73 Cochi

Poco después de terminarnos la manzana, Denna y yo sacamos los pies del agua y nos dispusimos a marcharnos. Me planteé dejar allí mis botas, porque unos pies que pueden correr descalzos por los tejados de Tarbean pueden correr por el bosque más agreste sin lastimarse. Pero no quería parecer incivilizado, así que me puse los calcetines, pese a que estaban húmedos y pegajosos de sudor.

Estaba atándome los cordones de la bota cuando oí un débil ruido a lo lejos; parecía provenir de detrás de un denso bosqueci-11o de pinos.

Sin decir nada, alargué un brazo y toqué a Denna en el hombro para alertarla, y me llevé un dedo a los labios.

«¿Qué?», articuló en silencio.

Me acerqué un poco a ella pisando con cuidado para no hacer ruido.

– Creo que he oído algo -le dije al oído-. Voy a echar un vistazo.

– Y un cuerno -susurró Denna; su rostro destacaba, pálido, bajo la sombra de los pinos-. Eso fue lo mismo que dijo Fresno anoche antes de marcharse. Si te crees que voy a permitir que tú también desaparezcas, estás muy equivocado.

Antes de que pudiera replicar, volví a oír ruido entre los árboles. Un susurro de maleza, el seco chasquido de una rama seca de pino. Los ruidos se intensificaron, y empecé a distinguir el sonido de algo grande que respiraba dando resoplidos. Y luego un débil gruñido animal.

No era un ser humano. No eran los Chandrian. Mi alivio duró poco, porque entonces oí otro gruñido y más resoplidos. Debía de ser un jabalí que se dirigía al río.

– Ponte detrás de mí-le dije a Denna. La gente no sabe lo peligrosos que son los jabalíes, sobre todo en otoño, cuando los machos pelean para establecer sus dominios. La simpatía no me serviría de nada. No tenía ni fuente ni relación. No tenía ni siquiera un palo resistente. ¿Conseguiría distraerlo con las pocas manzanas que me quedaban?

El jabalí apartó las ramas bajas de un pino, resoplando y jadeando. Debía de pesar el doble que yo. Dio un fuerte y gutural gruñido; levantó la cabeza y nos vio. Se quedó con la cabeza levantada, retorciendo el morro para captar nuestro olor.

– No corras o te perseguirá -dije en voz baja, y, poco a poco, me coloqué delante de Denna. Como no se me ocurría nada más, saqué mi navaja y la abrí con el dedo pulgar-. Retrocede y métete en el río. Los jabalíes no son buenos nadadores.

– No creo que sea peligrosa -replicó Denna en un tono de voz normal-. Parece más curiosa que enfadada. -Hizo una pausa-. No es que no sepa apreciar tus nobles impulsos, pero…

Me fijé y comprobé que Denna tenía razón. No era un macho, sino una hembra; y bajo la capa de barro que la cubría se distinguía el color rosado de los cerdos domésticos, y no el marrón de los jabalíes. Aburrida, la cerda bajó la cabeza y empezó a hozar entre las matas que crecían debajo de los pinos.

Entonces reparé en que me había agachado y estaba casi en cuclillas, con un brazo extendido, como un luchador. En la otra mano tenía mi lamentable navaja; era tan pequeña que ni siquiera podía cortar una manzana por la mitad de una sola vez. Y lo peor era que solo llevaba puesta una bota. Ofrecía un aspecto ridículo; parecía tan loco como Elodin en uno de sus peores días.

Me acaloré, y comprendí que debía de haberme puesto rojo como una remolacha.

– Tehlu misericordioso, qué idiota me siento.

– La verdad es que es muy halagador -repuso Denna-. Con excepción de algún irritante simulacro en la barra de alguna taberna, me parece que es la primera vez que alguien salta para defenderme.

– Sí, claro. -Mantuve la cabeza agachada mientras me calzaba la otra bota; estaba demasiado avergonzado para mirar a Denna a la cara-. Es el sueño de todas las niñas: que las rescaten de un cerdo de granja.

– Lo digo en serio. -Levanté la cabeza y vi que Denna sonreía con dulzura, pero sin burla-. Te has puesto tan… fiero. Como un lobo con todo el lomo erizado. -Me miró la cabeza y rectificó-: O mejor dicho, un zorro. Tienes el pelo demasiado rojo para ser un lobo.

Me relajé un poco. Un zorro con el lomo erizado es mejor que un idiota desquiciado y medio descalzo.

– Pero sujetas mal la navaja -observó Denna con toda naturalidad, apuntando hacia mi mano con la barbilla-. Si se la clavaras a alguien, te resbalaría la empuñadura y te cortarías el pulgar. -Alargó un brazo, me cogió los dedos y me los desplazó un poco-. Si la coges así, no te harás daño. El único inconveniente es que la muñeca pierde movilidad.

– ¿Has participado en muchas peleas con navaja? -bromeé.

– No en tantas como tú crees -repuso ella con una sonrisa picara-. Es otra página de ese gastado libro que a los hombres tanto os gusta consultar para cortejarnos. -Puso los ojos en blanco, exasperada-. No sabes la cantidad de hombres que han intentado robarme la virtud enseñándome a defenderla.

– Nunca he visto que llevaras un puñal -comenté-. ¿Cómo es eso?

– ¿Para qué voy a llevar un puñal? -replicó ella-. Soy una dulce y delicada flor, ¿no? Una mujer que se pasea exhibiendo un puñal solo busca problemas. -Metió una mano en un bolsillo y sacó un largo y delgado trozo de metal con uno de los bordes reluciente-. Sin embargo, una mujer que esconde un puñal está preparada por si surgen problemas. En general, es más cómodo aparentar que eres inofensiva. Menos problemático.

Lo único que impidió que me quedara perplejo fue la naturalidad con que lo dijo. Su puñal no era mucho más grande que mi navaja. Era de una sola pieza, recto, con empuñadura de piel fina. Era evidente que no era ningún utensilio de cocina, ni una navaja de supervivencia. Me recordó, más bien, a los afilados cuchillos quirúrgicos de la Clínica.

– ¿Cómo haces para llevar eso en el bolsillo sin cortarte a trochos?

Denna se puso de lado para enseñármelo.

– El bolsillo tiene un corte por dentro. Llevo el puñal atado a la pierna. Por eso es tan plano. Para que no se note que lo llevo bajo la ropa. -Lo asió por la empuñadura y lo sostuvo ante mí para que lo viera-. Así. Tienes que poner el pulgar en la parte plana.

– ¿Pretendes robarme la virtud enseñándome a defenderla? -pregunté.

– Como si tú tuvieras virtud -dijo ella riendo-. Lo que intento es que no te cortes esas manos tan bonitas que tienes la próxima vez que salves a una chica de una cerda. -Ladeó la cabeza y agregó-: Por cierto, ¿sabías que cuando te enfadas los ojos…?

– ¡Marrana! -gritó una voz desde los árboles, y oímos también el ruido metálico de una campana-. ¡Cochi, cochi, cochi!

La cerda se animó y fue trotando por los arbustos hacia la voz. Denna se guardó el puñal mientras yo recogía mi macuto. Seguimos a la cerda por entre los árboles, y vimos a un hombre río abajo con media docena de cerdas enormes deambulando alrededor. También había un viejo y pinchudo verraco, y una veintena de cochinillos correteando entre sus patas.

El porquero nos miró con desconfianza.

– ¡Ea! -gritó-. Non tengáis miedo. Muessos non dan.

Era flaco y tenía el rostro curtido por el sol, con una barba rala. Llevaba una esquila sujeta al largo bastón, y una bolsa vieja y sucia colgada del hombro. Olía mejor de lo que seguramente imagináis, porque los cerdos de montanera se mantienen mucho más limpios que los que viven encerrados en porquerizas. Y aunque hubiera olido como un cerdo de porqueriza, no se lo habría reprochado, porque sin duda alguna yo había olido mucho peor en varios momentos de mi vida.

– Parecíame a mí que algo oyiere, allí río abajo -dijo. Tenía un acento cerrado y pastoso, y costaba entenderle. Mi madre lo llamaba «el habla del fondo del valle», porque solo se oía en los pueblos que apenas tenían contacto con el mundo exterior. Incluso en las pequeñas aldeas rurales como Trebon, esa forma de expresarse ya se había perdido. Como llevaba tanto tiempo viviendo en Tarbean y en Imre, hacía años que no oía un dialecto tan cerrado. Ese tipo debía de haber crecido en algún sitio muy remoto, seguramente escondido en las montañas.

El porquero se nos acercó y nos miró entornando los ojos.

– ¿Mas qué facíais allí abajo? -preguntó con recelo-. Parecióme oír a alguien cantando tonadas.

– Mi prima cormana séia -dije imitando su forma de hablar y señalando a Denna-. Preciosa voz ha pora la música, ¿non es cierto? -Le tendí una mano-. Muxo gusto en conosceros, señor. Cuothe podéis decirme.

El tipo se sorprendió al oírme hablar, y su adusta expresión se suavizó notablemente.

– Mío es el gusto, maese Cuothe -replicó, y me estrechó la mano-. Non es corriente encontrarse con paisanos que las cosas digan commo débese. Los desgraciados que por acá desfilan se sienten commo si la boca alguien les hubiera embutida de lana.

Me reí.

– «Lana en la boca, lana en los sesos», mi padre decía.

El porquero sonrió y dijo:

– Skoivan Schiemmelpfenneg podéis llamarme.

– Bastantes letras ha pora un rey -repuse-. ¿Grand ofensa os causo si lo recorto pora llamaros Schiem?

– Assí facen mis amigos. -Me sonrió y me dio una palmada en la espalda-. A buenos mozos commo vosotros dos, bien está Schiem. -Nos miró alternadamente a Denna y a mí.

En honor a la verdad, he de reconocer que Denna ni siquiera pestañeó una vez al oírme hablar en aquel dialecto.

– Desculpadme -dije señalándola-. Schiem, esta es mi prima cormana favorita.

– Dinnaeh -dijo Denna.

Bajé la voz y, con un susurro teatral, dije:

– Laudable mugier, mas también horrible de tímida que es. Non oyiéresla fablar grand cosa, me da a mí…

Denna interpretó su papel sin vacilar; agachó la cabeza y empezó a retorcerse los dedos fingiendo nerviosismo. Levantó brevemente la cabeza para sonreír al porquero, y luego volvió a bajar la vista; era la timidez personificada, hasta tal punto que casi me lo creí.

Schiem se levantó el deforme sombrero de la frente y asintió.

– Muxo gusto en conosceros, Dinnaeh. Nuncua en vida avié oída voz tan adorable -dijo, y volvió a calarse el sombrero. Como Denna seguía sin mirarlo, Schiem se volvió hacia mí.

– Buen rebaño habéis allí -comenté señalando los cerdos que merodeaban entre los árboles.

Schiem sacudió la cabeza, riendo.

– Vamos anda, rebaño non es. Los borregos e las vacas en rebaños desfilan, mas los cochinos facen piaras.

– Non sabía… Amigo Schiem, ¿uno desos lechones nos venderíais? Mi prima cormana e servidor non hemos tomado muesso desde la mañana…

– Igual sí -contestó él con cautela, y buscó mi bolsa con la mirada.

– Si prepararlo pora nos queréis, cuatro iotas puedo darlas -dije, consciente de que le estaba ofreciendo un buen precio-. Mas si la merced dispensáis de asentaros y compartir el conducho con nos.

Lo estaba tanteando. Las personas que tienen trabajos solitarios, como los pastores y los porqueros, o bien prefieren que los dejen en paz, o están deseosos de conversar con alguien. Confiaba en que Schiem entrara en la segunda categoría. Necesitaba información sobre la boda, y en el pueblo no parecía que hubiera nadie dispuesto a hablar mucho.

Le sonreí y metí una mano en mi macuto, del que extraje la botella de aguardiente que le había comprado al calderero.

– Un frasco de elixir he también aquí pora obrar de aliño. Si nada tenéis en contra de beber un buchito con forasteros a hora tan temprana…

Denna volvió a intervenir: levantó la vista justo en el momento en que Schiem la miraba, sonrió tímidamente y volvió a agachar la cabeza.

– Bueeeno, mi madre crióme commo débese -dijo el porquero con recato, y se llevó una mano al pecho-. Servidor non échase al gaznate mas que cuando sed ha o el aire bufa fresco. -Se quitó el deforme sombrero con un gesto teatral y nos hizo una reverencia-. Buenos mozos semejáis. Muxo gusto habré en almorzar con vos.


Schiem agarró un cochinillo y se lo llevó un poco más allá; lo mató y lo preparó con un largo cuchillo que sacó de su bolsa. Yo aparté las hojas del suelo y amontoné unas piedras para improvisar un fuego.

Pasados unos minutos, Denna se me acercó con un montón de leña seca.

– Supongo que estamos engatusando a ese tipo para sonsacarle toda la información que podamos, ¿no? -me preguntó en voz baja.

Asentí.

– Perdóname por lo de la prima tímida, pero…

– No, si ha sido muy buena idea. No hablo bien el paleto, y seguro que se abrirá más a alguien que hable como él. -Miró de reojo y añadió-: Casi ha terminado. -Se fue hacia el río.

Con disimulo, hice simpatía para encender el fuego mientras Denna improvisaba un par de pinchos de cocinar con unas ramas de sauce. Scheim volvió con el cochinillo preparado.

Mientras el cochinillo se asaba en el fuego, humeando y chorreando grasa, hice circular la botella de aguardiente. Fingí que bebía, pero solo inclinaba la botella y me mojaba los labios. Denna también bebió de la botella cuando se la pasé, y poco después se le colorearon las mejillas. Schiem fue fiel a su palabra, y como soplaba el viento, no tardó en ponérsele la nariz bien roja.

Schiem y yo charlamos hasta que el cochinillo estuvo crujiente y chisporroteante por fuera. Cuanto más lo escuchaba, más se me pegaba el habla del porquero, y al poco rato ya no tenía que concentrarme tanto para imitarlo. Para cuando el cochinillo estuvo asado, lo hacía sin darme cuenta.

– Buena mano ha con la cuchilla -felicité a Schiem-. Mas déjame perplejo que despancijarais el lechoncete allí mesmo, a la vista de los cochinos.

Schiem sacudió la cabeza.

– Unos hideputas con mala idea son, los cochinos. -Señaló a una de las hembras, que se paseaba por el sitio donde acababa de matar el cochinillo-. ¿Catáis esa tarasca de allí? Ándase tras las tripas de su mesmo lechón. Liestos son los cochinos, mas grand sentimiento non han, non.

Schiem decidió que el cochinillo ya estaba asado, sacó una hogaza de pan y la dividió en tres partes.

– ¡Borrego! -rezongó-. ¿De qué, borrego, si haber podemos buenos pedazos de panceta? -Se levantó y empezó a trinchar el cochinillo con su largo cuchillo-. ¿Cuál parte gustáis de tastar, mi dama? -le preguntó a Denna.

– Preferencias no he -contestó ella-. Bien irá cualquier pedazo que hayáis ai.

Me alegré de que Schiem no me estuviera mirando cuando Denna contestó. Su habla no era perfecta: fallaba un poco en las palabras agudas y no cerraba bien el «non», pero no lo hacía nada mal.

– Non seáis tímida, moza, pues menester non ha -dijo Schiem-. Carne de sobras habernos acá.

– Siempre agradóme más de detrás, si molestia non causo -dijo Denna; se ruborizó y agachó la cabeza. Esa vez cerró mejor la negación.

Schiem nos demostró su buena educación evitando hacer algún comentario grosero mientras le ponía una gruesa y humeante tajada de carne encima del trozo de pan.

– Tiento con los dedos. Tiempo dadle pora que enfríe.

Nos pusimos a comer; luego Scheim nos sirvió por segunda vez, y luego por tercera. Al poco rato estábamos chupándonos la grasa de los dedos y sintiéndonos llenos. Decidí poner manos a la obra. Si Scheim no estaba ya a punto para largar, tendría que rendirme.

– Me deja perplejo que los cochinos acá traigáis, con las nuevas que recién ha habidas -dije.

– ¿Cuáles nuevas?

Todavía no se había enterado de la masacre. Perfecto. Aunque no pudiera darme detalles de lo ocurrido en la granja de los Mau-then, eso significaba que estaría más dispuesto a hablar de lo ocurrido antes de la boda. Aunque encontrara en el pueblo a alguien que no estuviera muerto de miedo, dudaba que encontrara a alguien dispuesto a hablar con sinceridad sobre los muertos.

– Problemas en la granja de Mauthen hubo, oí -dije limitándome a ofrecer una información tan vaga e inofensiva como pudiera.

Schiem dio una risotada y dijo:

– Vamos anda, ni miaja me extraña.

– ¿Commo es eso?

Schiem escupió a un lado.

– Esos Mauthen un hatajo de hideputas son, e bien poco todavía les pasa. -Volvió a sacudir la cabeza-. Servidor non anda nuncua por cerca el Mont Túmulo, pues miaja del sentido común que dióme mi madre conservo. Más, muxo más del que Mauthen ha.

No fue hasta que oí a Schiem decir el nombre del lugar con su cerrado acento que lo entendí. Montumulo. Montúmulo. Monte del Túmulo.

– Ni los cochinos a campear por allí lievaría, mas el cabronazo va e una casa se face. -Sacudió la cabeza como si no se explicara semejante ocurrencia.

– ¿E los paisanos a evitarlo non probaron? -preguntó Denna.

El porquero hizo un ruido grosero.

– Non muy de atender es, ese Mauthen. Nada commo el dinero pora obrar de tapón de orejas.

– Ca, mas una casa es y punto -dije con desdén-. ¿Qué mal puede facer?

– El omne una casa bonita e con vistas quiere pora la cría, bien está todo eso -concedió Schiem-. Mas si uno los fundamientos vaciando está, e con huesos e tales cosas trompieza, si non se atora, buenooo… tamaña zoquetada es eso, bien seguro.

– ¿Vamos anda? ¿Eso fizo? -saltó Denna, horrorizada.

Schiem asintió y se inclinó hacia delante.

– E lo peor eso non es. El omne vaciando sigue, e va e trompe-za con pedrexones. ¿Se atora? -Dio un bufido-. Non, échase a desoterrarlos, e busca más pora facer la casa.

– Mas ¿a qué non dar buen uso pora los pedrexones? -pregunté.

Schiem me miró como si yo fuera imbécil.

– ¿Faceríais una casa con pedrexones de túmulo? ¿Desoterra-ríais algo de un túmulo, e a vuestra cría lo daríais de regalo de casamiento?

– Ah, mas ¿con algo trompezó? ¿Qué séia? -Le pasé la botella.

– Bueeeno, allí está el grand secreto -dijo Schiem con amargura, y bebió otro sorbo de aguardiente-. Oyiérede que Mauthen estaba vaciando los fundamientos de la casa, e sacaba pedrexones. E essora trompezóse con una cámara de pedrexón, menuda e fuertemente sellada. Mas face callar a todos de lo que de allí saca, pora dar una alegría a la moza en el casamiento.

– ¿Un tesoro, non? -pregunté.

– Ca, dinero non séia. -Sacudió la cabeza-. Si dinero fuera, Mauthen la boca non podría haber cosida. Me da a mí que era alguna… -Abrió un poco la boca y la cerró, como si buscara la palabra adecuada-. ¿Cómmo se dicen esas antiguallas que ponen en anaqueles los ricos omnes pora asombro de sus amigos?

Me encogí de hombros.

– ¿Reliquias? -sugirió Denna.

Schiem se tocó el puente de la nariz y luego señaló a Denna componiendo una sonrisa.

– Eso es. Una cosa lucidora pora envidia de los paisanos. Siempre aires se ha dado, ese Mauthen.

– ¿Conque nadie sabía qué séia? -pregunté.

Schiem asintió.

– Unos pocos, contados. Mauthen e su hermano, dos crios de los suyos, e no sé si su mugier. Medio año va de entonces a acá, con el grand secreto pora ellos e ni uno más, todos inflados comino pontífixes.

Eso lo enfocaba todo desde otra perspectiva. Tenía que volver a la granja y buscar otra vez.

– ¿A alguien habéis catado por aquí hoy? -preguntó Den-na-. A mi tío buscamos.

Schiem negó con la cabeza.

– El gusto non he habido, non.

– Pues bien preocupada me ha -insistió Denna.

– Una cosa por otra non os diré, fermosa -replicó el porquero-. Si a solas anda por los bosques de acá, motivo habéis de preocuparos.

– ¿Campan por aquí malas yentes? -pregunté.

– Non, non es lo que piensades -respondió-. Servidor non baja acá más que de año en año, a la otoñada. A cuenta sale si se trae de montanera a los cochinos, mas de un pelo. Cosas extrañas suceden por estos bosques, a septentrión sobre todo. -Miró a Denna y luego se miró los pies; era evidente que no estaba seguro de si debía continuar.

Eso era exactamente la clase de comentario que yo quería oír, así que, con la esperanza de provocarlo, hice un gesto de desdén y dije:

– ¿Con cuentos de viejas nos salís agora, Schiem?

Schiem frunció el entrecejo.

– Dos noches ha, cuando álceme pora… -vaciló un momento y miró a Denna- un asuntillo atender, unas luces caté, allí, a septentrión. Una grand fogarada azul. Grande commo una fogata, mas salida de la nada. -Chasqueó los dedos-. Al segundo, desaparecióse. Tres veces fue eso. Mal canguelo entróme.

– ¿Dos noches ha? -La boda se había celebrado la noche anterior.

– Dos dije, ¿o non? Ese tiempo llevo bajándome para el sur. Ca, non quiero saber nada de lo que o quién face la fogarada azul de noche, allí arriba.

– Vamos anda, Schiem. ¿Fogaradas azules?

– Non tengáisme por uno de esos Ruh embaucadores que cuentan estorias de miedo por unos peniques, mozo -dijo, enojado-. La vida entera la he vivido por estos montes. Todos saben que algo sucede en las peñas fuert de septentrión. Non en balde los paisanos ni se aprestan por allí.

– ¿Non habede granjas allí arriba? -pregunté.

– Non sacarás nada de las peñas, si pedrexones no gustas de cosechar-contestó acaloradamente-. ¿Qué? ¿Creéis que non sé reconoscer una candela de una fogata? Azul era, assí os digo. Fogaradas bien grandes. -Hizo un gesto expansivo con los brazos-. Commo cuando echas elixir en la lumbre.

Lo dejé y desvié la conversación. Al poco rato, Scheim dio un hondo suspiro y se levantó.

– Bien pelado habrán dejado los cochinos el sitio este. -Cogió su bastón y lo sacudió para hacer sonar la esquila. Los cerdos, obedientes, aparecieron trotando desde diversas direcciones-. ¡Ea, cochi! -les gritó-. ¡Cochi, cochi, cochi! ¡Tirando!

Envolví las sobras del cochinillo en un trozo de arpillera, y Denna hizo unos cuantos viajes con la botella de agua y apagó el fuego. Para cuando terminamos, Schiem había controlado a su piara. Era más grande de lo que me había parecido: había más de dos docenas de cerdas adultas, más los lechones y el verraco de lomo hirsuto y gris. El porquero nos dijo adiós con la mano, y sin decir nada más echó a andar haciendo sonar la esquila de su bastón; los cerdos lo seguían formando un grupo desmadejado.

– No has sido muy sutil que digamos -dijo Denna.

– He tenido que empujarlo un poco -me defendí-. A la gente supersticiosa no le gusta hablar de las cosas que teme. Estaba a punto de cerrarse en banda, y yo necesitaba saber qué había visto en el bosque.

– Yo habría sabido sonsacárselo. Se cazan más moscas con miel que con vinagre, ¿no lo sabías?

– Sí, seguramente -admití; me colgué el macuto del hombro y eché a andar-. Tenía entendido que no sabías hablar palurdo.

– Se me pegan fácilmente las formas de hablar -replicó Denna con un gesto de indiferencia-. Esas cosas las pillo bastante deprisa.

– Mal canguelo me ha dado al principio… -Me detuve y escupí al suelo-. ¡Mierda! Me va a costar un ciclo entero librarme de ese acento. Es como tener un trozo de cartílago entre los dientes.

Denna observaba el paisaje con desaliento.

– Supongo que tendremos que volver a buscar a mi mecenas, a ver si así encuentras alguna respuesta.

– Me temo que no servirá de nada.

– Ya lo sé, pero al menos tengo que intentarlo.

– No me refería a eso. Mira… -Señalé el sitio donde los cerdos habían estado hozando entre la hojarasca en busca de algún suculento bocado-. Schiem los ha dejado corretear por todas partes. Aunque hubiera alguna pista, nunca la encontraríamos.

Denna aspiró hondo y soltó el aire con un cansado suspiro.

– ¿Queda algo en la botella? -preguntó con desánimo-. Todavía me duele la cabeza.

– Soy un idiota -dije mirando alrededor-. ¿Por qué no has mencionado antes que te dolía? -Fui hasta un pequeño abedul, corté varias tiras largas de corteza y se las llevé-. El interior de la corteza es un buen analgésico.

– Eres un chico muy apañado. -Peló un poco de corteza con la uña y se la metió en la boca. Arrugó la nariz-. Es amarga.

– Así sabes que es una medicina -dije-. Si tuviera buen sabor, sería un caramelo.

– Sí, es como la vida misma -replicó ella-. Nos gustan las cosas dulces, pero necesitamos las amargas. -Sonrió al decirlo, pero solo con los labios-. Por cierto -añadió-, ¿cómo voy a encontrar a mi mecenas? Acepto sugerencias.

– Se me ha ocurrido una idea -dije colgándome el macuto del hombro-. Pero primero hemos de regresar a la granja. Quiero volver a mirar una cosa.


Volvimos a la cima del monte del Túmulo, y comprendí de dónde venía ese nombre. Había unos montículos extraños e irregulares, pese a que no se veían otras rocas por allí cerca. Ahora que sabía lo que buscaba, era imposible no fijarse en ellos.

– ¿Qué es eso que tanto te interesa? -me preguntó Denna-. Ten en cuenta que si intentas entrar en la casa, quizá me vea obligada a impedírtelo por la fuerza.

– Mira la casa -dije-. Y ahora mira ese risco que sobresale por encima de los árboles, detrás del edificio. -Lo señalé-. La piedra de por aquí es casi negra…

– … y las piedras de la casa son grises.

Asentí.

Denna me miraba con expectación.

– Y eso, ¿qué significa exactamente? El porquero ya nos ha dicho que encontraron piedras de un túmulo.

– Por aquí no hay túmulos -expliqué-. La gente construye túmulos en Vintas, donde existe esa tradición, o en sitios bajos y pantanosos donde no se puede cavar una tumba. Seguramente estamos a ochocientos kilómetros del túmulo más cercano.

Me acerqué más a la granja.

– Además, los túmulos no se construyen con piedras. Y menos con piedras de cantera, trabajadas, como estas. Estas piedras las han traído desde muy lejos. -Pasé una mano por las piedras grises y lisas de la pared-. Porque alguien quería construir algo duradero. Algo sólido. -Me volví y miré a Denna-. Creo que aquí hay enterrado un viejo poblado fortificado.

Denna reflexionó un momento.

– ¿Por qué lo llamarían monte del Túmulo si no había ningún túmulo?

– Seguramente porque la gente de por aquí nunca ha visto un túmulo de verdad. Solo han oído hablar de ellos en las historias. Cuando ven un monte con grandes montículos en lo alto… -Señalé los montículos, de formas extrañas-. Monte del Túmulo.

– Pero si estamos en las quimbambas. -Miró alrededor-. Más allá de las quimbambas.

– Sí-concedí-. Pero ¿y cuando construyeron esto? -Señalé un espacio entre los árboles, hacia el norte de la granja incendiada-. Ven aquí un momento. Quiero ver otra cosa.

Si caminabas más allá de los árboles por el lado norte de la cresta del monte, tenías una panorámica espectacular. Los rojos y amarillos de las hojas de los árboles eran impresionantes. Vi algunas casas y graneros diseminados, rodeados de campos dorados o de pastos de color verde pálido y salpicados de ovejas. También vi el arroyo donde Denna y yo nos habíamos refrescado los pies.

Miré hacia el norte y vi los riscos que había mencionado Schiem. Allí el terreno parecía más agreste.

Asentí, ensimismado.

– Desde aquí se ve hasta unos cincuenta kilómetros a la redonda. La única colina con mejores vistas es aquella de allí. -Señalé un monte alto que me impedía ver bien los riscos del norte-. Y acaba prácticamente en punta. La cima es demasiado estrecha para construir en ella una fortificación de un tamaño decente.

Denna miró alrededor, pensativa, y asintió con la cabeza.

– Vale, me lo creo. Aquí había un poblado fortificado. ¿Y qué?

– Bueno, me gustaría llegar a la cima de aquella colina antes de montar el campamento para pasar la noche. -Señalé el monte alto y estrecho que, desde donde estábamos, no nos dejaba ver bien los riscos-. Está a solo dos o tres kilómetros de aquí, y si hay algo raro en los riscos del norte, desde allí podremos verlo bien. -Cavilé un momento y agregué-: Además, si Fresno sigue por aquí, dentro de un radio de treinta kilómetros, verá nuestro fuego y se acercará. Aunque quiera pasar desapercibido y no quiera ir al pueblo, es posible que se acerque a una fogata.

Denna asintió.

– Me parece mucho mejor que seguir dando tumbos entre ma

tas y zarzas.

– Tengo mis momentos de lucidez -dije, e hice un amplio gesto con el brazo hacia la ladera de la colina-. Las damas primero, por favor.

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