El peso de aquellos dos talentos me tranquilizó. Cualquiera que haya pasado una larga temporada sin dinero entenderá a qué me refiero. Mi primera inversión fue una buena bolsa de cuero para el dinero. La llevaba debajo de la ropa, pegada a la piel.
La siguiente fue un buen desayuno. Un plato de huevos calientes y una loncha de jamón. Pan blando recién hecho, mucha miel y mucha mantequilla, y un vaso de leche recién ordeñada. Me costó cinco peniques de hierro. Creo que fue la mejor comida que he tomado jamás.
Resultaba extraño estar sentado a una mesa, comiendo con cuchillo y tenedor. Resultaba extraño estar rodeado de gente. Resultaba extraño que una persona me sirviera la comida.
Mientras rebañaba los restos de mi desayuno con el último trozo de pan, comprendí que tenía un problema.
Incluso en aquella lamentable posada de la Ribera, yo llamaba la atención. Mi camisa no era más que un viejo saco de arpillera con agujeros para los brazos y la cabeza. Mis pantalones estaban hechos con lona y me iban enormes. Apestaban a humo, a grasa y a agua estancada de los callejones. Los llevaba atados con un trozo de cuerda que había encontrado entre la basura. Iba sucio y descalzo, y apestaba.
¿Qué me convenía más, comprarme ropa o darme un baño? Si me bañaba primero, luego tendría que ponerme la ropa usada. Sin embargo, si intentaba comprarme ropa con el aspecto que tenía, quizá ni siquiera me dejaran entrar en la tienda. Y dudaba mucho que alguien estuviera dispuesto a tomarme medidas.
El posadero vino a recoger mi plato, y decidí que lo primero era el baño, sobre todo porque estaba harto de oler como una rata que lleva muerta una semana. Le sonreí.
– ¿Hay por aquí cerca algún sitio donde tomar un baño?
– Aquí mismo, si tienes un par de peniques. -Me miró de arriba abajo-. O a cambio de una hora de trabajo. Una hora de trabajo duro. Hay que limpiar la chimenea.
– Necesitaré mucha agua, y jabón.
– Entonces dos horas, porque también tengo platos por lavar. Primero la chimenea, luego el baño y por último los platos. ¿De acuerdo?
Una hora más tarde, me dolían los hombros y la chimenea estaba limpia. El posadero me acompañó a una habitación trasera con una gran tina de madera y una rejilla en el suelo. En las paredes había ganchos para colgar la ropa, y una plancha de estaño clavada en la pared hacía las veces de rudimentario espejo.
El posadero me llevó un cepillo, un cubo lleno de agua humeante y una pastilla de jabón de lejía. Me froté el cuerpo hasta que se me quedó la piel rosada y dolorida. El posadero me llevó otro cubo de agua caliente, y luego un tercero. Recé en silencio y agradecí no estar plagado de piojos. Seguramente estaba demasiado sucio para que ningún piojo que se preciara se instalara en mí.
Mientras me aclaraba por última vez, me fijé en la ropa que acababa de quitarme. Hacía años que no estaba tan limpio y no quería ni tocar aquella ropa, y mucho menos ponérmela. Si intentaba lavarla, se deshilacliaría.
Me sequé y utilicé el cepillo para desenredarme el pelo. Lo tenía mucho más largo de lo que parecía cuando lo llevaba sucio. Limpié el vaho del improvisado espejo y me llevé una sorpresa. Parecía mayor. Mayor que antes, en cualquier caso. Y no solo eso: parecía el joven hijo de un noble. Tenía la cara blanca y delgada. A mi pelo le habría venido bien un corte, pero lo tenía liso y largo hasta los hombros, como era la moda. Lo único que me faltaba era la ropa de noble.
Y entonces se me ocurrió una idea.
Todavía desnudo, me envolví con una toalla y salí por la puerta trasera. Cogí mi bolsa de dinero, pero la escondí. Faltaba poco para mediodía y había gente por todas partes. Muchos transeúntes me miraron, por supuesto; yo los ignoré y eché a andar con brío, sin tratar de esconderme. Compuse una expresión de enojo e impasibilidad, sin ni rastro de vergüenza.
Me acerqué a un padre y un hijo que cargaban sacos de arpillera en un carro. El hijo debía de tener cuatro años más que yo, y yo le llegaba por los hombros.
– Oye, chico -le espeté-, ¿dónde se puede comprar ropa por aquí? -Miré de forma significativa su camisa y añadí-: Ropa decente.
El muchacho me miró entre confuso y enojado. Su padre se quitó rápidamente el sombrero y se puso delante de su hijo.
– Podríais probar en Bentley, señor. Venden ropa sencilla, pero está a solo un par de calles de aquí.
Puse cara de disgusto.
– ¿No hay ningún otro sitio?
Se quedó mirándome.
– Bueno, podría… hay una tienda…
Le hice callar con un ademán de impaciencia.
– ¿Dónde está? Limítese a señalar, ya que se ha quedado embobado.
El hombre señaló, y eché a andar a grandes zancadas. Mientras caminaba me acordé de uno de los papeles de joven paje que solía interpretar en la troupe. El paje, un crío insoportablemente pedante con un padre importante, se llamaba Dunstey. Era perfecto. Levanté la barbilla, adapté un poco la posición de los hombros e hice un par de ajustes mentales.
Abrí la puerta e irrumpí en la tienda. Había un hombre con un delantal de cuero; supongo que debía de ser Bentley. Tenía unos cuarenta años, era delgado y con una calva incipiente. Al golpear la puerta contra la pared, Bentley dio un respingo. Se volvió y me miró con gesto de incredulidad.
– Tráeme un batín, inútil. Estoy harto de que me miréis con la boca abierta, tú y todos los otros bobalicones que han decidido ir hoy al mercado. -Me repantingué en una butaca y fruncí el ceño. Como el hombre no se movía, le lancé una mirada fulminante-. ¿Acaso no se me entiende cuando hablo? ¿Acaso no son obvias mis necesidades? -Tiré del borde de la toalla para que quedara claro.
El hombre seguía allí plantado, boquiabierto.
Bajé la voz y, en tono amenazador, dije:
– Si no me traes algo que ponerme -me levanté y grité-, ¡te destrozo la tienda! Le pediré a mi padre tus pelotas como regalo de Solsticio. Haré que sus perros monten tu cadáver. ¿Tienes idea DE QUIÉN SOY?
Bentley se marchó a toda prisa, y yo volví a dejarme caer en la butaca. Una dienta a la que no había visto hasta entonces salió precipitadamente de la tienda, deteniéndose un momento para hacerme una reverencia.
Contuve la risa.
Después todo resultó muy fácil. Lo tuve media hora corriendo de aquí para allá, llevándome una prenda tras otra. Yo me burlaba de la tela, del corte y de la factura de todo lo que me presentaba. En resumen, me comporté como el perfecto niño mimado.
La verdad es que no habría podido quedar más complacido. La ropa era sencilla, pero estaba bien hecha. La verdad es que, teniendo en cuenta lo que llevaba puesto una hora antes, un saco de arpillera limpio habría supuesto una gran mejora.
Si no habéis pasado mucho tiempo en la corte ni en grandes ciudades, no entenderéis por qué me resultó todo tan fácil. Dejad que os lo explique.
Los hijos de los nobles son una de las fuerzas de la naturaleza más destructivas, como las inundaciones o los tornados. Cuando una persona corriente se enfrenta a una de esas catástrofes, lo único que puede hacer es aguantarse y tratar de minimizar los daños.
Bentley lo sabía. Marcó la camisa y los pantalones y me ayudó a quitármelos. Volví a ponerme el batín que me había dado, y él empezó a coser como si un demonio lo estuviera vigilando.
Volví a sentarme haciendo grandes aspavientos.
– Puedes preguntármelo -dije-. Ya sé que te mueres de curiosidad.
Bentley levantó un momento la cabeza y me miró.
– ¿Señor?
– Las circunstancias que han provocado mi actual desnudez.
– Ah, sí. -Cortó el hilo y empezó con los pantalones-. Admito que siento cierta curiosidad. Pero no más de la estrictamente correcta. Yo no me meto en lo que hacen los demás.
– Ah. -Asentí fingiendo decepción-. Una actitud muy loable.
A continuación se produjo un largo silencio; lo único que se oía era el ruido del hilo al traspasar la tela. Me puse a tamborilear con los dedos en el brazo de la butaca. Al final, continué como si Bentley me lo hubiera preguntado:
– Una prostituta me ha robado la ropa.
– ¿En serio, señor?
– Sí. La muy zorra pretendía devolvérmela a cambio de mi bolsa de dinero.
Bentley levantó un momento la cabeza; su rostro denotaba auténtica curiosidad.
– ¿No llevaba usted la bolsa en la ropa, señor?
Puse cara de sorpresa.
– ¡Por supuesto que no! Un caballero nunca debe separarse de su bolsa. Eso dice mi padre. -Se la mostré.
Vi que Bentley contenía la risa, y eso me hizo sentir un poco mejor. Llevaba casi una hora maltratando a aquel hombre; lo menos que podía hacer era contarle una historia que él, a su vez, pudiera contar a sus amigos.
– Me dijo que si quería conservar la dignidad, tenía que darle mi bolsa; entonces podría marcharme con la ropa puesta. -Sacudí la cabeza con desdén-. «Desvergonzada», le dije. «La dignidad de un caballero no está en su ropa. Si te entregara mi bolsa solo para ahorrarme un bochorno, te estaría entregando mi dignidad.»
Me quedé pensativo unos segundos, y luego continué en voz baja, como si pensara en voz alta:
– De lo que se deduce que la dignidad de un caballero está en su bolsa. -Miré la bolsita de dinero que tenía en las manos e hice una larga pausa-. Creo que el otro día oí a mi padre decir algo parecido.
Bentley soltó una risotada y acabó tosiendo; entonces se levantó y sacudió la camisa y los pantalones.
– Ya está, señor. Ahora le quedarán como un guante.
El amago de una sonrisa danzó en sus labios cuando me entregó las prendas.
Me quité el batín y me puse los pantalones.
– Supongo que me llevarán a casa. ¿Qué te debo, Bentley? -pregunté.
Bentley caviló un momento.
– Uno con dos.
Empecé a abrocharme la camisa y no dije nada.
– Lo siento, señor -se apresuró a decir Bentley-. Se me olvidó con quién estaba hablando. -Tragó saliva-. Uno será suficiente.
Abrí mi bolsa, le puse un talento de plata en la mano y lo miré a los ojos.
– Necesitaré un poco de cambio.
Sus labios trazaron una fina línea, pero asintió y me devolvió dos iotas.
Me guardé las monedas y até firmemente mi bolsa debajo de la camisa; le di unas palmaditas y miré con elocuencia a Bentley.
Volví a ver la sonrisa asomando en sus labios.
– Adiós, señor.
Recogí mi toalla, salí de la tienda y, con un aspecto menos sospechoso, me encaminé hacia la posada donde había desayunado y me había dado el baño.
– ¿Qué puedo ofrecerle, joven señor? -me preguntó el posadero cuando me acerqué a la barra. Me sonrió y se limpió las manos en el delantal.
– Un montón de platos sucios y un trapo.
Me miró entrecerrando los ojos; entonces sonrió y soltó una carcajada..
– Creía que te habías escapado desnudo por las calles.
– No iba desnudo del todo. -Dejé la toalla encima de la barra.
– Antes había más mugre que persona. Y habría apostado un marco entero a que tenías el pelo negro. Desde luego, no pareces el mismo. -Me contempló unos instantes, maravillado-. ¿Quieres tu ropa vieja?
Negué con la cabeza.
– Tírela. O mejor, quémela, y asegúrese de que nadie aspira el humo accidentalmente. -El posadero volvió a reír-. Pero tenía otras cosas que sí me gustaría recuperar -le recordé.
El posadero asintió y se dio unos golpecitos en un lado de la nariz.
– Desde luego. Un segundo. -Se dio la vuelta y desapareció por una puerta que había detrás de la barra.
Eché un vistazo a la taberna, y me pareció diferente ahora que ya no atraía tantas miradas hostiles. La chimenea de piedra con el hervidor negro hirviendo; los olores, ligeramente acres, a madera barnizada y a cerveza derramada; el débil murmullo de las conversaciones…
Siempre me han gustado las tabernas. Creo que eso se debe a que crecí en los caminos. Una taberna es un lugar seguro, una especie de refugio. Entonces me sentí muy cómodo, y pensé que no estaría mal regentar un sitio como aquel.
– Aquí tienes. -El posadero puso las tres plumas, el tintero y mi recibo de la librería encima de la barra-. He de reconocer que esto me ha desconcertado casi tanto como que te largaras sin la ropa.
– Voy a la Universidad -expliqué.
El posadero arqueó una ceja.
– ¿No eres demasiado joven?
Sus palabras me produjeron un ligero nerviosismo, pero me controlé.
– Aceptan a todo tipo de alumnos.
Él asintió educadamente, como si eso explicara por qué había aparecido descalzo y apestando a callejones. Esperó un poco para ver si yo le daba más explicaciones, y luego se sirvió una bebida.
– No quisiera ofenderte, pero no creo que sigas dispuesto a lavar platos.
Abrí la boca para protestar; un penique de hierro por una hora de trabajo era una ganga que no quería desperdiciar. Dos peniques equivalían a una hogaza de pan, y no podía contar todas las veces que había pasado hambre en los últimos meses.
Entonces vi mis manos apoyadas sobre la barra. Estaban tan limpias que casi no las reconocí.
Me di cuenta de que no quería lavar los platos. Tenía cosas más importantes que hacer. Me aparté de la barra y saqué un penique de mi bolsa.
– ¿Cuál es el mejor sitio para buscar una caravana que se dirija hacia el norte? -pregunté.
– El Solar del Arriero, en la Colina. Está medio kilómetro más allá del molino de la calle de los Vergeles.
Al oírle mencionar la Colina sentí un escalofrío. Lo ignoré lo mejor que pude y asentí con la cabeza.
– Tiene usted una posada muy bonita. Me consideraría muy afortunado si tuviera una parecida cuando sea mayor. -Le di el penique.
El posadero esbozó una amplia sonrisa y me devolvió el penique.
– Con esos cumplidos tan generosos, puedes volver cuando quieras.