29 Las puertas de mi mente

Subí a los tejados y me refugié en mi escondite; una vez allí, me envolví en mi manta y lloré. Lloré como si algo se hubiera roto dentro de mí y todo se desbordara.

Cuando me cansé de llorar ya era noche cerrada. Me quedé allí tumbado contemplando el cielo, agotado pero sin poder dormir. Pensé en mis padres y en la troupe, y me sorprendió comprobar que los recuerdos eran menos amargos que antes.

Por primera vez en todos esos años, utilicé uno de los trucos que me había enseñado Ben para serenar y agudizar la mente. Me costó más de lo que recordaba, pero lo conseguí.

Cuando duermes toda una noche sin moverte, al despertar por la mañana tienes el cuerpo entumecido. Si recordáis cómo es ese primer desperezo, agradable y doloroso, quizá entendáis cómo se sentía mí mente después de tantos años, desperezándose para despertar en los tejados de Tarbean.

Pasé el resto de la noche abriendo las puertas de mi mente. Dentro encontré cosas que había olvidado hacía mucho tiempo: mi madre combinando palabras para componer una canción, ejercicios de dicción para actuar, tres recetas de té para calmar los nervios y favorecer el sueño, escalas de laúd.

Mi música. ¿De verdad hacía años que no tenía un laúd en las manos?

Pasé mucho tiempo pensando en los Chandrian, en lo que le habían hecho a mi troupe, en lo que me habían arrebatado. Recordé la sangre y el olor a pelo quemado y sentí arder en mi pecho una rabia sorda y profunda. Confieso que esa noche tuve pensamientos vengativos y tenebrosos.

Pero los años que había pasado en Tarbean me habían infundido un férreo pragmatismo. Sabía que la venganza no era más que una fantasía infantil. Tenía quince años. ¿Qué podía hacer yo?

Sin embargo sabía una cosa. Se me había ocurrido mientras estaba allí tumbado, recordando. Era algo que Haliax le había dicho a Ceniza. «¿Quién te protege de los Amyr? ¿De los cantantes? ¿De los Sithe? ¿De todo lo que podría hacerte daño?»

Los Chandrian tenían enemigos. Si lograba encontrarlos, ellos me ayudarían. No tenía ni idea de quiénes eran los cantantes ni los Sithe, pero todo el mundo sabía que los Amyr eran los caballeros de la iglesia, la poderosa mano derecha del imperio de Atur. Desgraciadamente, todo el mundo sabía también que hacía trescientos años que no existían los Amyr. Se habían disuelto tras la caída del imperio de Atur.

Pero Haliax había hablado de ellos como si todavía existieran. Y la historia de Skarpi sugería que los Amyr habían empezado con Selitos, no con el imperio de Atur, como a mí siempre me habían enseñado. Era evidente que había más cosas que yo necesitaba saber.

Cuanto más pensaba en ello, más preguntas surgían. Resultaba obvio que los Chandrian no mataban a todo el que recogiera historias o cantara canciones sobre ellos. Todo el mundo sabía alguna historia sobre los Chandrian, y todos los niños del mundo, en un momento u otro, han cantado esa cancioncilla absurda sobre sus señales. ¿Qué era lo que hacía que la canción de mis padres fuera diferente?

Tenía muchas preguntas. Y solo podía ir a un sitio, por supuesto.

Repasé mis escasas posesiones. Tenía una manta raída y un saco de arpillera relleno con un poco de paja que utilizaba como almohada. Tenía una botella de medio litro llena de agua, con un tapón de corcho. Un trozo de lona que sujetaba con unos ladrillos y utilizaba como cortavientos en las noches frías. Un par de terrones de sal y un zapato gastado que me iba pequeño, pero que esperaba poder cambiar por alguna otra cosa.

Y veintisiete peniques de hierro en moneda corriente. Todos mis ahorros. Unos días atrás, me había parecido un tesoro inmenso, pero ahora sabía que nunca sería suficiente.

Mientras salía el sol, saqué Retórica y lógica de su escondite, debajo de una viga. Retiré el envoltorio de gastada lona con que lo protegía y sentí un gran alivio al ver que estaba seco e intacto. Acaricié el suave cuero de las cubiertas. Lo apreté contra mi mejilla y percibí el olor de la parte trasera del carromato de Ben: olor a especias y a levadura, mezclado con el olor acre de los ácidos y las sales químicas. Era el último objeto tangible de mi pasado.

Lo abrí y leí lo que Ben había escrito en la guarda hacía más de tres años:


Kvothe:

Defiéndete bien en la Universidad. Haz que esté orgulloso de ti. Recuerda la canción de tu padre. Ten cuidado con el delirio. Tu amigo,

Abenthy


Asentí para mí y pasé la página.

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