51 Por el mosaico de tejados

A principios del segundo bimestre, Kilvin me dio permiso para estudiar sigaldría. Eso sorprendió a unos cuantos, pero a nadie de la Factoría, donde yo había demostrado ser un trabajador incansable y un alumno aplicado.

La sigaldría, para explicarlo en pocas palabras, es un conjunto de herramientas para canalizar las fuerzas. Es como la simpatía, pero en sólido.

Por ejemplo: si grababas la runa ule en un ladrillo y la runa doch en otro, las dos runas hacían que los ladrillos se pegaran el uno al otro, como si los hubieran unido con argamasa.

Pero no es tan sencillo como parece. En realidad, lo que pasa es que las dos runas revientan los dos ladrillos con la fuerza de su atracción. Para evitarlo, tienes que añadir la runa aru^a, los dos ladrillos. Aru es la runa de la arcilla, y hace que las dos piezas de arcilla se peguen una a otra, solucionando tu problema.

Pero las runas aru y doch no encajan, porque no tienen la forma adecuada. Para que encajen, tienes que añadir unas runas de enlace: gea y teh. Luego, para equilibrarlo, tienes que añadir gea y teh al otro ladrillo. Entonces los dos ladrillos se unen sin romperse.

Pero solo si los ladrillos son de arcilla. La mayoría de los ladrillos no lo son. Por eso suele ser mejor mezclar hierro con la arcilla del ladrillo antes de cocerlo. Entonces tienes que utilizar la runa fehr en lugar de la runa aru, claro. Y tienes que cambiar las runas teh y gea para que encajen los extremos…

Como veis, la argamasa es un método más sencillo y más fiable para unir ladrillos.

Estudié sigaldría con Cammar. El tuerto con la cara cubierta de cicatrices era el guardián de Kilvin. Hasta que no le habías demostrado a Cammar que entendías bien la sigaldría no te dejaban pasar a un aprendizaje más amplio con alguno de los otros artífices, más experimentados. Los ayudabas con sus proyectos, y ellos, a cambio, te enseñaban los trucos del oficio.

Había ciento noventa y siete runas. Era como aprender un idioma nuevo, solo que había casi doscientas letras que desconocías, y muchas veces tenías que inventar tus propias palabras. La mayoría de los alumnos tenían que estudiar casi un mes antes de que Cammar los considerara preparados para pasar al siguiente nivel. Algunos alumnos tardaban un bimestre entero.

A mí, en total, me llevó siete días.

¿Cómo lo conseguí?

En primer lugar, estaba motivado. Otros estudiantes podían permitirse el lujo de estudiar a un ritmo pausado. Sus padres o sus mecenas les pagaban los gastos. Yo, en cambio, necesitaba ascender deprisa en la Factoría para poder ganar dinero trabajando en mis propios proyectos. Mi prioridad ya no era la matrícula, sino mi deuda con Devi.

En segundo lugar, yo era inteligente. Y la mía no era una inteligencia corriente y moliente. Era extraordinariamente inteligente.

Por último, tenía suerte. Así de sencillo.


Subí al mosaico de tejados de la Principalía con mi laúd colgado del hombro. Era un crepúsculo oscuro y nublado, pero yo ya sabía el camino. Pisaba con cuidado por las zonas con revestimiento de chapa embreada, porque sabía que tanto las tejas rojas como las grises de pizarra eran traicioneras.

En algún momento durante la reforma de la Principalía, uno de los patios había quedado completamente aislado. Solo se podía acceder a él trepando por una alta ventana que había en una de las aulas, o bajando por un nudoso manzano si ya estabas en el tejado.

Iba allí a practicar con mi laúd. No podía hacerlo en mi cama de las Dependencias. En esa orilla del río, la música no solo era considerada algo frivolo, sino que si hubiera tocado mientras mis compañeros de dormitorio intentaban dormir o estudiar únicamente habría conseguido ganarme más enemigos. Así que iba allí. Era un sitio perfecto, aislado, y estaba prácticamente en mi puerta.

Los setos estaban muy crecidos y el césped era un desmán de malas hierbas y plantas con flores. Pero debajo del manzano había un banco que satisfacía perfectamente mis necesidades. Solía ir por la noche, cuando la Principalía estaba cerrada y abandonada. Pero ese día era Zeden, y eso significaba que si cenaba deprisa, tendría casi una hora entre la clase de Elxa Dal y mi jornada en la Factoría. Mucho tiempo para practicar.

Sin embargo, esa noche, cuando llegué al patio, vi luces a través de las ventanas. La clase de Brandeur se estaba alargando.

Así que me quedé en el tejado. Las ventanas del aula estaban cerradas, de modo que no había peligro de que me oyeran.

Apoyé la espalda en una chimenea y empecé a tocar. Pasados unos diez minutos se apagaron las luces, pero decidí quedarme donde estaba en lugar de perder el tiempo bajando.

Estaba tocando «Las cañas de Tomás» cuando el sol salió de detrás de las nubes. Una luz dorada bañó el tejado, se derramó por el alero e iluminó una pequeña parte del patio que había abajo.

Entonces fue cuando oí el ruido. Un repentino susurro, como si hubiera un animal asustado allí abajo. Pero luego oí otra cosa, un ruido que no era el que habrían hecho una ardilla o un conejo en los setos. Era un ruido duro, un golpazo vagamente metálico, como si alguien hubiera dejado caer una pesada barra de hierro.

Dejé de tocar; la melodía inacabada seguía sonando en mi cabeza. ¿Habría otro estudiante allí abajo, escuchando? Guardé el laúd en su estuche, me acerqué al borde del tejado y miré hacia el patio.

No podía ver a través del denso seto que cubría la mayor parte del extremo oriental del patio. ¿Habría trepado alguien por la ventana?

La luz del ocaso iba extinguiéndose rápidamente, y cuando bajé por el manzano la mayor parte del patio estaba ya a oscuras. Desde allí comprobé que la ventana estaba cerrada; por ella no había entrado nadie. Aunque oscurecía muy deprisa, la curiosidad venció a la cautela y me metí en el seto.

Había tramos en que el seto formaba cavidades; era como estar dentro de una concha verde de ramas vivas que dejaban suficiente espacio para permanecer cómodamente agachado. Pensé que aquel sería un buen sitio para dormir si no tenía suficiente dinero para pagarme la cama en las Dependencias el bimestre siguiente.

Pese a la poca luz que había, comprobé que estaba solo. No había sitio para que se escondiera allí nada más grande que un conejo. Tampoco vi nada que pudiera haber producido aquel sonido metálico.

Tarareando el pegadizo estribillo de «Las cañas de Tomás», fui a gatas hasta el otro extremo del seto. Cuando salí por el otro lado vi la rejilla de un desagüe. Había visto otras parecidas por la Universidad, pero esa era más antigua y más grande. De hecho, la abertura era lo bastante ancha para que, una vez retirada la reja, pasara por ella una persona.

Con vacilación, cerré una mano alrededor de uno de los fríos barrotes de hierro y tiré de él. La pesada rejilla pivotó sobre una bisagra y se levantó unos ocho centímetros. Yo no entendía por qué no se levantaba más. Tiré más fuerte, pero no conseguí abrirla del todo. Al final desistí y la dejé en su sitio. Hizo un fuerte ruido, vagamente metálico. Como si alguien hubiera dejado caer una pesada barra de hierro.

Entonces mis dedos notaron algo que mis ojos habían pasado por alto: un laberinto de muescas grabadas en la superficie de los barrotes. Las examiné más atentamente y reconocí algunas de las runas que estaba aprendiendo con Cammar: ule y dock.

Entonces lo vi todo claro. De repente, el estribillo de «Las cañas de Tomás» encajaba con las runas que había estado estudiando con Cammar los últimos días:


Ule y doch son

ambas para enlazar,

reh para buscar,

kel para encontrar.

Gea es llave,

teh cerrojo,

pesin agua,

resin roca.


No pude continuar porque sonó la sexta campanada. El sonido me sacó de mi ensimismamiento, y di un respingo. Pero cuando estiré un brazo para sujetarme, mi mano no tocó hojas y tierra. Tocó algo redondo, duro y suave: una manzana verde.

Salí del seto y me dirigí al rincón noroeste, donde estaba el manzano. No había ninguna manzana en el suelo. Era demasiado pronto para que cayeran del árbol. Es más, la rejilla de hierro estaba en el lado opuesto del pequeño patio. No podía haber llegado rodando hasta tan lejos. Alguien tenía que haberla llevado hasta allí.

Sin saber qué pensar, pero sabiendo que llegaba tarde a mi turno de noche en la Factoría, trepé al manzano, recogí mi laúd y corrí hacia el taller de Kilvin.

Más tarde, esa noche, hice encajar los nombres de las runas en el resto de la melodía. Tardé varias horas, pero cuando terminé era como si tuviera un esquema de referencia en la cabeza. Al día siguiente, Cammar me sometió a un largo examen de dos horas, y lo aprobé.


La siguiente etapa de mi educación en la Factoría la hice como aprendiz de Manet, el veterano y melenudo estudiante al que había conocido nada más llegar a la Universidad. Manet llevaba casi treinta años estudiando en la Universidad, y todos lo conocían como el eterno E'lir. Sin embargo, pese a que conservaba ese rango, Manet tenía más experiencia práctica en la Factoría que muchos alumnos de rango más elevado.

Manet era paciente y considerado. De hecho, me recordaba a mi antiguo maestro, Abenthy. Solo que Abenthy había recorrido el mundo como incansable calderero, y de todos era sabido que no había nada que Manet deseara más que quedarse en la Universidad el resto de su vida, si podía.

Manet empezó poco a poco, enseñándome sencillas fórmulas necesarias para fortalecer el cristal y las pipetas. Bajo su tutela, aprendí artificería tan aprisa como lo aprendía todo, y no tardamos en pasar a proyectos más complejos como devoracalores y lámparas simpáticas.

La artificería de alto nivel, como los relojes simpáticos o los termógiros, todavía estaban fuera de mi alcance, pero yo sabía que solo era cuestión de tiempo. Por desgracia, el tiempo escaseaba.

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