41 La sangre de un amigo

A la mañana siguiente, desperté temprano, me lavé y comí algo en la Cantina. Entonces, como no tenía nada que hacer antes de la tanda de latigazos del mediodía, me paseé por la Universidad. Entré en varias boticas y talleres de soplado, y admiré los cuidados jardines y las extensiones de césped.

Al final me senté en un banco de piedra que encontré en un amplio patio. Estaba demasiado nervioso para pensar en hacer algo productivo, así que me quedé allí sentado disfrutando del buen tiempo y mirando cómo el viento arrastraba unos papeles por el suelo adoquinado.

Al poco rato, llegó Wilem y se sentó a mi lado sin que yo lo invitara. El cabello y los ojos, del color castaño oscuro característico de los ceáldicos, le hacían parecer mayor que Simraon y que yo, pero tenía ese aire un tanto torpe de los niños que todavía no se han acostumbrado a manejarse con la estatura de un hombre.

– ¿Nervioso? -me preguntó con su marcado acento siaru.

– La verdad es que procuro no pensar en ello -repuse.

Wilem dio un gruñido. Nos quedamos callados un rato, viendo pasar a otros estudiantes. Algunos interrumpieron su conversación para señalarme.

Enseguida me cansé de llamar la atención.

– ¿Estás haciendo algo ahora mismo? -le pregunté a Wilem.

– Estar aquí sentado -respondió él-. Respirar.

– Muy listo. Ya entiendo por qué te han admitido en el Arcano. ¿Tienes algo que hacer en la próxima hora?

Wilem se encogió de hombros y me miró con expectación.

– ¿Puedes enseñarme dónde está el maestro Arwyl? Me dijo que pasara… después.

– Claro -respondió señalando una de las salidas del patio-. La Clínica está al otro lado del Archivo.

Rodeamos el inmenso bloque sin ventanas del Archivo. Wilem señaló con el dedo y dijo:

– Allí está. La Clínica. -Era un edificio grande y con forma rara. Parecía una versión más alta y menos laberíntica de la Prin-cipalía.

– Es más grande de lo que esperaba -comenté-. ¿Todo ese edificio para enseñar medicina?

Wilem negó con la cabeza.

– Gran parte de su trabajo consiste en atender a los enfermos. Nunca rechazan a nadie, aunque no pueda pagar.

– ¿En serio? -Volví a contemplar el edificio y pensé en el maestro Arwyl-. Me sorprende.

– No tienes que pagar por adelantado -aclaró Wilem-. Cuando te recuperas -hizo una pausa, y capté la insinuación: si te recuperas-, pagas la cuenta. Si no tienes dinero, trabajas hasta que la deuda queda… -Hizo otra pausa-. ¿Cómo se dice skeyem} -preguntó levantando las manos con las palmas hacia arriba y moviéndolas alternadamente como si fueran las bandejas de una balanza.

– ¿Sopesada? -sugerí.

Negó con la cabeza.

– No. Sheyem. -Hizo hincapié en esa palabra y dejó las manos a la misma altura.

– Ah. -Imité el gesto-. Compensada.

Wilem asintió.

– Trabajas hasta que la deuda con la Clínica queda compensada. Muy pocos se marchan sin saldar la cuenta.

Reí entre dientes.

– No me sorprende. ¿Para qué huir de un arcanista que tiene un par de gotas de tu sangre?

Llegamos a otro patio. En el centro había un poste con un banderín, y debajo, un banco de piedra. No tuve que pensar mucho para adivinar quién iba a estar atado al poste al cabo de una hora. Había cerca de un centenar de estudiantes paseándose por el patio, y reinaba una extraña atmósfera festiva.

– No suele haber tanto jaleo -dijo Wilem como disculpándose-. Pero algunos maestros han cancelado sus clases.

– Hemme, seguro. Y Brandeur.

Wilem asintió.

– Hemme es muy rencoroso. -Hizo una pausa para enfatizar su moderada descripción-. Vendrá con toda su corte de adláte-res. -Pronunció despacio la última palabra-. ¿Se dice así? ¿Ad-láteres?

Asentí, y Wilem puso cara de satisfacción. Entonces frunció el ceño.

– Ahora que me acuerdo, hay una frase extraña en tu idioma. La gente siempre me pregunta por el camino de Tinué. «¿Cómo está el camino de Tinué?», dicen. ¿Qué significa?

Sonreí.

– Es un modismo. Significa…

– Ya sé qué es un modismo -me interrumpió Wilem-. ¿Qué significa ese en concreto?

– Ah -dije, un tanto abochornado-. Solo es un saludo. Es como preguntar «¿Cómo va todo?», o «¿Qué hay?».

– Eso también es un modismo -protestó Wilem-. Vuestro idioma está plagado de tonterías. Me extraña que os entendáis. «¿Cómo va todo?» ¿Va adonde? -Sacudió la cabeza.

– A Tinué, por lo visto -dije sonriendo-. Tuan volgen oketh ama -añadí. Era uno de mis modismos siaru favoritos. Significaba «No le des importancia», pero la traducción literal era: «No te metas una cuchara en el ojo por eso».

Salimos del patio y deambulamos un rato por la Universidad. Wilem me mostró otros edificios destacados, incluidas varias tabernas, el complejo de alquimia, la lavandería ceáldica y dos bur-deles: el autorizado y el prohibido. Pasamos al lado de las lisas paredes de piedra del Archivo, de un tonelero, de un encuadernador, de un boticario…

Entonces se me ocurrió una idea.

– ¿Sabes mucho de hierbas?

Wilem negó con la cabeza.

– Se me da mejor la química. Y a veces escardo un poco en el Archivo con Títere.

– Escarbo -dije enfatizando la «b»-. Escardar es otra cosa. ¿Quién es Títere?

Wil esperó un momento.

– No es fácil describirlo. -Hizo un ademán para quitarle importancia-. Ya te lo presentaré más tarde. ¿Qué necesitas saber sobre hierbas?

– Nada, en realidad. ¿Me harías un favor? -Wilem asintió, y yo señalé la botica más cercana-. Ve a comprarme dos escrúpulos de nahlrout. -Le di dos drabines de hierro-. Supongo que con esto tendrás suficiente.

– ¿Por qué yo? -me preguntó con recelo.

– Porque no quiero que el boticario me mire como diciendo «eres muy joven». -Fruncí el ceño-. Hoy no estoy para aguantar esas cosas.

Wilem tardó en volver, y me puse nervioso.

– El boticario tenía mucho trabajo -me explicó al ver mi expresión de impaciencia. Me dio un paquetito de papel y unas cuantas monedas del cambio-. ¿Qué es?

– Es para calmar el estómago -dije-. El desayuno no me ha sentado bien, y no me gustaría vomitar mientras me estén azotando.

Invité a Wilem a sidra en una taberna cercana; yo también me tomé un vaso, para tragarme el nahlrout. Procuré no hacer muchas muecas, porque tenía un sabor amargo y a tiza. Poco después oímos las campanadas de mediodía.

– Creo que tengo que irme a clase. -Wil trató de decirlo con aire despreocupado, pero tenía la voz estrangulada. Me miró abochornado y un poco pálido pese a su oscuro cutis-. No me gusta la sangre. -Esbozó una sonrisa temblorosa-. Mi sangre… La sangre de un amigo…

– No pienso sangrar mucho -dije-. Pero no te preocupes. Me has ayudado a soportar lo peor: la espera. Gracias.

Nos separamos, y tuve que dominar una oleada de arrepentimiento. Wil, que solo me conocía desde hacía tres días, se había tomado la molestia de ayudarme. Habría podido tomar el camino más fácil y estar resentido por lo rápido que me habían admitido en el Arcano, como habían hecho muchos otros. Pero él se había portado como un amigo y me había ayudado a soportar unos momentos difíciles, y yo le había pagado con mentiras.


Mientras caminaba hacia el poste del banderín, notaba el peso de las miradas de la muchedumbre. ¿Cuánta gente había allí? ¿Doscientas personas? ¿Trescientas? A partir de cierto punto, las cifras dejan de importar, y lo único que queda es la masa sin rostro de una multitud.

Mi experiencia teatral me mantuvo firme bajo aquellas miradas. Caminé con seguridad hacia el poste en medio de un mar de murmullos. No adopté un porte orgulloso, porque sabía que eso podía resultar contraproducente. Tampoco me mostré arrepentido. Actué bien, como me había enseñado mi padre, y ni el miedo ni la aprensión se reflejaron en mi cara.

Mientras andaba, noté que el nahlrout empezaba a hacerme efecto. Me sentía completamente despierto, mientras que alrededor de mí todo se volvía dolorosamente brillante. El tiempo parecía transcurrir más lentamente a medida que me*acercaba al centro del patio. Miraba las pequeñas nubes de polvo que levantaban mis pies al pisar los adoquines. Noté que una ráfaga de viento levantaba la orilla de mi capa, se colaba por debajo y ascendía por mi espalda hasta refrescar el sudor entre mis omoplatos. Por un instante me pareció que, si quisiera, podría contar las caras de la multitud que me rodeaba, como si fueran las flores de un campo.

No vi a ningún maestro entre el gentío, salvo a Hemme. Estaba ridículo, plantado cerca del poste con actitud petulante. Tenía los brazos cruzados, y las mangas de su negra túnica de maestro colgaban junto a sus costados. Me miró, y sus labios compusieron una blanda sonrisita.

Decidí morderme la lengua antes que darle la satisfacción de parecer asustado o angustiado. Le dediqué una amplia y serena sonrisa y desvié la mirada, dándole a entender que su presencia no me preocupaba lo más mínimo.

Llegué al poste. Oí que alguien leía algo, pero las palabras no eran más que un vago zumbido. Me quité la capa y la puse en el respaldo del banco de piedra que había en la base del poste. Entonces empecé a desabrocharme la camisa, con la misma naturalidad como si me estuviera desnudando para darme un baño.

Me detuvo una mano que me asió por la muñeca. El hombre que había leído el comunicado me dedicó una sonrisa que trataba de ser consoladora.

– No hace falta que te quites la camisa -me dijo-. Así no te dolerá tanto.

– No pienso estropear una buena camisa -dije.

El tipo rrié miró con extrañeza; se encogió de hombros y pasó una cuerda por un aro de hierro que colgaba sobre nuestras cabezas.

– Tienes que darme las manos.

Lo miré a los ojos.

– No se preocupe, no voy a huir.

– Es para que no te caigas si te desmayas.

Lo miré con dureza.

– Si me desmayo, puede usted hacer lo que quiera -dije con firmeza-. Hasta que eso no ocurra, no me dejaré atar.

Mi tono de voz le hizo desistir. No discutió conmigo; me subí al banco de piedra que había bajo el poste y estiré los brazos para agarrarme al aro de hierro. Lo así con fuerza con ambas manos. Era liso y frío, y lo encontré extrañamente reconfortante. Me concentré en él mientras me sumergía en el Corazón de Piedra.

Oí cómo la gente se apartaba de la base del poste. Entonces la multitud se calló; ya solo se oían los débiles chasquidos del látigo que estaban probando detrás de mí. Era una suerte que fueran a azotarme con un látigo simple. En Tarbean había visto los estragos que podía causar un látigo de seis colas en la espalda de un hombre.

De pronto se produjo un silencio. Y entonces, antes de que pudiera prepararme, oí un restallido más fuerte que los anteriores. Noté que una débil línea de fuego me cruzaba la espalda.

Apreté los dientes. Pero no era tan doloroso como yo esperaba. Incluso con las precauciones que había tomado, creía que notaría un dolor más intenso.

Entonces recibí el segundo latigazo. El restallido fue más fuerte, y lo oí a través del cuerpo más que con los oídos. Noté una extraña flacidez en la espalda. Contuve la respiración y comprendí que mi piel se había desgarrado y que estaba sangrando. Todo se volvió rojo durante unos instantes, y me apoyé en la áspera y alquitranada madera del poste.

Recibí el tercer latigazo cuando todavía no me había preparado. Me llegó hasta el hombro izquierdo, y me desgarró toda la espalda hasta la cadera. Apreté los dientes y me negué a articular sonido alguno. Mantuve los ojos abiertos y vi cómo los contornos de mi visión se oscurecían un instante antes de volver a enfocarse.

Entonces, ignorando el dolor de la espalda, fijé los pies sobre el banco y solté el aro de hierro. Un joven se lanzó hacia mí, como si creyera que iba a desplomarme. Lo miré con dureza y se apartó. Recogí mi camisa y mi capa, me las colgué con cuidado de un brazo y me marché del patio ignorando a la silenciosa muchedumbre que me rodeaba.

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