79 Dulces palabras

Tardamos cerca de dos horas en volver a la colina de los itino-litos. Habríamos podido llegar antes, pero la manía de Den-na se estaba agravando, y toda esa energía de más era un estorbo en lugar de una ayuda. Estaba muy distraída y se iba por donde le parecía en cuanto veía algo interesante.

Cruzamos el mismo arroyo que habíamos atravesado antes y, pese a que el agua solo nos cubría por los tobillos, Denna insistió en darse un baño. Yo me lavé un poco; luego me aparté y la oí cantar varias canciones bastante subidas de tono. También me hizo varias invitaciones, no muy sutiles precisamente, para que fuera a bañarme con ella.

Me mantuve a distancia, por descontado. Los hombres que se aprovechan de una mujer cuando esta no está en pleno uso de sus facultades tienen nombres, y ninguno de esos nombres se me podrá aplicar jamás a mí con justicia.


Cuando llegamos a la cima de la colina de los itinolitos, decidí emplear el exceso de energía de Denna y la mandé a recoger leña mientras yo hacía un hoyo para el fuego, más grande que el anterior. Cuanto más grande fuera la hoguera, más deprisa atraería al draccus.

Me senté junto al saco de hule y lo abrí. La resina desprendía un olor a tierra, a dulce y humeante mantillo.

Denna volvió a la cima y dejó caer un montón de leña.

– ¿Cuánta resina piensas utilizar? -me preguntó.

– Todavía no lo sé -dije-. Voy a tener que hacer muchos cálculos.

– Dásela toda -propuso Denna-. Más vale prevenir que curar.

Negué con la cabeza.

– No hay motivo para dársela toda. Eso sería un despilfarro. Además, la resina, si está bien refinada, es un potente analgésico. La gente necesita medicinas…

– … y tú necesitas el dinero.

– Sí -admití-. Pero pensaba más en tu arpa, de verdad. Perdiste tu lira en ese incendio. Sé muy bien lo que significa quedarse sin instrumento.

– ¿Has oído alguna vez la historia del niño de las flechas de oro? -me preguntó-. Cuando era pequeña, esa historia me intrigaba mucho. Si le lanzas a alguien una flecha de oro, debes de estar desesperado por matarlo. ¿Por qué no quedarte el oro y marcharte a casa?

– Sí, es un planteamiento interesante -dije mirando el saco. Suponía que por esa cantidad de resina de denner nos pagarían al menos cincuenta talentos en cualquier botica. Quizá cien, según lo refinada que estuviera.

Denna se encogió de hombros y volvió hacia los árboles para recoger más leña, y yo empecé a hacer los complicados cálculos de cuánto denner necesitaría para envenenar a un lagarto de cinco toneladas.

Fue una pesadilla de conjeturas bien fundamentadas, complicada por el hecho de que no podía hacer mediciones precisas. Empecé con una gota del tamaño de la última falange de mi dedo meñique, que era la cantidad de resina que calculaba que Denna se había tragado. Sin embargo, Denna había ingerido mucho carbón inmediatamente después, lo cual reducía esa cantidad a la mitad. Me quedé con una bolita de resina negra un poco más grande que un guisante.

Pero esa era solo la cantidad de resina necesaria para que una chica se sintiera enérgica y eufórica. Yo quería matar al draccus.

Tripliqué la dosis, y luego volví a triplicarla para asegurarme. El resultado final fue una bola del tamaño de una uva grande.

Calculé que el draccus debía de pesar cinco toneladas, y que Denna debía de pesar entre cincuenta y sesenta kilos. Cincuenta, para estar seguros. Eso significaba que necesitaba cien veces la dosis del tamaño de una uva para matar al draccus. Amasé diez bolitas del tamaño de una uva, y luego las junté. La bola que obtuve tenía el tamaño de un albaricoque. Hice nueve bolas más del tamaño de un albaricoque, y las metí en el cubo de madera que nos habíamos llevado de la plantación de denner.

Denna soltó otro montón de leña y miró en el cubo.

– ¿Solo eso? -preguntó-. No parece mucho.

Tenía razón. No parecía mucho comparado con el tamaño del draccus. Le expliqué cómo había hecho los cálculos, y ella asintió.

– Supongo que no está mal. Pero no olvides que lleva casi un mes comiendo árboles. Debe de haber desarrollado tolerancia.

Asentí y añadí en el cubo cinco bolas más del tamaño de alba-ricoques.

– Y quizá sea más fuerte de lo que crees. La resina podría afectar de forma diferente a los lagartos.

Volví a asentir y añadí cinco bolas más. Luego, tras pensarlo un momento, añadí otra.

– Con esta son veintiuna -expliqué-. Es un buen número. Tres sietes.

– Si la suerte nos favorece, mucho mejor -coincidió Denna.

– Además queremos que muera deprisa -añadí-. Será más conveniente para el draccus, y más seguro para nosotros.

Denna me miró.

– Entonces, ¿la doblamos?

Asentí, y Denna volvió al bosque mientras yo amasaba otras veintiuna bolas y las metía en el cubo. Regresó con más madera cuando yo estaba amasando la última bola de resina.

Apreté la resina contra el fondo del cubo.

– Creo que con esto bastará -dije-. Con tanto ofalo se podría matar dos veces a toda la población de Trebon.

Denna y yo miramos en el cubo. Contenía una tercera parte de toda la resina que habíamos encontrado. Con la que quedaba en el saco de hule había suficiente para comprarle un arpa a Denna y para saldar mi deuda con Devi, y aún sobraría bastante para que viviéramos cómodamente durante meses. Pensé en comprarme ropa nueva, unas cuerdas nuevas para mi laúd, una botella de vino de frutas de Aven…

Me imaginé al draccus destrozando árboles como si fueran gavillas de trigo, aplastándolos sin esfuerzo.

– Deberíamos doblarlo otra vez -sugirió Denna, como si me hubiera leído el pensamiento-. Para estar seguros.

Volví a doblar la cantidad, amasando otras cuarenta y dos bolas de resina mientras Denna recogía montones y montones de leña.

Encendí el fuego en el preciso momento en que empezaba a llover. Hicimos una hoguera más grande que la anterior, con la esperanza de que un fuego más luminoso atrajera más deprisa al draccus. Quería llevar a Denna a Trebon cuanto antes.

Por último, improvisé una escalerilla con el hacha y el cordel que había encontrado. Era muy fea, pero resistente, y la apoyé contra uno de los lados del arco formado por los itinolitos. La próxima vez Denna y yo tendríamos una buena ruta de escape.


La cena no fue, ni mucho menos, tan espectacular como la de la noche anterior. Tuvimos que contentarnos con lo que quedaba del pan, ya duro, un poco de cecina y las últimas patatas, que asamos entre las piedras de la hoguera.

Mientras comíamos, le conté a Denna toda la historia del incendio de la Factoría. En parte, porque era joven, y varón, y estaba deseando impresionarla; pero también quería aclarar que si había faltado a nuestra cita había sido por circunstancias que escapaban por completo de mi control. Denna me escuchó atentamente, haciendo exclamaciones de asombro en los momentos indicados. Era un público perfecto.

Ya no me preocupaba que hubiera tomado una sobredosis. Después de recoger una montaña de leña, su manía se estaba reduciendo y la estaba sumiendo en un dulce letargo. Sin embargo, yo sabía que los efectos secundarios de la droga le producirían debilidad y agotamiento. Quería que pudiera recuperarse a salvo en una cama, en Trebon.

Después de cenar, me acerqué a Denna, que estaba sentada con la espalda apoyada en uno de los itinolitos. Me arremangué la camisa.

– Bueno, tengo que examinarte -dije pomposamente.

Ella compuso una sonrisa perezosa; tenía los ojos entrecerrados.

– Desde luego, sabes camelarte a una chica, ¿eh?

Le busqué el pulso en el delgado cuello. Era lento, pero constante. Denna rehuyó un poco mi contacto.

– Me haces cosquillas.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté.

– Cansada -dijo ella con la voz un poco pastosa-. Bien, cansada… Y tengo un poco de frío.

Aunque no era un síntoma inesperado, sí resultaba un poco sorprendente, teniendo en cuenta que estábamos a solo unos pasos de una llameante hoguera. Fui a buscar la manta de repuesto que tenía en el macuto y se la llevé. Se arropó bien con ella.

Me acerqué a Denna para poder verle los ojos. Todavía tenía las pupilas dilatadas y lentas, pero no más que antes.

Alargó un brazo y me puso la mano en la mejilla.

– Tienes una cara adorable -dijo mirándome con aire soñador-. Es como la cocina perfecta.

Reprimí una sonrisa. Denna había alcanzado la fase de delirio. Entraría y saldría de él hasta que un profundo agotamiento la arrastrara hasta la inconsciencia. Si ves a alguien hablando solo en un callejón de Tarbean, lo más probable es que no esté loco, sino que sea un adicto a la resina trastornado por un consumo excesivo de denner.

– ¿Una cocina?

– Sí -afirmó ella-. Todo hace juego y el cuenco del azúcar está donde debe.

– ¿Cómo respiras? -pregunté.

– Bien -dijo ella con tranquilidad-. Noto un poco de presión, pero nada más.

Al oír eso, se me aceleró un poco el corazón.

– ¿Qué quieres decir?

– Me cuesta respirar. A veces noto una opresión en el pecho y como si respirara a través de un pudin. -Rió un poco-. ¿He dicho pudin? Quería decir melaza. Un dulce pudin de melaza.

Eso me enojó, pero reprimí el impulso de recordarle que le había pedido que me avisara si notaba algo raro al respirar.

– ¿Y ahora? ¿Te cuesta respirar?

Denna se encogió de hombros con indiferencia.

– Tengo que escuchar tu respiración -dije-. Pero aquí no tengo ningún instrumento para hacerlo, así que si te desabrochas un poco la blusa, voy a apoyar la oreja sobre tu pecho.

Denna puso los ojos en blanco y se desabrochó la blusa más de lo que era estrictamente necesario.

– Vaya, esto sí que es una novedad -dijo con malicia, y por un momento volvió a parecer la misma de siempre-. Es la primera vez que veo a alguien emplear esta táctica.

Me volví y pegué la oreja contra su esternón.

– ¿Cómo suena mi corazón? -me preguntó Denna.

– Lento, pero fuerte -respondí-. Tienes un buen corazón.

– ¿Te dice algo?

– No, no oigo nada.

– Escucha bien.

– Respira hondo y no hables -dije-. Necesito escuchar tu respiración.

Escuché. El aire llenó los pulmones, y noté que uno de los pechos de Denna presionaba contra mi brazo. Denna exhaló, y noté su aliento cálido en la nuca. Se me puso la carne de gallina por todo el cuerpo.

Imaginé la mirada de desaprobación de Arwyl. Cerré los ojos e intenté concentrarme en lo que estaba haciendo. Era como escuchar el viento entre las ramas de los árboles. Distinguí un débil crujido, como el ruido del papel al arrugarse, o como un débil suspiro. Pero no se apreciaban humedad ni burbujeo.

– Qué bien te huele el cabello -dijo Denna. Me incorporé.

– Estás bien -dije-. Pero sobre todo, avísame si esa sensación empeora, o si cambia.

Denna asintió dócilmente; seguía sonriendo con aire soñador. Fastidiado por la tardanza del draccus, puse más leña en el fuego. Miré hacia los riscos del norte, pero en la penumbra solo se veían los contornos de los árboles y las rocas. De pronto Denna rió.

– ¿Te he llamado cuenco de azúcar? -preguntó mirándome con los ojos entrecerrados-. ¿Estoy diciendo muchas tonterías? -Solo es un poco de delirio -la tranquilicé-. Irá y vendrá hasta que te quedes dormida.

– Espero que a ti te resulte tan divertido como a mí -dijo ciñéndose la manta-. Es como soñar entre algodones, aunque menos cálido.

Subí por la escalerilla hasta lo alto del itinolito donde habíamos dejado nuestras cosas. Cogí un puñado de resina de denner del saco de hule, la bajé y la puse al borde del fuego. La resina ardió toscamente, desprendiendo un humo acre que el viento impulsó hacia el noroeste, hacia los invisibles riscos. Con suerte, el draccus lo olería y vendría corriendo.

– Cuando era muy pequeña tuve neumonía -comentó Denna con voz monótona-. Por eso tengo los pulmones delicados. Es espantoso no poder respirar a veces.

Con los ojos entornados, como si hablara sola, continuó: -Dejé de respirar, y durante dos minutos estuve muerta. A veces me pregunto si todo esto no será una especie de error, si no debería estar ya muerta. Pero si no es ningún error, tiene que haber alguna razón para que esté aquí. Pero si hay alguna razón, no sé cuál es.

Cabía la posibilidad de que Denna ni siquiera se percatara de que estaba hablando, y una posibilidad aún mayor de que las partes más importantes de su cerebro ya estuvieran dormidas y que a la mañana siguiente no recordara nada de lo que estaba pasando. Como no sabía cómo reaccionar, me limité a asentir con la cabeza. -Eso fue lo primero que me dijiste: «Me preguntaba qué podrías estar haciendo aquí». Mis siete palabras. Yo llevo mucho tiempo preguntándome lo mismo.

El sol, que ya estaba oculto tras las nubes, se puso detrás de las montañas. El paisaje se sumió en la oscuridad, y la cima de aquella pequeña colina parecía una isla en medio de un gran océano nocturno.

Denna estaba empezando a cabecear; la cabeza se le iba lentamente hacia el pecho, y luego la levantaba. Me acerqué y le tendí una mano.

– Ven. El draccus no tardará en aparecer. Tenemos que subir a las piedras.

Ella asintió y se levantó, todavía envuelta en las mantas. La seguí hasta la escalerilla y subió despacio, vacilante, hasta lo alto del itinolito.

Allí arriba, lejos del fuego, hacía más frío, y el viento agudizaba esa sensación. Extendí una manta sobre la piedra, y Denna se sentó, acurrucada bajo la otra manta. El frío la despejó un poco y miró alrededor como irritada, temblando.

– Maldita gallina. Ven a comerte la cena. Tengo frío.

– Confiaba en que a estas horas ya te tendría bien arropada en una cama caliente, en Trebon -admití-. Mi brillante plan no lo era tanto.

– Siempre sabes lo que tienes que hacer -replicó ella como embotada-. Me miras con esos ojos verdes como si yo significara algo. No me importa que tengas cosas mejores que hacer. Me conformo con tenerte a veces. De vez en cuando. Sé que puedo considerarme afortunada por eso, por tenerte aunque solo sea un poco.

Asentí con la cabeza mientras recorría la cima de la colina con la mirada por si veía alguna señal del draccus. Estuvimos sentados un rato más, contemplando la oscuridad. Denna cabeceó un poco; entonces volvió a enderezarse y combatió otro violento estremecimiento.

– Ya sé que no piensas en mí…

A la gente que delira es mejor seguirles la corriente para que no se pongan violentos.

– Pienso en ti continuamente, Denna.

– No me trates con condescendencia -replicó ella con enojo, y luego su tono volvió a suavizarse-. No piensas en mí como yo en ti. No me importa. Pero si también tienes frío, podrías acercarte y rodearme con los brazos. Solo un poco.

Con un nudo en la garganta, me acerqué, me senté a su lado y la abracé.

– Qué bien -dijo ella, más relajada-. Es como si hasta ahora siempre hubiera tenido frío.

Nos quedamos sentados mirando hacia el norte. Denna se apoyó en mí; era delicioso tenerla en mis brazos. Yo respiraba superficialmente para no molestarla.

Se estremeció un poco y murmuró:

– Eres tan amable. Nunca me presionas… -Volvió a interrumpirse y se dejó caer un poco más sobre mi pecho. Entonces se animó-. Podrías presionarme, ¿no? Un poco.

Me quedé allí sentado, a oscuras, sujetando su cuerpo dormido. Denna era suave y tibia, indescriptiblemente preciosa. Yo nunca había abrazado a una mujer. Tras unos momentos, empezó a dolerme la espalda, que tenía que soportar mi peso y el suyo. Se me durmió una pierna. El cabello de Denna me hacía cosquillas en la nariz. Sin embargo, no me moví por temor a estropear aquel momento, el más maravilloso de mi vida.

Denna se movió en sueños; entonces empezó a resbalar hacia un lado y despertó sobresaltada.

– Túmbate -me dijo. Su voz volvía a ser la de siempre. Empezó a mover la manta, tirando de ella para que no se interpusiera entre nosotros dos-. Ven. Tú también debes de tener frío. No eres sacerdote, así que nadie te va a reprender por ello. Estaremos bien. Solo para protegernos del frío.

La abracé y ella nos cubrió a los dos con la manta.

Nos tumbamos de lado, como dos cucharas en un cajón. Le puse un brazo bajo la cabeza, a modo de almohada. Ella se enroscó ajustándose a la parte delantera de mi cuerpo con asombrosa facilidad, como si estuviera hecha para encajar en mí.

Allí tumbado, comprendí que antes me había equivocado: ese era el momento más maravilloso de mi vida.

Denna se movió un poco, aún dormida.

– Ya sé que no lo decías en serio -dijo con claridad.

– ¿Qué era lo que no decía en serio? -pregunté en voz baja. Su voz había cambiado; ya no era una voz soñolienta y cansada. Me pregunté si estaría hablando en sueños.

– Antes. Has dicho que me dejarías inconsciente de un puñetazo y que me obligarías a tragarme los carbones. Tú nunca me pegarías. -Giró un poco la cabeza-. ¿Verdad que no? Ni siquiera por mi propio bien.

Sentí que me recorría un escalofrío.

– ¿Qué quieres decir?

Hubo una larga pausa, y cuando empezaba a pensar que se había quedado dormida, Denna añadió:

– No te lo he contado todo. Sé que Fresno no murió en la granja. Cuando iba hacia el fuego, él me encontró. Vino y me dijo que todos habían muerto. Dijo que la gente sospecharía si yo era la única superviviente…

Sentí una intensa rabia. Sabía lo que venía a continuación, pero dejé hablar a Denna. No quería oírlo, pero sabía que ella necesitaba contárselo a alguien.

– No lo hizo por las buenas -puntualizó-. Se aseguró de que yo estaba de acuerdo. Yo sabía que si me lastimaba yo misma no parecería convincente. Él se aseguró de que yo estaba de acuerdo. Me hizo pedirle que me pegara. Solo para estar seguro.

»Y tenía razón. -Mientras hablaba estaba completamente inmóvil-. Incluso así, en el pueblo pensaron que yo había tenido algo que ver con la matanza. Si él no hubiera hecho lo que hizo, ahora quizá estuviera en la cárcel. Quizá me hubieran ahorcado.

Se me revolvió el estómago.

– Denna -dije-, un hombre capaz de hacerte eso no merece que le dediques tu tiempo. Ni un solo minuto de tu tiempo. No se trata de que sea solo media hogaza. Se trata de que está podrido. Tú te mereces algo mejor.

– ¿Quién sabe lo que me merezco? Él no es mi mejor hogaza. Es mi única hogaza. O él, o el hambre.

– Tienes otras salidas -dije, y entonces me atasqué, porque me acordé de mi conversación con Deoch-. Tienes… tienes…

– Te tengo a ti -dijo ella, adormilada. Distinguí una débil sonrisa en su voz, como la de un niño arropado en la cama-. ¿Serás mi Príncipe Azul y me protegerás de los cerdos? ¿Y me cantarás canciones? ¿Me subirás a toda prisa a los árboles…? -No terminó la frase.

– Sí, lo haré -contesté, pero me di cuenta, por el peso de su cuerpo contra mi brazo, de que por fin se había quedado dormida.

Загрузка...