92 La música que suena

Creo que, de momento, eso es todo -dijo Kvothe indicándole a Cronista que dejara la pluma-. Ahora ya tenemos todo el trabajo preliminar hecho. Los cimientos sobre los que construir la historia.

Kvothe se levantó, movió los hombros y estiró la espalda.

– Mañana os contaré una de mis historias favoritas. Mi viaje a la corte de Alveron. Cómo aprendí a luchar con los Adem. Felu-rian… -Cogió un trapo limpio y se volvió hacia Cronista-. ¿Necesitas algo antes de acostarte?

El escribano negó con la cabeza; sabía cuándo tenía que retirarse.

– No, gracias. No necesito nada. -Lo guardó todo en su cartera de piel y subió a su habitación.

– Tú también, Bast -dijo Kvothe-. Yo me encargaré de recoger. -Hizo un ademán anticipándose a las protestas de su pupilo-. Vete. Necesito tiempo para pensar en la historia de mañana. Estas cosas no se planean ellas solas.

Bast se encogió de hombros y se dirigió también hacia la escalera; sus pasos producían un fuerte ruido en los peldaños de madera.

Kvothe inició su ritual nocturno. Retiró la ceniza de la gran chimenea de piedra y fue a buscar leña para el día siguiente. Salió a apagar las lámparas que había junto al letrero de la Roca de Guía, y vio que había olvidado encenderlas al anochecer. Cerró la puerta de la posada con llave, y tras pensarlo un momento, dejó la llave en la puerta para que Cronista pudiera salir si se levantaba temprano.

A continuación barrió el suelo, limpió las mesas y le sacó brillo a la barra, moviéndose con una metódica eficacia. Por último, limpió las botellas. Mientras realizaba esas tareas, tenía la mirada extraviada, como si estuviera perdido en sus recuerdos. No silbó ni tarareó melodía alguna. Tampoco cantó.


En su habitación, Cronista iba inquieto de un lado para otro; estaba cansado, pero demasiado nervioso para conciliar el sueño. Sacó las hojas escritas de su cartera y las dejó encima de la gran cómoda de madera. Limpió todos sus plumines y los puso a secar. Con cuidado, se quitó el vendaje del hombro, tiró la apestosa venda en el orinal y lo tapó; por último, se lavó el hombro en el lavamanos.

Bostezando, se acercó a la ventana y contempló el pueblo, pero no había nada que ver. Ni luces, ni nada que se moviera. Abrió un poco la ventana y dejó que entrara el fresco aire otoñal. Corrió las cortinas y se desvistió para acostarse, dejando la ropa en el respaldo de una silla. Por último se quitó la sencilla rueda de hierro que llevaba colgada del cuello y la puso en la mesilla de noche.

Cronista se acostó y le sorprendió comprobar que durante el día le habían cambiado las sábanas, que estaban frescas y olían a lavanda.

Tras vacilar un momento, Cronista se levantó y cerró con llave la puerta de la habitación. Dejó la llave en la mesilla de noche; frunció el ceño, cogió la estilizada rueda de hierro y volvió a colgársela del cuello; entonces apagó la lámpara y se metió en la cama.

Cronista pasó casi una hora tumbado en su aromática cama, despierto, volviéndose hacia uno y otro lado. Al final suspiró y se destapó. Volvió a encender la lámpara con una cerilla de azufre y se levantó de la cama. Fue hasta la pesada cómoda, que estaba junto a la ventana, y la empujó. Al principio la cómoda no se movió, pero cuando la empujó con la espalda, consiguió deslizaría lentamente por el liso suelo de madera.

Un minuto más tarde, el pesado mueble estaba apoyado contra la puerta de la habitación. Cronista volvió a acostarse, apagó la lámpara y se sumió en un profundo y plácido sueño.


Cronista despertó y notó algo blando apretado contra su cara. La habitación estaba completamente a oscuras. El escribano se retorció, más por un reflejo instintivo que por el impulso de huir. La mano que le tapaba firmemente la boca amortiguó su grito.

Tras el pánico inicial, Cronista se quedó quieto y dejó de oponer resistencia. Se quedó tumbado, respirando por la nariz, con los ojos muy abiertos.

– Soy yo -susurró Bast sin retirar la mano.

Cronista dijo algo, pero no se le entendió.

– Tenemos que hablar. -Bast se arrodilló junto a la cama contemplando el oscuro bulto de Cronista, retorcido bajo las sábanas-. Voy a encender la lámpara, y tú no harás ruido. ¿De acuerdo?

Cronista asintió. Al cabo de un instante, se encendió una cerilla que llenó la habitación de una luz rojiza e irregular y del acre olor del azufre. Entonces se encendió la lámpara, que proyectó una luz más uniforme. Bast se chupó los dedos y apagó la cerilla.

Cronista, un poco tembloroso, se incorporó en la cama y apoyó la espalda en la pared. Llevaba el torso desnudo; con timidez, se ciñó las mantas alrededor de la cintura y miró hacia la puerta. La pesada cómoda seguía en su sitio.

Bast le siguió la mirada.

– Eso es una muestra de desconfianza -dijo con aspereza-. Más vale que no le hayas rayado el suelo. Esas cosas lo ponen furioso.

– ¿Cómo has entrado? -preguntó Cronista.

Bast agitó las manos ante la cara de Cronista.

– ¡Silencio! -susurró-. No podemos hacer ruido. Tiene orejas de halcón.

– ¿Cómo…? -empezó a decir Cronista, en voz más baja; pero se interrumpió y dijo-: Los halcones no tienen orejas.

Bast lo miró sin comprender.

– ¿Qué?

– Acabas de decir que tiene orejas de halcón. Y eso no tiene sentido.

Bast arrugó la frente.

– Ya sabes a qué me refiero. No quiero que sepa que estoy aquí. -Se sentó en el borde de la cama y se alisó los pantalones con afectación.

Cronista agarró las mantas alrededor de su cintura.

– ¿Por qué has venido?

– Ya te lo he dicho. Tenemos que hablar. -Bast miró a Cronista con seriedad-. Tenemos que hablar de por qué has venido.

– Me dedico a esto -dijo Cronista con fastidio-. Recopilo historias. Y cuando tengo ocasión, investigo extraños rumores y compruebo si encierran algo de verdad.

– Y ¿qué rumor fue el que te trajo aquí? Por curiosidad.

– Por lo visto, te emborrachaste, te pusiste sensiblero y le constaste algo a un carretero. Tuviste un descuido muy tonto, dadas las circunstancias.

Bast miró a Cronista con profundo desprecio.

– Mírame a la cara -dijo como si hablara con un niño-. Y piensa. ¿Crees que un carretero podría emborracharme? ¿A mí?

Cronista abrió la boca y volvió a cerrarla.

– Entonces…

– Él era mi mensaje en la botella. Uno de tantos. Y tú fuiste la primera persona que encontró uno y vino a fisgar.

Cronista se tomó su tiempo para asimilar esa información.

– Creía que estabais escondidos los dos.

– Sí, claro que estamos escondidos -repuso Bast con amargura-. Estamos sanos y salvos, y él se está convirtiendo en un mueble más.

– Entiendo que esto te agobie -dijo Cronista-. Pero la verdad, no entiendo qué tiene que ver el malhumor con el precio de la mantequilla.

Los ojos de Bast emitieron un destello de rabia.

– ¡Tiene mucho que ver con el precio de la mantequilla! -masculló entre dientes-. Y es mucho más que malhumor, ignorante y maldito anbaut-fehn. Este sitio lo está matando.

Cronista palideció ante el arrebato de Bast.

– Yo… Yo no…

Bast cerró los ojos y respiró hondo; era evidente que trataba de calmarse.

– Tú no entiendes nada -continuó Bast, como si hablara consigo mismo además de con Cronista-. Por eso he venido, para explicártelo. Llevo meses esperando que aparezca alguien. Cualquiera. Incluso si vinieran viejos enemigos a ajustarle las cuentas, sería mejor que ver cómo se consume. Pero he tenido más suerte de la que esperaba. Tú eres perfecto.

– Perfecto ¿para qué? -preguntó Cronista-. Ni siquiera sé dónde está el problema.

– Es como… ¿Conoces la historia de Martin, el fabricante de máscaras? -Cronista negó con la cabeza, y Bast dio un suspiro de frustración-. ¿Y alguna obra de teatro? ¿Has visto El fantasma y la pastora, o El rey del medio penique}

Cronista frunció el ceño.

– ¿No es esa en la que el rey le vende su corona a un niño huérfano?

Bast asintió.

– Y el niño se convierte en un rey mejor que el verdadero. La pastora se disfraza de condesa y todo el mundo queda asombrado por su encanto y su elegancia. -Titubeó, buscando las palabras que necesitaba-. Verás, existe una conexión fundamental entre lo que uno parece y lo que uno es. Todos los niños Fata lo saben, pero vosotros, los mortales, no lo veis. Nosotros sabemos lo peligrosas que pueden resultar las máscaras. Todos nos convertimos en lo que fingimos ser.

Cronista se relajó un poco, pues pisaba terreno conocido.

– Eso es psicología elemental. Si vistes a un mendigo con ropa lujosa, la gente lo trata como a un noble, y el mendigo está a la altura de lo que esperan de él.

– Eso solo es la parte más pequeña -replicó Bast-. La verdad es mucho más profunda. Es… -Bast se atascó un momento-. Todos nos contamos una historia sobre nosotros mismos. Siempre. Continuamente. Esa historia es lo que nos convierte en lo que somos. Nos construimos a nosotros mismos a partir de esa historia.

Cronista arrugó la frente y despegó los labios, pero Bast levantó una mano.

– No, escúchame. Ya lo tengo. Conoces a una chica tímida y sencilla. Si le dices que es hermosa, ella pensará que eres simpático, pero no te creerá. Sabe que esa belleza es obra de tu contemplación. -Bast se encogió de hombros-. Y a veces basta con eso.

Sus ojos se iluminaron.

– Pero existe una manera mejor de hacerlo. Le demuestras que es hermosa. Conviertes tus ojos en espejos, tus manos en plegarias cuando la acaricias. Es difícil, muy difícil, pero cuando ella se convence de que dices la verdad… -Bast hizo un ademán, emocionado-. De pronto la historia que ella se cuenta a sí misma cambia. Se transforma. Ya no la ven hermosa. Es hermosa, y la ven.

– ¿Qué demonios quieres decir? -le espetó Cronista-. Solo dices tonterías.

– Lo que digo es demasiado profundo para que lo entiendas -dijo Bast con enojo-. Pero estás a punto de captarlo. Piensa en lo que ha dicho él hoy. La gente lo tenía por un héroe, y él interpretaba ese papel. Lo interpretaba como si llevara una máscara, pero al final se lo creyó. Su ficción se convirtió en realidad. Pero ahora…

– Ahora la gente ve a un posadero -dijo Cronista.

– No -dijo Bast en voz baja-. La gente veía a un posadero hace un año. Él se quitaba la máscara cuando salían por la puerta. Ahora él se ve a sí mismo como un posadero, y lo que es peor: como un posadero fracasado. Ya has visto cómo se ha transformado esta noche cuando han entrado Cob y los demás. Has visto esa sombra de un hombre detrás de la barra. Antes era una interpretación…

Bast levantó la cabeza, emocionado.

– Pero tú eres perfecto. Tú puedes ayudarlo a recordar cómo era antes. Hacía meses que no lo veía tan animado. Sé que tú puedes lograrlo.

Cronista frunció un poco el ceño.

– No sé si…

– Sé que funcionará -insistió Bast-. Yo probé algo parecido hace un par de meses. Conseguí que empezara una autobiografía.

Cronista se enderezó.

– ¿Escribió una autobiografía?

– Empezó a escribirla -puntualizó Bast-. Estaba muy emocionado, no hablaba de otra cosa. Se preguntaba por dónde tenía que empezar. Después de la primera noche escribiendo, volvió a ser el de antes. Parecía que hubiera crecido un metro y que llevara un relámpago sobre los hombros. -Bast suspiró-. Pero algo salió mal. Al día siguiente, leyó lo que había escrito y le cambió el humor. Dijo que aquella era la peor idea que había tenido jamás.

– ¿Dónde están las hojas que escribió?

Bast hizo como si arrugara una hoja y la lanzara.

– ¿Qué ponía? -preguntó el escribano.

Bast negó con la cabeza.

– No se deshizo de ellas. Solo… las tiró. Llevan meses encima de su mesa.

La curiosidad de Cronista era casi palpable.

– ¿Por qué no…? -Agitó los dedos-. Ya sabes, podrías recuperarlas.

Anpauen. No. -Bast estaba horrorizado-. Después de leerlas se puso furioso. -Se estremeció un poco-. No sabes cómo se pone cuando se enfada de verdad. No soy tan tonto como para hacerlo enfadar por una cosa así.

– Sí, supongo que tú lo conoces mejor que yo -dijo Cronista sin convicción.

Bast asintió con ímpetu.

– Exacto. Por eso he venido a hablar contigo. Porque yo lo conozco mejor. Tienes que impedir que se concentre en las cosas oscuras. Si no… -Bast se encogió de hombros y repitió la mímica de arrugar y lanzar una hoja de papel.

– Pero yo estoy registrando la historia de su vida. La verdadera historia. Sin las partes oscuras, solo sería un estúpido cuen… -Cronista no terminó la palabra, y, nervioso, desvió la mirada hacia un lado.

Bast sonrió como un niño que sorprende a un sacerdote blasfemando.

– Sigue -dijo con una mirada que denotaba un profundo placer. Una mirada dura, terrible-. Dilo.

– Un estúpido cuento de hadas -obedeció Cronista con un hilo de voz.

Bast esbozó una amplia sonrisa.

– Si crees que nuestras historias no tienen también su lado oscuro, es que no sabes nada de los Fata. Pero aparte de eso, esto es un cuento de seres Fata, porque tú los estás recopilando para mí.

Cronista tragó saliva y se recompuso un poco.

– Lo que quiero decir es que lo que él está contando es una historia verídica, y que todas las historias verídicas tienen partes desagradables. La suya más que ninguna, me imagino. Son desordenadas, complicadas y…

– Ya sé que no puedes hacer que no las mencione -le interrumpió Bast-. Pero puedes hacer que no se detenga en ellas. Puedes ayudarlo a recordar lo bueno: las aventuras, las mujeres, las peleas, los viajes, la música… -Bast paró en seco-. Bueno, la música no. No le preguntes sobre eso, ni por qué ya no hace magia.

Cronista frunció el ceño.

– ¿Por qué no? Por lo visto, la música…

Bast adoptó una expresión sombría.

– No -dijo con firmeza-. No son materias productivas. Antes te he hecho parar -le dio unos golpecitos en el hombro- porque ibas a preguntarle qué había pasado con su simpatía. Antes no lo sabías. Ahora ya lo sabes. Concéntrate en las proezas, en su astucia. -Agitó las manos-. En ese tipo de cosas.

– En realidad, a mí no me corresponde guiarlo hacia un sitio o hacia otro -dijo Cronista con fría formalidad-. Yo solo soy un recopilador. Solo estoy aquí para registrar la historia. Al fin y al cabo, lo que importa es la historia.

– Al cuerno con tu historia -le espetó Bast-. Harás lo que yo te mande, o te partiré como si fueras una astilla.

Cronista se quedó helado.

– ¿Me estás diciendo que trabajo para ti?

– Te estoy diciendo que me perteneces. -Bast se había puesto muy serio-. Hasta la médula. Yo te traje hasta aquí para alcanzar mi objetivo. Has comido en mi mesa, y te he salvado la vida. -Apuntó al desnudo pecho de Cronista-. Me perteneces tres veces. Eso hace que seas mío. Un instrumento de mi voluntad. Harás lo que yo te ordene.

Cronista levantó un poco la barbilla y su expresión se endureció.

– Haré lo que crea conveniente -dijo, y lentamente, llevó una mano hasta el trozo de metal que colgaba de su cuello.

Bast bajó un momento la vista, y luego volvió a alzarla.

– ¿Crees que estoy jugando? -preguntó con gesto de incredulidad-. ¿Crees que el hierro te protegerá? -Bast se inclinó hacia delante, apartó la mano de Cronista de un manotazo y asió el disco de oscuro metal antes de que el escribano pudiera reaccionar. Inmediatamente, el brazo de Bast se puso rígido, y sus ojos se cerraron en un gesto de dolor. Cuando los abrió, se habían vuelto de un azul sólido, el color de las aguas profundas o del cielo al anochecer.

Bast se inclinó hacia delante y acercó su rostro a la cara de Cronista. El escribano, presa del pánico, intentó hacerse a un lado y levantarse de la cama, pero Bast lo sujetó por el hombro.

– Escucha lo que voy a decirte, hombrecito -susurró-. No dejes que mi máscara te confunda. Ves motitas de luz en la superficie del agua y olvidas la honda y fría oscuridad que hay debajo. -Los tendones de la mano de Bast crujieron cuando apretó el disco de hierro-. Escúchame. Tú no puedes hacerme daño. No puedes huir ni esconderte. No permitiré que me desobedezcas.

Mientras hablaba, los ojos de Bast palidecieron, hasta volverse del puro azul del cielo a mediodía.

– Te lo juro por toda la sal que hay en mí: si contravienes mis deseos, el resto de tu breve existencia será una orquesta de desgracias. Lo juro por la piedra, el roble y el olmo: te convertiré en mi blanco. Te seguiré sin que me veas y apagaré cualquier chispa de placer que encuentres. Jamás conocerás la caricia de una mujer, un momento de descanso, un instante de paz.

Los ojos de Bast tenían la palidez azulada del relámpago, y su voz era tersa y feroz.

– Y juro por el cielo nocturno y por la luna que si perjudicas a mi maestro, te abriré en canal y saltaré en tus entrañas como un niño en un charco. Encordaré un violín con tus tripas y te haré tocarlo mientras bailo.

Bast se inclinó un poco más, hasta que sus caras quedaron a solo unos centímetros de distancia; tenía los ojos blancos como el ópalo, blancos como la luna llena.

– Eres un hombre instruido. Sabes que no existen los demonios. -Bast compuso una sonrisa terrible-. Solo estamos los de mi raza. -Se inclinó un poco más, y Cronista percibió su aliento, que olía a flores-. No eres lo bastante sabio para temerme como deberías temerme. No has oído ni la primera nota de la música que me impulsa.

Bast se apartó bruscamente de Cronista y se retiró unos pasos de la cama. Se quedó plantado al borde de la parpadeante luz de la lámpara, abrió la mano y el disco de hierro cayó al suelo de madera, resonando débilmente. Al cabo de un momento, Bast inspiró hondo y se pasó las manos por el cabello.

Cronista se quedó donde estaba, pálido y sudoroso.

Bast se agachó y recogió el anillo sujetándolo por el cordel, roto. Le hizo un nudo al cordel con dedos ágiles.

– Mira, no hay ninguna razón para que no seamos amigos -dijo con naturalidad tendiéndole el collar a Cronista. Sus ojos volvían a ser de un azul humano, y su sonrisa, dulce y encantadora-. No hay ninguna razón para que no obtengamos todos lo que queremos. Tú consigues tu historia. Él consigue narrarla. Tú consigues saber la verdad. Él consigue recordar quién es en realidad. Ganamos todos, y cada cual sigue su camino, más contento que unas pascuas.

Cronista alargó un brazo para coger el collar. Le temblaba un poco la mano.

– ¿Qué consigues tú? -preguntó con un áspero susurro-. ¿Qué esperas obtener tú con todo esto?

La pregunta pilló desprevenido a Bast. Se quedó quieto un momentó, tenso; toda su fluida elegancia lo había abandonado. Por un instante, pareció que fuera a romper a llorar.

– ¿Qué quiero? Solo quiero recuperar a Reshi -dijo con voz débil, angustiada-. Quiero que vuelva a ser como era antes.

Hubo un momento de silencio. Bast se frotó la cara con ambas manos y tragó saliva.

– Llevo demasiado tiempo aquí -dijo de pronto. Fue hasta la ventana y la abrió. Pasó una pierna por encima del antepecho y giró la cabeza para mirar a Cronista-. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Algo caliente para beber? ¿Más mantas?

Cronista negó con la cabeza, como aturdido. Bast le dijo adiós con la mano, salió por la ventana y la cerró con cuidado.

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