46 El viento, siempre variable

Encontrar a Elodin no era tarea fácil. Tenía un despacho en el Auditorio, pero por lo visto no lo utilizaba nunca. Fui a Registros y Horarios y descubrí que solo enseñaba una asignatura: Matemáticas Improbables. Sin embargo, eso no me ayudó a localizarlo, pues según el registro, la hora de la clase era «ahora» y el lugar, «en todas partes».

Al final lo vi por pura chiripa en un patio concurrido. Llevaba su túnica negra de maestro, lo cual no era muy habitual. Me dirigía a una clase de Observación en la Clínica, pero decidí que prefería llegar tarde a mi clase que desaprovechar la ocasión de hablar con él.

Para cuando logré abrirme paso entre la multitud y lo alcancé, estábamos en la zona norte de la Universidad, en un ancho camino de tierra que se adentraba en el bosque.

– Maestro Elodin -lo llamé-. Esperaba poder hablar con usted.

– Una modesta esperanza -repuso él sin aminorar el paso y sin mirarme-. Deberías apuntar más alto. Los jóvenes deberían arder de ambición.

– Pues entonces, tengo la esperanza de estudiar nominación -dije cuando estuve a su altura.

– Demasiado alto -replicó él con naturalidad-. Vuelve a intentarlo. Ha de ser algo intermedio. -El camino describía una curva, y los árboles tapaban los edificios de la Universidad, que quedaban a nuestras espaldas.

– ¿Puedo tener esperanzas de que me acepte usted como alumno? -probé-. ¿Y de que me enseñe lo que le parezca?

Elodin se paró en seco y se volvió hacia mí.

– Muy bien -dijo-. Ve a buscarme tres pinas. -Trazó un círculo con el pulgar y el índice-. De este tamaño, y que no les falte ninguna escama. -Se sentó en medio del camino y me invitó a marcharme con un ademán-: Vete. Corre.

Eché a correr hacia los árboles. Tardé unos cinco minutos en encontrar tres pinas del tamaño apropiado. Cuando volví al camino, estaba despeinado y cubierto de arañazos. No se veía a Elodin por ninguna parte.

Miré alrededor, embobado; maldije en voz alta, solté las pinas y eché a correr hacia el norte por el camino. No tardé mucho en alcanzar al maestro, que paseaba tranquilamente contemplando los árboles.

– Bueno, ¿qué has aprendido? -me preguntó.

– ¿Que quiere que lo dejen en paz?

– Eres rápido. -Extendió los brazos con teatralidad y entonó-: ¡Aquí termina la lección! ¡Aquí termina mi esmerada tutela del E'lir Kvothe!

Suspiré. Si me marchaba ya, todavía llegaría a la clase en la Clínica, pero sospechaba que aquello podía ser una especie de prueba. Quizá Elodin solo estuviera evaluando mi grado de interés antes de aceptarme como alumno. Eso es lo que suele pasar en las historias: el joven tiene que demostrar su dedicación al anciano ermitaño del bosque antes de que este se haga cargo de él.

– ¿Puedo hacerle unas preguntas? -pregunté.

– De acuerdo -contestó él, y levantó una mano con el pulgar y el índice recogidos-. Tres preguntas. Con la condición de que después me dejes tranquilo.

Cavilé un momento.

– ¿Por qué no quiere enseñarme?

– Porque los Edena Ruh son unos alumnos pésimos -respondió Elodin con brusquedad-. Se les da bien la memorización, pero el estudio de la nominación requiere un nivel de dedicación que los liantes como vosotros raramente poseéis.

Me enfurecí tanto, y tan deprisa, que noté cómo la sangre coloreaba mi piel. El rubor nació en mi cara y se extendió por mi pecho y por mis brazos. Hasta se me erizó el vello de los brazos.

Respiré hondo.

– Lamento que su experiencia con los Ruh haya dejado que desear -dije midiendo mis palabras-. Permítame asegurarle que…

– ¡Oh, dioses! -exclamó Elodin dando un suspiro de indignación-. Y por si fuera poco, pelota. Careces de la fortaleza tes-ticular necesaria para estudiar conmigo.

En mi interior bullían palabras hirientes. Las dominé. Elodin estaba tratando de ponerme una trampa.

– No me está diciendo la verdad -dije-. ¿Por qué no quiere enseñarme?

– ¡Por el mismo motivo por el que no quiero tener un cachorro! -gritó Elodin agitando los brazos como un granjero que intenta ahuyentar a los cuervos de su sembrado-. Porque eres demasiado bajo para ser nominador. Porque tienes los ojos demasiado verdes. Porque no tienes el número de dedos adecuado. Vuelve cuando hayas crecido y cuando hayas encontrado unos ojos decentes.

Nos miramos fijamente, largo rato. Al final, Elodin se encogió de hombros y echó a andar de nuevo.

– De acuerdo. Te mostraré por qué.

Seguimos por el camino hacia el norte. Elodin caminaba tranquilamente, recogiendo piedras del suelo y lanzándolas a los árboles. Saltaba para arrancar hojas de las ramas más bajas, y la túnica de maestro se le inflaba de forma ridicula. De pronto se detuvo y se quedó inmóvil durante casi media hora, completamente abstraído examinando un helécho que oscilaba lentamente, mecido por el viento.

Pero yo me mordí la lengua. No pregunté: «¿Adonde vamos?» ni «¿Qué mira?». Sabía centenares de historias de jóvenes que desperdiciaban preguntas o deseos por hablar demasiado. Me quedaban dos preguntas, y no pensaba derrocharlas.

Al final salimos del bosque, y el camino se convirtió en un sendero que discurría por una vasta extensión de césped y conducía a una inmensa mansión. Era más grande que la Artefactoría; tenía líneas elegantes, tejado de tejas rojas, altas ventanas, puertas de arco y columnas. Había fuentes, flores, setos…

Pero algo no encajaba del todo. A medida que nos acercábamos a las verjas, empecé a dudar de que aquello fuera la residencia de un noble. Quizá por el diseño de los jardines, o por el hecho de que la valla de hierro forjado que los rodeaba, de tres metros de altura, era, a mi experto juicio de ladrón, infranqueable.

Dos individuos muy serios abrieron la verja, y seguimos por el camino hasta la puerta principal de la mansión. Elodin me miró.

– ¿Has oído hablar ya del Refugio?

Negué con la cabeza.

– Tiene otros nombres: la Choza, las Gavias…

El manicomio de la Universidad.

– Es inmenso. ¿Cómo…? -No terminé la pregunta.

Elodin sonrió: sabía que había estado a punto de atraparme.

– Jeremy -le dijo a un individuo muy alto que estaba plantado junto a la puerta-. ¿Cuántos invitados tenemos hoy?

– En recepción le darán el número exacto, señor -dijo Jeremy, incómodo.

– Más o menos -dijo Elodin-. Estamos entre amigos.

– ¿Trescientos veinte? -dijo el hombre encogiéndose de hombros-. ¿Trescientos cincuenta?

Elodin golpeó la gruesa puerta de madera con los nudillos, y Jeremy se apresuró a abrirla.

– ¿Cuántos más cabrían si fuera necesario? -le preguntó Elodin.

– Ciento cincuenta más, sin problemas -contestó Jeremy tirando de la puerta-. Algunos más en caso de extrema necesidad, supongo.

– ¿Lo ves, Kvothe? -Elodin me guiñó un ojo-. Estamos preparados.

La entrada era enorme, con vidrieras y techos abovedados. El suelo, de mármol, estaba tan pulido que brillaba como un espejo.

Reinaba un silencio sepulcral. Yo no lo entendía. En el manicomió de Reftview, en Tarbean, que era mucho más pequeño que aquel, había un ruido ensordecedor, como un burdel lleno de gatas furiosas. Se oía a un kilómetro de distancia, por encima del bullicio de la ciudad.

Elodin se dirigió hacia un gran mostrador detrás del cual había una joven.

– ¿Por qué no hay nadie fuera, Emmie?

La joven sonrió, nerviosa.

– Hoy están muy agitados, señor. Creemos que se acerca una tormenta. -Cogió un libro de registro de un estante-. Además, pronto habrá luna llena. Ya sabe usted lo que pasa.

– Desde luego. -Elodin se agachó y empezó a desatarse los cordones de los zapatos-. ¿Dónde han escondido a Whin esta vez?

La joven pasó unas cuantas páginas del registro.

– En el ala este del segundo piso. Doscientos cuarenta y siete.

Elodin se levantó y dejó los zapatos encima del mostrador.

– Vigílamelos, ¿quieres? -La joven compuso una vaga sonrisa y asintió.

Tuve que tragarme unas cuantas preguntas más.

– Por lo visto, la Universidad invierte mucho dinero aquí -comenté.

Elodin me ignoró; se dio la vuelta y subió, en calcetines, por una ancha escalera de mármol. A continuación entramos en un largo y blanco pasillo a cuyos lados había puertas de madera. Por primera vez oí los ruidos propios de un lugar como aquel. Gemidos, sollozos, murmullos, gritos… Todo muy débil.

Elodin echó una carrera y se paró; resbaló por la lisa superficie de mármol, y su túnica de maestro ondeó detrás de él. Luego repitió la operación: una carrera corta, seguida de un largo deslizamiento con los brazos extendidos para guardar el equilibrio.

Yo seguí andando a su lado.

– Creo que los maestros encontrarían otros usos más académicos para los fondos de la Universidad.

Elodin no me miró. Paso. Paso paso paso.

– Estás intentando que conteste preguntas que no me has formulado. -Deslizamiento-. No lo conseguirás.

– Usted está intentando que le haga preguntas -repliqué-. Eso tampoco es justo.

Paso paso paso. Deslizamiento.

– Dime, ¿por qué te interesas tanto por mí? -me preguntó Elodin-. A Kilvin le caes muy bien. ¿Por qué no te apuntas a su carro?

– Creo que usted sabe cosas que no puedo aprender en ningún otro sitio.

– ¿Como qué?

– Cosas que siempre he querido saber desde que vi a alguien llamar al viento.

– Ah, llamar al viento. -Elodin arqueó las cejas. Paso. Paso. Paso-paso-paso-. Muy hábil. -Deslizamieeento-. ¿Qué te hace pensar que yo sé llamar al viento?

– Lo he deducido por eliminación -respondí-. Ninguno de los otros maestros hace esas cosas, de modo que debe de ser su especialidad.

– Según tu razonamiento, entonces también debería enseñar danzas del Solsticio de Verano, labores de aguja y robo de caballos.

Llegamos al final del pasillo. A medio deslizamiento, Elodin estuvo a punto de derribar a un individuo enorme, de anchas espaldas, que llevaba un libro en la mano.

– Perdóneme, señor -dijo el tipo, aunque evidentemente él no había tenido la culpa.

– Hola, Timothy -dijo Elodin señalándolo con un largo dedo-. Ven con nosotros.

Elodin nos guió por una serie de pasillos más cortos, y al final llegamos ante una gruesa puerta de madera con un panel deslizante a la altura de los ojos. Elodin lo abrió y se asomó por él.

– ¿Cómo está? -preguntó.

– Tranquilo -respondió Timothy-. Me parece que no ha dormido mucho.

Elodin intentó abrir la puerta; entonces se volvió hacia Timothy, se puso serio y dijo:

– ¿Lo habéis encerrado?

Timothy le sacaba una cabeza a Elodin, y seguramente pesaba el doble que él, pero palideció de golpe cuando el maestro en calcetines le sostuvo la mirada.

– No he sido yo, maestro Elodin. Es que…

Elodin lo interrumpió con un brusco ademán.

– Abre la puerta.

Timothy sacó un llavero.

Elodin siguió fulminándolo con la mirada.

– A Alder Whin no hay que encerrarlo. Puede ir y venir como se le antoje. No hay que ponerle nada en la comida a menos que él lo pida expresamente. Te hago responsable de esto, Timothy Gene-roy. -Elodin le hincó un largo dedo en el pecho-. Si me entero de que han sedado o atado a Whin, te pasearé desnudo por las calles de Imre como si fueras un pony rosa. -Lo miró con fijeza-. Vete.

Timothy se marchó tan aprisa como pudo sin echar a correr.

Elodin se volvió hacia mí.

– Puedes entrar, pero no hagas ruido ni movimientos bruscos. No hables a menos que él se dirija a ti. Y si hablas, hazlo en voz baja. ¿Entendido?

Asentí, y Elodin abrió la puerta.

La habitación no era lo que yo esperaba. Unas altas ventanas dejaban entrar la luz, revelando una gran cama y una mesa con sillas. Las paredes, el techo y el suelo estaban forrados de gruesa tela blanca, amortiguando hasta los más débiles ruidos provenientes del pasillo. Las mantas habían sido retiradas de la cama, y un hombre delgado de unos treinta años estaba envuelto en ellas, acurrucado contra la pared.

Elodin cerró la puerta, y el hombre, muy menudo, se sobresaltó un poco.

– ¡Whin! -dijo Elodin en voz baja, y se acercó a él-. ¿Qué ha pasado?

Alder Whin lo miró con los ojos muy abiertos. Era un hombre muy flaco; llevaba el torso desnudo bajo la manta y el cabello despeinado. Habló en voz baja y un poco cascada.

– Estaba bien. Todo me iba bien. Pero la gente hablando, los perros, los adoquines… Ahora mismo no lo soporto.

Whin se pegó a la pared, y la manta resbaló de sus hombros huesudos. Vi que llevaba un florín de plomo colgado del cuello. Ese hombre era un arcanista con todas las de la ley.

– ¿Qué haces en el suelo? -le preguntó Elodin.

Whin miró la cama; el pánico se reflejaba en sus ojos.

– Me caeré -dijo con un hilo de voz, con un tono entre horrorizado y avergonzado-. Y hay muelles y listones. Clavos.

– ¿Cómo te encuentras ahora? -preguntó Elodin con amabilidad-. ¿Quieres volver conmigo?

– ¡Nooooo! -Whin dio un grito de desesperación, cerró fuertemente los ojos y se ciñó la manta. Su fina y aflautada voz hizo que su súplica sonara más desgarradora que si hubiera dado un alarido.

– Tranquilo. Puedes quedarte aquí -dijo Elodin-. Ya vendré a visitarte otro día.

Al oír eso, Whin abrió los ojos, nervioso.

– No traigas el trueno -dijo con tono angustiado. Sacó una delgada mano de debajo de la manta y agarró a Elodin por la camisa-. Pero necesito un cazagatos y plumazul, y también huesos. -Hablaba con apremio-. Huesos de palo.

– Te los traeré -lo tranquilizó Elodin, y me indicó por señas que saliera de la habitación. Obedecí.

Salimos, y Elodin cerró la puerta. Estaba muy serio.

– Whin sabía dónde se metía cuando se convirtió en mi guíler. -Se dio la vuelta y empezó a caminar por el pasillo-. Tú no lo sabes. No sabes nada de la Universidad. Los peligros que encierra. Crees que este sitio es un cuento de hadas, un parque infantil. Pero no lo es.

– Exacto -dije con brusquedad-. Es un parque infantil y todos los otros niños están celosos porque a mí me dejaron jugar a «recibir latigazos y ser expulsado del Archivo», y a ellos no.

Elodin dejó de andar y se volvió hacia mí.

– De acuerdo. Demuéstrame que estoy equivocado. Demuéstrame que lo has pensado bien. ¿Por qué una Universidad con menos de mil quinientos alumnos necesita un manicomio del tamaño del palacio real?

Pensé a toda velocidad.

– La mayoría de los alumnos provienen de familias adineradas -respondí-. Han llevado una vida fácil. Cuando se ven obligados a…

– No -me interrumpió Elodin con desdén, y echó a andar por el pasillo-. Es por lo que estudiamos. Por cómo enseñamos a funcionar a nuestra mente.

– Entonces, la gramática y los mensajes cifrados hacen enloquecer a la gente -dije, cuidando de enunciar la frase como una afirmación.

Elodin se paró y abrió la puerta que tenía más cerca. El pasillo se llenó de gritos de pánico. «¡… DENTRO DE MÍ! ¡DENTRO DE Mí! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ!» Me asomé por la puerta y vi a un joven retorciéndose en una cama; estaba atado con correas de cuero por las muñecas, la cintura, el cuello y los tobillos.

– La trigonometría y la lógica diagramada no provocan esto -dijo Elodin mirándome a los ojos.

– ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE…! -Los gritos continuaron. Eran como una salmodia, como el interminable y mecánico ladrido de un perro por la noche-. ¡… MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO DE MÍ! ¡ESTÁN DENTRO…!

Elodin cerró la puerta. Aunque yo todavía oía los gritos débilmente a través de la gruesa puerta, el silencio era asombroso.

– ¿Sabes por qué llaman a esto la Choza? -me preguntó el maestro.

Negué con la cabeza.

– Porque es a donde te llevan si estás como una cho-ta. -Compuso una amplia sonrisa, y a continuación soltó una terrible risotada.


Elodin me guió por una serie de largos pasillos hasta otra ala de las Gavias. Al final doblamos una esquina y vimos algo nuevo: una puerta de cobre.

Elodin se sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta.

– Me gusta pasar por aquí cuando vuelvo por el barrio -dijo con tono indiferente mientras abría-. Recojo el correo, riego las plantas y esas cosas.

Se quitó un calcetín, le hizo un nudo y lo utilizó para ponerle un calce a la puerta, impidiendo que se cerrara.

– Es agradable volver de visita, pero… -Empujó un poco la puerta para asegurarse de que no se cerraría-. Otra vez, no.

Lo primero que me llamó la atención de la habitación fue que había una atmósfera extraña. Al principio creí que quizá estuviera insonorizada, como la de Alder Whin, pero miré alrededor y vi que las paredes y el techo eran de piedra gris. Entonces pensé que quizá el aire estuviera viciado, pero cuando aspiré olí a lavanda y a ropa de cama limpia. Casi notaba una presión en los oídos, como si estuviera debajo del agua, solo que no era ese el caso, por supuesto. Agité una mano delante de mi cara para comprobar si el aire era diferente, más denso; pero no lo era.

– Molesto, ¿verdad? -Me volví. Elodin me estaba mirando-. Me sorprende que lo hayas notado. Muy pocos lo notan.

Aquella habitación era mejor que la de Alder Whin. Tenía una cama con dosel, un mullido sofá, una estantería vacía y una gran mesa con varias sillas. Lo más destacado eran las enormes ventanas, con vistas a los jardines. Vi un balcón, pero no vi ninguna forma de llegar a él.

– Mira esto -dijo Elodin.

Cogió una de las sillas de madera, la levantó con ambas manos, giró sobre sí mismo y la lanzó con todas sus fuerzas contra una ventana. Me encogí, pero en lugar de un estruendo terrible, solo se oyó un débil ruido de madera al astillarse. La silla cayó al suelo convertida en un amasijo de madera y tapizado.

– Me pasaba horas haciendo esto -dijo Elodin; respiró hondo y contempló la habitación con nostalgia-. En los viejos tiempos.

Me acerqué a las ventanas para examinarlas. Eran más gruesas de lo habitual, pero no excesivamente. Parecían normales, con excepción de unas débiles vetas rojas que discurrían por ellas. Examiné el marco de la ventana. También era de cobre. Miré lentamente alrededor, fijándome en las paredes de piedra desnuda y notando la extraña y pesada atmósfera. Vi que la puerta ni siquiera tenía pomo en la parte de dentro, y mucho menos cerradura. «¿Por qué se tomaría alguien la molestia de hacer una puerta de cobre?», pensé.

Decidí formular la segunda pregunta:

– ¿Cómo salió de aquí?

– ¡Por fin! -dijo Elodin con un deje de exasperación.

Se dejó caer en el sofá.

– Verás, un día Elodin el Grande se encontró encerrado en una alta torre. -Abrió un brazo abarcando toda la habitación-. Le habían quitado sus herramientas: la moneda, la llave y la vela. Además, en su celda no había ninguna puerta. Ni ventanas. -Las señaló con desdén-. Hasta el nombre del viento estaba fuera de su alcance gracias a las hábiles maquinaciones de sus captores.

Elodin se levantó del sofá y empezó a pasearse por la habitación.

– Solo había piedra dura y lisa alrededor. Era una celda de la que nadie había logrado escapar jamás.

Elodin dejó de pasearse y levantó un dedo con teatralidad.

– Pero Elodin el Grande conocía el nombre de todas las cosas, y todas las cosas estaban a sus órdenes. -Se plantó ante la pared gris, junto a las ventanas-. Le dijo a la piedra: ¡RÓMPETE!, y la…

Elodin se interrumpió y ladeó la cabeza con gesto de curiosidad. Entrecerró los ojos.

– Mierda, lo han cambiado -dijo en voz baja-. Vaya. -Se acercó más a la pared y le puso una mano encima.

Dejé de prestarle atención. Wil y Sim tenían razón: el tipo estaba mal de la cabeza. ¿Qué pasaría si yo salía corriendo de la habitación, desatrancaba la puerta y la cerraba? ¿Me lo agradecerían los otros maestros?

– Oh -dijo de pronto Elodin, riendo-. No son tontos del todo; -Se retiró un par de pasos de la pared-. CYAERBASA-LIEN.

Vi moverse la pared. Onduló como una alfombra colgada y golpeada con un palo. Y entonces… se derrumbó. Como agua oscura vertida de un cubo, toneladas de fina arena gris se derramaron por el suelo, cubriéndole los pies a Elodin hasta las panto-rrillas.

La luz del sol y el canto de los pájaros inundaron la habitación. Donde antes había una gruesa y sólida pared, ahora había un agujero lo bastante grande para que un carro pasara por él.

Pero el agujero no estaba abierto del todo: lo cubría un material verde. Parecía una red sucia y enredada, pero era demasiado irregular para ser una red. Más bien parecía una gruesa y destrozada telaraña.

– Eso no estaba -comentó Elodin, como si se disculpara, mientras sacaba los pies de la arena gris-. La primera vez fue mucho más impresionante, te lo aseguro.

Me quedé allí plantado, aturdido por lo que acababa de ver. Aquello no era simpatía. Jamás había visto nada parecido. Solo podía pensar en las palabras de la historia que tantas veces había oído: «Y Táborlin el Grande le dijo a la piedra: ¡RÓMPETE!, y la piedra se rompió…».

Elodin arrancó una de las patas de la silla y la utilizó para aporrear aquella película verde y enredada que cubría el orificio. La telaraña se rompió con facilidad por varios sitios, o se desmenuzó. En los sitios donde era más gruesa, Elodin utilizó la pata de la silla como palanca para apartar los pedazos. Cuando se doblaba o se rompía, la telaraña relucía bajo la luz del sol. «Más cobre», pensé. Había vetas de cobre discurriendo a través de los bloques de piedra que conformaban la pared.

Elodin soltó la pata de la silla y se asomó por el orificio. Desde la ventana, lo vi apoyarse contra la blanca barandilla de piedra del balcón.

Lo seguí afuera. Nada más salir al balcón, el aire dejó de parecer tan extrañamente denso.

– Dos años -dijo Elodin contemplando los jardines-. Podía ver este balcón, pero no podía salir a él. Podía ver el viento, pero no podía oírlo, ni notarlo en la cara. -Pasó una pierna por encima de la barandilla de piedra y se sentó sobre ella; luego saltó al trozo de tejado plano que había debajo. Caminó por el tejado, alejándose del edificio.

Salté también la barandilla y seguí al maestro hasta el borde del tejado. Solo estábamos a una altura de unos seis metros, pero los jardines y las fuentes que se extendían en todas direcciones componían un paisaje espectacular. Elodin se quedó de pie peligrosamente cerca del borde, con la túnica de maestro ondulando alrededor de él como una bandera negra. La verdad es que ofrecía una imagen impresionante, si pasabas por alto el hecho de que todavía llevaba un solo calcetín.

Me puse a su lado, al borde del tejado. Sabía cuál tenía que ser mi tercera pregunta.

– ¿Qué tengo que hacer -pregunté- para estudiar nominación con usted?

Elodin me miró con gesto sereno, como valorándome.

– Saltar -dijo-. Saltar de este tejado.

Entonces fue cuando comprendí que todo aquello había sido una prueba. Elodin me había estado midiendo desde que nos habíamos visto por primera vez. Sentía, a su pesar, respeto por mi tenacidad, y le había sorprendido que hubiera notado algo raro en la atmósfera de su habitación. Estaba a punto de aceptarme como pupilo.

Pero necesitaba más: necesitaba una prueba de mi entrega. Una demostración. Un acto de fe.

Y mientras estaba allí de pie, me vino a la mente un fragmento de la historia: «Táborlin se precipitó, pero no perdió la esperanza. Porque conocía el nombre del viento, y el viento le obedeció. Le habló al viento, y este lo meció y lo acarició. Lo bajó hasta el suelo suavemente, como si fuera un vilano de cardo, y lo posó de pie con la dulzura del beso de una madre».

Elodin sabía el nombre del viento.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, salté del borde del tejado.

La expresión de Elodin era maravillosa. Nunca he visto a un hombre tan asombrado. Al caer, giré un poco sobre mí mismo, y Elodin permaneció en mi campo de visión. Le vi levantar un poco una mano, como si hiciera un tardío intento de sujetarme.

Me sentí ingrávido, como si flotara.

Y entonces caí contra el suelo. No suavemente, como se posa una pluma, sino con dureza. Como un ladrillo al golpear los adoquines de una calle. Aterricé de espaldas, con el brazo izquierdo debajo del cuerpo. Al dar mi cabeza contra el suelo, lo vi todo negro y me quedé sin aire en los pulmones.

No perdí el conocimiento. Me quedé allí tendido, sin poder respirar ni moverme. Recuerdo que pensé, convencido, que estaba muerto. Que estaba ciego.

Al final recobré la visión, y me puse a parpadear contra la repentina claridad del cielo azul. Me dolía mucho un hombro y notaba el sabor de la sangre en la boca. No podía respirar. Intenté rodar sobre mí mismo para liberar el brazo, pero mi cuerpo no me obedecía. Me había roto el cuello… la espalda…

Al cabo de unos largos y aterradores momentos, conseguí dar una bocanada, y luego otra. Exhalé un suspiro de alivio y comprendí que al menos tenía una costilla rota, además de todo lo demás; pero moví un poco los dedos de las manos, y luego los de los pies. Funcionaban. No me había partido la columna vertebral.

Mientras yo estaba allí tendido, calibrando mi suerte y las costillas que tenía rotas, Elodin apareció en mi campo de visión.

Me miró y dijo:

– Felicidades. Esa ha sido la cosa más estúpida que he visto jamás. -Su expresión era una mezcla de admiración e incredulidad-. Jamás.


Y entonces fue cuando decidí dedicarme al noble arte de la artifi-cería. No me quedaban muchas opciones. Antes de ayudarme a ir cojeando hasta la Clínica, Elodin me dejó claro que una persona lo bastante estúpida para saltar desde un tejado era demasiado insensata para que él le dejara sujetar una cuchara en su presencia, y mucho menos estudiar algo tan «profundo y volátil» como la nominación.

Con todo, el rechazo de Elodin no me decepcionó mucho. Tanto si era magia de cuento como si no, no me entusiasmaba la idea de estudiar con un hombre cuya primera lección me había dejado con tres costillas rotas, una conmoción cerebral leve y un hombro dislocado.

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