69 El viento o el capricho de una mujer

Durante los dos ciclos siguientes, mi capa nueva me abrigó en mis ocasionales viajes a Imre, adonde seguía yendo pese a que nunca encontraba a Denna. Siempre tenía algún pretexto para cruzar el río: pedirle prestado un libro a Devi, quedar con Threpe para comer, tocar en el Eolio… Pero la verdadera razón era Denna.

Kilvin vendió el resto de mis emisores, y mi humor mejoró a medida que se me curaban las quemaduras. Tenía dinero para permitirme ciertos lujos, como jabón y una segunda camisa para sustituir la que había perdido. Ese día había ido a Imre a comprar unas virutas de basalio que necesitaba para el proyecto en que estaba trabajando: una gran lámpara simpática que funcionaba con dos emisores que me había quedado para mí. Esperaba obtener un considerable beneficio con ella.

Quizá parezca extraño que constantemente estuviera comprando materiales para mis trabajos de artificería al otro lado del río, pero la verdad es que los comercios que había cerca de la Universidad se aprovechaban de la pereza de los estudiantes e inflaban los precios. A mí me merecía la pena ir hasta Imre para ahorrarme un par de peniques.

Después de comprar las virutas de basalio, me dirigí al Eolio. Deoch estaba en el sitio de siempre, apoyado en el umbral.

– He estado vigilando por si veía a tu chica -me dijo.

Molesto por lo transparentes que debían de ser mis intenciones, mascullé:

– No es mi chica.

Deoch puso los ojos en blanco.

– Está bien. La chica. Denna, Dianne, Dyanae… Como sea que se haga llamar últimamente. No le he visto el pelo. Hasta he indagado un poco, pero hace un ciclo que nadie la ve. Debe de haberse marchado de la ciudad. Ella es así. Siempre desaparece cuando menos te lo esperas.

Traté de disimular mi decepción.

– No hacía falta que te tomaras la molestia -dije-. Pero gracias de todas formas.

– No preguntaba solo por ti -admitió Deoch-. A mí también me gusta.

– Ah, ¿sí? -dije con toda la neutralidad de que fui capaz.

– No me mires así. No puedo competir contigo. -Esbozó una sonrisa tortuosa-. Al menos no esta vez. Yo no tengo estudios universitarios, pero sé ver la luna en una noche despejada. Soy lo bastante listo para no poner la mano dos veces en el mismo fuego.

Abochornado, traté de controlar la expresión de mi rostro. No suelo dejar que mis emociones se reflejen libremente en mi cara.

– Entonces, Denna y tú…

– Stanchion todavía se burla de mí por haber cortejado a una chica a la que doblo la edad. -Encogió tímidamente los anchos hombros-. Pero todavía siento cariño por ella. Ahora, sobre todo, me recuerda a mi hermana pequeña.

– ¿Cuánto tiempo hace que la conoces? -pregunté con curiosidad.

– Bueno, yo no diría exactamente que «la conozco», chico. Pero sí, me encontré con ella hará unos dos años. Quizá no tanto. Un año y algo… -Deoch se pasó las manos por su cabello rubio y arqueó la espalda para desperezarse; los músculos de sus brazos tensaron la tela de la camisa. Entonces se relajó dando un explosivo suspiro y miró hacia el patio, casi vacío-. Todavía faltan unas horas para que empiece a llegar gente. ¿Quieres darle a un viejo una excusa para sentarse y tomarse una copa? -Señaló el interior de la taberna con la cabeza.

Miré al alto, musculoso y bronceado Deoch.

– ¿Un viejo? Todavía conservas el pelo y los dientes, ¿no? ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta?

– No hay nada que haga sentirse más viejo a un hombre que una mujer joven. -Me puso una mano en el hombro-. Vamos, tómate algo conmigo. -Fuimos hasta la larga barra de caoba, y Deoch se puso a murmurar mientras examinaba las botellas-. La cerveza embota la memoria, el aguardiente le prende fuego, pero el vino es lo mejor para un corazón dolorido. -Hizo una pausa y me miró con la frente arrugada-. No recuerdo cómo sigue. ¿Y tú?

– Nunca lo había oído -repuse-. Pero Teccam afirma que de todos los licores, el vino es el único adecuado para recordar. Decía que un buen vino proporciona claridad y concentración, al mismo tiempo que permite cierta reconfortante coloración de la memoria.

– No está mal -dijo él, y buscó en los estantes hasta que encontró una botella; la acercó a una lámpara y la examinó-. Vamos a verla bajo una luz rosada, ¿te parece? -Cogió dos vasos y me precedió hasta una mesa de un rincón del local.

– Así que hace tiempo que conoces a Denna -dije mientras Deoch servía el vino rosado en los vasos.

Deoch se recostó en la pared.

– Más o menos.

– Y ¿cómo era entonces?

Deoch reflexionó un rato, y me sorprendió que meditara tanto su respuesta. Bebió un sorbo de vino.

– Igual que ahora -contestó por fin-. Supongo que más joven, aunque no puedo afirmar que ahora parezca mayor que entonces. Siempre me pareció que era mayor de lo que aparentaba. -Frunció el ceño-. No mayor, sino…

– ¿Más madura? -sugerí.

Deoch negó con la cabeza.

– No. No sé cómo explicártelo. Es como cuando contemplas un gran roble. Lo que te llama la atención no es que sea más viejo que los otros árboles, ni más alto. Pero tiene algo que otros árboles más jóvenes no tienen. Complejidad, solidez, trascendencia.

– Deoch frunció el ceño, irritado-. Creo que es la peor comparación que he hecho jamás.

Sonreí sin proponérmelo.

– Me alegra comprobar que no soy el único que tiene problemas para describirla con palabras.

– No es fácil describirla -coincidió Deoch, y se bebió el resto del vino. Cogió la botella y la decantó suavemente sobre mi copa. Me bebí el vino, y Deoch rellenó los dos vasos-. Entonces era igual de inquieta que ahora, e igual de extravagante. Igual de guapa. Su belleza te quitaba el aliento y te destrozaba el corazón. -Volvió a encogerse de hombros-. Ya te digo, igual que ahora. Liviana, ocurrente, con una voz encantadora… Adorada por los hombres y despreciada por las mujeres.

– ¿Despreciada? -pregunté.

Deoch me miró como si no entendiera mi pregunta.

– Las mujeres odian a Denna -dijo sin rodeos, como si repitiera algo que ambos sabíamos ya.

– ¿Que la odian? -Esa idea me desconcertó-. ¿Por qué?

Deoch me miró con incredulidad y soltó una carcajada.

– Dios mío, es verdad que no entiendes nada de mujeres, ¿eh? -En otras circunstancias, ese comentario me habría irritado, pero Deoch lo había dicho sin ninguna malicia-. Piénsalo. Denna es guapa y encantadora. Los hombres la siguen como ciervos en celo. -Hizo un ademán de displicencia-. Es lógico que a las mujeres les moleste.

Recordé lo que había dicho Sim sobre Deoch apenas un ciclo atrás: «Ya ha vuelto a hacerse con la mujer más guapa del lugar. Hay para odiarlo».

– Siempre me ha parecido que estaba muy sola -comenté-. Quizá sea por eso.

Deoch asintió con solemnidad.

– Tienes razón. Nunca la veo con otras mujeres, y con los hombres tiene tan mala suerte como… -Hizo una pausa, buscando una comparación-. Como… Maldita sea. -Dio un suspiro de frustración.

– Bueno, ya sabes lo que dicen: buscar la analogía adecuada es tan difícil como… -Adopté una expresión pensativa-. Tan difícil como… -Hice como si quisiera atrapar algo con una mano.

Deoch rió y sirvió más vino en los vasos. Empecé a relajarme. Existe una clase de camaradería que solo se da entre los hombres que han peleado contra los mismos enemigos o que han conocido a las mismas mujeres.

– ¿Entonces también desaparecía de repente? -pregunté.

Deoch asintió.

– Sin previo aviso. Se marchaba sin más. A veces durante un ciclo; otras, durante meses.

– «No hay veleidad como la del viento o el capricho de una mujer» -cité. Mi intención era hacer un comentario reflexivo, pero sonó amargo-. ¿Tienes idea de por qué?

– Lo he pensado mucho -repuso Deoch con aire filosófico-. En parte creo que es por su carácter. Podría deberse, sencillamente, a que tiene sangre de trotamundos en las venas.

Al oír eso, mi enojo remitió un poco. Cuando vivía con la troupe, a veces mi padre nos hacía levantar campamento y dejar un pueblo aunque nos hubieran recibido bien y aunque la gente se hubiera mostrado generosa con nosotros. Más tarde, me explicaba sus razones: una mirada hostil del alguacil, demasiados suspiros de las esposas del pueblo…

Pero a veces mi padre no tenía ningún motivo para marcharse. «Los Ruh somos viajeros, hijo. Cuando el instinto me dice que me ponga en camino, sé que debo confiar en él», decía.

– Seguramente todo se debe a sus circunstancias -continuó Deoch.

– ¿Sus circunstancias? -pregunté, intrigado. Cuando estábamos juntos, Denna nunca me hablaba de su pasado, y yo nunca la presionaba para que lo hiciera. Entendía perfectamente que alguien no quisiese hablar mucho de su pasado.

– Bueno, no tiene familia, ni ninguna fuente de ingresos. Tampoco tiene amigos de verdad que la ayuden a salir de un apuro si surge la necesidad.

– Yo tampoco tengo nada de eso -refunfuñé; el vino me había puesto un poco hosco.

– Pero no es lo mismo -dijo Deoch con una pizca de reproche-. Los hombres tenemos muchas oportunidades para abrirnos paso en el mundo. Tú has encontrado tu sitio en la Universidad, y si no lo hubieras encontrado, seguirías teniendo otras opciones. -Me miró con complicidad-. ¿Qué opciones tiene una joven hermosa sin familia, sin dote y sin hogar?

Deoch empezó a contar ayudándose con los dedos:

– Puede mendigar y prostituirse. O convertirse en la amante de algún noble, lo cual viene a ser más de lo mismo. Y ambos sabemos que nuestra Denna no es de esas que se dejan mantener ni que se convierten en la fulana de alguien.

– Podría dedicarse a otras cosas -dije contando también con los dedos-. Costurera, tejedora, sirvienta…

Deoch dio un resoplido y me miró con desdén.

– Venga, chico. No seas inocente. Ya sabes cómo son esos trabajos. Y sabes que de una mujer hermosa y sin familia siempre acaban aprovechándose, como de una prostituta, solo que le pagan menos.

Las palabras de Deoch me ruborizaron un poco; más de lo que me habrían ruborizado si no hubiera estado bebiendo vino. Notaba los labios y las yemas de los dedos un poco adormecidos.

Deoch volvió a llenar los vasos.

– No se le puede reprochar que vaya adonde la lleve el viento. Tiene que aprovechar las oportunidades cuando se le presentan. Si surge la posibilidad de viajar con alguien a quien le guste cómo canta, o con un comerciante que confíe en que su bonito rostro le ayude a vender su mercancía, ¿quién va a reprocharle que levante campamento y se marche de la ciudad?

»Y yo tampoco me atrevo a echarle en cara que aproveche sus encantos. Los jóvenes nobles la cortejan, le hacen regalos, le compran ropa y joyas. -Encogió los anchos hombros-. Si ella vende esas cosas para subsistir, no veo nada malo en ello. Son regalos, y puede hacer con ellos lo que quiera.

Deoch me miró con fijeza.

– Pero ¿qué puede hacer cuando alguno de esos caballeros se toma demasiadas confianzas con ella? ¿O cuando se enfada porque ella le niega lo que él considera que le corresponde porque ha pagado por ello? ¿Qué recursos tiene ella? No tiene familia, ni amigos, ni estabilidad económica. No tiene alternativa. Lo único que puede hacer es entregarse a él, a regañadientes… -Deoch adoptó una expresión adusta-. O marcharse. Marcharse a toda prisa y buscar un clima mejor. No debería sorprendernos que atraparla sea más difícil que atrapar una hoja llevada por el viento.

Sacudió la cabeza mirando la mesa.

– No, no la envidio. Ni la juzgo. -Su diatriba parecía haberlo dejado cansado y un tanto avergonzado. No me miró cuando dijo-: Por eso yo la ayudaría, si ella me dejara. -Levantó la cabeza y compuso una apesadumbrada sonrisa-. Pero a ella no le gusta estar en deuda con nadie. No le gusta ni pizca. -Suspiró y vertió las últimas gotas de la botella en los vasos.

– Me la has mostrado desde otra perspectiva -dije con sinceridad-. Me avergüenzo de no haberlo visto yo mismo.

– Bueno, te llevo ventaja -repuso él-. Hace más tiempo que la conozco.

– Aun así, te lo agradezco -dije alzando mi vaso.

Deoch alzó el suyo.

– Por Dyanae -dijo-. La más encantadora.

– Por Denna, fuente de delicias.

– Joven e indomable.

– Radiante y bella.

– Siempre buscada, siempre sola.

– Tan sabia y tan imprudente -dije yo-. Tan jovial y tan triste.

– Dioses de mis antepasados -repuso Deoch con solemnidad-, haced que siga siempre así: inmutable e incomprensible, y libradla de todo mal.

Bebimos y dejamos nuestros vasos en la mesa.

– Déjame pagar otra botella -dije. Con eso iba a agotar el crédito que tenía en la taberna, pero me estaba encariñando con Deoch, y la idea de no invitarlo a una ronda me mortificaba.

– Torrente, piedra y cielo -maldijo Deoch frotándose la cara-. Claro que no te dejo. Otra botella y estaremos en el río cortándonos las venas antes de que se ponga el sol.

Le hice una seña a una camarera.

– No digas tonterías -repuse-. Nos pasaremos a algo menos lacrimógeno que el vino.


Cuando volvía a la Universidad, no me di cuenta de que me seguían. Quizá porque Denna ocupaba mi pensamiento y no dejaba sitio para nada más. Quizá porque llevaba tanto tiempo viviendo de forma civilizada que los instintos que había desarrollado en Tarbean empezaban a fallarme.

Seguramente, el aguardiente de mora también tuvo algo que ver. Deoch y yo habíamos pasado mucho rato hablando, y entre los dos nos habíamos bebido media botella. Yo me había llevado el resto del aguardiente, porque sabía que a Simmon le gustaba mucho.

En fin, supongo que poco importa por qué no me percaté de su presencia. El resultado habría sido el mismo. Cuando iba por una zona escasamente iluminada de Newhall Lañe, noté que me golpeaban en la nuca con un objeto contundente. Me metieron, casi inconsciente, en un callejón cercano.

Solo quedé aturdido un momento, pero cuando recobré el conocimiento, una gran mano me tapaba la boca.

– Muy bien, inútil -dijo el tipo enorme que estaba detrás de mí-. Tengo un puñal. Si te mueves, te lo clavo. Así de fácil. -Noté que me hincaba algo en las costillas, bajo el brazo izquierdo-. Comprueba el rastreador -le dijo a su acompañante.

En la penumbra del callejón solo alcancé a distinguir una alta silueta. El tipo agachó la cabeza y se miró la mano.

– No veo bien.

– Pues enciende una cerilla. Tenemos que asegurarnos.

Mi ansiedad empezó a transformarse en puro pánico. Aquello no era un simple atraco en un callejón. Ni siquiera me habían buscado dinero en los bolsillos. Aquello era otra cosa.

– Sabemos que es él -dijo el alto, impaciente-. Acabemos con esto cuanto antes. Tengo frío.

– Y un cuerno. Compruébalo ahora que lo tenemos. Ya lo hemos perdido dos veces. No quiero cagarla otra vez, como en Anilin.

– Odio esto -dijo el alto mientras rebuscaba en sus bolsillos, supongo que buscando una cerilla.

– Eres imbécil -dijo el que estaba detrás de mí-. Así es más limpio. Más sencillo. Nada de confusas descripciones. Nada de nombres. No hay que preocuparse por los disfraces. Sigues la dirección que marca la aguja, encuentras al tipo y fuera.

El tono desapasionado de sus voces me aterrorizó. Esos hombres eran profesionales. Comprendí, con repentina certeza, que Ambrose había tomado por fin medidas para asegurarse de que yo no volvería a molestarlo.

Traté de pensar e hice lo único que se me ocurrió: solté la mediada botella de aguardiente. Se estrelló al chocar contra los adoquines, y de pronto la noche se impregnó de olor a moras.

– Genial -susurró el alto-. ¿Por qué no le dejas tocar una campana?

El que estaba detrás de mí me sujetó con fuerza por el cuello y me zarandeó con violencia, solo una vez. Como harías con un cachorro travieso.

– No hagas tonterías -dijo con enojo.

Me quedé quieto y sin ofrecer resistencia, confiando en que se calmara; entonces me concentré y murmuré un vínculo contra la gruesa mano del tipo.

– Cojones -dijo-. Esto te pasa por pisar crista… ¡Aaaah! -Dio un grito. El charco de aguardiente que había en el suelo empezó a arder.

Aproveché ese momento de distracción y me solté. Pero no fui lo bastante rápido. Mi agresor me hizo un corte en las costillas con el puñal cuando me aparté de él y eché a correr por el callejón.

Pero mi huida duró poco. El callejón sin salida terminaba en una alta pared de ladrillo. No había puertas, ni ventanas, ni nada detrás de lo que esconderme ni que pudiera utilizar para trepar por la pared. Estaba acorralado.

Me volví y vi a mis dos perseguidores cerrando la entrada del callejón. El más corpulento pisaba el suelo con furia tratando de apagar las llamas de sus pantalones.

Yo también tenía la pierna izquierda en llamas, pero no le di importancia. Si no me daba prisa, una pequeña quemadura sería un problema insignificante. Volví a mirar alrededor, pero el callejón estaba vacío. Ni siquiera había basura que pudiera utilizar como arma improvisada. Desesperado, busqué en los bolsillos de mi capa con la esperanza de que se me ocurriera algo. Llevaba encima unos trozos de alambre de cobre, inútiles. Sal: ¿y si se la echaba a los ojos? No. Manzana seca, pluma y tinta, una canica, cuerda, cera…

El tipo corpulento extinguió por fin las llamas, y los dos empezaron a avanzar despacio hacia mí. La luz del charco de aguardiente en llamas se reflejaba en la hoja de sus puñales.

Seguí buscando en mis innumerables bolsillos y encontré un bulto que no identifiqué. Entonces lo recordé: era el saquito de virutas de basalio que había comprado para fabricar mi lámpara simpática.

El basalio es un metal ligero, plateado, muy útil para ciertas aleaciones que necesitaba para construir mi lámpara. Manet, un maestro muy esmerado, me había descrito los peligros de todos los materiales que empleábamos. Si se calienta lo suficiente, el basalio arde con unas llamas intensas y blancas.

Abrí rápidamente el saquito. El problema era que no sabía si lo conseguiría. La mecha de vela o el alcohol son fáciles de encender. Solo necesitas una fuente concentrada de calor para que prendan. El basalio es diferente. Necesita mucho calor para prender; por eso no me preocupaba llevarlo en el bolsillo.

Los hombres se acercaron un poco más, y lancé el puñado de virutas de basalio describiendo un amplio arco. Intenté apuntarles a la cara, pero no abrigaba muchas esperanzas. Las virutas pesaban muy poco, y era como lanzar un puñado de nieve suelta.

Llevé una mano hacia las llamas que todavía tenía en la pernera del pantalón. Fijé mi Alar. El charco de aguardiente se apagó detrás de mis dos agresores, dejando el callejón totalmente a oscuras. Pero seguía sin haber suficiente calor. Desesperado, me toqué el costado ensangrentado, me concentré y sentí cómo un frío espantoso me traspasaba al extraer más calor de mi sangre.

Hubo una explosión de luz blanca. Había cerrado los ojos, pero a través de los párpados vi el cegador resplandor del basalio al inflamarse. Uno de los hombres gritó, aterrado. Cuando abrí los ojos, solo vi unos fantasmas azules danzando en mi campo de visión.

El grito se redujo a un leve gemido, y oí un golpetazo, como si uno de los hombres hubiera caído al suelo. El alto empezó a farfullar; su voz no era más que un asustado sollozo.

– ¡Dios mío! Mis ojos, Tam. Estoy ciego.

Fui recuperando la visión hasta apreciar los vagos contornos del callejón. Distinguí las oscuras siluetas de mis asaltantes. Uno estaba arrodillado, con las manos delante de la cara; el otro estaba tendido, inmóvil, en el suelo, un poco más allá. Deduje que había echado a correr hacia la entrada del callejón y que se había golpeado contra una viga baja que había allí, perdiendo el conocimiento. Esparcidos por los adoquines, los restos de basalio chisporroteaban como diminutas estrellas de un blanco azulado.

El que estaba arrodillado no estaba ciego, sino solo deslumhrado; sin embargo, la ceguera pasajera duraría lo suficiente para que yo pudiera huir de allí. Pasé despacio a su lado, tratando de no hacer ruido. El tipo volvió a hablar, y el corazón empezó a latirme muy deprisa.

– ¿Tam? -El hombre habló con voz chillona que delataba su miedo-. Te lo juro, Tam, me he quedado ciego. Ese crío me ha lanzado un rayo. -Lo vi ponerse a gatas y empezar a avanzar a tientas-. Tenías razón, no debimos venir. Con esa clase de gente es mejor no tener ningún trato.

Un rayo. Claro. El tipo no sabía nada de magia. Eso me dio una idea.

Respiré hondo para serenarme.

– ¿Quién os ha enviado? -pregunté con mi mejor voz de Tá-borlin el Grande. No lo hacía tan bien como mi padre, pero no estaba mal.

El tipo corpulento dio un lastimero gemido y dejó de tantear el suelo.

– Se lo ruego, señor. No haga nada que…

– No volveré a preguntarlo -le corté, enojado-. Dime quién os ha enviado. Y si me mientes, lo sabré.

– No sé cómo se llama -respondió rápidamente-. Solo nos dio la media moneda y un pelo. No nos reveló su nombre. Ni siquiera lo vimos. Le juro que…

Un pelo. Eso que habían llamado «rastreador» debía de ser algún tipo de compás o brújula. Yo no sabía fabricar un artilugio tan avanzado, pero sabía en qué principios se basaba su funcionamiento. Con un trozo de mi pelo, el rastreador apuntaría hacia mí por mucho que yo corriera.

– Si vuelvo a veros a alguno de los dos, invocaré algo peor que el fuego y el rayo -dije con tono amenazador, y fui avanzando hacia la boca del callejón. Si conseguía hacerme con el rastreador, no tendría que preocuparme por que volvieran a localizarme. Estaba oscuro y llevaba la capucha de la capa puesta. Ni siquiera debían de saber qué aspecto tenía.

– Gracias, señor -balbuceó el tipo-. Le juro que no volverá a vernos. Gracias…

Miré al que estaba tendido en el suelo. Una de sus pálidas manos se destacaba contra los oscuros adoquines, pero no vi que sujetara nada. Miré alrededor, preguntándome si lo habría soltado. Lo más probable era que se lo hubiera guardado. Me acerqué un poco más con mucho sigilo, conteniendo la respiración. Alargué una mano hacia su capa para buscar en los bolsillos, pero había quedado aprisionada bajo su cuerpo. Lo cogí con cuidado por un hombro y lo empujé despacio…

Justo entonces, el tipo dio un débil gemido y acabó de darse la vuelta él solo. Uno de sus brazos cayó, inerte, sobre los adoquines y me golpeó una pierna.

Me gustaría decir que me limité a apartarme un poco porque sabía que aquel tipo estaba grogui y medio ciego. Me gustaría decir que permanecí sereno y que hice todo lo posible por seguir intimidándolos, o, al menos, que dije algo dramático o ingenioso antes de marcharme.

Pero estaría mintiendo. La verdad es que eché a correr como un ciervo asustado. Recorrí casi medio kilómetro hasta que la oscuridad y mi disminuida visión me traicionaron y choqué contra el ronzal de un caballo. Tropecé y me caí. Me quedé en el suelo, dolorido, sangrando y medio ciego. Solo entonces me di cuenta de que no me perseguían.

Me puse en pie maldiciéndome a mí mismo. Si hubiera conservado la calma, habría podido hacerme con el rastreador. Pero tendría que tomar otras precauciones.

Volví a Anker's, pero cuando llegué no había luz en ninguna ventana y la puerta de la posada estaba cerrada con llave. Así que, medio borracho y herido, trepé hasta mi ventana, quité el pestillo y tiré… Pero la ventana no se abrió.

Al menos hacía un ciclo que no volvía a la posada tan tarde como para tener que entrar por la ventana. ¿Se habrían oxidado los goznes?

Me apoyé bien en la pared, saqué mi lámpara de mano y la encendí, ajustándola para que emitiera solo una débil luz. Entonces vi que había algo metido a presión en la rendija del marco. ¿La habría atascado Anker a propósito?

Pero cuando lo toqué, vi que no era una cuña de madera. Era un trozo de papel doblado varias veces. Lo saqué de la rendija, y la ventana se abrió sin esfuerzo. Entré en mi habitación.

Tenía la camisa destrozada, pero cuando me la quité me alivió lo que vi. El corte del costado no era muy profundo; era irregular y me dolía, pero no era tan grave como las heridas que me habían hecho azotándome. La capa de Fela también estaba rota, y eso me fastidió. Pero, pensándolo bien, sería más fácil remendar la capa que mi riñon. Pensé que tenía que darle las gracias a Fela por haber elegido una tela buena y gruesa.

Coser la capa podía esperar. Imaginé que mis dos asaltantes ya se habrían recuperado del pequeño susto que les había dado y que debían de estar buscándome.

Dejé la capa en mi cuarto para no mancharla de sangre y salí por la ventana. Confiaba en que a aquellas horas de la noche, y con mi natural sigilo, no me viera nadie. No quería ni pensar en los rumores que empezarían a circular si alguien me veía corriendo por los tejados en plena madrugada, ensangrentado y desnudo hasta la cintura.

Cogí un puñado de hojas y me dirigí al tejado de unas caballerizas que daban al patio del banderín que había cerca del Archivo.

Bajo la débil luz de la luna, veía las oscuras e informes sombras de las hojas arremolinándose por encima del gris de los adoquines del suelo. Me pasé una mano por el cabello, con brusquedad, y me arranqué unos cuantos pelos. Entonces hinqué las uñas en una juntura de brea del tejado y utilicé la brea para enganchar un pelo a una hoja. Repetí esa operación una docena de veces, y luego lancé las hojas desde el tejado y vi cómo el viento las arrastraba en una alocada danza por el patio.

Sonreí al imaginarme a alguien tratando de localizarme ahora, persiguiendo una docena de contradictorias señales según las hojas revoloteaban en diferentes direcciones.

Había ido a ese patio en particular porque allí el viento formaba unas corrientes impredecibles. Me había fijado en ese fenómeno cuando empezaron a caer las primeras hojas del otoño. Se movían en una compleja y caótica danza por el patio adoquinado. Primero iban en una dirección, y luego en otra; nunca seguían un patrón predecible.

Una vez que te fijabas en los extraños movimientos del viento, era difícil ignorarlos. De hecho, visto desde el tejado, resultaba casi hipnótico. El movimiento te cautivaba como te cautiva el curso del agua de un arroyo o las llamas de una hoguera.

Esa noche, cansado y herido como estaba, los remolinos de las hojas me relajaron. Cuanto más miraba, menos caótico me parecía el movimiento. Hasta empecé a percibir un patrón subyacente en la forma en que el viento se movía por el patio. Si parecía caótico era solo porque era inmensa y maravillosamente complejo. Es más, parecía cambiar continuamente. Era un patrón compuesto de patrones cambiantes. Era…

– ¿Siempre estudias hasta tan tarde? -dijo una débil voz a mis espaldas.

Salí de golpe de mi ensimismamiento y se me puso el cuerpo en tensión, preparado para echar a correr. ¿Cómo había logrado alguien subir hasta allí sin que yo me diera cuenta?

Era Elodin. El maestro Elodin. Llevaba unos pantalones remendados y una camisa holgada. Me saludó con la mano y se agachó hasta sentarse con las piernas cruzadas en el borde del tejado, con la misma naturalidad como si hubiéramos quedado para tomar algo en una taberna.

Miró hacia el patio.

– Esta noche es mejor que de costumbre, ¿verdad?

Me crucé de brazos y traté, sin éxito, de cubrirme el desnudo y ensangrentado torso. Entonces me fijé en que la sangre que tenía en las manos se había secado. ¿Cuánto rato llevaba allí sentado, inmóvil, observando el viento?

– Maestro Elodin -dije, y me callé. No tenía ni idea de qué podía decir en una situación como aquella.

– Por favor, aquí somos todos amigos. Llámame por mi nombre de pila: Maestro. -Esbozó una perezosa sonrisa y siguió mirando hacia abajo.

¿No se había fijado en qué estado me encontraba? ¿Quería ser educado conmigo? Quizá… Sacudí la cabeza. Con Elodin no valía la pena hacer elucubraciones. Yo sabía mejor que nadie que Elodin estaba completamente chiflado.

– Hace mucho tiempo -dijo Elodin tratando de entablar conversación, sin desviar la mirada del patio-, cuando la gente hablaba de otra forma, esto se llamaba Quoyan Hayel. Luego lo llamaron el Patio de las Interrogaciones; los estudiantes jugaban a escribir preguntas en trozos de papel que luego lanzaban al aire. Decían que podías adivinar la respuesta según la dirección en que tu trozo de papel saliera del patio. -Señaló las calles que partían del patio y discurrían entre los grises edificios-. Sí. No. Quizá. En otro sitio. Pronto.

Se encogió de hombros.

– Pero era un error. Una mala traducción. Creían que Quoyan era una raíz temprana de quetentan: interrogación. Pero no lo es. Quoyan significa «viento». En realidad, esto se llama «la Casa del Viento».

Esperé un momento por si Elodin tenía intención de decir algo más. Al ver que no continuaba, me levanté poco a poco.

– Es interesante, maestro… -titubeé, pues no sabía si lo que había dicho antes lo había dicho en serio-, pero tengo que irme.

Elodin asintió, distraído, e hizo un ademán que era, a la vez, un gesto de despedida y un gesto para que me retirara. No apartó la mirada del patio, y siguió observando el viento, siempre cambiante.


Regresé a mi habitación de Anker's y me quedé un largo minuto sentado a oscuras en la cama tratando de decidir qué podía hacer. No podía pensar con claridad. Estaba cansado, herido y todavía un poco borracho. La adrenalina, que hasta ese momento me había mantenido activo, empezaba a reducirse poco a poco, y me escocía y me dolía el costado.

Respiré hondo e intenté poner en orden mis ideas. Hasta entonces me había movido por instinto, pero necesitaba pensar con más cuidado.

¿Debía pedir ayuda a los maestros? Por un instante, la esperanza se iluminó en mi pecho, pero enseguida se apagó. No. No tenía ninguna prueba de que Ambrose fuera el responsable. Es más, si les contaba toda la historia, tendría que admitir que había utilizado la simpatía para cegar y quemar a mis atacantes. Tanto si lo había hecho en defensa propia como si no, no cabía duda de que aquello era felonía. Muchos estudiantes habían sido expulsados por menos que eso, solo para proteger la reputación de la Universidad.

No. No podía arriesgarme a que me expulsaran. Y si iba a la Clínica, me harían demasiadas preguntas. Y si me cosían la herida, la noticia de que había sufrido una agresión no tardaría en extenderse, y Ambrose sabría lo cerca que había estado de lograr su propósito. Prefería hacerle creer que había salido ileso.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban siguiéndome los asesinos a sueldo de Ambrose. Uno de ellos había dicho «Ya lo hemos perdido dos veces». Eso significaba que podían saber que tenía una habitación alquilada en Anker's. Quizá no estuviera a salvo allí.

Cerré la ventana, eché el pestillo y corrí la cortina; entonces encendí mi lámpara de mano. La luz reveló el trozo de papel que había encontrado metido en la rendija de la ventana, y del que me había olvidado.

Lo desdoblé y leí:


Kvothe:

Subir hasta aquí ha sido tan divertido como lo fue verte hacerlo. En cambio, abrir la ventana me ha costado un poco. Como no te he encontrado en casa, espero que no te importe que te coja un poco de papel y de tinta para dejarte esta nota. Como no estás tocando abajo, ni apaciblemente acostado, un cínico se preguntaría quizá qué estás haciendo a estas horas, y si estarás haciendo algo malo. ¡Ay! Esta noche tendré que volver a casa sin la tranquilidad de tu escolta ni el placer de tu compañía.

Te eché de menos la pasada Abatida en el Eolio, pero aunque me había sido negada tu compañía, tuve la buena suerte de conocer a una persona muy interesante. Es un personaje muy peculiar, y estoy deseando contarte lo poco que sé de él. La próxima vez que nos veamos.

Tengo una habitación en El Cisne y la Marisma de Imre. Ve a verme allí antes del veintitrés de este mes, por favor, y compartiremos esa comida que tenemos pendiente. Después me iré para ocuparme de mis asuntos.

Tu amiga y aprendiz de ladrona de viviendas,

Denna


p.d.: Pongo en tu conocimiento que no me he fijado en el vergonzoso estado de las sábanas de tu cama, y que por lo tanto no he juzgado tu carácter.


Estábamos a día veintiocho. La carta no llevaba fecha, pero debía de llevar al menos un ciclo y medio en mi ventana. Denna debía de haberla dejado allí pocos días después del incendio de la Factoría.

Intenté analizar mis sentimientos. ¿Me halagaba que Denna me hubiera estado buscando? ¿Me enfurecía no haber encontrado antes la nota? En cuanto al «personaje» al que Denna había conocido…

De momento no podía procesar tanta información: estaba agotado, herido y un poco borracho todavía. Lo que hice fue limpiarme el corte lo mejor que pude en el lavamanos. Me habría dado unos puntos, pero no conseguía un buen ángulo. El corte empezó a sangrar otra vez, y rompí los trozos más limpios de mi estropeada camisa para improvisar un vendaje.

Sangre. Esos hombres que habían intentado matarme todavía tenían el rastreador, y seguro que había dejado algo de sangre en el puñal. La sangre resultaría mucho más eficaz en un rastreador que un simple pelo; eso significaba que aunque todavía no supieran dónde vivía, quizá pudieran encontrarme pese a las precauciones que yo había tomado.

Me apresuré y metí en mi macuto cuanto tenía algún valor, pues no sabía cuándo podría volver a mi habitación. Bajo un montón de papeles encontré una pequeña navaja de la que me había olvidado y que le había ganado a Sim jugando a esquinas. No me serviría de mucho en una pelea, pero de todas formas era mejor que nada.

Entonces cogí mi laúd y mi capa y bajé sin hacer ruido a la cocina, donde tuve la suerte de encontrar una vasija de vino de Vele-gen, de boca ancha. No era un hallazgo espectacular, pero tal como estaban las cosas, lo agradecí.

Me dirigí hacia el este y crucé el río, pero no llegué hasta Imre. Torcí un poco hacia el sur, donde había unos muelles, una sórdida posada y un puñado de casas en la orilla del ancho río Omethi. Era un pequeño puerto que dependía de Imre, demasiado pequeño para tener su propio nombre.

Metí mi ensangrentada camisa en la vasija de vino y la cerré herméticamente con un poco de cera simpática. Entonces la tiré al río Omethi y la vi bajar cabeceando río abajo. Si aquellos tipos trataban de localizarme utilizando la muestra que tenían de mi sangre, creerían que me iba hacia el sur. Y, con suerte, seguirían ese rastro.

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