50 Negociaciones

Imre estaba a un poco más de tres kilómetros de la Universidad, en la orilla este del río Omethi. Como solo estaba a dos días de Tarbean en coche rápido, muchos nobles, políticos y cortesanos adinerados vivían allí. Quedaba cerca del centro gubernativo de la Mancomunidad, pero a la vez a una cómoda distancia del olor a pescado podrido, a brea caliente y a vómito de marinero borracho.

Imre era un refugio para los artistas. Había músicos, dramaturgos, escultores, bailarines y practicantes de un centenar de otras artes menores, incluso de la más modesta de todas: la poesía. Los actores acudían a Imre porque esta ofrecía lo que más ansia todo artista: un público apreciativo y acomodado.

Imre también se beneficiaba de su proximidad a la Universidad. El acceso a instalaciones de agua y a lámparas simpáticas mejoraba la calidad de la atmósfera de la ciudad. Era fácil conseguir buen cristal, de modo que en muchas casas había ventanas y espejos. Las lentes y las gafas, aunque caras, eran fáciles de conseguir.

Pese a todo eso, las dos poblaciones no se tenían mucho cariño. A la mayoría de los ciudadanos de Imre no les gustaba la idea de un millar de mentes que jugueteaban con fuerzas oscuras que era mejor dejar en paz. Oyendo hablar al ciudadano medio, era fácil olvidar que en ese rincón del mundo no habían visto quemar a ningún arcanista desde hacía casi trescientos años.

En honor a la verdad, hay que mencionar que la Universidad también sentía un vago desprecio por la población de Imre, pues la calificaba de autocompasiva y decadente. Las artes que tan elevadas se consideraban en Imre se tenían por frivolas en la Universidad. Muchas veces, se decía que los estudiantes que dejaban la Universidad «habían cruzado el río»; implícitamente eso significaba que las mentes que eran demasiado débiles para los estudios académicos tenían que dedicarse a juguetear con las artes.

En realidad, la gente era hipócrita a ambas orillas del río. Los estudiantes universitarios despotricaban de los frivolos músicos y de los informales actores, y luego hacían largas colas y pagaban para ver sus actuaciones. Los vecinos de Imre protestaban de las artes antinaturales que se practicaban a tres kilómetros de la ciudad, pero cuando un acueducto se derrumbaba o alguien caía de pronto enfermo, no dudaban en llamar a ingenieros y a médicos educados en la Universidad.

En general, era una tregua molesta y que venía de largo, en la que ambas partes se quejaban al mismo tiempo que mantenían una reacia tolerancia. Al fin y al cabo, aquella gente tenía sus utilidades, solo que no te gustaría que tu hija se casara con uno de ellos…

Dado que Imre era un refugio para la música y el teatro, quizá penséis que yo pasaba mucho tiempo allí, pero nada podría estar más lejos de la verdad. Solo había estado en Imre una vez. Wilem y Simmon me habían llevado a una posada donde tocaba un trío de hábiles músicos: laúd, flauta y tambor. Pedí una jarra de cerveza pequeña que me costó medio penique y me relajé, dispuesto a disfrutar de una velada con mis amigos…

Pero no pude. Apenas unos minutos después de que empezara a sonar la música, casi salí corriendo del local. Dudo mucho que podáis entender por qué, pero supongo que si quiero que esto tenga algún sentido, tendré que explicároslo.

No soportaba oír música y no formar parte de ella. Era como ver a la mujer que amas acostándose con otro hombre. No. No es eso. Era como…

Era como los consumidores de resina que había visto en Tar-bean. La resina de denner era ilegal, por supuesto, pero había partes de la ciudad en que eso no importaba. La resina se vendía envuelta en papel encerado, como los pirulís o los tofes. Mascarla te llenaba de euforia. De felicidad. De satisfacción.

Pero pasadas unas horas estabas temblando, dominado por una desesperada necesidad de consumir más, y esa ansia empeoraba cuanto más tiempo llevabas consumiéndola. Una vez, en Tarbean, vi a una joven de no más de dieciséis años con los reveladores ojos hundidos y los dientes exageradamente blancos de los adictos perdidos. Le estaba pidiendo un «caramelo» de resina a un marinero, que lo sostenía fuera de su alcance, burlándose de ella. Le decía a la chica que se lo daría si se desnudaba y bailaba para él allí mismo, en medio de la calle.

La chica lo hizo, sin importarle quién pudiera estar mirando, sin importarle que fuera casi el Solsticio de Invierno y que en la calle hubiera diez centímetros de nieve. Se quitó la ropa y bailó desenfrenadamente; le temblaban las pálidas extremidades, y sus movimientos eran patéticos y espasmódicos. Entonces, cuando el marinero rió y negó con la cabeza, ella cayó de rodillas en la nieve, suplicando y sollozando, agarrándose desesperadamente a las piernas del marinero, prometiéndole que haría cualquier cosa que le pidiera, cualquier cosa…

Así era como me sentía yo cuando oía tocar a unos músicos. No podía soportarlo. La ausencia diaria de mi música era como un dolor de muelas al que me había acostumbrado. Podía vivir con ello. Pero no soportaba ver cómo agitaban delante de mí el objeto de mi deseo.

Así que evité ir a Imre hasta que el problema de mi matrícula del segundo bimestre me obligó a cruzar de nuevo el río. Me había enterado de que Devi era la persona a la que cualquiera podía pedir un préstamo, por desesperadas que fueran las circunstancias.


Así que crucé el Omethi por el Puente de Piedra y me encaminé hacia Imre. Para llegar al negocio de Devi había que tomar un callejón y subir por una estrecha escalera que había detrás de una carnicería. Esa parte de Imre me recordó a la Ribera de Tarbean. El empalagoso olor a grasa rancia proveniente de la carnicería me hizo agradecer la fresca brisa otoñal.

Al llegar ante la gruesa puerta vacilé y oteé el callejón. Estaba a punto de meterme en asuntos peligrosos. Un prestamista ceáldi-co podía llevarte a juicio si no le devolvías el préstamo. Un renovero sencillamente hacía que te dieran una paliza, o que te robaran, o ambas cosas. Lo que estaba haciendo no era inteligente. Estaba jugando con fuego.

Pero no tenía alternativa. Respiré hondo, me cuadré de hombros y llamé a la puerta.

Me sequé las sudorosas palmas de las manos en la capa, con la esperanza de tenerlas razonablemente secas cuando le estrechara la mano a Devi. En Tarbean había aprendido que la mejor forma de tratar con esa clase de individuos era aparentar seguridad y confianza. Su trabajo consistía en aprovecharse de la debilidad de los demás.

Oí cómo descorrían un pesado cerrojo; entonces la puerta se abrió y vi a una joven con el cabello liso y rubio rojizo enmarcando una carita de duendecillo. La chica me sonrió, monísima.

– ¿Sí?

– Busco a Devi -dije.

– Ya la has encontrado -me contestó-. Pasa.

Entré; ella cerró la puerta y corrió el cerrojo. La habitación no tenía ventanas, pero estaba bien iluminada y olía a lavanda, lo cual representaba un agradable cambio respecto al olor del callejón. Había tapices en las paredes, pero los únicos muebles eran un pequeño escritorio, una estantería y una gran cama con dosel con las cortinas corridas.

– Por favor -dijo la joven señalando el escritorio-. Siéntate.

Se sentó detrás del escritorio y entrelazó las manos sobre el tablero. Cuando vi cómo se manejaba rectifiqué respecto a su edad. La había calculado mal por su corta estatura, pero aun así, no podía tener mucho más de veintitantos años, y eso no era lo que yo esperaba encontrar.

Devi pestañeó con gracia.

– Necesito un préstamo -dije.

– ¿Qué te parece si primero me dices cómo te llamas? -Sonrió-. Tú ya sabes mi nombre.

– Kvothe.

– ¿En serio? -Arqueó una ceja-. Me han contado un par de cosas sobre ti. -Me miró de arriba abajo-. Creía que serías más alto.

Yo habría podido decir lo mismo. La situación me había pillado desprevenido. Me había preparado para vérmelas con un matón musculoso, y para unas negociaciones cargadas de amenazas mal disimuladas y de bravuconadas. No sabía cómo reaccionar ante aquella niña inocente y risueña.

– ¿Qué te han contado? -pregunté para llenar el silencio-. Espero que nada malo.

– Cosas buenas y cosas malas. -Sonrió-. Pero ninguna aburrida.

Entrelacé las manos para tenerlas quietas.

– Bueno, ¿qué hay que hacer exactamente?

– No eres muy bromista, ¿verdad? -Devi dio un breve suspiro de decepción-. No está mal: directo al grano. ¿Cuánto necesitas?

– Solo un talento -respondí-. Ocho iotas, para ser exactos.

Devi sacudió la cabeza con seriedad, agitando su cabello rubio rojizo.

– Me temo que no puede ser. No me compensa hacer préstamos tan pequeños.

Fruncí el ceño.

– ¿Qué cantidad te compensa?

– Cuatro talentos. Es lo mínimo.

– ¿Y los intereses?

– Cincuenta por ciento cada dos meses. Así que si quieres que te preste lo mínimo, serán dos talentos al final del bimestre. Puedes cancelar toda la deuda por seis si quieres. Pero hasta que yo recupere el capital inicial, tienes que pagarme dos talentos cada bimestre.

Asentí; no estaba muy sorprendido. Era más o menos cuatro veces lo que hasta el más avaricioso prestamista habría cobrado.

– Pero estaría pagando intereses por un dinero que en realidad no necesito.

– No -dijo ella mirándome a los ojos con seriedad-. Estarías pagando intereses por un dinero que habrías pedido prestado. Ese es el trato.

– ¿Y no puedes prestarme dos talentos? -propuse-. Así, al final…

Devi movió las manos para interrumpirme.

– No estamos aquí para regatear. Solo te informo de las condiciones del préstamo. -Sonrió como disculpándose-. Perdóname si no lo he dejado claro desde el principio.

Observé la postura de sus hombros, cómo me miraba a los ojos.

– De acuerdo -dije, resignado-. ¿Dónde tengo que firmar?

Devi me miró sin comprender y frunció ligeramente la frente.

– No tienes que firmar nada. -Abrió un cajón y sacó de él una botellita marrón con tapón de cristal. Puso un largo alfiler junto a la botellita, sobre el escritorio-. Solo necesito un poco de sangre.

Me quedé paralizado en la silla, con los brazos junto a los costados.

– No te preocupes -me tranquilizó Devi-. La aguja está limpia. Solo necesito tres gotas.

Al final recuperé el habla:

– Lo dices en broma, ¿no?

Devi ladeó la cabeza, y una leve sonrisa rizó una de las comisuras de su boca.

– ¿No lo sabías? -me preguntó, sorprendida-. Aquí no suele entrar nadie que no sepa de qué va esto.

– La verdad es que me cuesta creer que alguien… -Me atasqué, sin saber qué decir.

– No lo hace todo el mundo -me cortó-. Suelo trabajar con estudiantes y ex estudiantes. La gente de este lado del río me tomaría por una especie de bruja, un demonio o algo por el estilo. Los miembros del Arcano saben muy bien por qué les pido sangre y qué puedo hacer con ella.

– ¿Tú también eres miembro del Arcano?

– Ex miembro -puntualizó ella, y su sonrisa se difuminó un poco-. Llegué a Re'lar antes de dejar la Universidad. Sé lo suficíente para que, con un poco de tu sangre en mi poder, no puedas esconderte nunca de mí. Te encontraría en cualquier sitio.

– Entre otras cosas -dije, incrédulo, pensando en el modelo de cera que había hecho de Hemme a principios del bimestre, y solo había utilizado un pelo; la sangre era mucho más eficaz para crear un vínculo- podrías matarme.

Devi me miró con franqueza.

– Para ser la nueva estrella del Arcano, eres muy estúpido. Piénsalo bien. ¿Seguiría en mi negocio si tuviera por costumbre cometer felonía?

– ¿Están los maestros al corriente de esto?

Devi rió.

– Por el cuerpo de Dios, claro que no. Ni el alguacil, ni el obispo, ni mi madre. -Se señaló el pecho, y luego me señaló a mí-. Yo lo sé y tú lo sabes. Eso suele bastar para asegurar una buena relación de trabajo entre los dos.

– Y ¿qué pasa cuando no basta? -pregunté-. Si no tengo tu dinero a finales del bimestre. ¿Qué pasa entonces?

Devi abrió las manos y se encogió de hombros con indiferencia.

– Entonces llegamos a algún acuerdo entre los dos. Como personas razonables. Trabajas para mí, por ejemplo. Me revelas secretos. Me haces favores. -Sonrió y me miró lentamente con gesto provocativo, riéndose de mi turbación-. Si la cosa pintase mal y te mostraras muy poco colaborador, yo podría venderle tu sangre a alguien y recuperar mis pérdidas. Todo el mundo tiene enemigos. -Volvió a encogerse de hombros con despreocupación-. Pero las cosas nunca han llegado a ese punto. Generalmente basta con la amenaza para mantener a la gente a raya.

Escudriñó la expresión de mi rostro y bajó un poco los hombros.

– No seas bobo -dijo con suavidad-. Has entrado aquí creyendo que encontrarías a un burdo renovero con cicatrices en los nudillos. Estabas dispuesto a cerrar un trato con alguien que no habría dudado en dejarte para el arrastre si te retrasabas un solo día. Mi forma de trabajar es mejor. Más sencilla.

– Esto es una locura -dije poniéndome en pie-. De ninguna manera.

La risueña expresión de Devi se borró de su rostro.

– No te precipites -dijo sin disimular que se estaba enojando-. Te comportas como un granjero que cree que intento comprarle el alma. Solo es un poco de sangre para que pueda seguirte la pista. Es como una garantía. -Hizo un ademán tranquilizador con ambas manos, como si alisara el aire-. Mira, vamos a hacer una cosa. Te dejo tomar prestado la mitad del mínimo. -Me miró, expectante-. Dos talentos. ¿Te parece mejor así?

– No -respondí-. Discúlpame por haberte hecho perder el tiempo, pero no puedo hacerlo. ¿Hay algún otro renovero por aquí?

– Por supuesto -replicó ella con frialdad-. Pero no me inclino mucho a darte esa clase de información. -Ladeó la cabeza-. Por cierto, hoy es Prendido, ¿no? ¿No necesitas el dinero de la matrícula para mañana antes de mediodía?

– Ya lo encontraré yo solo -le solté.

– Seguro que sí, con lo listo que eres. -Devi hizo un ademán con el dorso de la mano para indicarme que me marchara-. Puedes irte cuando quieras. Acuérdate de Devi dentro de dos meses, cuando algún matón te esté arrancando los dientes a patadas.


Me marché de casa de Devi y di un paseo por las calles de Imre, nervioso e irritado, tratando de poner en orden mis ideas. Tratando de encontrar una solución a mi problema.

Tenía ciertas posibilidades de devolver el préstamo de dos talentos. Tenía previsto ascender pronto en la Factoría. Una vez que me permitieran realizar mis propios proyectos, podría empezar a ganar dinero de verdad. Lo único que necesitaba era aguantar en las clases el tiempo suficiente. Solo era cuestión de tiempo.

En realidad, eso era lo que estaba pidiendo prestado: tiempo. Un bimestre más. ¿Quién sabía qué oportunidades podían presentárseme en los dos meses siguientes?

Pero incluso mientras intentaba convencerme a mí mismo, sabía la verdad: no era buena idea. Era buscarse problemas. Me tragaría el orgullo y vería si Wil, Sim o Sovoy podían prestarme las ocho iotas que necesitaba. Suspiré y me resigné a pasar un bimestre durmiendo a la intemperie y hurgando en las basuras para encontrar algo de comer. Al menos no podía ser peor que los años que había pasado en Tarbean.

Me disponía a volver a la Universidad cuando mi desasosegado deambular me llevó ante el escaparate de una casa de empeños. Sentí aquel viejo dolor en los dedos…

– ¿Cuánto pide por ese laúd de siete cuerdas? -pregunté. Ni aun hoy recuerdo haber entrado en la tienda.

– Cuatro talentos justos -me contestó el propietario alegremente. Pensé que debía de ser nuevo en el negocio, o que debía de estar borracho. Los prestamistas nunca son joviales, ni siquiera en ciudades prósperas como Imre.

– Ah -dije sin disimular mi desilusión-. ¿Me dejaría verlo?

El prestamista me lo dio. No era gran cosa. La madera tenía un veteado irregular, y el barniz era basto y estaba arañado. Los trastes eran de tripa y había que cambiarlos, pero eso no me preocupaba mucho, porque de todos modos yo tocaba sin trastes. La caja era de palisandro, de modo que el sonido no podía ser muy sutil. Pero por otra parte, el sonido de un laúd de palisandro se oía mejor en una taberna abarrotada, pues el murmullo de las conversaciones no lo apagaba tan fácilmente. Di unos golpecitos en la caja con el dedo, y el instrumento emitió un resonante zumbido. No era bonito, pero sí sólido. Empecé a afinarlo; así tenía una excusa para sujetarlo un rato más.

– Podría bajar hasta tres con cinco -dijo el prestamista desde detrás del mostrador.

Detecté desesperación en su voz. Entonces se me ocurrió pensar que no debía de ser fácil vender un laúd feo de segunda mano en una ciudad llena de nobles y de músicos prósperos. Sacudí la cabeza.

– Las cuerdas son viejas. -En realidad estaban bien, pero confié en que el prestamista no lo supiera.

– Cierto -replicó confirmándome su ignorancia-, pero las cuerdas son baratas.

– Supongo -dije sin convicción. Ya tenía un plan. Ajusté cada una de las cuerdas dejándolas un poco desafinadas. Toqué un acorde y escuché el chirriante sonido. Miré el mástil del laúd con gesto especulativo-. Me parece que el mástil está agrietado. -Toqué un acorde menor que sonó aún peor-. ¿A usted le parece que está agrietado? -Volví a tocar, más fuerte.

– ¿Tres con dos? -me propuso el prestamista.

– No es para mí -dije como si lo corrigiera-. Es para mi hermano pequeño. El muy imbécil anda todo el día jugando con el mío.

Volví a tocar un acorde e hice una mueca.

– Quizá ese mocoso no me caiga muy bien, pero no soy tan cruel como para comprarle un laúd con el mástil roto. -Hice una pausa. Como el prestamista no decía nada, añadí-: Por tres con dos no me lo quedo.

– ¿Tres justos? -repuso él.

Aparentemente, yo sujetaba el laúd con indiferencia y sin mucho interés. Pero en el fondo me aferraba a él con fiereza, hasta que se me ponían los nudillos blancos. No espero que lo entendáis. Cuando los Chandrian mataron a mi troupe, destrozaron mi familia y mi hogar. Pero en cierto modo fue peor cuando se rompió el laúd de mi padre, en Tarbean. Eso había sido como perder una extremidad, un ojo, un órgano vital. Sin mi música, había deambulado durante años por Tarbean, vivo solo a medias, como un veterano lisiado o un muerto viviente.

– Mire -le dije con franqueza-, tengo dos con dos. -Saqué mi bolsa-. Si quiere, puede aceptarlos; y si no, este feo instrumento puede seguir acumulando polvo en un estante diez años más.

Lo miré a los ojos, cuidando de que no se reflejara en mi cara lo mucho que necesitaba aquel laúd. Habría hecho cualquier cosa para conseguirlo. Habría bailado desnudo en la nieve. Me habría agarrado a una pierna del prestamista, temblando y frenético, prometiéndole que haría cualquier cosa que me pidiera, cualquier cosa…

Puse dos talentos y dos iotas encima del mostrador; era casi todo el dinero que había ahorrado para pagar la matrícula de ese bimestre. Las monedas hicieron un fuerte ruido cuando las apreté sobre el mostrador, una a una.

El prestamista me miró largo rato, evaluándome. Puse una iota más y esperé. Y esperé. Cuando por fin estiró un brazo para coger el dinero, su demacrada expresión era la que yo estaba acostumbrado a ver en las caras de los prestamistas.


Devi abrió la puerta y sonrió.

– Vaya, la verdad es que no creía que volviera a verte. Pasa. -Echó el cerrojo de la puerta y fue hasta su escritorio-. Pero no puedo decir que me decepcione que hayas venido. -Giró la cabeza y me lanzó su picara sonrisa-. Esperaba poder hacer un pequeño negocio contigo. -Se sentó-. ¿Qué? ¿Dos talentos?

– No, mejor cuatro -dije. Era lo que necesitaba para pagar la matrícula y una cama en las Dependencias. Yo podía dormir a la intemperie, aunque lloviera o hiciera viento, pero mi laúd merecía algo mejor.

– Estupendo -dijo ella, y cogió la botella y la aguja.

Necesitaba tener intactas las yemas de los dedos, así que me pinché en el dorso de la mano y vertí tres gotas de mi sangre en la botellita marrón. Se la di a Devi.

– Mete también la aguja dentro.

Lo hice.

Devi mojó el tapón con una sustancia transparente y tapó la botella.

– Un excelente adhesivo de tus amigos de la otra orilla del río -explicó-. No puedo abrir la botella sin romperla. Así, cuando saldes tu deuda, recuperarás la botella intacta y podrás dormir tranquilo sabiendo que no me he quedado nada de tu sangre.

– A menos que tengas el disolvente -señalé.

Devi me miró con ironía.

– No eres muy confiado, ¿verdad? -Se puso a rebuscar en un cajón, sacó un poco de lacre y empezó a calentarlo sobre la lámpara que había encima del escritorio-. ¿No tendrás un sello, un anillo o algo así? -me preguntó mientras vertía el lacre sobre el tapón de la botella.

– Si tuviera alguna joya que vender, no estaría aquí -dije con franqueza, y puse un pulgar en el lacre. Mi dedo dejó una huella reconocible-. Pero esto servirá.

Devi grabó un número en la botella con una aguja de diamante, y luego sacó una hoja de papel. Escribió algo y luego agitó una mano para que se secara la tinta.

– Puedes llevarle esto a cualquier prestamista de ambas orillas del río -dijo alegremente, y me entregó la hoja-. Ha sido un placer hacer negocios contigo. Pásate cuando quieras.


Volví a la Universidad con dinero en la bolsa y con el reconfortante peso del laúd colgando del hombro. Era un laúd feo, de segunda mano, y me había costado dinero, sangre y tranquilidad. Lo quería como a un hijo, como el aire que respiraba, como a mi mano derecha.

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