66 Volátil

Al día siguiente me levanté temprano, nervioso porque iba a comer con Denna. Como sabía que era inútil que intentara volver a dormirme, me fui a la Factoría. La noche anterior había gastado mucho y me quedaban exactamente tres peniques en el bolsillo. Estaba deseando aprovecharme de mi recién adquirida posición.

Normalmente trabajaba en la Factoría por la noche. Por la mañana, todo era muy diferente. Solo había quince o veinte personas ocupadas en sus proyectos. Por las noches había el doble de gente. Kilvin estaba en su despacho, como siempre, pero la atmósfera era más relajada: había movimiento, pero no bullicio.

Incluso vi a Fela en un rincón del taller, trabajando con cuidado un trozo de obsidiana del tamaño de una hogaza grande de pan. No me extrañaba que nunca la hubiera visto en el taller si tenía por costumbre ir tan temprano.

Pese a las advertencias de Manet, decidí hacer unos emisores azules para mi primer proyecto. Era un trabajo difícil, porque había que utilizar brea comehuesos, pero se venderían deprisa, y todo el proceso no me llevaría más de cuatro o cinco horas de meticuloso trabajo. No solo podría terminar a tiempo para ir a encontrarme con Denna en el Eolio, sino que podría pedirle un pequeño adelanto a Kilvin, y así tendría algo de dinero en la bolsa para comer con Denna.

Reuní las herramientas necesarias y me instalé en uno de los extractores que había en la pared este. Escogí un sitio cerca de un empapador, uno de los tanques de vidrio reforzado, de quinientos galones de capacidad, que había repartidos por el taller. Si se te caía encima algún material peligroso mientras trabajabas bajo un extractor, no tenías más que tirar de la manija del empapador y rociarte con agua fría.

Si tenía cuidado, no necesitaría el empapador, por supuesto. Pero era tranquilizador tenerlo cerca, por si acaso.

Después de armar el extractor, fui a la mesa donde estaba la brea comehuesos. Pese a saber que no era más peligrosa que una sierra de piedra o la rueda de aglomeración, no me sentía cómodo tan cerca del contenedor de metal bruñido.

Y ese día noté algo diferente. Llamé a uno de los artífices con más experiencia que pasó a mi lado. Jaxim tenía el aire demacrado típico de los artífices que trabajaban en un proyecto de gran magnitud, quizá porque dormían muy poco hasta que lo terminaban.

– ¿Es normal que haya tanta escarcha? -le pregunté señalando el recipiente de brea comehuesos. Los bordes estaban recubiertos de finos hilos blancos de escarcha que parecían diminutos arbustos. Alrededor del metal, el aire temblaba de frío.

Jaxim le echó un vistazo y se encogió de hombros.

– Mejor demasiado frío que demasiado caliente -dijo con una risa forzada-. Ja, ja. ¡Bum!

Su respuesta me pareció lógica, y deduje que el hielo debía de tener algo que ver con el hecho de que en el taller hacía más frío a esa hora de la mañana. Todavía no había ningún horno encendido, y la mayoría de las fraguas aún estaban apagadas.

Moviéndome con cuidado, repasé mentalmente el procedimiento de decantación, asegurándome de que no se me había olvidado nada. Hacía tanto frío que echaba vaho por la boca. Se me congeló el sudor de las manos y se me pegaron los dedos a los cierres del contenedor, como cuando, en pleno invierno, a los niños curiosos se les pega la lengua al mango de una bomba de agua.

Trasvasé cerca de una onza de aquel líquido denso y oleoso al frasco de presión, y lo tapé rápidamente. Entonces volví al extractor y empecé a preparar mis materiales. Tras unos minutos de tensión, inicié el largo y meticuloso proceso de preparar e implantar un juego de emisores azules.

Pasadas dos horas, una voz a mis espaldas interrumpió mi concentración. No era una voz especialmente fuerte, pero tenía un tono de gravedad que nunca ignorabas cuando estabas en la Factoría.

La voz dijo:

– Oh, no.

Debido al trabajo que estaba haciendo, lo primero que hice fue mirar el contenedor de brea comehuesos. Noté una oleada de sudor frío al ver que el líquido negro salía por el borde del contenedor y resbalaba por la pata de la mesa de trabajo hasta formar un charco en el suelo. Reparé en que la gruesa madera de la pata de la mesa estaba corroída casi por completo; entonces oí un ligero chisporroteo y un burbujeo, y vi que el líquido que se estaba acumulando en el suelo empezaba a hervir. Solo se me ocurrió pensar en la afirmación de Kilvin durante la demostración: «Además de ser altamente corrosivo, el gas arde al entrar en contacto con el aire…».

La pata cedió y la mesa empezó a inclinarse. El contenedor de metal bruñido se volcó. Cuando golpeó el suelo de piedra, el metal estaba tan frío que no se resquebrajó ni se abolló, sino que se rompió en mil pedazos, como si fuera de cristal. Galones y galones del oscuro fluido se derramaron por el suelo del taller. La brea comehuesos se extendió por el suelo de piedra caliente y empezó a hervir, y la estancia se llenó de fuertes crujidos y estallidos.

Tiempo atrás, el ingenioso diseñador de la Factoría había instalado cerca de dos docenas de desagües en el taller para que fuera más fácil limpiarlo y en previsión de derramamientos. Es más, el suelo del taller describía suaves subidas y bajadas que enviaban los líquidos vertidos hacia esos desagües. Por eso, en cuanto estalló el contenedor, el oleoso líquido empezó a correr en direcciones opuestas, dirigiéndose hacia dos desagües diferentes. Al mismo tiempo, siguió hirviendo y formando densas nubes, oscuras como la brea, cáusticas y a punto de estallar en llamas.

Atrapada entre esos dos brazos de oscura niebla que seguía extendiéndose estaba Fela, que momentos antes trabajaba, sola, en una mesa apartada de un rincón. Se quedó allí plantada, con la boca entreabierta, conmocionada. Iba vestida con ropa sencilla, adecuada para trabajar en el taller: unos pantalones finos y una blusa de lino de manga corta. Llevaba el largo y oscuro cabello recogido en una cola de caballo que le llegaba casi hasta el trasero. Y estaba a punto de arder como una antorcha.

La gente empezó a darse cuenta de lo que estaba pasando, y la habitación se llenó de un ruido frenético. Todos daban órdenes o gritaban asustados; tiraban las herramientas y volcaban sus proyectos a medio terminar mientras corrían de un lado para otro.

Fela no había gritado ni había pedido ayuda; eso significaba que nadie más que yo se había percatado de que estaba en peligro. Si la demostración de Kilvin era cierta, deduje que todo el taller se convertiría en un mar de llamas y niebla cáustica en menos de un minuto. No tenía mucho tiempo…

Eché un vistazo a los proyectos abandonados que había encima de una mesa cercana, buscando algo que pudiera servirme. Pero no vi nada que pudiera serme útil: un revoltijo de bloques de basalto, carretes de alambre de cobre, una semiesfera de cristal con algunas inscripciones que seguramente estaba destinada a convertirse en una de las lámparas de Kilvin…

Y de pronto supe qué tenía que hacer. Cogí la semiesfera de cristal y la estrellé contra uno de los bloques de basalto. La semiesfera se rompió, y me quedé con un fino y curvado trozo de cristal roto del tamaño de la palma de mi mano. Con la otra mano, cogí mi capa de la mesa y me alejé a grandes zancadas del extractor.

Apreté el pulgar contra el borde del trozo de cristal y noté un desagradable tirón, seguido de un intenso dolor. Sabía que me había hecho sangre, así que deslicé el dedo por el cristal y pronuncié un vínculo. Me coloqué enfrente del empapador y tiré el cristal al suelo; me concentré y pisé con fuerza, aplastándolo con el talón.

Me invadió un frío como jamás había sentido. No era el típico frío que sientes en la piel y en las extremidades en un día de invierno. Me sacudió como un rayo. Lo noté en la lengua, en los pulmones y en el hígado.

Pero ya tenía lo que quería. El vidrio reforzado del empapador se resquebrajó por mil sitios, y cerré los ojos en el preciso instante en que estallaba. Quinientos galones de agua me golpearon como un puño inmenso, impulsándome hacia atrás y empapándome hasta la piel. Y entonces eché a correr entre las mesas.

Fui muy rápido, pero no lo suficiente. Hubo una cegadora llamarada roja en un rincón del taller y la niebla empezó a prender, provocando lenguas de violentas llamas que se extendían en todas direcciones. El fuego calentaría el resto de la brea y la haría hervir más deprisa. Eso produciría más niebla, más fuego y más calor.

Corrí mientras el fuego se extendía siguiendo los dos regueros que formaba la brea comehuesos al fluir hacia los desagües. Las llamas ascendían con una ferocidad asombrosa, levantando dos cortinas de fuego que aislaban por completo aquel rincón del taller. Las llamas ya eran más altas que yo, y seguían creciendo.

Fela había logrado salir de detrás de la mesa de trabajo y, pegándose a la pared, se había acercado a uno de los desagües del suelo. Como la brea comehuesos caía por la rejilla, había un espacio, cerca de la pared, donde no había llamas ni niebla. Fela estaba a punto de pasar corriendo cuando de la rejilla empezó a salir a borbotones una oscura niebla. Fela dio un grito y se apartó. La niebla ardía al mismo tiempo que hervía, envolviéndolo todo en llamas.

Finalmente llegué más allá de la última mesa. Sin reducir el paso, contuve la respiración, cerré los ojos y salté por encima de la niebla, porque no quería que aquel horrible material corrosivo me tocara las piernas. Noté una intensa oleada de calor en las manos y en la cara, pero la ropa mojada impidió que me quemara y que me incendiara.

Como tenía los ojos cerrados, caí mal y me golpeé una cadera contra el tablero de piedra de una mesa. No hice caso y corrí hacia Fela.

Fela había ido apartándose del fuego hacia la pared exterior del taller, pero ahora me miraba de hito en hito, con las manos levantadas como si pudieran protegerla.

– ¡Baja los brazos! -le grité mientras corría hacia ella abriéndome la empapada capa con ambas manos. No sé si me oyó con el rugido de las llamas, pero el caso es que Fela me entendió. Bajó las manos y avanzó hacia mi capa.

Al cubrir los últimos metros que nos separaban, miré hacia atrás y vi que el fuego estaba creciendo más aún de lo que yo esperaba. La niebla estaba pegada al suelo formando una capa de treinta centímetros, negra como el carbón. Las llamas eran tan altas que no podía ver al otro lado, y mucho menos calcular el grosor que había alcanzado la cortina de fuego.

Justo antes de que Fela se metiera bajo mi capa, la levanté para cubrirle por completo la cabeza.

– Voy a tener que sacarte en brazos -le grité al mismo tiempo que la envolvía con la capa-. Si intentas pasar caminando te quemarás las piernas.

Fela contestó algo, pero sus palabras quedaron amortiguadas por las capas de ropa mojada, y no la entendí en medio del estruendo del incendio.

La levanté, pero no la cogí en brazos delante del cuerpo, como el Príncipe Azul de un cuento de hadas, sino que me la cargué a un hombro, como si fuera un saco de patatas. Eché a correr hacia el fuego apretando su cadera contra mi hombro. El calor me golpeó la parte delantera del cuerpo y levanté el brazo que tenía libre para protegerme la cara; recé para que la humedad de los pantalones me salvara las piernas de parte del efecto corrosivo de la niebla.

Inspiré justo antes de entrar en contacto con el fuego, pero el aire era acre e hiriente. Tosí automáticamente y volví a llenarme los pulmones de aquel aire abrasador, y entonces entré en el muro de llamas. Noté el intenso frío de la niebla alrededor de mis panto-rrillas, y corrí envuelto en fuego, tosiendo y aspirando aquel aire irrespirable. Me mareé y noté un sabor a amoníaco en la boca. Una parte distante y racional de mi mente pensó: «Claro, para hacerlo volátil».

Y luego, nada.

Cuando desperté, lo primero que pensé no fue lo que os imagináis. Aunque quizá tampoco os sorprenda mucho si habéis sido jóvenes alguna vez.

– ¿Qué hora es? -pregunté, frenético.

– Primera campana después de mediodía -me contestó una voz femenina-. No intentes levantarte.

Me dejé caer en la cama. Tenía que haberme encontrado con Denna en el Eolio hacía una hora.

Miré alrededor. Me sentí desgraciado y se me hizo un nudo en el estómago. El característico olor a antiséptico me indicó que me encontraba en la Clínica. La cama también era reveladora: lo bastante cómoda para dormir, pero no tanto como para que te apeteciera quedarte allí tumbado más tiempo del imprescindible.

Giré la cabeza y vi un par de hermosos ojos verdes en un rostro rodeado de cabello rubio muy corto.

– Oh. -Volví a relajarme sobre la almohada-. Hola, Mola.

Mola estaba de pie junto a uno de los altos mostradores que bordeaban la habitación. La ropa que llevaba, oscura, como todos los que trabajaban en la Clínica, hacía que su pálido cutis destacara aún más.

– Hola, Kvothe -dijo, y siguió redactando el informe médico.

– Me han dicho que por fin te han ascendido a El'the -dije-. Felicidades. Todo el mundo sabe que te lo merecías hace mucho tiempo.

Mola levantó la cabeza y sus pálidos labios esbozaron una sonrisa.

– Por lo visto, el calor no te ha estropeado la lengua. -Dejó la pluma-. Por lo demás, ¿cómo te encuentras?

– Las piernas no me duelen, pero las tengo dormidas, de modo que supongo que me quemé pero que ya me has aplicado algún tratamiento. -Levanté la sábana y miré debajo; luego volví a ponerla en su sitio-. Y se ve que también me encuentro en un estado de desnudez avanzado. -De pronto sentí pánico-. ¿Y Fela? ¿Está bien?

Mola asintió con seriedad y se acercó a mi cama.

– Tiene un par de cardenales que se hizo cuando la soltaste, y algunas quemaduras en los tobillos. Pero salió mejor parada que tú.

– ¿Y el resto de las personas que estaban en la Factoría?

– Sorprendentemente bien, teniendo en cuenta lo ocurrido. Algunas quemaduras causadas por el calor o por el ácido. Un caso de envenenamiento por metal, pero leve. El verdadero problema de los incendios suele ser el humo, pero lo que se quemó en la Factoría no desprendía humo.

– Echaba gases de amoníaco. -Respiré hondo varias veces-. Pero mis pulmones no parecen afectados -añadí, aliviado-. Solo respiré tres veces antes de desmayarme.

Llamaron a la puerta, y Sim asomó la cabeza.

– No estarás desnudo, ¿verdad?

– Casi del todo -contesté-. Pero las partes peligrosas están tapadas.

Wilem entró detrás de Sim; resultaba evidente que se sentía incómodo.

– No estás ni la mitad de rosado que antes -observó-. Supongo que eso es una buena señal.

– Le dolerán las piernas durante un tiempo, pero no hay daños permanentes -explicó Mola.

– Te he traído ropa limpia -dijo Sim alegremente-. La que llevabas quedó destrozada.

– Espero que hayas elegido algo adecuado de mi vasto vestuario -dije con aspereza para disimular mi bochorno.

Sim no me siguió la corriente.

– Apareciste sin zapatos, pero no he encontrado otro par en tu habitación.

– Es que no tengo otro par -dije, y cogí la ropa que me había llevado Sim-. No te preocupes. No será la primera vez que voy descalzo.


Salí de mi pequeña aventura sin ninguna lesión permanente. Sin embargo, me dolía todo el cuerpo. Tenía escaldaduras en el dorso de las manos y en la nuca, y quemaduras leves producidas por el ácido en las pantorrillas, de caminar por entre la niebla de fuego.

Pese a todo eso, recorrí cojeando los cinco largos kilómetros hasta Imre, con la esperanza de encontrar a Denna esperándome todavía.

Deoch me miró extrañado cuando atravesé la plaza hacia el Eolio. Me miró de arriba abajo sin disimulo.

– Dios mío. Parece que te hayas caído de un caballo. ¿Qué has hecho con tus zapatos?

– Yo también te deseo buenos días -dije con sarcasmo.

– Buenas tardes -me corrigió mirando el sol. Pasé a su lado, pero él levantó una mano y me detuvo-. Me temo que se ha marchado.

– Puñeta. Mierda. Me cago en… -Me desplomé; estaba demasiado cansado para maldecir mi suerte adecuadamente.

Deoch sonrió, compasivo.

– Ha preguntado por ti -dijo para consolarme-. Y te ha esperado mucho rato, casi una hora. Nunca había visto a esa chica quedarse tanto rato sentada.

– ¿Se ha marchado con alguien?

Deoch se miró las manos; estaba jugando con un penique de cobre, pasándolo de un nudillo a otro.

– No es la clase de chica que está mucho tiempo sola… -Me miró con compasión-. Ha rechazado a unos cuantos, pero al final se ha marchado con un tipo. No creo que estuviera realmente con él, no sé si me explico. Lleva tiempo buscando un mecenas, y ese tipo tenía pinta de mecenas. Pelo canoso, rico… Ya sabes.

Suspiré.

– Si por casualidad la ves, ¿podrías decirle…? -Hice una pausa y traté de pensar cómo podría describir lo que había pasado-. ¿Se te ocurre una manera más poética de decir que he sufrido «un retraso inevitable»?

– Supongo que sí. Le describiré tu aspecto abatido y remarcaré que ibas descalzo. Te prepararé el terreno para que puedas pedirle perdón de rodillas.

Sonreí, a pesar de todo.

– Gracias.

– ¿Puedo invitarte a una copa? -me preguntó Deoch-. Para mí es un poco pronto, pero siempre puedo hacer una excepción por un amigo.

Negué con la cabeza.

– Tengo que volver. Tengo cosas que hacer.


Fui cojeando hasta Anker's y encontré la taberna abarrotada de gente; no se hablaba de otra cosa que del incendio de la Factoría. Como no quería contestar ninguna pregunta, me senté en una mesa apartada y le pedí a una de las camareras que me llevara un cuenco de sopa y un poco de pan.

Mientras comía, mi bien entrenado oído iba captando fragmentos de las historias que contaba la gente. Entonces, al oírsela contar a otros, fue cuando tomé plena conciencia de lo que había hecho.

Estaba acostumbrado a que hablaran de mí. Como ya he dicho, me había preocupado de labrarme una reputación. Pero aquello era diferente; aquello era real. La gente ya empezaba a embellecer los detalles y a confundir las partes, pero el corazón de la historia seguía allí. Había salvado a Fela, me había lanzado al fuego y la había llevado a un lugar seguro. Como el Príncipe Azul de un cuento de hadas.

Era la primera vez que me sentía héroe, y no me desagradó la sensación.

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