42 Sin sangre

Podría ser mucho peor, de eso no cabe duda. -El maestro Arwyl describió un círculo alrededor de mí, mirándome con seriedad con su redondeado rostro-. Confiaba en que solo te salieran verdugones. Pero con esa piel que tienes, debí imaginármelo.

Estaba sentado en el borde de una larga mesa, en la Clínica. Arwyl me palpaba la espalda con cuidado mientras hablaba.

– Pero, como iba diciendo, podría haber sido mucho peor. Dos cortes, y de los buenos. Limpios, poco profundos y rectos. Si sigues mis indicaciones, solo te quedarán unas suaves cicatrices plateadas con las que podrás demostrar a las damas lo valiente que eres. -Se paró delante de mí y arqueó las blancas cejas con entusiasmo detrás de la montura redonda de sus gafas-. ¿Eh?

Su expresión me arrancó una sonrisa.

Arwyl se volvió entonces hacia el joven que estaba de pie junto a la puerta.

– Ve a buscar a los siguientes Re'lar de la lista. Limítate a decirles que traigan lo necesario para curar una laceración recta y poco profunda.

El chico se dio la vuelta y se marchó; sus pasos se perdieron a lo lejos.

– Serás un excelente ejemplo para mis Re'lar -anunció Arwyl alegremente-. Ese corte es muy recto, con pocas posibilidades de complicación, pero no tienes mucha carne. -Me hincó un arrugado dedo en el pecho y chascó la lengua-. Solo huesos y un poco de envoltorio. Nosotros trabajamos mejor cuando hay un poco más de carne.

»Pero -continuó, mientras se encogía de hombros, casi tocándose con ellos las orejas, y volvía a bajarlos- las cosas no son siempre ideales. Eso es lo primero que debe aprender un fisiólogo.

Me miró como si esperara una respuesta. Asentí con seriedad.

A Arwyl debió de satisfacerle mi reacción, porque volvió a sonreír. Se dio la vuelta y abrió un armario que había pegado a una de las paredes.

– Veamos qué puedo hacer para calmarte el dolor. -Se puso a rebuscar en los estantes y oí tintinear unas botellas.

– No me duele, maestro Arwyl -dije con estoicismo-. Puede coserme tal como estoy. -Llevaba dos escrúpulos de nahlrout en el cuerpo, y prefería no mezclar anestésicos.

Arwyl se quedó inmóvil, con un brazo dentro del armario, pero tuvo que retirarlo para poder volverse y mirarme.

– ¿Te han cosido alguna vez, hijo?

– Sí -contesté. Era verdad.

– ¿Sin nada para paliar el dolor?

Volví a asentir.

Como yo estaba sentado en la mesa, mis ojos quedaban a mayor altura que los del maestro. Arwyl me miró desde abajo con escepticismo.

– Déjamelo ver -dijo, como si no me creyera del'todo.

Me subí la pernera del pantalón hasta más arriba de la rodilla y apreté los dientes, porque al moverme se me tensó la piel de la espalda. Al final revelé una cicatriz de un palmo de longitud en la parte exterior del muslo, donde Pike, en Tarbean, me había clavado su cuchillo de cristal de botella.

Arwyl examinó concienzudamente la cicatriz, sujetándose las gafas con una mano. La tocó con el dedo índice y luego se enderezó.

– Una chapuza -declaró con ligero desagrado.

A mí no me parecía un mal trabajo.

– El hilo se me rompió cuando iba por la mitad -dije con frialdad-. No trabajaba en las circunstancias ideales.

Arwyl se quedó un rato callado, acariciándose el labio superior con un dedo mientras me observaba con los ojos entornados.

– Y ¿te gustan estas cosas? -me preguntó con recelo.

La cara que ponía me hizo reír, pero paré en seco cuando un dolor sordo me recorrió la espalda.

– No, maestro. Solo intentaba curarme lo mejor que podía.

Arwyl siguió mirándome y acariciándose el labio.

– Enséñame el punto donde se rompió el hilo.

Lo señalé. Es de esas cosas que no se olvidan.

El maestro volvió a examinar mi vieja cicatriz y le dio unos to-quecitos más antes de levantar la cabeza.

– Quizá estés diciendo la verdad. -Se encogió de hombros-. No lo sé. Pero yo diría que… -No terminó la frase y se quedó mirándome a los ojos. Se incorporó y me levantó un párpado-. Mira hacia arriba -dijo como de pasada.

Arwyl debió de ver algo, porque frunció las cejas, me cogió una mano, me apretó con fuerza la yema de un dedo y me miró fijamente durante un par de segundos. Su ceño se acentuó cuando se acercó más a mí, me sujetó el mentón con una mano, me abrió la boca y me la olió.

– ¿Tenasina? -preguntó, y contestó él mismo-: No. Nahl-rout, claro. Debo de estar haciéndome viejo. ¿Cómo no lo habré visto antes? Eso también explica por qué no estás dejando mi bonita mesa perdida de sangre. -Me miró con gravedad-. ¿Cuánto?

No vi ninguna forma de negarlo.

– Dos escrúpulos.

Arwyl guardó silencio mientras me miraba. Al cabo de un rato se quitó las gafas y las frotó enérgicamente contra el puño de la túnica. Volvió a ponérselas y me miró a los ojos.

– No es extraño que a un joven le dé tanto miedo el látigo que decida drogarse. Pero si tuviera tanto miedo, ¿se quitaría la camisa antes de recibir los latigazos? -Volvió a arrugar la frente-. Vas a explicármelo todo. Si antes me has mentido, reconócelo y no te lo tendré en cuenta. Ya sé que a veces los jóvenes os inventáis historias delirantes.

Sus ojos relucían detrás de los cristales de las gafas.

– Pero si me mientes ahora, no te coseremos ni yo ni ninguno de los míos. No me gusta que me mientan. -Se cruzó de brazos-. Bueno. Explícate. No entiendo qué está pasando. Y eso es lo que menos me gusta de todo.

Mi último recurso, pues: la verdad.

– Mi maestro, Abenthy, me enseñó todo lo que pudo de las artes del fisiólogo -expliqué-. Acabé viviendo en las calles de Tar-bean y tenía que curarme yo solo. -Me señalé la rodilla-. Me he quitado la camisa porque solo tengo dos, y hasta hace muy poco tiempo no tenía ni siquiera una.

– ¿Y el nahlrout? -me preguntó él.

Suspiré.

– No acabo de encajar aquí, señor. Soy el alumno más joven de la Universidad, y mucha gente piensa que no pinto nada aquí. A muchos alumnos les ha sentado mal que me admitieran en el Arcano tan deprisa. Y me he enemistado con el maestro Hemme. Todos esos alumnos, y Hemme, y sus amigos me están observando, buscando alguna señal de debilidad.

Respiré hondo.

– Me tomé el nahlrout porque no quería desmayarme. Necesitaba demostrarles que no podían hacerme daño. La experiencia me ha enseñado que la mejor forma de protegerte es hacer creer a tus enemigos que no pueden hacerte daño. -Sonaba muy mal dicho tan crudamente, pero era la verdad. Lo miré con insolencia.

Hubo un largo silencio. Arwyl me miraba con los ojos ligeramente entrecerrados detrás de las gafas, como si tratara de traspasarme con la mirada y leer en mi interior. Volvió a acariciarse el labio superior con un dedo y luego, despacio, empezó a hablar:

– Supongo que si fuera mayor de lo que soy -dijo en voz muy baja, como si hablara para sí- diría que lo que has hecho es una ridiculez. Que nuestros alumnos son adultos, y no crios rencillosos y peleones.

Hizo otra pausa, sin dejar de acariciarse distraídamente el labio. Entonces se le arrugaron las comisuras de los ojos y me sonrió.

– Pero no soy tan viejo. Hmmm. Todavía no. Ni mucho menos. Quien piense que los niños son dulces e inocentes es que nunca ha sido niño, o lo ha olvidado. Y quien piense que los hombres no son a veces hirientes y crueles no debería salir a menudo de su casa. Y desde luego nunca ha sido fisiólogo. Nosotros, más que nadie, vemos los efectos de la crueldad.

Antes de que yo pudiera responder, Arwyl continuó:

– Cierra la boca, E'lir Kvothe, o me veré obligado a meterte un repugnante tónico en ella. Ah, ya están aquí. -Eso último se lo dijo a dos alumnos que entraron por la puerta; uno era el mismo ayudante que me había enseñado el camino, y la otra, sorprendentemente, era una joven.

– ¡Ah, Re'lar Mola! -dijo Arwyl con gran entusiasmo. Adoptó una expresión relajada y amistosa; nadie habría sospechado que, momentos antes, estábamos manteniendo una seria discusión-. Ya te' habrán dicho que tu paciente tiene dos laceraciones rectas y limpias. ¿Qué has traído para remediar la situación?

– Lino hervido, aguja de sutura, hilo de tripa, alcohol y tintura de yodo -contestó la joven resueltamente. Tenía unos ojos verdes que destacaban en su pálido rostro.

– ¿Cómo? -dijo Arwyl-. ¿No has traído cera simpática?

– No, maestro Arwyl -respondió ella palideciendo un poco ante el tono de voz del maestro.

– Y ¿por qué no?

Ella vaciló.

– Porque no la necesito.

Sus palabras aplacaron a Arwyl.

– Ya. Claro que no la necesitas. Muy bien. ¿Te has lavado antes de entrar aquí?

Mola asintió, y su corto cabello rubio se agitó al mover ella la cabeza.

– Entonces has perdido tiempo y esfuerzo -replicó el maestro con seriedad-. Piensa en todos los gérmenes de enfermedades que podrías haber cogido en el largo recorrido por el pasillo. Lávate otra vez y empezaremos.

La chica se lavó las manos con eficiencia y esmero en un lavamanos que había allí mismo. Arwyl me ayudó a tumbarme boca abajo en la mesa.

– ¿Han adormecido al paciente? -preguntó Mola. Aunque no podía verle la cara, aprecié una sombra de duda en su voz.

– Anestesiado -la corrigió Arwyl-. Tienes buen ojo para los detalles, Mola. No, no lo hemos anestesiado. Veamos, ¿qué harías si el E'lir Kvothe te asegurara que no necesita esas cosas? Afirma tener el autocontrol de una barra de acero de Ramston, y que no rechistará cuando le des los puntos. -Arwyl hablaba con seriedad, pero yo detecté una nota de humor escondida en su voz.

Mola me miró primero y luego a Arwyl.

– Le diría que estaba delirando -contestó tras una breve pausa.

– ¿Y si él reiterara sus afirmaciones de que no necesita ningún agente somnífero?

Esa vez Mola hizo una pausa más larga.

– Veo que no sangra mucho, así que procedería. También le dejaría claro que si se movía demasiado lo ataría a la mesa y lo trataría como me pareciera conveniente para su bien.

– Hmmm. -Al parecer, a Arwyl le sorprendió la respuesta de Mola-. Sí, muy bien. Bueno, Kvothe, ¿sigues renunciando al anestésico?

– Gracias -dije con educación-. No lo necesito.

– Muy bien -dijo Mola, resignada-. Primero limpiaré y esterilizaré la herida. -El alcohol picaba, pero eso fue lo peor. Hice cuanto pude para relajarme mientras Mola iba explicando el procedimiento. Arwyl no paraba de hacer comentarios y dar consejos. Yo ocupé mi mente con otras cosas y, ayudado por el nahlrout, intenté no moverme cada vez que notaba el pinchazo de la aguja.

Mola terminó enseguida y me vendó con una rapidez y una destreza que me impresionaron. Cuando me ayudó a sentarme, me pregunté si todos los alumnos de Arwyl estarían tan bien entrenados como aquella.

Mola me estaba atando las últimas vendas cuando noté un débil roce en el hombro, casi inapreciable, pues todavía estaba adormecido por el nahlrout.

– Tiene una piel preciosa -oí decir a Mola, seguramente dirigiéndose a Arwyl.

– ¡Re'lar! -exclamó el maestro con severidad-. Esa clase de comentarios no son profesionales. Me disgusta tu falta de sentido común.

– Me refería a la clase de cicatriz que seguramente le quedará -replicó la chica en tono mordaz-. No creo que le quede más que una línea pálida, suponiendo que consiga no abrirse la herida.

– Hmmm -dijo Arwyl-. Sí, claro. Y ¿cómo podría evitarlo?

Mola se colocó enfrente de mí.

– Evita movimientos como este -me dijo extendiendo los brazos hacia delante- o este -los levantó por encima de la cabeza-. Evita movimientos bruscos de cualquier tipo: correr, saltar, trepar… El vendaje podría soltarse dentro de dos días. No te lo mojes. -Miró a Arwyl.

El maestro asintió.

– Muy bien, Re'lar. Puedes marcharte. -Miró al otro alumno, más joven que Mola, que había observado en silencio todo el procedimiento-. Tú también puedes irte, Geri. Si alguien os pregunta por mí, estaré en mi despacho. Gracias.

Arwyl y yo volvimos a quedarnos a solas. El maestro permaneció allí plantado, inmóvil, tapándose la boca con una mano, mientras yo, con mucho cuidado, me ponía la camisa. Al final tomó una decisión:

– E'lir Kvothe, ¿te gustaría estudiar aquí, en la Clínica?

– Por supuesto que sí, maestro Arwyl -contesté con sinceridad.

Arwyl asintió; seguía con una mano encima de los labios.

– Vuelve dentro de cuatro días. Si eres lo bastante listo para no abrirte los puntos, te admitiré. -Le brillaban los ojos.

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