60 Fortuna

Al día siguiente me presenté en el sorteo de admisiones con mi primera resaca. Cansado y un tanto mareado, me puse en la cola más corta e intenté ignorar el barullo de los centenares de alumnos que se paseaban comprando, vendiendo, intercambiando y, en general, quejándose de las horas de examen que les habían tocado.

– Kvothe, hijo de Arliden -dije cuando por fin llegué al mostrador. La mujer con cara de aburrimiento que me atendió anotó mi nombre y yo saqué una ficha de la bolsa de terciopelo negro. «Hepten: mediodía», rezaba. Tenía cinco días para prepararme.

Pero cuando me dirigía hacia las Dependencias, se me ocurrió una cosa. En realidad, ¿cuánto tiempo necesitaba pata prepararme? Y lo más importante: ¿hasta dónde podía llegar sin tener acceso al Archivo?

Tras esa reflexión, levanté una mano con los dedos corazón y pulgar extendidos, indicando que tenía plaza dentro de cinco días y que quería venderla.

Al poco rato se me acercó una alumna a la que no conocía.

– Cuarto día -dijo mostrándome su ficha-. Te cambio la plaza por una iota. -Negué con la cabeza; ella se encogió de hombros y se marchó.

Entonces se me acercó Galven, un Re'lar de la Clínica. Llevaba levantado el dedo índice, indicando que tenía una plaza para última hora de esa misma tarde. A juzgar por sus ojeras y por su atribulada expresión, me pareció que no estaba muy entusiasmado con la idea de examinarse tan pronto.

– ¿Me la cambias por cinco iotas?

– Pensaba pedir un talento…

Galven asintió, dándole vueltas a su ficha entre los dedos. Era un precio justo. Nadie quería pasar por admisiones el primer día.

– Quizá más tarde. Primero voy a dar una vuelta.

Lo vi marchar y me admiré de cómo podían cambiar las cosas de un día a otro. El día anterior, cinco iotas me habrían parecido una fortuna, pero ese día tenía la bolsa llena…

Estaba calculando mentalmente cuánto dinero había ganado la noche anterior cuando vi acercarse a Wilem y a Simmon. Wil parecía un poco pálido pese a su oscuro cutis ceáldico. Deduje que él también debía de estar sufriendo las consecuencias de la juerga de la noche pasada.

En cambio, Sim estaba más alegre que nunca.

– ¿A que no adivinas a quién le ha tocado una plaza para esta tarde? -Señaló con la cabeza más allá de mi hombro-. A Am-brose y a varios de sus amigos. Estoy empezando a pensar que hay justicia en el universo.

Me volví para mirar entre la multitud; oí la voz de Ambrose antes de verlo.

– … de la misma bolsa. Eso significa que han mezclado fatal. Deberían volver a empezar esta caótica farsa y…

Ambrose iba con varios amigos suyos, todos muy bien vestidos, escrutando la multitud en busca de manos levantadas. Ambrose estaba a unos cuatro metros de mí cuando por fin miró hacia abajo y se percató de que la mano hacia la que iba era la mía.

Se paró en seco, con el ceño fruncido, y de pronto soltó una carcajada.

– Pobrecillo -dijo-. Tiene todo el tiempo del mundo y no sabe cómo emplearlo. ¿Lorren todavía no te deja entrar?

– Cuerno y martillo -maldijo Wil cansinamente detrás de mí.

Ambrose me sonrió.

– Mira, te doy medio penique y una de mis camisas viejas por tu plaza. Así, tendrás algo que ponerte cuando laves esa que llevas en el río. -Sus amigos rieron detrás de él, mirándome con desprecio.

Mantuve una expresión desenfadada, porque no quería darle la más mínima satisfacción. La verdad es que era consciente del hecho de que solo tenía dos camisas, y de que tras usarlas durante dos bimestres se estaban quedando muy gastadas. Más gastadas. Y era verdad que las lavaba en el río, porque nunca había tenido dinero para pagar la lavandería.

– Paso -dije con indiferencia-. Los faldones de tu camisa están demasiado teñidos para mi gusto. -Tiré de los faldones de mi camisa para aclarar mis intenciones. Unos cuantos alumnos que estaban cerca rieron.

– No lo capto -oí que le decía Sim a Wil en voz baja.

– Está insinuando que Ambrose tiene el… -Wil hizo una pausa-, el edanete tass, una enfermedad que te contagian las prostitutas. Produce una secreción…

– Vale, vale -lo cortó Sim-. Ya lo pillo. Y Ambrose va vestido de verde.

Entretanto, Ambrose se obligó a reír de mi chiste como los demás.

– Supongo que me lo merezco -dijo-. Muy bien, vamos a repartir limosna a los pobres. -Sacó su bolsa y la agitó-. ¿Cuánto quieres?

– Cinco talentos -respondí.

Me miró fijamente y se quedó con la bolsa a medio abrir. Era un precio desorbitado. Unos cuantos espectadores se dieron codazos; estaban deseando que lograra estafar a Ambrose y le hiciera pagar un precio mucho más alto por mi plaza.

– Perdona -dije-. ¿Quieres que te lo convierta? -Era bien sabido que el bimestre anterior Ambrose había suspendido el apartado de aritmética de su examen de admisiones.

– Cinco es una exageración -dijo-. Con mucha suerte conseguirás uno. Ya es muy tarde.

Me encogí de hombros con indiferencia.

– Me contentaría con cuatro.

– Te contentarías con uno -insistió Ambrose-. No soy imbécil.

Respiré hondo y solté el aire lentamente, resignado.

– Supongo que no conseguiré hacerte subir hasta… ¿uno con cuatro? -propuse, asqueado por el tono quejumbroso de mi voz.

Ambrose sonrió como un tiburón.

– Ya sé qué podemos hacer -dijo con magnanimidad-. Te daré uno con tres. No me importa hacer un poco de caridad de vez en cuando.

– Gracias, señor -dije mansamente-. Se lo agradezco mucho. -Percibí la decepción del público al ver que me ponía patas arriba, como un perro, por el dinero de Ambrose.

– No tienes que agradecérmelo -dijo Ambrose con petulancia-. Siempre es un placer ayudar a los necesitados.

– En moneda víntica, eso son dos reales de oro, seis sueldos, dos peniques y cuatro ardites.

– Ya sé hacer la conversión -me espetó-. He viajado mucho por el mundo con el séquito de mi padre desde que era pequeño. Sé cambiar moneda.

– Claro que sí. -Agaché la cabeza-. Qué tonto soy. -Levanté la cabeza y, con curiosidad, pregunté-: Entonces, ¿has estado en Modeg?

– Por supuesto -contestó Ambrose, distraído, mientras metía una mano en su bolsa y sacaba una serie de monedas-. He estado dos veces en la corte de Cershaen.

– ¿Es verdad que los nobles modeganos consideran que el regateo es una actividad despreciable para la gente de alta alcurnia? -pregunté fingiendo inocencia-. He oído decir que lo consideran una señal infalible de que la persona o bien tiene sangre plebeya o pasa graves apuros…

Ambrose me miró y dejó de buscar monedas en su bolsa. Entrecerró los ojos.

– Porque si es verdad, has sido muy amable rebajándote a mi nivel solo por el placer de regatear un poco. -Le sonreí-. A nosotros, los Ruh, nos encanta regatear. -Hubo un murmullo de risas de los estudiantes que nos rodeaban, que ya eran varias docenas.

– No lo hacía por eso -dijo Ambrose.

Puse cara de preocupación.

– Oh, lo siento, señor. No sabía que pasara por una situación difícil… -Di unos pasos hacia él extendiéndole mi ficha de admisiones-. Toma, puedes quedártela por medio penique. A mí tampoco me importa hacer un poco de caridad de vez en cuando. -Me planté delante de él, con la ficha en la mano-. Por favor. Insisto. Siempre es un placer ayudar a los necesitados.

Ambrose me fulminó con la mirada.

– Ojalá te atragantes con ella -me susurró con odio-. Y recuerda esto cuando estés comiendo judías y lavándote la ropa en el río: yo todavía estaré aquí el día que tú te marches con lo puesto. -Se dio la vuelta y se fue, muy indignado.

Mis compañeros me aplaudieron. Saludé con la cabeza a diestro y siniestro.

– ¿Cómo puntuarías eso? -le preguntó Wil a Sim.

– Dos para Ambrose. Tres para Kvothe. -Sim me miró-. No ha sido tu mejor actuación, francamente.

– Es que anoche dormí poco -admití.

– Cada vez que haces esto, él te lo hace pagar con creces -dijo Wil.

– No podemos hacer más que fastidiarnos el uno al otro -dije-. Los maestros se han asegurado de que sea así. Si nos pasáramos, nos expulsarían por conducta impropia de un miembro del Arcano. ¿Por qué crees que no he hecho de su vida un infierno?

– ¿Por pereza?-sugirió Wil.

– La pereza es una de mis principales virtudes -dije con desenvoltura-. Si no fuera perezoso, podría tomarme la molestia de traducir edanete tass y ofenderme muchísimo al descubrir que significa «el goteo de los Edena». -Volví a levantar una mano con los dedos corazón y pulgar extendidos-. Pero como lo soy, supondré que se traduce directamente por el nombre de la enfermedad, nemserrea, evitando así cualquier innecesaria tensión en nuestra amistad.

Al final le vendí mi plaza a un desesperado Re'lar de la Factoría llamado Jaxim. El regateo fue duro, y al final le vendí mi plaza por seis iotas y un favor a concretar.

El examen de admisiones me fue todo lo bien que habría podido irme, considerando que no tuve tiempo para estudiar. Hemme todavía me guardaba rencor. Lorren mostró una actitud muy fría. Elodin tenía la cabeza apoyada en la mesa, como si durmiera. Los maestros estipularon una matrícula de seis talentos, lo cual me puso en una situación interesante…


El largo camino de Imre estaba casi desierto. El sol atravesaba las copas de los árboles y en el viento apenas se intuía el frío que pronto nos traería el otoño. Primero fui al Eolio a recuperar mi laúd. Stanchion se había empeñado en que lo dejara allí la noche anterior, para que no lo rompiera en mi largo y embriagado camino de regreso.

Cuando me acercaba al Eolio, vi a Deoch apoyado en el umbral, pasando una moneda de un nudillo a otro de la mano. Al verme me sonrió.

– ¡Hola! Pensé que tus amigos y tú acabaríais en el río anoche, porque salisteis de aquí haciendo eses.

– Pero las hacíamos en direcciones diferentes -expliqué-. Y así nos equilibrábamos.

Deoch rió.

– Tienes a tu chica dentro.

Traté de reprimir el rubor y me pregunté cómo había sabido Deoch que esperaba encontrar a Denna en el Eolio.

– No sé si llamarla mi chica. -Al fin y al cabo, Sovoy era amigo mío.

Deoch se encogió de hombros.

– Como quieras llamarla. Está con Stanchion detrás de la barra. Yo la sacaría de allí antes de que empiece a tomarse confianzas con ella y a practicar digitaciones.

Noté una oleada de ira, y tuve que hacer un tremendo esfuerzo para morderme la lengua. Mi laúd. Estaba hablando de mi laúd. Entré en el local, pensando que cuanto menos viera Deoch mi expresión, mucho mejor.

Me paseé por las tres plantas del Eolio, pero no encontré a Denna. En cambio sí me tropecé con el conde Threpe, quien, con mucho entusiasmo, me invitó a sentarme con él.

– No sé si podré convencerte para que vengas a visitarme a mi casa algún día -dijo Threpe con timidez-. Estoy organizando una cena íntima, y conozco a unas cuantas personas a las que les encantaría conocerte. -Me guiñó un ojo-. La noticia de tu actuación ya se está extendiendo.

Sentí una punzada de ansiedad, pero sabía que codearse con la nobleza era un mal necesario.

– Será un honor, señor.

Threpe hizo una mueca de disgusto.

– ¿Tienes que llamarme señor?

La diplomacia es algo imprescindible para los artistas itinerantes, y un aspecto muy importante de la diplomacia es la observancia de los títulos y los rangos.

– Es cuestión de etiqueta, señor -dije con pesar.

– Al cuerno la etiqueta -repuso Threpe, enfurruñado-. La etiqueta es un puñado de normas que la gente utiliza para poder ser grosera en público con los demás. Yo nací Dennais en primer lugar, Threpe después, y por último conde. -Me miró, suplicante-. ¿Qué te parece Denn?

Vacilé.

– Al menos aquí -insistió-. Me siento como una mala hierba en medio de un arriate de flores cuando alguien empieza a llamarme aquí señor.

Me relajé.

– Si eso te hace feliz… Te llamaré Denn.

El conde se sonrojó, como si yo lo hubiera halagado.

– Habíame un poco de ti. ¿Dónde te hospedas?

– Al otro lado del río -dije, evasivo. Los camastros de las Dependencias no eran precisamente lujosos. Threpe me miró con expresión de desconcierto, y añadí-: Estudio en la Universidad.

– ¿En la Universidad? -dijo, perplejo-. ¿Ahora enseñan música?

Esa idea casi me arrancó una carcajada.

– No, no. Pertenezco al Arcano.

Me arrepentí inmediatamente de haberlo dicho. El conde se recostó en el respaldo de la silla y me miró con extrañeza.

– ¿Eres mago?

– Oh, no -dije quitándole importancia-. Solo estudio. Ya sabes: gramática, matemáticas… -Elegí dos de las asignaturas más inocentes que se me ocurrieron, y me pareció que el conde se relajaba un poco.

– Ah, pensé que eras… -Dejó la frase en el aire y sacudió la cabeza-. ¿Por qué estudias en la Universidad?

La pregunta me pilló desprevenido.

– Pues… siempre quise estudiar. Hay mucho que aprender.

– Sí, pero tú no necesitas nada de eso. Quiero decir que… -Buscó las palabras-. Tocando como tocas… Estoy seguro de que tu mecenas te anima a concentrarte en la música.

– No tengo mecenas, Denn -dije componiendo una tímida sonrisa-. Y no es porque yo no quiera.

Su reacción no fue la que yo esperaba.

– Maldita sea mi suerte. -Dio una fuerte palmada en la mesa-. Pensé que alguien te estaba escondiendo. -Golpeó la mesa con un puño-. Maldita sea.

Se serenó un poco y me miró.

– Lo siento -dijo-. Es que… -Hizo una mueca de frustración y suspiró-. ¿Has oído un refrán que dice: «Ten una esposa y serás feliz; ten dos y estarás agotado…»?

Asentí:

– … ten tres y se odiarán entre sí…

– … ten cuatro y te odiarán a ti -concluyó Threpe-. Pues pasa lo mismo con los mecenas y los músicos. Acabo de escoger a mi tercer músico, un flautista que se encuentra en apuros. -Suspiró y sacudió la cabeza-. No paran de pelearse como gatos enjaulados. Se quejan de que no reciben suficiente atención. Si hubiera sabido que ibas a aparecer tú, habría esperado.

– Eso que dices me halaga, Denn.

– Pues yo me tiro de los pelos. -Suspiró y puso cara de arrepentimiento-. No es justo. Sephran es bueno. Todos son buenos músicos, y se desviven por mí, como verdaderas esposas. -Me miró como disculpándose-. Si te acogiera a ti, se armaría la gorda. Ya he tenido que mentir sobre ese regalito que te hice anoche.

– Entonces, ¿es como si fuera tu amante? -pregunté con una sonrisa.

Threpe rió entre dientes.

– No hay que llevar tan lejos la comparación. Mira, seré tu casamentero. Te ayudaré a encontrar un buen mecenas. Conozco a todos los nobles y a todos los ricos en cien kilómetros a la redonda, así que no será muy difícil.

– Eso sería una gran ayuda -dije con entusiasmo-. Los círculos sociales de este lado del río son un misterio para mí. -Entonces se me ocurrió una cosa-. Por cierto, anoche conocí a una joven y no sé gran cosa sobre ella. Tú que conoces la ciudad… -Dejé la frase inacabada a propósito.

– Ah, ya entiendo -dijo Threpe lanzándome una mirada de complicidad.

– No, no -protesté-. Es la muchacha que cantó conmigo. Mi Aloine. Solo quería presentarle mis respetos.

Threpe me miró como si no me creyera, pero no estaba dispuesto a discutir.

– Me parece muy bien. ¿Cómo se llama?

– Dianne. -Threpe, por lo visto, esperaba más información-. Es lo único que sé.

Threpe dio un resoplido.

– ¿Cómo es? Cántamelo, si lo prefieres.

Noté que me ruborizaba.

– Tenía el cabello castaño, hasta aquí -puse una mano por debajo del hombro-. Joven, con el cutis muy claro. -Threpe me miraba, expectante-. Guapa.

– Ya veo -caviló Threpe acariciándose los labios-. ¿Tenía el caramillo de plata?

– No lo sé. Es posible que sí.

– ¿Vive en la ciudad?

Volví a reconocer mi ignorancia. Cada vez me sentía más ridículo.

Threpe rió.

– Tendrás que darme alguna otra pista. -Miró más allá de mi hombro-. Espera, allí está Deoch. Si hay alguien capaz de identificar a una muchacha, es él. -Levantó una mano-. ¡Deoch!

– En realidad no es tan importante -me apresuré a decir. Threpe me ignoró y le hizo señas al corpulento portero para que se acercara a nuestra mesa.

Deoch se acercó y se apoyó en una mesa.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– Nuestro joven cantante necesita información sobre una joven a la que conoció anoche.

– No me sorprende. Anoche había un buen plantel de chicas hermosas. Y un par de ellas me preguntaron por ti. -Me guiñó un ojo-. ¿Cuál es la que te interesa?

– No se trata de eso -protesté-. Es la chica que cantó la segunda voz de mi canción. Tenía una voz maravillosa, y me gustaría proponerle que cantáramos juntos algún otro día.

– Me parece que ya sé de qué va la canción de que hablas. -Me miró con una amplia sonrisa de complicidad en los labios.

Me sonrojé intensamente y seguí protestando.

– No te preocupes, te prometo que no diré nada. Ni siquiera a Stanchion, porque eso vendría a ser como contárselo a toda la ciudad. Cuando se ha tomado una copa, es más chismoso que una colegiala. -Me miró, expectante.

– Era delgada, con los ojos de color café -dije antes de pensar cómo sonarían esas palabras. Antes de que Threpe o Deoch pudieran hacer un chiste, añadí-: Se llama Dianne.

– ¡Ah! -Deoch asintió lentamente, y su sonrisa se tornó un poco irónica-. Debí imaginármelo.

– ¿Vive aquí? -preguntó Threpe-. Me parece que no la conozco.

– La recordarías -repuso Deoch-. Pero no, creo que no vive en la ciudad. La veo de vez en cuando. Viaja mucho, viene y va. -Se frotó el cogote y me miró con cara de preocupación-. No sé dónde podrías encontrarla. Pero ten cuidado, chico. Esa mujer te partirá el corazón. Los hombres caen por ella como el trigo ante la hoja de una guadaña.

Me encogí de hombros, como si nada pudiera estar más lejos de mi mente, y me alegré cuando Threpe cambió de tema y se puso a contarnos un rumor sobre uno de los concejales de la ciudad. Reí con sus chanzas hasta que me terminé la bebida; entonces me despedí de ellos y me marché.


Media hora más tarde me hallaba ante la puerta de Devi, tratando de ignorar el rancio olor proveniente de la carnicería que había debajo. Conté mi dinero por tercera vez y revisé mis opciones. Podía saldar toda mi deuda y todavía tendría dinero para pagar la matrícula, pero me quedaría sin un ardite. Tenía otras deudas que liquidar, y aunque estaba deseando librarme de mi obligación con Devi, no me atraía la idea de empezar el semestre sin una sola moneda en el bolsillo.

De pronto se abrió la puerta y me sobresalté. La cara de Devi asomó, recelosa, por una estrecha rendija, pero al reconocerme se iluminó.

– ¿Qué haces ahí acechando? -me preguntó-. Los caballeros, por norma general, llaman a la puerta. -Abrió la puerta de par en par para dejarme pasar.

– Estaba valorando mis posibilidades -dije mientras Devi echaba el cerrojo. La habitación estaba como la vez anterior, solo que ese día olía a canela y no a lavanda-. Espero no causarte molestias si este bimestre solo te pago el interés.

– En absoluto -replicó ella-. Me gusta considerarlo una inversión. -Señaló una silla-. Además, así volveré a verte. No te imaginas las pocas visitas que recibo.

– Seguramente será por tu ubicación y no por tu compañía -dije.

Devi arrugó la nariz.

– Ya lo sé. Al principio me instalé aquí porque era barato. Ahora tengo que quedarme porque mis clientes saben dónde encontrarme.

Puse dos talentos encima de la mesa y los empujé hacia ella.

– ¿Puedo preguntarte una cosa?

Devi me miró con picardía.

– ¿Es una pregunta indiscreta?

– Un poco -admití-. ¿Alguna vez ha intentado alguien denunciarte?

– Pues no. -Devi se inclinó hacia delante en la silla-. Esa pregunta tiene varias interpretaciones. -Arqueó una ceja-. ¿Es una amenaza o simple curiosidad?

– Simple curiosidad -contesté sin vacilar.

– Te propongo una cosa. -Señaló mi laúd con la cabeza-. Si me tocas una canción, te cuento la verdad.

Sonreí. Abrí el estuche y saqué mi laúd.

– ¿Qué te gustaría oír?

Devi reflexionó un poco.

– ¿Sabes tocar «Vete de la ciudad, calderero»?

La toqué, con gracia y soltura. Devi cantó conmigo el estribillo, con mucho entusiasmo, y al final sonrió y me aplaudió como una niña pequeña.

Supongo que, en realidad, eso es lo que era. Entonces yo la veía como una mujer mayor, con experiencia y segura de sí misma. Yo, por otra parte, todavía no había cumplido dieciséis años.

– Una vez -dijo Devi mientras yo guardaba el laúd-, hace dos años, un joven E'lir decidió que sería mejor informar al alguacil que saldar su deuda.

La miré.

– ¿Y?

– Y nada. -Se encogió de hombros-. Vinieron, me interrogaron y registraron mi casa. No encontraron nada comprometedor, por supuesto.

– Por supuesto.

– Al día siguiente, el joven caballero confesó ante el alguacil. Se había inventado toda la historia porque yo había rechazado sus insinuaciones. -Sonrió-. Al alguacil no le hizo gracia, y multaron al caballero por conducta difamatoria contra una dama de la ciudad.

No pude evitar sonreír.

– Le estaba bien… -Me interrumpí, porque acababa de fijarme en una cosa. Señalé la estantería-. ¿No es eso La base de toda materia, de Malcaf?

– Ah, sí -contestó Devi con orgullo-. Es nuevo. Un pago fraccionado. -Señaló la estantería-. Puedes curiosear, si quieres.

Me acerqué y cogí el libro.

– Sí hubiera tenido este libro para estudiar, no habría fallado una de las preguntas del examen de hoy.

– Creía que teníais muchos libros en el Archivo -dijo Devi con un deje de envidia.

Negué con la cabeza.

– Me han prohibido la entrada en el Archivo -expliqué-. En total, creo que he pasado dos horas en el Archivo, y una de ellas estuve recibiendo una bronca.

Devi asintió lentamente.

– Algo había oído, pero nunca sabes si los rumores son ciertos. Entonces estamos los dos en el mismo barco.

– Yo diría que tú estás un poco mejor que yo -repliqué contemplando la estantería-. Tienes a Teccam, y la Heroborica. -Paseé la mirada por los títulos, buscando algo que pudiera contener información sobre los Amyr o sobre los Chandrian, pero no encontré nada que pareciera especialmente prometedor-. Y también Los ritos nupciales del draccus común. Había empezado a leerlo cuando me echaron.

– Esta es la última edición -dijo Devi con orgullo-. Contiene grabados nuevos y un capítulo sobre los Faen-Moite.

Pasé los dedos por el lomo del libro, y luego me aparté de la estantería.

– Tienes una buena biblioteca.

– Mira -dijo ella con sorna-, si prometes lavarte bien las manos, puedes venir aquí a leer de vez en cuando. Si traes tu laúd y tocas para mí, hasta es posible que te preste algún libro, siempre que me lo devuelvas dentro de un plazo de tiempo razonable. -Me miró con una sonrisa coqueta-. Los exiliados deberíamos mantenernos unidos.

Durante el largo camino de vuelta a la Universidad, me pregunté si Devi quería ligar conmigo o si solo quería estar simpática. Cuando hube recorrido los cinco kilómetros, todavía no había llegado a nada parecido a una conclusión. Lo comento para dejar una cosa clara: yo era un chico muy listo, un héroe en ciernes con un Alar como una barra de acero de Ramston. Pero, ante todo, era un muchacho de quince años. En lo relativo a las mujeres, estaba más perdido que un cordero en el bosque.


Encontré a Kilvin en su despacho, grabando runas en una semies-fera de cristal para otra lámpara colgante. Llamé a la puerta.

Kilvin levantó la cabeza.

– E'lir Kvothe. Tienes mejor aspecto.

Tardé un momento en comprender que se refería a tres ciclos atrás, cuando me había expulsado de la Factoría por culpa de la intromisión de Wilem.

– Gracias, señor. Me encuentro mejor.

Kilvin ladeó mínimamente la cabeza.

Me llevé la mano a la bolsa.

– Me gustaría saldar mi deuda con usted.

Kilvin dio un gruñido:

– No me debes nada. -Volvió a mirar hacia la mesa y el proyecto que tenía en las manos.

– Entonces, mi deuda con el taller -insistí-. Hace tiempo que me aprovecho de su generosidad. ¿Cuánto le debo por los materiales que he utilizado para estudiar con Manet?

Kilvin siguió trabajando.

– Un talento y siete iotas con tres.

La exactitud de la cifra me sorprendió, porque Kilvin no había consultado el libro de contabilidad que tenía en el almacén. Me quedé atónito de pensar en la cantidad de cosas que aquel hombre con aspecto de oso llevaba en la cabeza. Abrí mi bolsa, conté el dinero y lo puse en un rincón de la mesa que no estaba completamente cubierto de cachivaches.

Kilvin miró las monedas.

– E'lir Kvothe, espero que hayas conseguido este dinero de forma honrada.

Lo dijo con tanta seriedad que tuve que sonreír.

– Lo gané anoche tocando en Imre.

– ¿Tanto dinero da la música al otro lado del río?

Mantuve la sonrisa y me encogí de hombros.

– No sé si me irá tan bien todas las noches. Al fin y al cabo, era la primera vez que actuaba.

Kilvin hizo un ruidito entre un bufido y un gruñido, y siguió con lo que estaba haciendo.

– Se te está pegando la arrogancia de Elxa Dal. -Trazó una fina línea en el cristal-. ¿Significa esto que no seguirás trabajando para mí por las noches?

Me quedé muy azorado.

– Yo… Yo no… He venido para hablar con usted de… -«De la posibilidad de volver a trabajar en el taller.» La idea de no trabajar para Kilvin ni siquiera había pasado por mi cabeza.

– Por lo visto, la música te resulta más provechosa que trabajar aquí. -Kilvin miró las monedas que yo había dejado en la mesa de manera elocuente.

– ¡Es que yo quiero trabajar aquí! -dije desconsoladamente.

Kilvin esbozó una blanca y enorme sonrisa.

– Estupendo. No me habría gustado perderte por pasarte a la otra orilla del río. La música está muy bien, pero el metal es duradero. -Golpeó la mesa con dos dedos inmensos para enfatizar sus palabras. Entonces hizo un movimiento con la niano con que sujetaba su lámpara inacabada-. Vete. No llegues tarde al trabajo, o te tendré todo un bimestre limpiando botellas y moliendo minerales.

Cuando me marché, pensé en lo que había dicho Kilvin. Era lo primero que me decía con lo que yo no estaba completamente de acuerdo. «El metal se oxida -pensé-, la música dura eternamente.»

El tiempo nos dará la razón a uno o a otro.


Salí de la Factoría y me fui derecho a La Calesa, posiblemente la mejor posada de ese lado del río. El posadero era un tipo calvo y corpulento llamado Caverin. Le enseñé mi caramillo de plata y me di el gusto de regatear durante un cuarto de hora.

El resultado final de la negociación fue que, a cambio de tocar tres noches todos los ciclos, tenía derecho a comida y habitación gratis. La cocina de La Calesa era excelente, y mi habitación era, en realidad, una pequeña suite con dormitorio, vestidor y salita. Un gran avance en comparación con mi estrecho camastro en las Dependencias.

Pero lo mejor de todo era que ganaría dos talentos de plata al mes. Una cantidad de dinero casi increíble para alguien que llevaba tanto tiempo viviendo en la pobreza. Y eso, además de las propinas o los regalos que pudieran darme los clientes adinerados.

Tocando en la posada, trabajando en la Factoría y con un buen mecenas en el horizonte, ya no tendría que vivir como un indigente. Podría comprarme cosas que necesitaba urgentemente: otra muda de ropa, plumas y papel, unos zapatos nuevos…

Si nunca habéis sido pobres de verdad, dudo que entendáis el alivio que sentí. Llevaba meses temiendo que sucediera alguna otra desgracia, consciente de que cualquier pequeña catástrofe me destrozaría. Pero ya no tenía que vivir constantemente preocupado por la matrícula del siguiente bimestre ni por los intereses del préstamo de Devi. Había desaparecido el peligro de que tuviera que abandonar la Universidad.

Me sirvieron una cena estupenda: filete de venado, ensalada y un cuenco de sopa de tomate con especias. También había melocotones, ciruelas y pan blanco con mantequilla. Y, aunque yo no lo pedí, me sirvieron varias copas de un excelente tinto víntico.

Después de cenar me retiré a mis habitaciones, donde dormí como un bendito, perdido en la inmensidad de mi nueva cama de plumas.

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