70 Señales

A la mañana siguiente desperté de golpe, temprano. No sabía muy bien dónde estaba; solo sabía que no estaba donde debería, y que pasaba algo raro. Estaba escondido. Alguien me perseguía.

Estaba acurrucado en un rincón de una pequeña habitación, tumbado sobre una manta y envuelto en mi capa. Poco a poco comprendí que aquello era una posada. Había alquilado una habitación en una posada cerca de los muelles de Imre.

Me levanté y me desperecé con cuidado para que no se me abriera la herida. Había arrastrado la cómoda y la había puesto contra la única puerta de la habitación, y había asegurado la ventana con un trozo de cuerda, pese a que era demasiado pequeña para que pasara por ella una persona.

Al ver mis precauciones bajo la fría y azulada luz de la mañana, me avergoncé un poco. No recordaba si me había acostado en el suelo por temor a los asesinos o a las chinches. Fuera como fuese, era evidente que la noche anterior no pensaba con mucha claridad.

Recogí mi macuto y mi laúd y bajé la escalera. Tenía que trazarme un plan, pero antes necesitaba desayunar y darme un baño.


Pese a la ajetreada noche que había pasado, apenas había dormido hasta poco después del amanecer, así que no tuve problemas para entrar en el cuarto de baño. Después de lavarme y de volver a vendarme la herida, me sentí casi persona. Después de comerme un plato de huevos con un par de salchichas y patatas fritas, me sentí capaz de empezar a analizar mi situación. Es asombroso que resulte mucho más fácil pensar con el estómago lleno.

Me senté en un rincón de la pequeña posada del puerto tomándome a pequeños sorbos una taza de sidra de manzana recién prensada. Ya no me preocupaba que aquellos asesinos a sueldo se abalanzaran de pronto sobre mí. Sin embargo, me senté de espaldas a la pared, con una buena vista de la puerta.

Lo ocurrido el día anterior me había afectado, sobre todo, porque me había pillado desprevenido. En Tarbean, vivía todos los días bajo la amenaza de que alguien intentara matarme. La civilizada atmósfera de la Universidad me había hecho confiarme demasiado. Un año atrás, no me habrían pillado con la guardia baja; el ataque en sí no me habría sorprendido.

El instinto que había desarrollado en Tarbean me aconsejaba huir. Largarme de allí. Olvidarme de Ambrose y de sus ansias de venganza. Pero a esa parte salvaje de mí solo le importaba la seguridad. No tenía ningún plan.

No podía marcharme. Había invertido demasiado allí. Mis estudios. Mis vanas esperanzas de encontrar un mecenas y mis esperanzas, más sólidas, de entrar en el Archivo. Mis valiosos y escasos amigos. Denna…

A la hora del desayuno, empezaron a entrar en la posada marineros y estibadores, y poco a poco la estancia se llenó del suave murmullo de sus conversaciones. Oí el tañido de una campana a lo lejos y pensé que faltaba una hora para que empezara mi turno en la Clínica. Arwyl repararía en mi ausencia, y él no perdonaba esas faltas. Contuve el impulso de echar a correr hacia la Universidad. Todos sabíamos que a los alumnos que faltaban a clase los castigaban con matrículas más caras el bimestre siguiente.

Para entretenerme mientras reflexionaba sobre mi situación, saqué mi capa, aguja e hilo. El puñal con que me habían agredido la noche pasada le había hecho un corte de casi dos palmos. Empecé a coserlo dando puntadas diminutas para que no se notara mucho el remiendo.

Mientras tenía las manos ocupadas, mi cerebro iba trabajando. ¿Debía enfrentarme a Ambrose? ¿Amenazarlo? No. Él sabía que yo no podía presentar cargos sólidos contra él. Pero quizá pudiera convencer a algunos de los maestros de qué había ocurrido realmente. Kilvin se indignaría si se enteraba de que unos asesinos a sueldo estaban utilizando un rastreador, y quizá Arwyl…

– … un gran fuego azul. Murieron todos: quedaron tirados por el suelo como muñecas de trapo, y la casa se vino abajo alrededor de ellos. Me alegré de que ese sitio quedara destruido, eso te lo aseguro.

Me pinché en el dedo con la aguja mientras trataba de aislar esa conversación del murmullo general de la taberna. Unas mesas más allá, dos hombres bebían cerveza. Uno era alto y con calva incipiente; el otro, gordo y con barba pelirroja.

– Eres como una abuela -rió el gordo-. Te crees todos los chismes que oyes.

El alto sacudió la cabeza con gravedad.

– Estaba en la taberna cuando llegaron con la noticia. Buscaban a gente con carro para ir a buscar los cadáveres. Murieron todos los que habían asistido a la boda. Más de treinta personas destripadas como cerdos, y la casa en llamas. Llamas azules. Y eso no fue lo más raro, a juzgar por… -Bajó la voz y no oí lo que decía a continuación.

Tragué saliva. De pronto tenía la boca seca. Despacio, di la última puntada en la capa y la dejé. Vi que me sangraba la yema del dedo y, distraídamente, me lo chupé. Respiré hondo y bebí un sorbo de sidra.

Entonces fui hasta la mesa donde estaban hablando aquellos dos hombres.

– Caballeros, ¿por casualidad vienen ustedes de arriba del río?

Me miraron; era evidente que les había molestado la interrupción. Llamarlos «caballeros» había sido un error; debí llamarlos «amigos». El calvo asintió.

– ¿Han pasado por Marrow? -pregunté eligiendo una ciudad del norte al azar.

– No -contestó el gordo-. Venimos de Trebon.

– Ah, bueno -dije, tratando de pensar una mentira plausible-. Tengo familia por allí, y pensaba ir a visitarla. -Me quedé en blanco; no sabía qué hacer para preguntar por los detalles de la historia que acababa de entreoír.

Tenía las palmas de las manos sudorosas.

– ¿Se están preparando para el festival de la cosecha por allí arriba, o me lo he perdido ya? -pregunté sin convicción.

– Todavía lo están preparando -respondió el calvo, y me dio la espalda de manera elocuente.

– He oído decir que hubo problemas en una boda por allí cerca…

El calvo se volvió y me miró de nuevo.

– Pues no me lo explico. Porque la noticia es de anoche, y nosotros solo llevamos diez minutos aquí. -Me miró con dureza-. No sé qué pretendes vendernos, chico, pero no pienso comprarte nada. Lárgate o te doy un puñetazo.

Volví a mi rincón, consciente de que había metido la pata. Me senté y puse las manos planas sobre la mesa para que no me temblaran. Un grupo de gente brutalmente asesinada. Fuego azul. Muy raro…

Los Chandrian.

Los Chandrian habían estado en Trebon hacía menos de un día.


Me terminé la bebida sin pensar lo que hacía; me levanté y me acerqué a la barra.

Rápidamente me iba haciendo cargo de la situación. Después de tantos años, por fin tenía la oportunidad de saber algo sobre los Chandrian. Y no solo a partir de una mención en las páginas de un libro del Archivo. Tenía la ocasión de ver su obra de primera mano. Era una oportunidad que quizá no volviera a presentárseme nunca.

Pero necesitaba llegar pronto a Trebon, mientras las cosas todavía estuvieran frescas en la memoria de la gente. Antes de que los vecinos del lugar, por curiosidad o por superstición, destruyeran las pruebas que pudieran quedar. No sabía qué podía encontrar, pero cualquier cosa que averiguara sobre los Chandrian sería más de lo que sabía. Y si pretendía enterarme de algo interesante, tenía que llegar allí tan pronto como fuera posible. Ese mismo día.

La clientela de la mañana tenía a la posadera muy ocupada, así que tuve que poner un drabín de hierro encima de la barra para que me prestara atención. La noche anterior había pagado la habitación, y esa mañana, el desayuno y el baño; el drabín representaba una buena parte de mi dinero, así que lo sujeté con un dedo.

– ¿Qué vas a tomar? -me preguntó la posadera.

– ¿A cuánto queda Trebon de aquí? -pregunté.

– ¿Río arriba? Un par de días.

– No he preguntado cuánto se tarda en llegar. Necesito saber a qué distancia está -repliqué poniendo mucho énfasis en la palabra «distancia».

– No hace falta que te pongas insolente -dijo ella secándose las manos en el mugriento delantal-. Por el río hay unos sesenta kilómetros. Se pueden tardar más de dos días, dependiendo de si vas en una barcaza o en un velero, y según el tiempo que haga.

– ¿Y por el camino? -pregunté.

– No tengo ni idea -murmuró, y en voz alta dijo-: Rudd, ¿qué distancia hay por el camino hasta Trebon?

– Tres o cuatro días -dijo un tipo curtido sin levantar la vista de su taza.

– Te he preguntado qué distancia -le espetó la posadera-. ¿Es más largo que por el río?

– Bastante más. Por el camino hay unas veinticinco leguas. Y además es un camino malo, cuesta arriba.

¡Cuerpo de Dios! ¿Todavía había gente que medía las distancias en leguas? Según dónde hubiera crecido aquel tipo, una legua podía corresponder a entre tres y cinco kilómetros. Mi padre siempre decía que en realidad la legua no era una unidad de medida, sino solo una forma que tenían los granjeros de expresar en cifras sus cálculos aproximados.

Aun así, ya sabía que Trebon estaba entre ochenta y ciento veinte kilómetros al norte. Seguramente, lo mejor era esperar lo peor: al menos cien kilómetros.

La mujer que estaba detrás de la barra se volvió hacia mí.

– Ya lo has oído. Y ahora, ¿te sirvo algo?

– Necesito un odre de agua, si lo tienes; y si no, una botella. Y algo de comida que no se estropee. Fiambre, queso, pan ácimo…

– ¿Manzanas? -sugirió ella-. Tengo unas Juanitas cogidas esta misma mañana. Te irán bien para el viaje.

Asentí.

– Y cualquier otra cosa que tengas que sea barata y no se estropee.

– Con un drabín no llegarás muy lejos… -replicó ella mirando la moneda. Vacié mi bolsa y me sorprendió ver que tenía cuatro drabines y un medio penique de cobre con los que no contaba. Podía considerarme rico.

La posadera cogió mi dinero y se fue a la cocina.

Me dolió encontrarme de nuevo en la indigencia, pero me contuve y repasé mentalmente lo que llevaba en el macuto.

La posadera regresó con dos hogazas de pan ácimo, una gruesa y dura salchicha que olía a ajo, un queso pequeño sellado con cera, una botella de agua, media docena de hermosas manzanas rojas y un saquito de zanahorias y patatas. Le di las gracias y me lo guardé todo en el macuto.

Cien kilómetros. Si conseguía un buen caballo, podría llegar ese mismo día. Pero los caballos buenos cuestan dinero…


Llamé a la puerta de Devi y percibí un olor a grasa rancia. Me quedé allí de pie durante un minuto, conteniendo el impulso de tamborilear, impaciente, con los dedos. No tenía ni idea de si Devi estaría levantada tan temprano, pero era un riesgo que tenía que correr.

Devi abrió la puerta y, al verme, sonrió.

– Qué sorpresa tan agradable. -Abrió más la puerta-. Pasa y siéntate.

Le dediqué mi mejor sonrisa.

– Devi, solo…

Frunció el ceño.

– Pasa -insistió-. Nunca hablo de negocios en el rellano.

Entré, y ella cerró la puerta detrás de mí.

– Siéntate. A menos que prefieras tumbarte. -Juguetona, apuntó con la cabeza hacia la enorme cama con dosel que había en un rincón de la habitación-. No te vas a creer la historia que me han contado esta mañana -dijo con sorna.

Pese a la prisa que tenía, hice un esfuerzo para relajarme. A Devi no le gustaba que le metieran prisas; si lo intentaba, solo conseguiría que se enojara.

– ¿Qué te han contado?

Se sentó a su lado de la mesa y entrelazó las manos.

– Por lo visto, anoche un par de rufianes intentaron robarle la bolsa a un joven estudiante. Pero resultó que se trababa de un auténtico Táborlin en ciernes. Invocó al fuego y al rayo. Dejó ciego a uno, y al otro le propinó tal golpe en la cabeza que todavía no ha despertado.

Me quedé callado un momento mientras asimilaba la información. Hacía una hora, esa habría sido la mejor noticia que habría podido oír. Pero ya no era más que una distracción. Sin embargo, pese a la urgencia de mi otro encargo, no podía ignorar la ocasión de obtener información sobre esa crisis más cercana.

– No pretendían solo robarme -dije.

Devi rió.

– ¡Sabía que eras tú! No sabían nada sobre ese tipo, salvo que era pelirrojo. Pero yo tuve suficiente con ese detalle.

– ¿Es verdad que dejé ciego a uno? -pregunté-. ¿Y que el otro sigue inconsciente?

– La verdad es que no lo sé -admitió Devi-. Las noticias se extienden deprisa entre los miserables como yo, pero casi siempre son chismes.

Empecé a trazar un nuevo plan.

– ¿Te importaría extender tus propios chismorreos? -pregunté.

– Depende -contestó Devi con una sonrisa traviesa-. ¿Es muy emocionante?

– Da mi nombre -dije-. Que se sepa quién era. Que se sepa que estoy completamente loco, y que mataré a los próximos que vengan a buscarme. Los mataré a ellos y a quienquiera que los haya contratado, a los intermediarios, a sus familias, a sus perros, a todos.

La expresión de deleite de Devi dejó paso a otra cercana al desagrado.

– Suena un poco macabro, ¿no crees? Ya sé que le tienes mucho apego a tu bolsa -me miró con picardía-, y yo también tengo interés en que así sea. Pero no es…

– No eran ladrones -la interrumpí-. Los contrataron para que me mataran. -Devi me miró con escepticismo. Me levanté un poco la camisa para enseñarle el vendaje-. Lo digo en serio. Si quieres te enseño el corte que me hizo uno de ellos antes de que huyera.

Devi frunció el ceño, se levantó y vino al otro lado de la mesa.

– Está bien. Enséñamelo.

Vacilé, pero decidí que era mejor seguirle la corriente, porque todavía tenía otros favores que pedirle. Me quité la camisa y la dejé encima de la mesa.

– Ese vendaje está muy sucio -observó Devi, como si fuera una ofensa personal-. Quítatelo ahora mismo. -Fue hasta un armario que había al fondo de la habitación y volvió con un maletín negro de fisiólogo y una palangana. Se lavó las manos y me examinó el costado-. ¿Ni siquiera te han dado puntos? -preguntó con incredulidad.

– He estado muy ocupado -dije-. Primero corriendo como un endemoniado, y luego escondiéndome toda la noche.

Devi me ignoró y se puso a limpiarme la herida con una frialdad y una eficacia que delataban que había estudiado en la Clínica.

– Es una herida irregular, pero poco profunda -dijo-. En algunos sitios ni siquiera ha atravesado toda la piel. -Se irguió y sacó unas cuantas cosas del maletín-. Pero hay que coserla.

– Lo habría hecho yo mismo -dije-, pero…

– … pero eres un idiota y ni siquiera te has preocupado de limpiarte bien la herida -concluyó ella-. Si se te infecta, te estará bien empleado.

Terminó de limpiarme el costado y se lavó las manos en la palangana.

– Quiero que sepas que si hago esto es porque siento debilidad por los chicos guapos, por los débiles mentales y por la gente que me debe dinero. Lo considero una protección de mi inversión.

– Sí, señora. -Aspiré entre los dientes cuando me aplicó el antiséptico.

– Creía que no sangrabas -comentó desapasionadamente-. Otra leyenda falsa.

– Por cierto. -Moviéndome lo menos posible, alargué una mano, saqué un libro de mi macuto y lo puse encima de la mesa-. Te he traído tu ejemplar de Los ritos nupciales del draccus común. Tenías razón, los grabados son muy buenos.

– Sabía que te gustaría. -Hubo un momento de silencio cuando Devi empezó a coserme. Cuando volvió a hablar, apenas quedaba picardía en su voz-. ¿Es verdad que a esos tipos los contrataron para matarte, Kvothe?

Asentí con la cabeza.

– Llevaban un rastreador y tenían pelos míos. Por eso sabían que era pelirrojo.

– Dios mío, si Kilvin se enterara, se pondría furioso. -Sacudió la cabeza-. ¿Estás seguro de que no los contrataron solo para asustarte? ¿Para darte una paliza y enseñarte a respetar a tus superiores? -Dejó de coserme y me miró a los ojos-. No habrás cometido la estupidez de pedirle prestado dinero a Heffron y a sus chicos, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

– Solo hago negocios contigo, Devi -dije, sonriente-. De hecho, por eso he venido a verte.

– Y yo que pensaba que disfrutabas de mi compañía -repuso ella reanudando su labor. Me pareció detectar un deje de irritación en su voz-. Primero déjame que acabe esto.

Reflexioné sobre lo que Devi había dicho. El tipo alto había dicho «acabemos con esto cuanto antes», pero eso podía significar muchas cosas.

– Quizá no quisieran matarme -admití-. Pero el tipo llevaba un puñal. Para darle una paliza a alguien no necesitas un puñal.

Devi dio un bufido.

– Y yo no necesito sangre para que mis clientes paguen sus deudas. Pero ayuda, desde luego.

Seguí cavilando mientras ella daba la última puntada y empezaba a aplicarme un vendaje limpio. Quizá solo querían darme una paliza. Quizá hubiera sido un mensaje anónimo de Ambrose instándome a respetar a mis superiores. Quizá fuera simplemente un intento de asustarme. Suspiré, tratando de no moverme demasiado al hacerlo.

– Me gustaría creer que así es, pero la verdad es que me cuesta. Creo que iban en serio. Eso es lo que me dice el instinto.

Devi adoptó una expresión seria.

– En ese caso, haré correr un poco la voz -dijo-. No te aseguro que incluya eso de matarles los perros, pero pondré en circulación algunos rumores para que la gente se lo piense dos veces antes de aceptar esa clase de trabajitos. -Rió entre dientes-. De hecho, después de lo de anoche ya deben de estar pensándoselo dos veces. Ahora se lo pensarán tres veces.

– Te lo agradezco.

– A mí no me cuesta nada. -Se levantó y se sacudió las rodillas-. Un pequeño favor para ayudar a un amigo. -Se lavó las manos en la palangana y se las secó de cualquier manera en la camisa-. Cuéntame -dijo sentándose a la mesa; de pronto adoptó una actitud muy formal.

– Necesito dinero para un caballo rápido -dije.

– ¿Te marchas de la ciudad? -Devi arqueó una rubia ceja-. Nunca habría dicho que huir fuera tu estilo.

– No huyo -aclaré-. Pero necesito ir a un sitio. He de recorrer cien kilómetros, y no quiero llegar mucho más tarde del mediodía.

Devi abrió un poco más los ojos.

– Un caballo capaz de eso te va a salir muy caro -dijo-. ¿Por qué no alquilas un caballo de posta y vas cogiendo caballos de refresco por el camino? Te saldría más rápido y más barato.

– Donde voy no hay casas de postas -dije-. Río arriba, y luego a las montañas. Un pueblo pequeño llamado Trebon.

– De acuerdo -dijo ella-. ¿Cuánto dinero necesitas?

– Necesito dinero para comprar un caballo rápido sin regatear. Y para pagar alojamiento, comida, quizá sobornos… Veinte talentos.

Devi soltó una risotada; luego se controló y se tapó la boca.

– No. Lo siento, pero no. Tengo debilidad por los jóvenes encantadores como tú, es cierto, pero no estoy loca.

– Tengo mi laúd -dije empujando el estuche con el pie-. Como garantía. Y todo lo que llevo aquí. -Puse el macuto encima de la mesa.

Devi inspiró hondo, como para rechazarme de plano, pero entonces se encogió de hombros y rebuscó en el interior del macuto. Sacó mi ejemplar de Retórica y lógica, y a continuación, mi lámpara simpática de mano.

– Vaya -dijo accionando la llave y dirigiendo la luz hacia la pared-. Esto es interesante.

Hice una mueca.

– Cualquier cosa menos eso -dije-. Le prometí a Kilvin que no se la dejaría tocar a nadie. Le di mi palabra.

Devi me miró con franqueza.

– ¿Conoces la expresión «los mendigos no pueden elegir»?

– Le di mi palabra -repetí. Desenganché mi caramillo de plata de mi capa y lo deslicé por la mesa hasta acercarlo a Retórica y lógica-. Esto no es fácil conseguirlo.

Devi miró el laúd, el libro y el caramillo, e hizo una larga y lenta inspiración.

– Ya veo que esto es importante para ti, Kvothe, pero los números no salen. No podrías devolverme tanto dinero. Ya te va a costar devolverme los cuatro talentos que me debes.

Eso me dolió, sobre todo porque sabía que era la verdad.

Devi caviló un poco, y entonces sacudió la cabeza con vehemencia.

– No. Solo los intereses… En dos meses me deberías más de treinta y cinco talentos.

– O algo con un valor equivalente -puntualicé.

Devi me sonrió.

– ¿Y qué tienes tú que valga treinta y cinco talentos?

– Acceso al Archivo.

Devi se sentó. La sonrisa un tanto condescendiente quedó congelada en su cara.

– Mientes.

Negué con la cabeza.

– Sé que hay otra forma de entrar. Todavía no la he encontrado, pero la encontraré.

– Es todo muy hipotético -dijo Devi con escepticismo. Pero en sus ojos brillaba algo que no era simple deseo. Era algo más parecido al hambre, o a la lujuria. Era evidente que ansiaba tanto como yo poder entrar en el Archivo. Quizá incluso más que yo.

– Es lo que puedo ofrecerte -dije-. Si puedo devolverte el dinero, te lo devolveré. Si no, cuando encuentre la forma de entrar en el Archivo, compartiré esa información contigo.

Devi miró hacia el techo, como si calculara mentalmente sus posibilidades.

– Con estas cosas como garantía, y con la posibilidad de entrar en el Archivo, puedo prestarte doce talentos.

Me levanté y me colgué el macuto del hombro.

– Lo siento, pero no he venido a regatear -dije-. Solo te informo de las condiciones del préstamo. -Compuse una sonrisa de disculpa-. Veinte talentos, o nada. Perdóname si no lo he dejado claro desde el principio.

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