84 Una tormenta repentina

Al final encontré a Denna como siempre, por pura casualidad. Iba caminando, muy apurado, pensando en mis cosas, cuando doblé una esquina y tuve que parar en seco para no chochar con ella.

Nos quedamos plantados unas milésimas de segundo, atónitos y sin habla. Pese a que llevaba días buscando su cara en cada sombra y en cada rincón, su presencia me dejó anonadado. Recordaba la forma de sus ojos, pero no su peso. Su oscuridad, pero no su profundidad. Su proximidad me cortó la respiración, como si de pronto me hubieran sumergido en el agua.

Había pasado largas horas pensando cómo sería ese encuentro. Había imaginado la escena un millar de veces. Temía que ella se mostrara distante, ausente. Que me reprochara que la hubiera dejado sola en el bosque. Que estuviera callada y dolida. Me preocupaba que pudiera llorar, o insultarme, o sencillamente dar media vuelta e irse.

Denna sonrió encantada.

– ¡Kvothe! -Me cogió una mano y me la apretó-. Te he echado de menos. ¿Dónde estabas?

Noté una oleada de alivio.

– Bueno, ya sabes. Por aquí, por allá… -Hice un gesto de indiferencia.

– El otro día me dejaste plantada -repuso ella fingiendo seriedad-. Te esperé, pero no apareciste.

Iba a explicárselo todo cuando Denna señaló a un hombre que estaba a su lado.

– Perdóname. Kvothe, te presento a Lentaren. -Yo ni siquiera lo había visto-. Lentaren, este es Kvothe.

Lentaren era alto y delgado. Musculoso, bien vestido y elegante. Tenía un mentón del que habría estado orgulloso cualquier mampostero, y unos dientes blancos y rectos. Parecía el Príncipe Azul salido de un cuento. Apestaba a dinero.

El tipo me sonrió amistosamente.

– Encantado de conocerte, Kvothe -dijo haciendo una cortés inclinación de cabeza.

Le devolví el saludo automáticamente y esgrimí mi más encantadora sonrisa.

– Igualmente, Lentaren.

Volví a mirar a Denna.

– Deberíamos comer juntos un día de estos -dije con aire risueño arqueando ligeramente una ceja, preguntando: «¿Es maese Fresno?»-. Tengo buenas historias que contarte.

– Claro que sí. -Denna sacudió levemente la cabeza, contestando: «No»-. Te marchaste sin contarme el final de la última. Lamenté mucho perdérmelo.

– Bueno, fue un final que ya has oído centenares de veces -dije-. El Príncipe Azul mata al dragón, pero pierde el tesoro y a la chica.

– Oh, qué tragedia. -Denna miró hacia abajo-. No era el final que a mí me habría gustado, pero supongo que tampoco dista mucho del que imaginaba.

– Si la historia acabara así, sería una tragedia -admití-. Pero en realidad depende de cómo lo mires. Yo prefiero verlo como una historia que está esperando una secuela apropiada que levante el ánimo.

Un coche pasó traqueteando por la calle y Lentaren se apartó; al hacerlo, rozó sin querer a Denna. Ella, distraída, se agarró a su brazo.

– Normalmente no me interesan los seriales -dijo; de pronto su expresión se tornó seria e indescifrable. Entonces se encogió de hombros y sonrió con picardía-. Pero no es la primera vez que cambio de opinión sobre estas cosas. A lo mejor consigues convencerme.

Señalé el estuche del laúd, que llevaba colgado del hombro.

– Todavía toco en Anker's casi todas las noches. Si quieres pasarte…

– Pasaré. -Denna suspiró y miró a Lentaren-. Ya llegamos tarde, ¿verdad?

Lentaren miró hacia el sol entornando los ojos y asintió.

– Sí, llegamos tarde. Pero sí nos damos prisa, los alcanzaremos.

Denna se volvió hacia mí.

– Lo siento, pero hemos quedado para montar a caballo.

– No quiero retenerte por nada del mundo -repliqué, y di un paso hacia un lado, con elegancia, para apartarme de su camino.

Lentaren y yo nos saludamos con una inclinación.

– Iré a buscarte un día de estos -dijo Denna girándose al pasar a mi lado.

– Hasta pronto. -Apunté con la cabeza en la dirección hacia la que iban-. No quiero retenerte.

Se dieron la vuelta y echaron a andar por las calles adoquinadas de Imre. Juntos.


Wil y Sim me estaban esperando cuando llegué. Ya habían conseguido un banco con una buena vista de la fuente que había enfrente del Eolio. El agua ascendía alrededor de las ninfas perseguidas por el sátiro.

Dejé el estuche del laúd junto al banco y, distraídamente, abrí la tapa, pensando que a mi laúd quizá le gustara que le diera un poco el sol. No espero que lo entienda nadie, a menos que sea músico.

Me senté en el banco con mis amigos, y Wil me dio una manzana. El viento soplaba en la plaza, y vi cómo la rociada de la fuente se movía como cortinas de gasa. Unas pocas hojas de arce, rojas, describían círculos sobre los adoquines. Las vi danzar y girar, trazando extraños y complicados dibujos en el aire.

– ¿Ya has encontrado a Denna? -me preguntó Wilem al cabo de un rato.

Asentí sin apartar la vista de las hojas. No me apetecía explicarle nada.

– Lo sé porque estás callado -dijo él.

– ¿No ha ido bien? -preguntó Sim.

– No ha ido como yo esperaba -contesté.

Ambos asintieron con la cabeza, y hubo otro momento de silencio.

– He estado pensando en lo que nos contaste -dijo Wil-. En lo que dijo Denna. Hay un fallo en su historia.

Sim y yo lo miramos con curiosidad.

– Dijo que estaba buscando a su mecenas -continuó Wilem-. Te acompañó para buscarlo. Pero más tarde dijo que sabía que él estaba bien porque… -Wil titubeó un poco- se lo encontró cuando volvía a la granja en llamas. Eso no encaja. ¿Por qué iba a buscarlo si sabía que estaba bien?

No me lo había planteado. Antes de que pudiera pensar una respuesta, Simmon negó con la cabeza.

– Denna solo buscaba una excusa para pasar un tiempo con Kvothe -dijo como si fuera irrebatible.

Wilem arrugó un poco la frente.

Sim nos miró como si le sorprendiera tener que explicarse.

– Es evidente que le gustas -dijo, y empezó a contar con los dedos-: Te encuentra en Anker's. Va a buscarte al Eolio aquella noche que salimos los tres juntos. Se inventa una excusa para pasearse por el bosque contigo un par de días…

– Mira, Sim -dije, exasperado-, si yo le interesara, podría encontrarla más de una vez al mes sin necesidad de buscarla tanto.

– Eso es una falacia lógica -dijo Sim con convicción-. Causa falsa. Lo único que demuestra es que eres malísimo buscando, o que ella es difícil de encontrar. Pero no que no le intereses.

– De hecho -intervino Wilem defendiendo a Simmon-, dado que ella te encuentra a ti más a menudo que tú a ella, parece probable que pase un tiempo considerable buscándote. Tú tampoco eres fácil de encontrar. Eso indica que hay un interés.

Pensé en la nota que me había dejado Denna en la ventana de mi habitación, y por un instante tonteé con la posibilidad de que Sim tuviera razón. Sentí parpadear en mi pecho una débil llama de esperanza al recordar la noche que habíamos pasado en lo alto del itinolito.

Entonces recordé que esa noche Denna deliraba. Y recordé a Denna sujetándose al brazo de Lentaren. Pensé en el alto, atractivo y rico Lentaren y en todos los otros hombres, muchísimos, que tenían algo que ofrecerle que valiera la pena. Algo más que una buena voz y varoniles bravatas.

– ¡Sabes que es verdad! -Simmon se apartó el cabello de los ojos y rió como un niño-. ¡Esto no lo puedes rebatir! Se ve a la legua que está colada por ti. Y tú eres muy tonto si no lo quieres ver.

Suspiré.

– Mira, Sim, me encanta que Denna y yo seamos amigos. Es una persona encantadora, y me lo paso muy bien con ella. Eso es todo lo que hay. -Conferí a mi tono de voz el grado justo de jovial indiferencia para convencer a Sim, con la esperanza de que me dejara tranquilo un rato.

Sim me miró un momento, y luego se encogió de hombros.

– Si es así… -Me apuntó con el trozo de pollo que se estaba comiendo-. Fela no para de hablar de ti. Cree que eres un tipo fenomenal. Y además le salvaste la vida. Estoy seguro de que ahí tienes posibilidades.

Me encogí de hombros y me quedé observando los dibujos que hacía el viento con el agua de la fuente.

– ¿Sabéis qué tendríamos que…? -Sim no terminó la frase y miró más allá de mí; de pronto, se borró de su rostro toda expresión.

Me di la vuelta para ver qué estaba mirando, y vi el estuche de mi laúd, vacío. Mi laúd había desaparecido. Miré alrededor, frenético, listo para ponerme en pie de un brinco y echar a correr en su busca. Pero no fue necesario, porque unos palmos más allá estaban Ambrose y unos cuantos amigos suyos. Ambrose sujetaba mi laúd con una mano.

– Tehlu misericordioso -murmuró Simmon. Y luego, en voz alta, dijo-: Devuélveselo, Ambrose.

– Tranquilo, E'lir -le espetó Ambrose-. Esto no es asunto tuyo.

Me levanté sin dejar de mirarlos a él y a mi laúd. Creía que Ambrose era más alto que yo, pero cuando me levanté vi que medíamos lo mismo. A Ambrose también pareció extrañarle un poco.

– Dámelo -dije, y alargué un brazo. Me sorprendió ver que no me temblaba la mano. Pero por dentro sí temblaba: de miedo y de rabia.

Dos partes de mí intentaron hablar al mismo tiempo. La primera parte gritaba: «No le hagas nada, por favor. Otra vez no. No lo rompas. Dámelo, por favor. No lo cojas así, por el mástil». La otra mitad recitaba: «Te odio, te odio, te odio», como si escupiera sangre.

Di un paso adelante.

– Dámelo. -Mi voz me sonó extraña, monótona y desprovista de emoción. Llana como la palma extendida de mi mano. Había dejado de temblar por dentro.

Ambrose titubeó un momento, desconcertado por mi tono de voz. Noté su desasosiego: yo no me estaba comportando como él esperaba que lo hiciera. Detrás de mí, oí a Wilem y a Simmon contener la respiración. Detrás de Ambrose, sus amigos esperaban, inseguros de pronto.

Ambrose sonrió y arqueó una ceja.

– Es que te he escrito una canción, y necesita acompañamiento. -Cogió el laúd con rudeza y rasgueó las cuerdas sin ton ni son. Algunos estudiantes que pasaban por allí se pararon para oírle cantar:


Había una vez un liante llamado Kvothe

que tenía una lengua de escorpión.

Los maestros lo tenían por simpático

y por eso le daban con el látigo.


Los curiosos ya habían formado un corro alrededor de Ambrose, y sonreían y reían, entretenidos con su pequeño espectáculo. Animado, Ambrose hizo una amplia reverencia.

– ¡Todos juntos! -gritó alzando las manos como un director de orquesta, y usando mi laúd como batuta.

Di otro paso adelante.

– Devuélvemelo o te mato. -En ese instante, lo decía en serio.

Todos guardaron silencio. Al ver que no iba a conseguir la reacción esperada, Ambrose fingió indiferencia.

– Hay gente que no tiene sentido del humor -dijo dando un suspiro-. Cógelo.

Me lo lanzó, pero los laúdes no están hechos para lanzarlos. Dio un giro raro en el aire, y cuando fui a asirlo, no había nada entre mis manos. El que Ambrose fuera torpe o cruel no cambia las cosas para mí. Mi laúd cayó sobre los adoquines y se oyó un crujido al astillarse.

Ese sonido me recordó el espantoso ruido que había hecho el laúd de mi padre cuando lo aplasté con el cuerpo en aquel sucio callejón de Tarbean. Me agaché para recogerlo e hizo un ruido que me recordó al de un animal herido. Ambrose se volvió para mirarme y vi la burla danzar en su rostro.

Abrí la boca para aullar, para llorar, para maldecirlo. Pero lo que salió de mi boca fue otra cosa, una palabra que yo sabía y que no recordaba.

Entonces lo único que oí fue el sonido del viento. Entró rugiendo en la plaza como una repentina tormenta. Un coche que estaba cerca se deslizó de lado por los adoquines, y los caballos se encabritaron asustados. A alguien se le escaparon de las manos unas partituras que revolotearon alrededor de nosotros como un extraño relámpago. Me vi forzado a dar un paso adelante. El viento los empujó a todos. A todos menos a Ambrose, que cayó al suelo girando sobre sí mismo, como si lo hubiera golpeado la mano de Dios.

De pronto volvió a reinar la calma. Caían papeles, girando como hojas secas. La gente miraba alrededor, perpleja, despeinada y con la ropa desaliñada. Algunos se tambaleaban e intentaban sujetarse a algún sitio para protegerse de una tormenta que ya había cesado.

Me dolía la garganta. Mi laúd estaba roto.

Ambrose se puso en pie con dificultad. Se sujetaba un brazo contra el costado, y le salía sangre de la cabeza. La mirada de miedo y de confusión que me lanzó supuso para mí un breve y dulce placer. Pensé en volver a gritarle, me pregunté qué pasaría si lo hacía. ¿Volvería a venir el viento? ¿Se lo tragaría la tierra?

Oí relinchar a un caballo, asustado. Empezó a salir gente del Eolio y de los otros edificios que bordeaban la plaza. Los músicos miraban alrededor con el rostro desencajado, y todo el mundo hablaba a la vez.

– ¿… sido eso?

– … apuntes por todas partes. Ayúdame antes de que…

– … sido él. Ese de ahí, el del pelo rojo…

– … demonio. Un demonio de viento y…

Miré alrededor, mudo y confuso, hasta que Wilem y Simmon se me llevaron de allí a toda prisa.

– No sabíamos adonde llevarlo -le dijo Simmon a Kilvin.

– Contádmelo todo otra vez -dijo Kilvin con serenidad-. Pero esta vez, que hable solo uno. -Señaló a Wilem-. Intenta poner las palabras en orden.

Estábamos en el despacho de Kilvin. La puerta estaba cerrada y las cortinas, corridas. Wilem empezó a explicar lo que había ocurrido. Fue cogiendo velocidad, y pasó a hablar en siaru. Kilvin asentía con aire pensativo. Simmon escuchaba atentamente y, de vez en cuando, intercalaba una o dos palabras.

Yo estaba sentado en un taburete. Mi mente era un torbellino de confusión y de preguntas a medio formular. Me dolía la garganta. Estaba cansado y notaba el cuerpo agriado por la adrenalina. En medio de todo eso, en lo más profundo de mi pecho, una parte de mí bullía de ira, como el carbón de una forja cuando el herrero aviva el fuego: rojo y caliente. Estaba embotado, como si me cubriera una capa de cera de veinte centímetros de grosor. No existía Kvothe; solo la confusión, la rabia y el embotamiento que lo envolvía todo. Me sentía como un gorrión en una tormenta, incapaz de encontrar una rama segura sobre la que posarse. Incapaz de controlar mi atolondrado vuelo.

Wilem estaba llegando al final de su exposición cuando Elodin entró en la habitación sin llamar ni anunciarse. Wilem se calló. Yo le lancé al maestro nominador una mirada de soslayo, y luego volví a mirar el destrozado laúd que tenía en las manos. Al darle la vuelta, me hice un corte en un dedo con una astilla. Embobado, vi cómo la sangre brotaba y caía al suelo.

Elodin se plantó enfrente de mí; no se molestó en hablar con nadie más.

– ¿Kvothe?

– No se encuentra bien, maestro -dijo Simmon con una voz aguda que denotaba preocupación-. Se ha quedado mudo. Se niega a hablar. -Yo oía esas palabras, sabía que tenían un significado y hasta sabía qué significados les correspondían, pero no las entendía.

– Me parece que se ha dado un golpe en la cabeza -terció Wilem-. Te mira, pero no está. Se le han puesto ojos de perro.

– ¿Kvothe? -repitió Elodin. Como no reaccioné ni aparté la vista del laúd, él alargó un brazo y, con suavidad, me levantó la barbilla hasta que lo miré-. Kvothe.

Parpadeé.

Elodin me miró. Sus oscuros ojos me tranquilizaron un poco. Aplacaron la tormenta que se había desatado en mi interior.

Aerlevsedi-dijo-. Dilo.

– ¿Qué? -Simmon dijo algo que yo oí como si estuviera muy lejos-. ¿Viento?

Aerlevsedi -repitió Elodin, paciente, mirándome fijamente.

Aerlevsedi -murmuré.

Elodin cerró un momento los ojos con expresión serena. Como si tratara de captar una débil nota musical transportada por una suave brisa. Como no podía verle los ojos, empecé a descarriarme. Agaché la cabeza y vi mi laúd roto, pero Elodin volvió a cogerme por la barbilla y me levantó el rostro.

Clavó sus ojos en los míos. El embotamiento se redujo, pero la tormenta seguía dentro de mi cabeza. Entonces algo cambió en los ojos de Elodin. Dejó de mirar hacia mí y miró dentro de mí. Solo sé describirlo así. Miró en lo más profundo de mí; no a mis ojos, sino que a través de ellos. Su mirada entró en mí y se asentó sólidamente en mi pecho, como si hubiera metido ambas manos en mi cuerpo y estuviera tanteando la forma de mis pulmones, el movimiento de mi corazón, el calor de mi ira, el trazado de la tormenta que se desataba dentro de mí.

Se inclinó hacia delante y sus labios me rozaron una oreja. Noté su aliento. Dijo algo… y la tormenta amainó. Encontré un sitio donde caer.

Hay un juego al que todos los niños juegan un día u otro. Extiendes los brazos y giras sobre ti mismo una y otra vez, y ves cómo todo se vuelve borroso. Primero estás desorientado, pero si sigues girando el rato suficiente, el mundo se resuelve y ya no estás mareado y sigues girando con el mundo, borroso, alrededor de ti.

Entonces paras, y el mundo adopta su forma normal. De pronto estás muy mareado, y todo se mueve y da sacudidas. Todo oscila alrededor de ti.

Eso fue lo que sentí cuando Elodin detuvo la tormenta que se había desatado en mi cabeza. De pronto, violentamente mareado, grité y alcé las manos para no caerme hacia un lado, hacia arriba, hacia dentro. Noté que unos brazos me agarraban; enrosqué los pies en el taburete y empecé a caerme al suelo.

Fue aterrador, pero pasó enseguida. Cuando me recuperé, Elodin se había marchado.

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