la pared, me aparté de la puerta hasta que dejé de oír la música. Entonces di otro paso, hasta que volvieron a dolerme las manos de frío y hasta que solo noté en el pecho el dolor que me producían las costillas rotas. Esos eran unos dolores más simples y más fáciles de soportar.

No sé cuánto tiempo tardaron las dos muchachas en regresar. La más joven me dio una manta en la que había algo envuelto. Lo apreté contra el lastimado pecho. Parecía desproporcionadamente pesado para su tamaño, pero me temblaban los brazos bajo su propio peso, así que era difícil decirlo. La mayor me ofreció una pequeña bolsa de dinero, llena; la cogí también, y la agarré con tanta fuerza que me dolieron los dedos, rígidos de frío.

La muchacha me miró.

– Si quieres puedes echarte en un rincón junto al fuego -dijo.

La más joven se apresuró a asentir y añadió:

– A Nattie no le importará. -Se me acercó para cogerme del brazo.

Me aparté bruscamente y estuve a punto de caerme.

– ¡No! -quise gritar, pero solo emití un débil graznido-. No me toques. -Me temblaba la voz, aunque no sabía si estaba enfadado o asustado. Me aparté, tambaleándome, hasta llegar a la pared. Oí mi propia voz, pastosa-: No, gracias.

La más joven rompió a llorar, con los brazos colgando, inútiles, al lado del cuerpo.

– Tengo un sitio adonde ir. -Se me quebró la voz y me di la vuelta. Me alejé de allí tan aprisa como pude. No sabía con certeza de qué huía, a menos que fuera de la gente. Esa era otra lección que había aprendido, quizá demasiado bien: la gente hacía daño. Oí unos sollozos amortiguados detrás de mí. Me pareció que tardaba una eternidad en llegar a la esquina.

Llegué a mi escondite, donde confluían los tejados de dos edificios bajo el alero de un tercero. No sé cómo conseguí trepar hasta allí.

Envuelta en la manta había una botella de vino con especias, una hogaza de pan recién hecho y una pechuga de pavo más grande que mis dos puños. Me envolví con la manta y me aparté del viento, porque empezaba a nevar otra vez. Los ladrillos de la chimenea que tenía detrás desprendían un calor prodigioso.

El primer trago de vino hizo que me ardiera el corte que tenía en la boca. Pero el segundo no me hizo tanto daño. El pan estaba tierno y el pavo, todavía caliente.

Desperté a medianoche, cuando empezaron a sonar todas las campanas de la ciudad. La gente corría y gritaba por las calles. Los siete días del Gran Duelo habían terminado. Había pasado el Solsticio de Invierno y había empezado un nuevo año.

Загрузка...