57 Interludio: las partes que nos conforman

Moviéndose despacio, Bast se desperezó y miró alrededor. Al final, se consumió la corta mecha de su paciencia.

– Reshi…

– ¿Hmmm? -Kvothe lo miró.

– Y entonces, ¿qué pasó? ¿Hablaste con ella?

– Claro que hablé con ella. Si no hubiera hablado con ella, no habría historia. Contar esa parte no entraña grandes dificultades. Pero antes he de describirla. Y no sé cómo hacerlo.

Bast se movió, inquieto, en la silla.

Kvothe rió, y una expresión cariñosa borró la irritación de su semblante.

– ¿Qué pasa? ¿Describir a una mujer hermosa te resulta tan fácil como contemplarla?

Bast agachó la cabeza y se ruborizó; Kvothe le puso una mano en el brazo y sonrió.

– Mi problema, Bast, es que ella es muy importante. Es importante para la historia. No se me ocurre cómo describirla sin quedarme corto.

– Creo que te entiendo, Reshi -dijo Bast con tono conciliador-. Yo también la vi. Una vez.

Kvothe se recostó en la silla, sorprendido.

– Es verdad. Lo había olvidado. -Se llevó una mano a los labios-. Bueno, y ¿cómo la describirías tú?

Bast se animó ante esa oportunidad. Se enderezó en el asiento, se quedó un momento pensativo y luego dijo:

– Tenía unas orejas perfectas. -Hizo un gesto delicado con las manos-. Perfectas, parecían talladas en… no sé, en algo.

Cronista rió, y entonces se mostró un poco desconcertado, como si se hubiera sorprendido a sí mismo.

– ¿Las orejas? -preguntó como si no estuviera seguro de haber oído bien.

– Ya sabes lo difícil que es encontrar a una chica guapa con las orejas bonitas -dijo Bast con naturalidad.

Cronista volvió a reír, y esa vez le resultó más fácil.

– No -dijo-. Te aseguro que no.

Bast miró al escribano con profundo desdén.

– Pues en ese caso, tendrás que creerme. Eran unas orejas extraordinariamente bonitas.

– Creo que en eso has acertado -coincidió Kvothe con jovialidad. Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo despacio, con la mirada ausente-: El problema es que ella no se parece a nadie que yo haya conocido. Tenía algo intangible. Algo cautivador, como el calor de un fuego. Tenía una elegancia, una chispa…

– Tenía la nariz torcida, Reshi -dijo Bast interrumpiendo el ensueño de su maestro.

Kvothe lo miró, y una arruga de irritación apareció en su frente.

– ¿Qué?

Bast levantó ambas manos poniéndose a la defensiva.

– Solo es un detalle, Reshi. Todas las mujeres de tu historia son hermosas. Normalmente no puedo refutarlo, porque no las conozco. Pero a esta sí la vi. Tenía la nariz un poco torcida. Y si hemos de ser sinceros, tenía la cara un poco afilada para mi gusto. No era una beldad impecable, Reshi. Te lo digo yo, que he dedicado mucho tiempo a estudiar estas cosas.

Kvothe miró largamente a su pupilo con expresión solemne.

– Somos algo más que las partes que nos conforman, Bast -dijo con un deje de reproche.

– No digo que no fuera encantadora, Reshi -se apresuró a añadir Bast-. Me sonrió, y su sonrisa era… Tenía una especie de… Iba directa a tu corazón, no sé si me entiendes.

– Te entiendo, Bast. Pero yo la conozco. -Kvothe miró a Cronista-. Verás, el problema surge de la comparación. Si digo que tiene el cabello castaño, tú podrías pensar: «He conocido a muchas mujeres morenas, y algunas eran encantadoras». Pero te quedarías muy corto, porque esas mujeres no tendrían, en realidad, nada en común con ella. Esas otras mujeres no tendrían su agudeza, su encanto natural. No se parecía a nadie que yo hubiera conocido…

Kvothe se quedó absorto, mirándose las manos recogidas. Permaneció tanto rato callado que Bast empezó a moverse, inquieto, mirando alrededor con nerviosismo.

– Supongo que no tiene sentido que me preocupe tanto -dijo Kvothe por fin, levantando la cabeza y haciéndole una señal a Cronista-. Dudo que al mundo le afecte mucho que estropee también esto.

Cronista cogió la pluma, y Kvothe empezó a hablar antes de que la hubiera mojado en el tintero.

– Tenía los ojos castaños. Oscuros como el chocolate, como el café, como la madera lustrada del laúd de mi padre. La cara era blanca y ovalada, como una lágrima.

De pronto Kvothe se interrumpió, como si se hubiera quedado sin palabras. El silencio que se produjo fue tan repentino y tan profundo que Cronista levantó brevemente la vista de la hoja, algo que todavía no había hecho nunca. Pero en ese preciso instante, Kvothe empezó a hablar de nuevo:

– Su sonrisa podía parar el corazón de un hombre. Tenía los labios rojos. No era el rojo chillón, artificial, que tantas mujeres creen que las hace parecer deseables. Sus labios siempre estaban rojos, de día y de noche. Como si minutos antes de verla tú, hubiera estado comiendo bayas o bebiendo sangre.

»Estuviera donde estuviese, siempre era el centro de todas las miradas. -Kvothe frunció el ceño-. No me interpretéis mal. No quiero decir que fuera llamativa, ni vanidosa. Si miramos el fuego es porque parpadea, porque resplandece. Lo que atrae nuestra mirada es la luz, pero lo que hace que un hombre se acerque al fuego no tiene nada que ver con su resplandor. Lo que te atrae del fuego es el calor que sientes cuando te acercas a él. Con Denna pasaba lo mismo.

Mientras hablaba, la expresión de Kvothe iba cambiando, como si cada palabra que pronunciaba lo hiriera más y más. Y aunque las palabras eran claras, encajaban con su semblante, como si cada una la rasparan con una áspera lima antes de salir de sus labios.

– Era… -Kvothe tenía la cabeza tan agachada que parecía que hablara con sus manos, recogidas sobre el regazo-. ¿Qué estoy haciendo? -dijo con voz débil, como si tuviera la boca llena de grises cenizas-. ¿Para qué puede servir esto? ¿Cómo puedo explicárosla si yo nunca la he entendido?

Cronista ya había escrito esas palabras cuando se dio cuenta de que seguramente Kvothe no quería que lo hiciera. Se quedó quieto un instante, y luego terminó de anotar el resto de la frase. Entonces esperó quieto y callado un momento, antes de levantar la cabeza y mirar a Kvothe.

Kvothe lo miró también. Eran los mismos ojos oscuros que Cronista había visto antes. Los ojos de un dios furioso. Cronista estuvo a punto de levantarse y apartarse de la mesa. Se produjo un gélido silencio.

Kvothe se levantó y señaló la hoja que Cronista tenía delante.

– Tacha eso -dijo con voz chirriante.

Cronista palideció. Parecía que le hubieran clavado un puñal.

Como Cronista seguía inmóvil, Kvothe estiró un brazo y quitó la hoja a medio escribir de debajo de la pluma de Cronista.

– Si no te sientes inclinado a tachar… -Kvothe rompió la hoja con cuidado; el sonido acabó por borrar el color de la cara del escribano.

Con mucha parsimonia, Kvothe cogió una hoja en blanco y la puso delante del anonadado escribiente.

– Copíalo aquí -dijo con una voz fría e inmóvil como el hierro. El hierro también estaba en sus ojos, duro y oscuro.

No discutieron. En silencio, Cronista copió hasta donde Kvothe tenía puesto un dedo sujetando la hoja a la mesa.

Una vez que Cronista hubo terminado, Kvothe empezó a hablar con voz crujiente y clara, como si mordiera trozos de hielo.

– ¿En qué sentido era hermosa? Me doy cuenta de que nada de lo que diga será suficiente. Está bien. Ya que no puedo decir suficiente, al menos evitaré decir demasiado.

«Escribe esto: que tenía el cabello castaño. Eso es. Largo y liso. Tenía los ojos castaños y el cutis claro. Eso es. Tenía la cara ovalada, la mandíbula fuerte y delicada. Escribe que tenía aplomo y elegancia. Eso.

Kvothe respiró hondo antes de proseguir:

– Y por último, escribe que era preciosa. Es la única manera de expresarlo. Que era tremendamente hermosa, aunque tuviera fallos o defectos. Era preciosa, al menos para Kvothe. ¿Al menos? Para Kvothe era la más preciosa. -Por un instante Kvothe se puso en tensión, como si también fuera a arrebatarle esa otra hoja a Cronista.

Entonces se relajó, como una vela cuando deja de soplar el viento.

– Pero para ser sincero, he de decir que había otros que también la encontraban hermosa…

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