56 Mecenas, doncellas y metheglin

Encordé mi laúd. Eso me sirvió de distracción mientras Stanchion recogía las opiniones del público. Mis manos realizaban los rutinarios movimientos necesarios para retirar la cuerda rota mientras yo sufría y me inquietaba. Los aplausos ya habían cesado, y volvían a asaltarme las dudas. ¿Bastaba una canción para demostrar mi habilidad? ¿Y si la reacción del público se había debido al poder de la canción y no a mi interpretación? ¿Y mi improvisado final? Quizá la canción solo me había parecido terminada a mí…

Retiré la cuerda rota, la examiné y todos mis pensamientos cayeron al suelo hechos un revoltijo.

La cuerda no estaba gastada ni deteriorada, como yo creía. El extremo roto tenía un filo limpio, como si la hubieran cortado con un cuchillo o con unas tijeras.

Me quedé un rato mirándola, embobado. ¿Habría tocado alguien mi laúd? Imposible. Nunca lo perdía de vista. Además, había comprobado el estado de las cuerdas antes de salir de la Universidad, y otra vez antes de subir al escenario. Entonces, ¿qué había pasado?

Le estaba dando vueltas a esa idea cuando me percaté de que el público guardaba silencio. Levanté la cabeza y vi a Stanchion subiendo el último escalón del escenario. Me puse rápidamente en pie.

La expresión de Stanchion era agradable, pero difícil de desci: frar. Se me hizo un nudo en el estómago cuando lo vi venir hacia mí, pero el nudo se deshizo cuando Stanchion me tendió una mano tal como había hecho con los otros dos músicos que no habían conseguido el caramillo de plata.

Compuse mi mejor sonrisa y alargué un brazo para estrecharle la mano a Stanchion. Yo era hijo de mi padre, y un artista itinerante. Aceptaría mi rechazo con la dignidad de los Edena Ruh. Había más posibilidades de que la tierra se abriese y se tragara ese rutilante y famoso lugar que de que yo dejara entrever ni una pizca de decepción.

Y entre el público estaba Ambrose. La tierra tendría que tragarse el Eolio, Imre y todo el mar de Centhe antes de que yo le proporcionara la más mínima satisfacción.

Así que sonreí y le estreché la mano a Stanchion. Al hacerlo, noté algo duro en la palma de la mano. Miré hacia abajo y vi un destello de plata. Mi caramillo.

La cara que puse debió de ser un poema. Miré a Stanchion, y él me guiñó un ojo.

Me di la vuelta y sostuve el caramillo en alto para que pudieran verlo todos. El Eolio volvió a rugir. Esa vez era un rugido de bienvenida.


– Tienes que prometerme -me dijo Simmon, muy serio y con los ojos enrojecidos- que no volverás a tocar esa canción sin avisarme. Nunca.

– ¿Tan mal lo he hecho? -pregunté, sonriente.

– ¡No! -dijo Simmon, casi gritando-. Es que… Yo nunca… -No encontraba las palabras. Entonces agachó la cabeza y rompió a llorar a lágrima viva, tapándose la cara con ambas manos.

Wilem le puso un brazo sobre los hombros a Simmon, que se apoyó sin vergüenza en el hombro de su amigo.

– Nuestro amigo Simmon tiene un corazón frágil -dijo Wil con dulzura-. Creo que lo que quería decir es que le ha gustado mucho.

Me fijé en que Wilem también tenía los ojos enrojecidos. Le puse una mano en la espalda a Simmon.

– A mí también me conmocionó mucho la primera vez que la oí -confesé-. Mis padres la tocaron con motivo de las Fiestas del Solsticio de Invierno cuando yo tenía nueve años, y después estuve dos horas destrozado. Tuvieron que suprimir mi papel en El porquero y el ruiseñor porque no estaba en condiciones para actuar.

Simmon asintió e hizo un gesto que parecía sugerir que estaba bien, pero que no creía que pudiera hablar durante un rato, así que era mejor que yo siguiera con lo que estuviese haciendo.

Miré otra vez a Wilem.

– No me acordaba de que produce ese efecto en algunas personas -dije de manera poco convincente.

– Recomiendo scutten -dijo Wilem sin rodeos-. Rabón, si prefieres la lengua vulgar. Pero creo recordar que prometiste que si esta noche ganabas tu caramillo nos llevarías flotando a casa. Lo cual me preocupa, porque resulta que llevo mis zapatos de plomo, los de beber.

Oí a Stanchion riendo detrás de mí.

– Estos deben de ser tus dos amigos no castrati. -A Simmon le sorprendió tanto que lo llamaran «no castrato» que se recompuso un poco, frotándose la nariz con la manga.

– Wilem, Simmon, os presento a Stanchion. -Simmon inclinó la cabeza. Wilem hizo una contenida reverencia-. Stanchion, ¿nos acompañas a la barra? Les he prometido invitarlos a una copa.

– A unas copas -puntualizó Wilem-. En plural.

– Lo siento. A unas copas -me corregí-. De no ser por ellos, yo no estaría hoy aquí.

– Ah -dijo Stanchion con una sonrisa-. Son tus mecenas. Lo entiendo perfectamente.


La jarra de la victoria resultó ser la misma que la de consolación. Ya me la tenían preparada cuando Stanchion consiguió por fin abrirnos paso entre la multitud hasta nuestros nuevos asientos en la barra. Hasta se empeñó en invitar a Simmon y a Wilem a scutten, argumentando que los mecenas también tenían derecho a las prebendas de la victoria. Le di las gracias efusivamente, pensando en lo rápido que se estaba vaciando mi bolsa.

Mientras esperábamos a que les sirvieran las bebidas, intenté mirar con curiosidad en el interior de mi jarra y comprendí que, para lograrlo, tendría que ponerme de pie en el taburete mientras la jarra estuviera encima de la barra.

– Es metheglin -me informó Stanchion-. Pruébalo, y ya me darás las gracias más tarde. En mi pueblo dicen que los muertos serían capaces de volver del más allá para dar un trago de eso.

Hice como si me tocara el ala de un sombrero imaginario.

– A tu salud -dije.

– A la tuya y a la de tu familia -repuso él con educación.

Bebí un sorbo para recuperarme, y me pasó algo maravilloso en la boca: miel de primavera, clavo, cardamomo, canela, uvas, manzanas asadas, peras dulces y fresca agua de manantial. Eso es lo único que puedo decir del metheglin. Si no lo habéis probado nunca, lamento no poder describirlo mejor. Si lo habéis probado, no necesitáis que os recuerde a qué sabe.

Me alivió comprobar que el rabón lo habían servido en vasos de tamaño mediano; también había uno para Stanchion. Si a mis amigos les hubieran servido jarras de ese vino tinto, habría necesitado una carretilla para llevármelos al otro lado del río.

– ¡Por Savien! -exclamó Wilem.

– ¡Bien dicho! -dijo Stanchion levantando su vaso.

– Por Savien… -consiguió decir Simmon con un sollozo ahogado.

– …y por Aloine -dije yo, y levanté con dificultad mi enorme jarra para entrechocarla con sus vasos.

Stanchion se bebió su scutten con un desparpajo que hizo que se me saltaran las lágrimas.

– Bueno -dijo-. Antes de dejarte en manos de tus pares para que puedan adularte, tengo que preguntarte una cosa. ¿Dónde has aprendido a hacer eso? Me refiero a tocar con una cuerda menos.

Pensé un momento.

– ¿Quieres la versión larga o la corta?

– Creo que de momento me contentaré con la corta.

Sonreí.

– En ese caso, es algo que aprendí. -Hice un ademán desenfadado, como si lanzara algo-. Un vestigio de mi disipada juventud.

Stanchion me miró a los ojos, risueño.

– Supongo que me lo merezco. La próxima vez te pediré la versión larga. -Respiró hondo y echó un vistazo a la sala; su pendiente de oro osciló y lanzó unos destellos-. Voy a ocuparme de la clientela. Intentaré evitar que vengan todos a la vez a verte.

Sonreí con alivio.

– Gracias, señor.

Stanchion sacudió la cabeza y le hizo una seña a un camarero que estaba detrás de la barra, quien rápidamente fue a buscarle su jarra.

– Hasta hace poco, estaba bien que me llamaras «señor». Pero a partir de ahora, llámame Stanchion. -Volvió a mirarme; yo sonreí y asentí-. Y ¿cómo tengo que llamarte yo a ti?

– Kvothe -contesté-. Kvothe a secas.

– ¡Por Kvothe! -brindó Wilem a mis espaldas.

– Y por Aloine -añadió Simmon, y rompió a llorar apoyando la cabeza en un brazo.


El conde Threpe fue uno de los primeros en venir a verme. De cerca parecía más bajo y más viejo. Pero estaba muy animado y no paraba de reír mientras hablaba de mi canción.

– ¡Y entonces se rompió! -dijo gesticulando exageradamente-. Y me dije: «¡Ahora no! ¡Tan cerca del final no!». Pero vi que te habías hecho sangre en la mano, y noté un vacío en el estómago. Nos miraste, miraste las cuerdas, y el silencio fue apoderándose de todo. Entonces volviste a poner las manos en el laúd, y me dije: «Qué chico tan valiente. Demasiado valiente. Él no sabe que no puede salvar el final de una canción rota con un laúd roto». ¡Pero lo hiciste! -Rió como si yo le hubiera gastado una broma al mundo, y dio unos pasitos de baile.

Simmon, que había parado de llorar y que iba camino de pillar una borrachera descomunal, rió con el conde. Wilem no sabía qué pensar de aquel individuo, y lo observaba con expresión seria.

– Un día tienes que venir a tocar a mi casa -me propuso Threpe, y rápidamente levantó una mano-. No vamos a hablar de eso ahora, porque no quiero robarte más tiempo. -Sonrió-. Pero antes de irme, quiero hacerte una última pregunta: ¿cuántos años pasó Savien con los Amyr?

No tuve que pensar la respuesta.

– Seis. Tres años demostrando su valía, y otros tres entrenándose.

– ¿Te parece que seis es un buen número?

No sabía adonde quería llegar.

– El seis no es precisamente un número de la suerte -dije tentativamente-. Si lo que buscamos es un buen número, yo subiría a siete. -Me encogí de hombros-. O bajaría a tres.

Threpe reflexionó golpeándose la barbilla con un dedo.

– Tienes razón. Pero si pasó seis años con los Amyr significa que volvió con Aloine al séptimo año. -Metió una mano en un bolsillo y sacó un puñado de calderilla de, al menos, tres monedas diferentes. Cogió siete talentos y me los puso en la mano.

– Señor, no puedo aceptar su dinero -balbuceé. Lo que me había sorprendido no era el dinero, sino la cantidad.

Threpe me miró con desconcierto.

– ¿Por qué no?

Me quedé un momento con la boca abierta. No sabía qué contestar.

Threpe rió y me cerró la mano con las monedas en la palma.

– No es un premio por tu actuación. Bueno, sí lo es, pero en realidad es más bien un incentivo para que sigas practicando, para que sigas mejorando. Lo hago por la música.

Se encogió de hombros.

– Verás, un laurel necesita agua para crecer. En eso no puedo intervenir. Pero puedo ayudar a unos cuantos músicos a que no se mojen cuando llueve, ¿no? -Sus labios dibujaron una picara sonrisa-. Dios se ocupa de los laureles y de mantenerlos húmedos.

Yo me ocupo de los músicos y de mantenerlos secos. Y otras mentes más sabias que la mía decidirán cuándo han de juntarse unos y otros.

Me quedé un momento callado.

– Me parece que es usted más sabio de lo que cree.

– Bueno -replicó él tratando de no parecer complacido-. Mira, no dejes que se entere mucha gente, o empezarán a esperar que haga grandes cosas. -Se dio la vuelta y el gentío se lo tragó rápidamente.

Me guardé los siete talentos en el bolsillo y sentí que me quitaba un gran peso de encima. Fue como una anulación de la sentencia. Quizá literalmente, pues no tenía ni idea de lo que habría podido hacer Devi para obligarme a liquidar mi deuda con ella. Respiré despreocupadamente por primera vez en dos meses. Era una sensación muy agradable.

Cuando Threpe se marchó, uno de los músicos ya consagrados vino a felicitarme. Después lo hizo un prestamista ceáldico que me estrechó la mano y me invitó a una copa.

Luego vinieron un noble, otro músico y una hermosa joven que pensé que quizá fuera mi Aloine hasta que oí su voz. Era la hija de un prestamista de la ciudad y charlamos un rato. Casi se me olvidó besarle la mano al despedirnos.

Al cabo de un rato las caras se confundían. Uno a uno, vinieron a ofrecerme sus respetos, felicitaciones, apretones de manos, consejos, envidia y admiración. Aunque Stanchion cumplió su palabra y se las ingenió para que no se abalanzaran todos sobre mí en masa, al poco rato empezó a costarme distinguir quién era quién. Y el metheglin no me ayudaba mucho.

No estoy seguro de cuánto rato tardé en decidir ir en busca de Ambrose. Tras recorrer el local con la mirada, di codazos a Sim-mon, que estaba jugando con unos ardites con Wilem, hasta que levantó la cabeza.

– ¿Dónde está nuestro mejor amigo? -le pregunté.

Simmon me miró sin comprender, y me di cuenta de que estaba demasiado borracho para captar mi sarcasmo.

– Ambrose -aclaré-. ¿Dónde se ha metido Ambrose?

– Se ha largado -anunció Wilem con un deje de belicosidad-. En cuanto has terminado de tocar. Antes incluso de que te dieran el caramillo.

– Lo sabía. Ambrose lo sabía -dijo Simmon muy complacido-. Sabía que lo conseguirías y no ha soportado ver cómo te lo entregaban.

– Tenía mal aspecto cuando ha salido -dijo Wilem con malicia-. Estaba pálido y tembloroso. Como si se hubiera enterado de que alguien había estado meando en su vaso toda la noche.

– A lo mejor es verdad -dijo Simmon con una malicia poco habitual en él-. Yo lo habría hecho.

– ¿Tembloroso, dices? -pregunté.

Wilem asintió.

– Temblaba. Como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Se apoyaba en el brazo de Linten.

Esos síntomas me sonaban de algo. Eran los mismos que los de la tiritona del simpatista. Empezó a formarse una sospecha en mi mente. Imaginé a Ambrose oyéndome interpretar la canción más hermosa que jamás había oído, y comprendiendo que estaba a punto de hacerme con el caramillo de plata.

Ambrose no podía hacer nada demasiado obvio, pero quizá encontrara un hilo suelto, o una astilla larga de la mesa. Cualquiera de esas dos cosas solo le habrían proporcionado un débil vínculo simpático con la cuerda de mi laúd: uno por ciento como mucho, y quizá solo una décima parte de eso.

Imaginé a Ambrose extrayendo el calor de su cuerpo, concentrándose mientras, poco a poco, el frío se extendía por sus brazos y sus piernas. Lo imaginé temblando, respirando con dificultad, hasta que al final se rompía la cuerda…

… Y yo, pese a todo, terminaba la canción. Sonreí de satisfacción al pensarlo. Solo era una hipótesis, desde luego, pero algo había roto la cuerda de mi laúd, y no tenía ninguna duda de que Ambrose era capaz de intentar algo así. Volví a concentrarme en Simmon.

– … ir y decirle: «No te guardo rencor por lo que me hiciste aquel día en el Crisol, cuando mezclaste mis sales y me quedé casi ciego durante un día. No, qué va. ¡Bebe, bebe!». ¡Ja! -Simmon rió, perdido en su fantasía de venganza.

El flujo de felicitaciones aflojó un poco; vinieron otro intérprete de laúd, el intérprete de zampona consagrado al que había visto actuar, un comerciante de Imre. Un caballero muy perfumado de cabello largo y grasiento, y acento víntico, me dio una palmada en la espalda y me entregó una bolsa de dinero llena, «para que te compres cuerdas». No me cayó bien, pero acepté la bolsa.


– ¿Por qué todo el mundo habla de lo mismo? -me preguntó Wilem.

– ¿De qué?

– La mitad de los que vienen a estrecharte la mano no caben en sí de entusiasmo y se admiran de lo bonita que era la canción. La otra mitad apenas mencionan la canción, y solo hablan de que has tocado con una cuerda rota. Es como si ni siquiera hubieran oído la canción.

– La primera mitad no entiende nada de música -le explicó Simmon-. Solo los que se toman en serio la música pueden apreciar realmente lo que nuestro pequeño E'lir ha hecho esta noche.

Wilem gruñó, pensativo.

– Entonces, ¿es difícil eso que has hecho?

– Jamás he visto a nadie tocar «La ardilla sobre el tejado» sin un juego de cuerdas entero -le dijo Simmon.

– Ya -dijo Wil-. Pues hacías que pareciera fácil. Ya que has tenido la sensatez de dejar esa bebida de frutas íllica, ¿me dejas que te invite a una ronda de buen y oscuro scutten, la bebida de los reyes ceáldimos?

Sé reconocer un cumplido, pero me resistía a aceptar la invitación de mi amigo, porque precisamente empezaba a tener la mente despejada otra vez.

Por fortuna, no hizo falta que le diera ninguna excusa, porque entonces vino Marea a presentarme sus respetos. Era la rubia y encantadora arpista que había intentado conseguir su caramillo de plata y había fracasado. Por un instante pensé que quizá fuera ella la voz de mi Aloine, pero tras escucharla un momento comprendí que no podía serlo.

Eso sí: era muy hermosa. Y de cerca parecía aún más hermosa que en el escenario, lo cual no sucede siempre. Hablamos un rato, y me enteré de que era la hija de un concejal de Imre. El azul claro de su vestido, destacado contra la cascada de su dorado cabello, era un reflejo del intenso azul de sus ojos.

Pese a lo hermosa y encantadora que era, no pude dedicarle la atención que merecía. Estaba deseando alejarme de la barra para ir a buscar la voz que había cantado la parte de Aloine conmigo. Charlamos un rato, nos sonreímos y nos separamos con palabras amables y con la promesa de volver a vernos pronto. Se perdió entre el gentío con una maravillosa serie de suaves y curvilíneos movimientos.

– ¿Qué ha sido esa vergonzosa exhibición? -me preguntó Wilem cuando Marea se hubo marchado.

– ¿Cómo dices?

– ¿Cómo dices? -repitió imitando mi tono de voz-. ¿Cómo te atreves a fingir siquiera que eres tan imbécil? Si una chica tan guapa como esa me mirara con un solo ojo de la forma en que te ha mirado a ti con los dos… Ya habríamos encontrado una habitación, por expresarlo de forma educada.

– Ha sido simpática -protesté-. Y hemos hablado un rato. Me ha preguntado si querría enseñarle algunos acordes de arpa, pero hace mucho tiempo que no toco el arpa.

– Pues si sigues pasando por alto insinuaciones como esa, seguirás sin tocarla mucho tiempo -repuso Wilem con franqueza-. Lo único que ha faltado ha sido que se desabrochara otro botón.

Sim se inclinó hacia mí y apoyó una mano en mi hombro; era la viva imagen del amigo preocupado.

– Kvothe, hace tiempo que quiero hablar contigo de este problema. Si de verdad no te has dado cuenta de que esa chica se interesaba por ti, quizá tengas que admitir la posibilidad de que seas absolutamente inepto en lo relativo a las mujeres. Quizá debas plantearte el sacerdocio.

– Estáis borrachos -dije para disimular mi rubor-. ¿Os habéis quedado con que es la hija de un concejal?

– ¿Te has quedado -replicó Wil en el mismo tono- con cómo te miraba?

Yo sabía que era deplorablemente inexperto con las mujeres, pero no tenía por qué reconocerlo. Así que descarté sus comentarios con un ademán y bajé del taburete.

– No sé, pero dudo que un revolcón detrás de la barra fuera en lo que estaba pensando esa chica. -Bebí un sorbo de agua y me alisé la capa-. Bueno, tengo que encontrar a mi Aloine y darle las gracias. ¿Qué aspecto tengo?

– ¿Qué más da? -dijo Wilem.

Simmon le tocó el codo a Wilem.

– ¿No lo ves? Va detrás de una presa más peligrosa que la escotada hija de un concejal.

Me di la Vuelta con gesto de fastidio y fui hacia donde estaba la gente.

No tenía ni idea de cómo la encontraría. Mi parte más romántica y delirante pensaba que la reconocería nada más verla. Si era la mitad de radiante que su voz, brillaría como una vela en una habitación a oscuras.

Pero mientras pensaba esas cosas, mi parte más sabia me susurraba al oído. «No abrigues esperanzas», me decía. «No cometas el error de abrigar esperanzas de que exista una mujer que pueda arder tan intensamente como la voz que ha cantado la parte de Aloine.» Y aunque ese mensaje no fuera un consuelo, yo sabía que era sabio. Había aprendido a escuchar a esa parte de mí en las calles de Tarbean; sin ella no habría salido vivo de allí.

Me paseé por la planta baja del Eolio, buscando sin saber a quién buscaba. De vez en cuando, la gente me sonreía o me saludaba con la mano. Pasados cinco minutos, había visto todas las caras que se podían ver y subí al primer piso.

Se trataba, en realidad, de un anfiteatro adaptado, pues en lugar de asientos en gradería había hileras de mesas escalonadas, orientadas hacia el piso de abajo. Mientras circulaba entre las mesas buscando a mi Aloine, esa parte más sensata de mí seguía susurrándome al oído. «No te hagas ilusiones. Lo único que conseguirás será llevarte una decepción. Esa mujer no será tan hermosa como tú la imaginas, y entonces te desesperarás.»

Cuando terminé de buscar en el primer piso, empezó a surgir un nuevo temor dentro de mí. Quizá se hubiera marchado mientras yo estaba sentado a la barra, bebiendo metheglin y cubriéndome de elogios. Debí ir a buscarla enseguida; debí arrodillarme y darle las gracias de todo corazón. ¿Y si ya se había marchado? El nerviosismo me produjo un incómodo vacío en el estómago cuando empecé a subir la escalera que conducía al último piso del Eolio.

«Mira lo que has conseguido ilusionándote -me dijo la voz-. Se ha marchado, y lo único que tienes es una resplandeciente y delirante imagen con la que atormentarte.»

El segundo piso era el más pequeño de los tres; en realidad no era más que un estrecho semicírculo que abrazaba tres paredes, muy por encima del escenario. Allí, las mesas y los bancos estaban más separados y menos concurridos. Me fijé en que lo que más había allí eran parejas, y me sentí un poco voyeur mientras pasaba de una mesa a otra.

Tratando de aparentar indiferencia, examinaba las caras de los que estaban allí sentados hablando y bebiendo. Fui poniéndome más y más nervioso a medida que me acercaba a la última mesa. Era imposible que lo hiciera con disimulo, porque la mesa estaba en un rincón. La pareja que ocupaba esa mesa, una persona de cabello claro y otra oscuro, estaban de espaldas a mí.

Al acercarme, la persona de cabello claro rió, y atisbé una cara orgullosa y de elegantes facciones. Era un hombre. Miré a su acompañante. Era mi última esperanza. Sabía que tenía que ser mi Aloine.

Al bordear la esquina de la mesa le vi la cara. Era otro hombre. Mi Aloine se había marchado. La había perdido, y esa certeza me hizo sentir como si mi corazón se hubiera caído de su sitio en mi pecho y hubiera ido a parar a la altura de mis pies.

Los dos desconocidos levantaron la cabeza y el rubio me sonrió.

– Mira, Thria, el joven Seis Cuerdas ha venido a saludarnos.

– Me miró de arriba abajo-. ¡Qué guapo! ¿Quieres tomar algo con nosotros?

– No -murmuré, abochornado-. Solo estaba buscando a alguien.

– Pues ya has encontrado a alguien -replicó él con soltura tocándome un brazo-. Me llamo Fallón, y este es Thria. Tómate algo, hombre. Te prometo que no dejaré que Thria intente llevarte a su casa. Siente debilidad por los músicos. -Me sonrió amablemente.

Murmuré una excusa y me marché, demasiado turbado para preocuparme por si había hecho el ridículo o no.

Cuando volvía hacia la escalera, desmoralizado, mi parte sabia aprovechó la ocasión para amonestarme. «Eso es lo que se consigue con la esperanza -dijo-. Nada bueno. Sin embargo, es mejor que no la hayas encontrado. No habría podido estar a la altura de su voz. Esa voz, bella y terrible como la plata ardiendo, como la luz de la luna reflejada en las piedras de un río, como una pluma acariciando tus labios.»

Me dirigí a la escalera, mirando el suelo para que nadie intentara entablar conversación conmigo.

Entonces oí una voz, una voz como la plata ardiendo, como un beso en mis oídos. Levanté la cabeza, mi corazón se iluminó, y supe que era mi Aloine. Levanté la cabeza, la vi, y lo único que pude pensar fue: es preciosa.

Preciosa.

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