77 Riscos

Desperté sin recordar cuándo me había quedado dormido. Denna me zarandeaba suavemente.

– No te muevas demasiado deprisa -me advirtió-. Hay mucha altura.

Me desenrosqué despacio; casi todos los músculos de mi cuerpo protestaban por el trato que les había dado el día anterior. Tenía los muslos y las pantorrillas tensos y doloridos.

Entonces reparé en que volvía a llevar puesta la capa.

– ¿Te he despertado? -pregunté-. No recuerdo…

– En cierto modo sí -contestó Denna-. Te quedaste dormido y te caíste encima de mí. Ni siquiera has parpadeado cuando te he apartado a… -Denna se interrumpió mientras yo me ponía poco a poco en pie-. Dios santo, pareces un abuelo artrítico.

– Ya sabes lo que pasa -dije-. Cuando despiertas es cuando estás más tieso.

Denna compuso una sonrisita.

– Las mujeres, en general, no tenemos ese problema. -Se puso seria-. No estarás fingiendo, ¿verdad?

– Ayer recorrí unos cien kilómetros a caballo, antes de encontrarte. No estoy acostumbrado a cabalgar tanto. Y anoche, cuando salté para subir aquí, me di bastante fuerte.

– ¿Te hiciste daño?

– Ya lo creo -afirmé-. Por todas partes.

– Oh -exclamó Denna tapándose la boca con las manos-. ¡Tus hermosas manos!

Me miré las manos y entendí a qué se refería. Debí de lastimármelas durante mi loco intento de escalar el itinolito la noche anterior. Los callos de músico me habían salvado bastante las yemas de los dedos, pero tenía los nudillos muy desollados y cubiertos de sangre seca. Ni siquiera lo había notado, porque había otras partes del cuerpo que me dolían mucho más.

Cuando me vi las manos, se me contrajo el estómago, pero cuando las abrí y las cerré, comprobé que solo las tenía despellejadas y no gravemente heridas. Como todo músico, siempre me preocupaba que pudiera pasarles algo a mis manos, y mi trabajo de artífice había agravado esa ansiedad.

– Parece peor de lo que es -dije-. ¿Cuánto hace que se ha marchado el draccus?

– Al menos un par de horas. Se fue poco después de salir el sol.

Miré hacia abajo desde mi privilegiada posición en lo alto del arco formado por los itinolitos. La noche anterior, la cima de la colina era una uniforme extensión de hierba verde. Esa mañana, parecía un campo de batalla. La hierba estaba aplastada en varios sitios, y en otros, quemada y reducida a rastrojos. Se apreciaban profundos surcos en la tierra, donde el lagarto se había revolcado o por donde había arrastrado su pesado cuerpo.

Bajar del itinolito fue más difícil que subir. La parte superior del arco tenía una altura de unos cuatro metros, y eso era demasiado para saltar. En otras circunstancias, no me habría preocupado, pero con lo rígido y magullado que estaba, temía caer mal y torcerme un tobillo.

Al final conseguimos bajar descolgándonos con ayuda de la correa de mi macuto. Mientras Denna se apuntalaba y sujetaba un extremo, yo descendí hasta el suelo. El macuto se desgarró y se abrió, por supuesto, esparciendo todas mis pertenencias; pero conseguí llegar abajo sin más deterioro que una mancha de hierba.

Entonces Denna se colgó del borde de la roca, y yo la agarré por las piernas y la dejé resbalar poco a poco hasta el suelo. Pese a que tenía toda la parte frontal del cuerpo magullada, esa experiencia contribuyó mucho a mejorar mi estado de ánimo.

Recogí mis cosas y me senté con hilo y aguja para recomponer el macuto. Al cabo de un rato, Denna regresó de una breve incursión entre los árboles y recogió la manta que la noche pasada habíamos dejado en el suelo. Tenía unas enormes rasgaduras que le había hecho el draccus con las zarpas al pisotearla.

– ¿Habías visto alguna vez una cosa de estas? -pregunté tendiéndole una mano.

Denna me miró y arqueó una ceja.

– ¿Cuántas veces me habrán contado ese chiste? -Sonreí, abrí la mano y le mostré el trozo de hierro negro que me había dado el calderero. Ella lo examinó con curiosidad-. ¿Es una piedra imán?

– Me sorprende que la reconozcas.

– Conocí a un tipo que usaba una de pisapapeles. -Dio un suspiro de desdén-. Ponía mucho hincapié en que, pese a lo valiosa y rara que era, él la utilizaba de pisapapeles. -Dio un resoplido-. Era un fantasmón. ¿Tienes algo de hierro?

– Busca por aquí. -Señalé el revoltijo de objetos-. Tiene que haber algo.

Denna se sentó en uno de los itinolitos tumbados y se puso a jugar con la piedra imán y un trozo de hebilla de hierro rota. Remendé mi macuto y luego le cosí la correa, dándole varias puntadas de más para que no se soltara.

Denna estaba muy entretenida con la piedra imán.

– ¿Cómo funciona? -me preguntó mientras apartaba la hebilla y la soltaba una y otra vez-. ¿De dónde sale la fuerza?

– Es un tipo de fuerza galvánica -respondí, y entonces vacilé-. Lo cual es una forma elegante de decir que no tengo ni la más remota idea.

– A lo mejor solo atrae el hierro porque está hecha de hierro -caviló acercándole su anillo de plata sin que pasara nada-. Si alguien encontrara una piedra imán de latón, ¿atraería los objetos de latón?

– Quizá atrajera los objetos de cobre y de zinc -especulé-. Porque es de lo que está hecho el latón. -Le di la vuelta al macuto y empecé a guardar mis cosas. Denna me devolvió la piedra imán y fue hacia los restos de la hoguera.

– Antes de marcharse se ha comido toda la madera -observó.

Me acerqué a mirar. Alrededor de los restos de la hoguera, el suelo estaba revuelto en algunas zonas y quemado en otras. Parecía que le hubiera pasado por encima toda una legión de caballería. Empujé un gran terrón con la punta de la bota y me agaché para recoger una cosa.

– Mira esto.

Denna se acercó y yo se lo mostré. Era una escama de draccus, negra y lisa, casi tan grande como la palma de mi mano y con forma de lágrima. En el centro tenía medio centímetro de grosor, mientras que los bordes eran más delgados.

Se la tendí a Denna.

– Para ti, mi señora. Un recuerdo.

Ella la sopesó en la mano.

– Pesa -dijo-. Voy a buscar una para ti… -Se apartó para buscar entre los restos de la hoguera-. Me parece que se comió algunas piedras además de la madera. Anoche recogí más de las que hay aquí para encender el fuego.

– Los lagartos comen piedras -expliqué-. Las necesitan para digerir la comida. Las piedras trituran el alimento en sus tripas. -Denna me miró con escepticismo-. Es verdad. Las gallinas también lo hacen.

Sacudió la cabeza y desvió la mirada mientras buscaba entre la tierra revuelta.

– Mira, al principio esperaba que convirtieras este encuentro en una canción. Pero cuanto más hablas de ese bicho… más lo dudo. Vacas y gallinas. ¿Dónde está tu sentido dramático?

– No hace falta exagerar -repliqué-. Si no me equivoco, esa escama es casi todo hierro. ¿Cómo puedo darle mayor dramatismo a eso?

Denna sostuvo la escama en alto y la examinó con detenimiento.

– Lo dices en broma.

Sonreí.

– Las piedras de por aquí contienen mucho hierro. El draccus se come las piedras, y poco a poco se trituran en su molleja. El metal se va filtrando y se acumula en los huesos y en las escamas. -Cogí la escama y fui hacia uno de los itinolitos-. Todos los años muda la piel, y luego se la come; de esa forma, conserva el hierro en el organismo. Pasados doscientos años… -Golpeé la escama contra la piedra, produciendo un ruido vibrante, entre el de una campana y el de una pieza de cerámica vidriada.

Le devolví la escama a Denna.

– Seguramente, antes de que se desarrollara la minería moderna, la gente los cazaba para obtener hierro. Creo que, incluso hoy en día, cualquier alquimista pagaría un buen precio por las escamas o los huesos. El hierro orgánico es muy escaso. Probablemente podrían fabricar todo tipo de cosas con él.

Denna miró la escama que tenía en la mano.

– Me has convencido. Puedes escribir la canción. -Entonces tuvo una idea-: Déjame ver la piedra imán.

La saqué de mi macuto y se la di. Denna acercó la escama a la piedra imán, y ambas se juntaron produciendo aquel extraño ruido metálico. Denna sonrió; volvió junto a la hoguera y empezó a pasar la piedra imán por los restos, buscando más escamas.

Miré hacia los riscos del norte.

– No me gusta dar malas noticias -dije apuntando hacia una débil mancha de humo que se alzaba entre los árboles-. Pero allí abajo hay algo que arde. Las estacas que clavé ya no están, pero creo que esa fue la dirección en que anoche vimos el fuego azul.

Denna seguía pasando la piedra imán por encima de los restos de la fogata.

– El draccus no pudo ser el responsable de lo que pasó en la granja Mauthen. -Señaló la tierra y la hierba revueltas-. Allí no había nada de todo esto.

– No estaba pensando en la granja -dije-. Estaba pensando en que cierto mecenas podría haber pasado la noche en el bosque con una pequeña hoguera…

Denna me miró, consternada.

– Y el draccus lo vio.

– Yo no me preocuparía -me apresuré a decir-. Si es tan listo como lo pintas, debió de buscar cobijo en alguna casa.

– Enséñame una casa donde puedas cobijarte de ese bicho -dijo Denna con amargura, y me devolvió la piedra imán-. Vamos a echar un vistazo.


El sitio de donde ascendía la fina columna de humo estaba a pocos kilómetros, pero tardamos mucho en llegar. Estábamos doloridos y cansados, y ninguno de los dos abrigaba grandes esperanzas respecto a lo que encontraríamos cuando llegáramos a nuestro destino.

Mientras caminábamos, compartimos mi última manzana y la mitad de lo que quedaba de la hogaza de pan ácimo. Corté unos trozos de corteza de abedul, y Denna y yo la mordisqueamos y la masticamos. Al cabo de una hora aproximadamente, los músculos de mis piernas se relajaron lo suficiente para que ya no me resultara doloroso caminar.

A medida que nos acercábamos, cada vez nos costaba más avanzar. Las suaves colinas dejaron paso a escarpados peñascos y a empinadas laderas cubiertas de pedregal. Teníamos que trepar o dar largos rodeos, y a veces, retroceder para buscar otro camino.

Y también nos entretuvimos. Tropezamos con un zarzal que nos demoró casi una hora. Poco después encontramos un riachuelo y paramos a beber, descansar y lavarnos. Una vez más, mis esperanzas de que se produjera un flirteo de cuento quedaron frustradas por el hecho de que el riachuelo solo tenía unos quince centímetros de profundidad. No era lo ideal para darse un baño.

Llegamos al sitio de donde salía el humo a primera hora de la tarde, y lo que encontramos allí no tenía nada que ver con lo que esperábamos.


Era un valle aislado, encajonado entre los riscos. Lo llamo valle, pero en realidad era más bien un gigantesco escalón entre las estribaciones montañosas. A un lado había una alta pared de roca negra, y al otro, un hondo precipicio. Denna y yo intentamos entrar sin éxito por dos sitios, y al final dimos con un camino. Afortunadamente, ese día no hacía viento y el humo ascendía recto como una flecha hacia el cielo, azul y despejado. De no ser porque la columna de humo nos guiaba, seguramente nunca habríamos encontrado el sitio que buscábamos.

Aquello debía de haber sido un agradable bosquecillo, pero estaba destrozado, como si hubiera pasado un tornado. Los árboles estaban partidos, arrancados de raíz, calcinados y hechos pedazos. Había enormes surcos por todas partes, como si un granjero gigante hubiera enloquecido mientras araba su campo.

Dos días atrás, no habría podido saber qué había causado semejante destrucción. Pero después de lo que había visto la noche pasada…

– ¿No decías que eran inofensivos? -dijo Denna-. Pues esto lo ha arrasado.

Denna y yo empezamos a pasearnos entre los destrozos. El humo blanco salía del profundo hoyo que había dejado un gran arce al caer. Del fuego solo quedaban unas pocas brasas que ardían lentamente en el fondo del hoyo, donde antes estaban las raíces.

Eché unos terrones en el agujero con la punta de la bota.

– La buena noticia es que tu mecenas no está aquí. Y la mala noticia… -Me interrumpí y aspiré por la nariz-. ¿Hueles eso?

Denna inspiró también y asintió con la cabeza, arrugando la nariz.

Me subí al arce caído y miré alrededor. El viento cambió de dirección, y el olor se intensificó. Olía a algo muerto y podrido.

– ¿No decías que no comían carne? -preguntó Denna mirando en torno a sí con nerviosismo.

Bajé del árbol y fui hasta la pared de roca. Allí había una pequeña cabana, completamente destrozada. El olor a podrido era más intenso.

– Vale -dijo Denna contemplando las ruinas-. Ya me dirás si esto lo ha hecho un animal inofensivo.

– No sabemos si lo ha hecho el draccus -argumenté-. Cabe la posibilidad de que hayan sido los Chandrian, y de que el fuego atrajera al draccus, que vino aquí a apagarlo.

– ¿Crees que lo han hecho los Chandrian? Eso no cuadra con todo lo que yo he oído de ellos. Se supone que aparecen como el relámpago y que luego se esfuman. No van a visitarte, provocan unos cuantos incendios y luego van a hacer unos recados.

– No sé qué pensar. Pero dos casas destrozadas… -Empecé a pasearme entre los restos de la cabana-. Es lógico pensar que las dos cosas estén relacionadas.

Denna dio un grito ahogado. Miré hacia donde miraba ella y vi un brazo que sobresalía por debajo de unos gruesos troncos.

Me acerqué. Había moscas zumbando, y me tapé la boca en un vano intento de evitar el hedor.

– Lleva unos dos ciclos muerto. -Me agaché y cogí un amasijo de madera astillada y metal-. Mira esto.

– Tráelo aquí y lo miraré.

Se lo llevé. La cosa estaba destrozada, y apenas se reconocía qué era.

– Una ballesta.

– No le sirvió de gran cosa -comentó Denna.

– La pregunta es: ¿por qué tenía una ballesta? -Examiné la gruesa pieza de acero azul del travesano-. Esto no es ningún arco de caza. Esto sirve para matar a un hombre provisto de armadura desde mucha distancia. Las ballestas como esta son ilegales.

Denna soltó una risotada.

– Aquí no se hacen respetar esa clase de leyes, ya lo sabes.

Me encogí de hombros.

– El caso es que esto es un arma muy cara. ¿Por qué tendría una ballesta que cuesta diez talentos alguien que vive en una pequeña cabana con el suelo de tierra?

– Quizá supiera que había un draccus suelto por la región -especuló Denna mirando alrededor, nerviosa-. A mí tampoco me importaría tener una ballesta.

Negué con la cabeza.

– Los draccus son tímidos. Evitan a la gente.

Denna me miró con franqueza y señaló con gesto sarcástico los restos de la cabana.

– Piensa en todos los animales salvajes que viven en el bosque -argumenté-. Todos los animales salvajes rehuyen el contacto con los humanos. Como tú misma has dicho, nunca habías oído hablar del draccus. Será por algo.

– ¿Y si tiene la rabia?

Esa posibilidad me dejó helado.

– Qué idea tan aterradora. -Contemplé el paisaje ruinoso-. ¿Cómo demonios lo abatirías? ¿Los lagartos pueden coger la rabia?

Denna trasladó el peso del cuerpo de una pierna a otra, inquieta y sin dejar de mirar alrededor.

– ¿Quieres mirar algo más? Porque yo ya he visto todo lo que hay que ver. No quiero estar aquí cuando vuelva esa cosa.

– ¿No crees que deberíamos darle un entierro decente a ese tipo?

Denna negó con la cabeza.

– No pienso quedarme tanto rato aquí. Podemos decirle a alguien del pueblo que lo hemos encontrado, y que ellos se ocupen. El draccus podría volver en cualquier momento.

– Pero ¿por qué? -pregunté-. ¿Por qué vuelve aquí? -Fui señalando-: Ese árbol lleva un ciclo muerto, pero ese otro se partió hace solo un par de días…

– Y eso, ¿qué más da?

– Los Chandrian -dije con firmeza-. Quiero saber por qué estuvieron aquí. ¿Y si controlan al draccus?

– Yo no creo que estuvieran aquí -dijo Denna-. En la granja Mauthen, quizá. Pero esto es obra de un lagarto rabioso. -Me miró a los ojos-. No sé qué has venido a buscar, pero no creo que lo encuentres.

Negué con la cabeza mientras miraba alrededor.

– Tengo la impresión de que esto tiene que estar relacionado con la granja.

– Yo creo que quieres que esté relacionado -repuso Denna con dulzura-. Pero ese tipo lleva mucho tiempo muerto. Tú mismo lo has dicho. Y acuérdate del marco de la puerta y del abrevadero de la granja. -Se agachó y golpeó uno de los troncos de la destrozada cabana con los nudillos. El tronco hizo un ruido sólido-. Y mira la ballesta. El metal no está oxidado. Los Chandrian no han estado aquí.

El desaliento se apoderó de mí. Sabía que Denna tenía razón. En el fondo, sabía que me estaba aferrando desesperadamente a una esperanza. Sin embargo, no quería rendirme sin haber agotado todas las posibilidades.

Denna me cogió de la mano.

– Ven. Vamonos. -Me sonrió y tiró de mí. Noté la suavidad y la frescura de su piel-. Hay cosas más interesantes que hacer que perseguir…

Se oyó un fuerte crujido no muy lejos, entre los árboles: crrrac-crrrac-crrrac. Denna me soltó la mano y se dio la vuelta.

– No -dijo-. No, no, no.

La inesperada amenaza del draccus hizo que me concentrara de golpe.

– Tranquila. No puede trepar. Pesa demasiado.

– ¿Trepar? ¿Por un árbol? ¡Pero si ese animal los derriba para divertirse!

– Los riscos. -Señalé la pared de roca que bordeaba esa parte del bosque-. Vamos.

Nos dirigimos hacia la base de la pared, tropezando con los surcos y saltando árboles caídos. Oía el resonante gruñido del draccus a nuestras espaldas. Giré la cabeza para echar un vistazo, pero el draccus todavía no había salido del bosque.

Llegamos a la base del risco y empecé a buscar un trozo de pared por el que ambos pudiéramos escalar. Tras un largo y frenético minuto, salimos de unas tupidas matas de zumaque y vimos una franja de tierra muy revuelta. El draccus había estado cavando allí.

– ¡Mira! -Denna señaló una fractura en la pared de roca, una profunda grieta de medio metro de anchura. Era lo bastante grande para que se metiera por ella una persona, pero demasiado estrecha para que lo hiciera un lagarto gigantesco. En la pared había marcas de zarpazos, y rocas sueltas esparcidas por el suelo revuelto.

Denna y yo nos colamos por aquella estrecha abertura. Dentro estaba oscuro: la única luz que se veía era la de una pequeña franja de cielo azul sobre nuestras cabezas. Seguí avanzando, y en varias ocasiones tuve que ponerme de lado para pasar. Cuando separé las manos de las paredes, vi que las tenía cubiertas de hollín. Por lo visto, al no poder entrar, el draccus había escupido fuego en aquel angosto pasadizo.

Unos cuatro metros más allá, la grieta se ensanchaba un poco.

– Ahí hay una escalerilla -dijo Denna-. Voy a subir por ella. Si esa bestia nos lanza fuego, será como si lloviera en un barranco.

Trepó por la escalerilla, y yo la seguí. La escalerilla era rudimentaria pero resistente, y unos seis metros más allá daba a un trozo de suelo plano. Estábamos rodeados de piedra negra por tres costados, pero más abajo se veían perfectamente la cabana en ruinas y los árboles destrozados. Había una caja de madera puesta contra la pared de roca.

– ¿Lo ves? -preguntó Denna mirando hacia abajo-. Dime que no me he desollado las rodillas para nada.

Oí un débil fffuuu y noté una oleada de aire caliente en la espalda. El draccus volvió a gruñir, y otro chorro de fuego corrió por la estrecha grieta. Entonces oímos un chirrido de uñas arañando pizarra: el draccus estaba furioso y rascaba la base de la pared.

Denna me lanzó una mirada expresiva.

– Inofensivo.

– No nos busca a nosotros -dije-. Ya lo has visto. Ya había arañado esa pared mucho antes de que nosotros llegáramos aquí.

Denna se sentó.

– ¿Qué es esto?

– Una especie de atalaya -respondí-. Desde aquí se ve todo el valle.

– Es obvio que es una atalaya -replicó ella dando un suspiro-. Me refiero a este sitio.

Abrí la caja de madera que estaba en el suelo. Dentro había una basta manta de lana, un odre lleno de agua, un poco de cecina y una docena de flechas de ballesta condenadamente afiladas.

– No lo sé -confesé-. Quizá ese tipo fuera un fugitivo.

Dejaron de oírse ruidos. Denna y yo nos asomamos y contemplamos el devastado valle. Al final el draccus se apartó de la pared del risco. Caminaba despacio, y su inmenso cuerpo iba abriendo un surco irregular en el suelo.

– No se mueve tan deprisa como anoche -observé-. A lo mejor es verdad que está enfermo.

– Quizá esté cansado después de un duro día tratando de alcanzarnos y matarnos. -Me miró-. Siéntate. Me estás poniendo nerviosa. Vamos a quedarnos un rato aquí.

Me senté, y vimos cómo el draccus avanzaba lenta y pesadamente hacia el centro del valle. Fue hasta un árbol de unos nueve metros de alto y lo derribó sin apenas esfuerzo.

Entonces empezó a comérselo, primero las hojas. Luego se puso a masticar las ramas del grosor de mi muñeca con la misma facilidad con que una oveja arrancaría un puñado de hierba. Cuando el tronco quedó por fin desnudo, supuse que el draccus tendría que parar. Pero mordió con su enorme boca, plana, un extremo del tronco y retorció el inmenso cuello. El tronco se astilló y se partió, y el draccus se quedó con un trozo grande pero manejable que se tragó casi entero.

Denna y yo aprovechamos la oportunidad para comer también un poco. Solo pan ácimo, salchicha y el resto de las zanahorias. No me atreví a tocar la comida de la caja, porque cabía la posibilidad que el tipo que vivía allí estuviera tirando a loco.

– De todas formas, me extraña que nunca lo haya visto nadie de por aquí -dijo Denna.

– Es probable que alguien lo haya visto desde lejos -conjeturé-. El porquero dijo que todo el mundo sabía que en estos bosques había algo peligroso. Deben de pensar que es un demonio o cualquier tontería por el estilo.

Denna me miró con una sonrisa burlona en los labios.

– Vaya cosas dice el tipo que vino aquí buscando a los Chan-drian.

– Eso es diferente -protesté acalorado-. Yo no voy por ahí contando cuentos de hadas ni tocando hierro. He venido para averiguar la verdad. He venido para encontrar fuentes de información más fiables que las historias que circulan por ahí.

– No pretendía ofenderte -se disculpó Denna, sorprendida. Volvió a mirar hacia abajo-. La verdad es que es un animal increíble.

– Cuando leí ese libro sobre los draccus, no me creí lo del fuego -admití-. Me pareció un poco rocambolesco.

– ¿Más rocambolesco que un lagarto del tamaño de un carro?

– Eso solo es cuestión de tamaño. Pero el fuego no es algo natural. ¿Dónde guarda ese fuego, por ejemplo? Es evidente que no arde dentro de él.

– ¿Eso no lo explicaban en ese libro que leíste?

– El autor hacía algunas conjeturas, pero nada más. No podía cazar un draccus para diseccionarlo.

– Claro -dijo Denna mientras observaba cómo el draccus derribaba sin esfuerzo otro árbol y empezaba a comérselo-. ¿Con qué clase de red o de jaula podría retenerlo?

– Pero tenía algunas teorías interesantes -proseguí-. Ya debes de saber que el estiércol de vaca desprende un gas inflamable, ¿no?

Denna giró la cabeza y rió.

– No. ¿En serio?

Asentí, sonriente.

– Los niños de las granjas sueltan chispas sobre las cagadas de vaca recientes y las hacen arder. Por eso los granjeros han de tener mucho cuidado cuando almacenan el estiércol. El gas puede acumularse y explotar.

– Yo soy una chica de ciudad -dijo ella riendo-. Nosotros no jugábamos a esas cosas.

– Pues tú te lo perdiste. El autor sugería que el draccus podría almacenar ese gas en una especie de vejiga. La cuestión está en saber cómo enciende ese gas. El autor apunta una idea ingeniosa sobre el arsénico. Lo cual tiene sentido, desde la química. Si combinas arsénico y gas de hulla, explota. Así es como se producen las luces de metano en los pantanos. Pero creo que eso no es del todo razonable. Si el draccus tuviera tanto arsénico en el cuerpo, se envenenaría.

– Aja -dijo Denna sin dejar de observar al draccus.

– Pero si te fijas, lo único que necesita es una pequeña chispa para inflamar el gas -continué-. Y existen muchos animales capaces de crear suficiente fuerza galvánica para crear una chispa. Las anguilas, por ejemplo, pueden generar la suficiente para matar a un hombre, y solo tienen medio metro de longitud. -Señalé al draccus-. Seguro que un animal así de grande puede generar la suficiente para producir una chispa.

Esperaba impresionar a Denna con mi ingeniosidad, pero ella parecía distraída con la escena de abajo.

– No me escuchas, ¿verdad?

– No mucho -reconoció; se volvió hacia mí y me sonrió-. Mira, yo lo encuentro perfectamente lógico. Come madera. La madera arde. ¿Por qué no iba a escupir fuego?

Mientras trataba de dar con una respuesta para eso, Denna apuntó hacia el valle.

– Mira esos árboles de allí. ¿Les ves algo raro?

– ¿Aparte de que están destrozados y medio comidos? -pregunté-. Pues no, no les veo nada raro.

– Mira cómo están distribuidos. Es difícil verlo porque está todo destrozado, pero parece como si crecieran en hileras. Como si los hubieran plantado.

Me fijé bien y comprobé que gran parte de los árboles estaban dispuestos en hileras antes de que llegara el draccus. Una docena de hileras con una veintena de árboles cada una. De la mayoría ya solo quedaban tocones o agujeros vacíos.

– ¿Por qué plantaría alguien árboles en medio de un bosque? -caviló Denna-. Esto no es un huerto de árboles frutales. ¿Has visto fruta por alguna parte?

Negué con la cabeza.

– Y esos árboles son los únicos que se ha comido el draccus -añadió-. Hay un gran claro en el centro. Los otros los derriba, pero esos los derriba y se los come. -Entornó los ojos-. ¿Qué árbol se está comiendo ahora?

– Desde aquí no lo veo -dije-. ¿Un arce? ¿Será goloso?

Miramos un poco más, y entonces Denna se levantó.

– Bueno, lo importante es que ya no puede lanzarnos fuego. Vamos a ver qué hay al final de esa grieta. Me parece que por allí se sale de aquí.

Bajamos por la escalerilla y avanzamos lentamente por el fondo de la pequeña grieta, que se prolongaba unos seis metros más antes de desembocar en un diminuto cañón con altísimas paredes verticales por todos los lados.

No había salida, pero era evidente que alguien lo utilizaba para algo. Habían arrancado las plantas, dejando un suelo de tierra apisonada. Habían excavado dos hoyos para hacer fuego, y encima de ellos, sobre unas plataformas de ladrillo, había unos grandes cazos metálicos. Se parecían un poco a las cubas que usan los matarifes para derretir el sebo. Pero esos cazos eran anchos, planos y poco profundos, como moldes para preparar pasteles inmensos.

– ¡Sí! ¡Es goloso! -dijo Denna riendo-. Ese tipo hacía caramelos de arce aquí. O jarabe.

Me acerqué un poco más. Había cubos tirados por el suelo, unos cubos que podrían haber servido para transportar la savia de arce para luego hervirla. Abrí la puerta de un diminuto y destartalado cobertizo y vi más cubos, unas largas palas de madera para remover la.savia, raspadores para sacarla de los cazos…

Pero algo no encajaba. En el bosque había muchísimos arces. No tenía sentido que los cultivaran. Y ¿por qué escoger un sitio tan apartado?

Quizá el tipo aquel estaba simplemente loco. Cogí uno de los raspadores y lo examiné. El borde estaba manchado de negro, como si hubieran raspado brea con él…

– ¡Puaj! -dijo Denna detrás de mí-. Qué amargo. Me parece que se le quemó.

Me volví y vi a Denna de pie junto a uno de los hoyos. Había arrancado un gran disco de materia pegajosa del fondo de uno de los cazos y le había dado un mordisco. Era negro, y no del color ámbar oscuro del caramelo de arce.

De pronto entendí qué estaba pasando allí.

– ¡No!

Denna me miró, sorprendida.

– No está tan malo -dijo con la boca llena-. Tiene un sabor raro, pero no es desagradable.

Fui hacia ella, le di un manotazo y le tiré el disco al suelo. Denna me miró con enojo.

– ¡Escupe! -le ordené-. ¡Rápido! ¡Es veneno!

Su expresión pasó del enojo al terror en una milésima de segundo. Abrió la boca y escupió el trozo de materia negra al suelo. Luego escupió una saliva espesa y negra. Le puse la botella de agua en las manos.

– Enjuágate la boca -dije-. Enjuágatela bien y escupe.

Denna cogió la botella, y entonces recordé que estaba vacía. Nos habíamos terminado el agua con la comida.

Eché a correr, tropezando por el estrecho sendero. Subí por la escalerilla a toda prisa, cogí el odre de agua y regresé al estrecho cañón.

Denna estaba sentada en el suelo del cañón, pálida y con cara de susto. Le puse el odre en las manos, y ella bebió tan deprisa que se atragantó; entonces hizo unas arcadas y escupió.

Metí la mano en una de las hogueras, hundiéndola en las cenizas hasta que encontré los carbones que todavía no se habían quemado. Saqué un puñado. Agité la mano para desprender las cenizas, y entonces se los puse en las manos a Denna.

– Cómete esto -dije.

Denna me miró sin comprender.

– ¡Cómetelo! -Tendí la mano y la agité-. ¡Si no masticas esto y te lo tragas, te dejaré inconsciente de un puñetazo y te lo meteré yo mismo por la garganta! -Me puse unos cuantos carbones en la boca-. Mira, no pasa nada. Hazlo. -Suavicé el tono de voz, suplicando en lugar de ordenar-. Confía en mí, Denna,

Cogió unos carbones y se los metió en la boca. Pálida y con ojos llorosos, masticó un puñado y bebió un sorbo de agua para tragárselos haciendo muecas.

– ¡Maldita sea! Están cosechando ofalo -dije-. Qué idiota he sido de no darme cuenta antes.

Denna fue a decir algo, pero la corté:

– No hables. Sigue comiendo. Todo lo que puedas.

Asintió con solemnidad, con los ojos muy abiertos. Masticaba, hacía unas cuantas arcadas y se tragaba el carbón con otro sorbo de agua. Se comió una docena de bocados seguidos, y luego volvió a enjuagarse la boca.

– ¿Qué es el ofalo? -me preguntó con un hilo de voz.

– Una droga. Eso son árboles de denner. Lo que tenías en la boca era resina de denner. -Me senté a su lado. Me temblaban las manos. Las apoyé, planas, sobre mis piernas para disimular el temblor.

Denna se quedó callada. Todo el mundo sabía qué era la resina de denner. En Tarbean, los matarifes tenían que ir a recoger los rígidos cadáveres de los consumidores de denner que morían por sobredosis en los callejones y los portales del Puerto.

– ¿Cuánta has tragado? -pregunté.

– Solo la estaba masticando, como si fuera tofe. -Volvió a palidecer-. Aún me queda una poca enganchada en los dientes.

Toqué el odre de agua.

– Sigue enjuagándote.

Denna deslizó el agua de una mejilla a otra; luego la escupió y repitió la operación. Intenté calcular cuánta droga habría ingerido, pero había demasiadas variables: no sabía cuánta había tragado, ni si la resina estaba muy refinada, ni si los granjeros la habían filtrado o purificado.

Denna movió la boca, pasándose la lengua por los dientes.

– Vale. Ya estoy limpia.

Solté una risa forzada.

– Estás todo menos limpia -dije-. Tienes la boca negra. Pareces una cría que haya estado jugando en la carbonera.

– Mira quién habla -replicó-. Tú pareces un deshollinador. -Alargó un brazo para tocarme un hombro, desnudo. Debía de haberme roto la camisa al rozarme contra la roca cuando salí corriendo a buscar el odre de agua. Denna esbozó una débil sonrisa que no alcanzó a sus ojos-. ¿Por qué me has hecho comer carbón?

– El carbón es como una esponja química -expliqué-. Absorbe las drogas y los venenos.

Denna se animó un poco.

– ¿Todos?

Me planteé mentir, pero preferí no hacerlo.

– La mayoría. Te lo has comido muy deprisa. Absorberá gran parte de la resina que te has tragado.

– ¿Cuánta?

– Más de la mitad. Con suerte, un poco más. ¿Cómo te encuentras?

– Estoy asustada. Me tiembla todo. Pero aparte de eso, no noto nada. -Se removió, nerviosa, donde estaba sentada y puso la mano encima del pegajoso disco de resina de denner que se le había caído de la mano. Lo alejó de sí y se limpió la mano en los pantalones-. ¿Cuánto tardaremos en saberlo?

– No sé si estaba muy refinada -dije-. Si todavía estaba sin tratar, tu organismo tardará más en procesarla. Y eso sería bueno, porque los efectos se extenderían durante un periodo de tiempo más largo.

Le busqué el pulso en el cuello. Lo tenía muy acelerado, lo cual no me indicaba nada. Yo también lo tenía muy rápido.

– Mira allí. -Señalé con una mano y le examiné los ojos. Sus pupilas tardaban un poco en reaccionar a la luz. Le puse una mano en la cabeza y, con el pretexto de levantarle un poco un párpado, le apreté el cardenal que tenía en la sien, con fuerza. Denna no pestañeó ni dio el más leve indicio de que le hubiera hecho daño.

– Creía que eran imaginaciones mías -dijo Denna mirándome a los ojos-. Pero es verdad: tus ojos cambian de color. Normalmente son de color verde intenso, con un círculo dorado alrededor de la pupila…

– Los he heredado de mi madre -dije.

– Pero te he estado observando. Ayer, cuando se te rompió el mango de la bomba en la mano, se volvieron de un verde apagado, turbio. Y cuando el porquero hizo ese comentario sobre los Ruh, se oscurecieron un instante. Creí que solo era la luz, pero ahora veo que no.

– Me sorprende que te hayas fijado -dije-. La única persona que lo ha mencionado alguna vez fue un viejo maestro que tuve. Y era arcanista, así que su trabajo, en gran medida, consistía en fijarse en las cosas.

– Bueno, también es mi trabajo fijarme en tus cosas. -Ladeó un poco la cabeza-. Seguro que a la gente le llama la atención tu cabello. Es tan brillante. Muy… llamativo. Y tienes una cara muy expresiva. Siempre la controlas; hasta controlas el comportamiento de tus ojos. Pero no el color. -Esbozó una sonrisa-. Ahora los tienes pálidos. Como una helada verde. Debes de estar muy asustado.

– Debe de ser lujuria -dije con aspereza-. No pasa a menudo que una chica me deje acercarme tanto a ella.

– Me dices siempre unas mentiras maravillosas. -Denna desvió la mirada hacia sus manos-. ¿Me voy a morir?

– No -contesté con firmeza-. Claro que no.

– ¿Te importaría…? -Me miró y volvió a sonreír; tenía los ojos llorosos, pero las lágrimas no se desbordaban-. ¿Te importaría decírmelo en voz alta?

– No te vas a morir -dije poniéndome en pie-. Ven. Vamos a ver si nuestro amigo el lagarto se ha marchado ya.

Quería que Denna se moviera y se distrajera, así que bebimos un poco de agua y volvimos a la atalaya. El draccus dormía tumbado al sol.

Aproveché la ocasión para coger la manta y la cecina y guardarlas en mi macuto.

– Antes no me ha parecido bien robarle a un muerto -dije-, Pero ahora…

– Al menos ahora sabemos por qué se escondía en las quimbambas con una ballesta y una atalaya y todo eso -comentó Denna-. Hemos resuelto un pequeño misterio.

Empecé a cerrar el macuto, pero entonces, pensándolo mejor, me guardé también las flechas de ballesta.

– ¿Para qué quieres eso? -me preguntó Denna.

– Valen dinero -dije-. Estoy en deuda con un personaje peligroso. Me vendría bien un poco de… -No terminé la frase; estaba pensando.

Denna me miró, y vi que llegaba a la misma conclusión que yo.

– ¿Sabes cuánto puede valer toda esa resina? -me preguntó.

– Pues no -contesté pensando en los treinta cazos, cada uno con una lámina de negra y pegajosa resina solidificada en el fondo, del tamaño de un plato-. Estoy intentando calcularlo.

Denna se meció sobre las plantas de los pies.

– Mira, Kvothe, no sé qué hacer. He visto a muchas chicas que se habían quedado colgadas de esa cosa. Necesito dinero. -Soltó una amarga risotada-. Ahora mismo ni siquiera tengo una muda de ropa. -Parecía preocupada-. Pero no sé si la necesito tan desesperadamente.

– Yo estoy pensando en los boticarios -me apresuré a decir-. La refinarían para hacer medicinas. Es un analgésico muy potente. No nos la pagarían tan bien como si se la vendiéramos a otra clase de gente, pero aun así, media lámina…

Denna sonrió abiertamente.

– Me encantaría llevarme media lámina. Sobre todo ahora que mi misterioso mecenas ha desaparecido.

Volvimos al cañón. Esa vez, al salir del estrecho pasadizo, vi los cazos de evaporación desde otra perspectiva. Ahora, cada uno equivalía a una pesada moneda en mi bolsillo. La matrícula del siguiente bimestre, ropa nueva, liberarme de mi deuda con Devi…

Vi que Denna contemplaba las bandejas con la misma fascinación que yo, aunque ella lo hacía con una mirada un tanto más vidriosa.

– Con esto podría vivir cómodamente todo un año -caviló-. Sin deberle nada a nadie.

Fui al cobertizo de las herramientas y cogí un raspador para cada uno. Nos pusimos a trabajar y, pasados unos minutos, habíamos juntado todas las láminas, negras y pegajosas, en un taco del tamaño de un melón.

Denna se estremeció un poco y me miró, sonriente. Tenía las mejillas arreboladas.

– De pronto me siento muy bien. -Se cruzó de brazos y se frotó los hombros con las manos-. Muy bien, de verdad. Y no creo que sea solo de pensar en todo ese dinero.

– Es la resina -dije-. El que haya tardado tanto en hacerte efecto es una buena señal. Si hubiera pasado antes, me habría preocupado. -La miré con seriedad-. Escúchame bien. Necesito que me digas si notas presión en el pecho, o si te cuesta respirar. Mientras no notes ninguno de esos dos síntomas, todo irá bien.

Denna asintió; luego inspiró hondo y soltó el aire despacio.

– ¡Oh, Ordal, dulce ángel que estás en las alturas! ¡Qué bien me siento! -Me miró con aprensión, pero sin dejar de sonreír-. ¿Voy a volverme adicta a esto?

Negué con la cabeza, y Denna suspiró aliviada.

– ¿Sabes qué es lo peor? Me asusta volverme adicta, pero no me importa estar asustada. Nunca me había sentido como ahora. No me extraña que nuestro escamoso amiguito siga viniendo aquí a buscar más…

– Tehlu misericordioso -dije-. No se me había ocurrido. Por eso arañaba la pared de roca e intentaba entrar aquí. Huele la resina. Lleva dos ciclos comiendo árboles, tres o cuatro todos los días.

– El mayor adicto al denner jamás visto. Viene aquí a buscar su dosis. -Denna rió, y de pronto compuso una expresión de horror-. ¿Cuántos árboles quedaban?

– Dos o tres -dije pensando en las hileras de agujeros y tocones-. Pero quizá se haya comido otro en este rato.

– ¿Alguna vez has visto a un adicto al denner con síndrome de abstinencia? -Tenía la cara desencajada-. Se vuelven locos.

– Ya lo sé -dije, y me acordé de la chica a la que había visto bailar desnuda sobre la nieve, en Tarbean.

– ¿Qué crees que hará cuando se acaben los árboles?

Pensé largo rato.

– Irá a buscar más. Y estará desesperado. Y sabe que en el último sitio donde encontró los árboles había una casita que olía a humanos… Tendremos que matarlo.

– ¿Matarlo? -Denna rió, y luego se tapó la boca con ambas manos-. ¿Con qué? ¿Con mi bonita voz y tus varoniles bravatas? -Se puso a reír incontroladamente, pese a que todavía se tapaba la boca con las manos-. Lo siento, Kvothe. ¿Cuánto rato voy a estar así?

– No lo sé. Los efectos del ofalo son euforia…

– Ya lo creo. -Me guiñó un ojo, sonriente.

– Seguida de manía, un poco de delirio si la dosis es lo bastante elevada, y luego agotamiento.

– Quizá pueda dormir toda la noche, para variar. No me dirás en serio que quieres matar esa cosa. ¿Qué vas a utilizar? ¿Un palito puntiagudo?

– No puedo dejar que campe a sus anchas. Trebon está a solo unos ocho kilómetros de aquí. Y hay algunas granjas más cerca. Piensa en los estragos que podría causar.

– Pero ¿cómo? -insistió-. ¿Cómo se mata a un bicho como ese?

Volví al cobertizo.

– Si tenemos suerte y ese tipo tuvo la prudencia de comprar otra ballesta… -Empecé a buscar, lanzando cosas por la puerta. Palas de remover, cubos, raspadores, una pala, más cubos, un barril…

El barril era del tamaño de un barril de cerveza. Lo saqué del cobertizo y abrí la tapa. En el fondo había un saco de hule con una gran masa pegajosa de negra resina de denner; al menos había el cuádruple de la que Denna y yo habíamos rascado de los cazos.

Levanté el saco y lo dejé en el suelo, manteniéndolo abierto para que Denna pudiera ver en el interior. Asomó la cabeza, emitió un grito de asombro y dio un respingo.

– ¡Ahora podré comprarme un pony! -exclamó riendo.

– No sé si te comprarás un pony -dije mientras hacía cálculos mentales-. Pero creo que antes de que nos repartamos el dinero, deberíamos comprarte una buena arpa. Y no una triste lira.

– ¡Sí! -dijo Denna, y me dio un fogoso abrazo-. Y a ti te compraremos… -Me miró con curiosidad; su cara, cubierta de hollín, estaba a escasos centímetros de la mía-. ¿Qué quieres tú?

Antes de que pudiera hacer ni decir nada, el draccus volvió a rugir.

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