67 Cuestión de manos

Después de comer en Anker's, decidí volver a la Factoría y ver los daños ocasionados por el incendio. Según las historias que había oído en la taberna, habían controlado el fuego muy deprisa. Si era cierto, quizá hasta pudiera terminar mis emisores azules. Si no, al menos podría recuperar mi capa.

Curiosamente, la mayor parte de la Factoría soportó el incendio sin sufrir muchos daños, pero la parte noreste del taller quedó prácticamente destrozada. Solo quedaba un revoltijo de piedra, cristales rotos y ceniza. Había relucientes manchas de cobre y de plata esparcidas por los tableros rotos de las mesas y por el suelo, porque muchos objetos metálicos se habían fundido por el calor del incendio.

Pero más inquietante aún que los escombros era el hecho de que el taller estuviera desierto. Era la primera vez que lo veía vacío. Llamé a la puerta del despacho de Kilvin, y luego me asomé. Vacío. Eso tenía cierto sentido. Sin Kilvin, no había nadie que organizara la limpieza.

Tardé dos horas más de lo que esperaba en terminar los emisores. Las heridas me distraían, y el vendaje del pulgar me impedía trabajar bien con una mano. Como en la mayoría de los trabajos de artificería, esa labor requería dos manos hábiles. Hasta el pequeño estorbo de un dedo vendado suponía un grave inconveniente.

Aun así, terminé el proyecto sin incidentes, y cuando me estaba preparando para probar los emisores oí a Kilvin en el pasillo, maldiciendo en siaru. Giré la cabeza justo a tiempo para verlo entrar a grandes zancadas y dirigirse a su despacho, seguido de uno de los guilers del maestro Arwyl.

Cerré el extractor y fui hacia el despacho de Kilvin poniendo mucho cuidado en dónde pisaba. A través de la ventana vi a Kilvin agitando los brazos como un granjero que espanta a los grajos. Llevaba las manos vendadas casi hasta los codos.

– Basta -dijo-. Puedo ocuparme de ellas yo solo.

El guíler le sujetó un brazo a Kilvin y le arregló el vendaje. Kilvin apartó las manos y las puso en alto, fuera del alcance del guíler.

Lhinsatva. He dicho basta.

El guíler dijo algo en voz tan baja que no lo oí, pero Kilvin seguía sacudiendo la cabeza.

– No. Y no quiero que me administres más drogas. Ya he dormido suficiente.

Kilvin me hizo señas para que pasara.

– E'lir Kvothe. Necesito hablar contigo.

No sabía qué iba a pasar, pero entré en su despacho. Kilvin me miró de forma inquietante.

– ¿Ves lo que he encontrado una vez apagado el incendio? -me preguntó.

Señaló una masa de tela oscura que había sobre su mesa de trabajo. Con cuidado, Kilvin levantó una esquina con una mano vendada, y reconocí los chamuscados restos de mi capa. Kilvin la sacudió con fuerza, y mi lámpara salió de entre los pliegues de la capa y rodó por la mesa.

– Hablamos de tu lámpara para ladrones hace solo dos días. Y hoy me la encuentro tirada donde cualquier personaje de dudosa reputación podría encontrarla y quedársela. -Me miró con el ceño fruncido-. ¿Qué tienes que decir?

Me quedé boquiabierto.

– Lo siento, maestro Kilvin. Estaba… Se me llevaron…

Me miró los pies sin dejar de fruncir el ceño.

– Y ¿por qué vas descalzo? Hasta un E'lir debería saber que no se puede ir descalzo en un sitio como este. Últimamente tu comportamiento ha sido muy imprudente. Estoy consternado.

Mientras yo tartamudeaba tratando de ofrecer una explicación, de pronto Kilvin mudó su severa expresión y esbozó una amplia sonrisa.

– Solo estaba bromeando, hombre -dijo con dulzura-. Te estoy enormemente agradecido por haber salvado del fuego a la Re'lar Fela. -Alargó un brazo para darme unas palmadas en el hombro, pero se lo pensó mejor al acordarse de que llevaba la mano vendada.

Sentí un profundo alivio, y todo mi cuerpo se relajó. Cogí la lámpara y le di vueltas con una mano. No parecía que el fuego la hubiera estropeado, ni que la brea comehuesos la hubiera corroído.

Kilvin cogió un saquito y lo puso encima de la mesa.

– Esto también estaba en tu capa -dijo-. Había muchas cosas en los bolsillos. Parecía la mochila de un calderero.

– Veo que está usted de buen humor, maestro Kilvin -dije con cautela, preguntándome qué analgésico le habrían administrado en la Clínica.

– Es verdad -repuso él alegremente-. ¿Conoces el dicho «Chan Vaen edan Kote»}

Intenté descifrarlo.

– Siete años… No sé qué significa Kote.

– «Espera un desastre cada siete años» -dijo Kilvin-. Es un dicho muy antiguo, y muy cierto. Este llevaba dos años de retraso. -Hizo un ademán con la mano vendada señalando las ruinas del taller-. Y ahora que ha llegado, ha resultado un desastre menor. Mis lámparas están intactas. No ha habido víctimas mortales. De todas las heridas leves, las mías han sido las peores, como debe ser.

Miré sus vendajes, y se me encogió el estómago al pensar que pudiera haberles pasado algo a sus diestras manos de artífice.

– ¿Es grave? -pregunté con prudencia.

– Quemaduras de segundo grado -me contestó; yo iba a proferir una exclamación, pero Kilvin se me adelantó-: Son solo ampollas. Duelen, pero no conllevan una pérdida de movilidad a largo plazo. -Dio un suspiro de exasperación-. Sin embargo, me va a costar mucho trabajar durante los próximos tres ciclos.

– Si lo único que necesita son unas manos, yo podría prestarle las mías, maestro Kilvin.

El maestro hizo una respetuosa inclinación de cabeza.

– Es una oferta muy generosa, E'lir. Si fuera solo cuestión de manos, la aceptaría. Pero gran parte de mi trabajo implica si-galdrías con las que sería… -hizo una pausa, eligiendo con cuidado la siguiente palabra- desaconsejable que un E'lir tuviera contacto.

– Entonces debería ascenderme a Re'lar, maestro Kilvin -dije con una sonrisa-. Así podría serle de más utilidad.

Kilvin rió.

– Sí, eso podría ser una solución. Si sigues trabajando como hasta ahora.

Decidí cambiar de tema para no tentar a la suerte.

– ¿Qué pasó con el recipiente?

– Demasiado frío -dijo Kilvin-. El metal era solo un armazón que protegía el recipiente de cristal que había dentro y que mantenía baja la temperatura. Sospecho que la sigaldría del contenedor sufrió algún daño, y que por eso se fue enfriando cada vez más. Cuando se congeló el reactivo…

Asentí con la cabeza: por fin lo entendía.

– Resquebrajó el contenedor interno de cristal. Como una botella de cerveza cuando se congela. Y entonces se comió el metal del contenedor.

Kilvin asintió.

– Jaxim me ha decepcionado -dijo con seriedad-. Me dijo que tú se lo habías comentado.

– Estaba convencido de que ardería todo el edificio -dije-. No entiendo cómo consiguió controlar el fuego con tanta facilidad.

– ¿Con tanta facilidad? -repitió Kilvin, como si encontrara graciosas mis palabras-. Deprisa sí. Pero no sabía que hubiera sido fácil.

– ¿Cómo lo hizo?

Me sonrió.

– Buena pregunta. ¿Qué crees tú?

– Bueno, oí decir a un alumno que salió usted de su despacho y que pronunció el nombre del fuego, como Táborlin el Grande. Dijo «fuego, apágate» y el fuego lo obedeció.

Kilvin dio una fuerte risotada.

– Me gusta esa versión -dijo sonriendo abiertamente detrás de su barba-. Pero yo también quiero preguntarte una cosa. ¿Cómo te las ingeniaste para atravesar el fuego? El reactivo produce unas llamas muy intensas. ¿Cómo es que no te quemaste?

– Me mojé con el agua de un empapador, maestro Kilvin -respondí.

Kilvin asintió con gesto pensativo.

– Jaxim te vio atravesar el fuego momentos después de que se derramara el reactivo. Los empapadores son rápidos, pero no tanto.

– Me temo que lo rompí, maestro Kilvin. Me pareció que era la única manera.

Kilvin miró a través de la ventana de su despacho con los ojos entornados y arrugó la frente; entonces fue hasta el otro extremo del taller, donde estaba el empapador roto. Se arrodilló y cogió un trozo de cristal con los dedos vendados.

– ¿Puedes explicarme cómo demonios conseguiste romper mi empapador, E'lir Kvothe?

Su tono de voz revelaba un desconcierto tal que no pude evitar echarme a reír.

– Verá, maestro Kilvin: según los alumnos, lo rompí de un solo puñetazo de mi todopoderosa mano.

Kilvin volvió a sonreír.

– Esa versión también me gusta, pero no le doy crédito.

– Otras fuentes más fidedignas afirman que utilicé un trozo de hierro que cogí de una mesa.

Kilvin negó con la cabeza.

– Eres un chico inteligente, pero este vidrio reforzado lo fabriqué con mis propias manos. Ni Cammar podría romperlo con un martillo de yunque. -Tiró el trozo de cristal y se levantó-. Deja que los demás cuenten las historias que les plazca, pero que no haya secretos entre tú y yo.

– No es ningún misterio -admití-. Conozco la sigaldría del vidrio reforzado. Lo que puedo hacer lo puedo romper.

– Pero ¿qué fuente utilizaste? -preguntó Kilvin-. No podías tener nada preparado con tan poco tiempo… -Levanté el pulgar vendado-. Sangre -dijo el maestro, sorprendido-. Emplear el calor de tu sangre podría calificarse de imprudente, E'lir Kvothe. ¿Y la tiritona del simpatista? ¿Y si hubieras sufrido un choque hi-potérmico?

– Mis opciones eran muy limitadas, maestro Kilvin -respondí.

Kilvin asintió, pensativo.

– Impresionante, desvincular lo que yo mismo fabriqué, y empleando solo sangre. -Empezó a pasarse una mano por la barba, pero como los vendajes se lo impedían, frunció la frente, irritado.

– ¿Y usted, maestro Kilvin? ¿Cómo consiguió controlar el fuego?

– No lo hice pronunciando el nombre del fuego -admitió-. Si Elodin hubiera estado aquí, todo habría resultado mucho más sencillo. Pero como no conozco el nombre del fuego, tuve que apañármelas.

Lo miré con cautela; no estaba seguro de si estaba bromeando otra vez. A veces, el inexpresivo humor de Kilvin era difícil de detectar.

– ¿Elodin conoce el nombre del fuego?

Kilvin asintió.

– Quizá haya una o dos personas más que también lo conocen en la Universidad, pero Elodin es quien mejor lo domina.

– El nombre del fuego -dije despacio-. Y si lo hubieran llamado, ¿el fuego los habría obedecido, como a Táborlin el Grande?

Kilvin volvió a asentir.

– Pero si eso son solo historias -protesté.

Kilvin me miró como si le hubiera hecho gracia.

– ¿De dónde crees que salen las historias, E'lir Kvothe? Todos los cuentos tienen profundas raíces en la realidad.

– ¿Qué clase de nombre es? ¿Cómo funciona?

Kilvin vaciló un momento, y luego se encogió de hombros.

– Es difícil explicarlo en este idioma. En cualquier idioma. Pregúntaselo a Elodin. Él se dedica a estudiar esas cosas.

Yo sabía de primera mano lo útil que podía resultar Elodin.

– Entonces, ¿qué hizo para detener el fuego?

– No tiene mucho misterio -contestó-. Estaba preparado para un accidente así, y tenía un frasquito con reactivo en mi despacho. Lo utilicé como vínculo y extraje calor del vertido. El reactivo se enfrió demasiado para hervir y el resto de la niebla se consumió. La mayor parte del reactivo se fue por los desagües mientras Jaxim y los demás esparcían cal y arena para controlar el que quedaba.

– No me lo creo -dije-. Esto era un horno. No puede ser que desplazara tantos taumos de calor. ¿Dónde iba a ponerlos?

– Tenía un devoracalores preparado para una emergencia así. El fuego es uno de los problemas más sencillos para los que me he preparado.

Yo no daba crédito a su explicación.

– Aun así, no es posible. Debía de haber… -Intenté calcular cuánto calor habría tenido que desplazar, pero me atasqué, porque no sabía por dónde empezar.

– Calculo que ochocientos cincuenta millones de taumos -dijo Kilvin-. Aunque para saber la cantidad exacta habría que comprobar la trampilla.

Me quedé sin habla.

– Pero… ¿cómo?

– Rápido -dijo Kilvin haciendo un elocuente ademán con las manos vendadas-, pero no fácil.

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