Durante mi estancia en Tarbean seguí aprendiendo, aunque la mayoría de las lecciones fueron dolorosas y desagradables.
Aprendí a mendigar. Era una pieza de teatro muy sencilla con un público muy difícil. Lo hacía bien, pero en la Ribera había poco dinero, y un cuenco vacío significaba una noche de hambre y frío.
Por ensayo y error descubrí la forma correcta de rajar una bolsa de dinero y de meter la mano en un bolsillo. Esto último se me daba especialmente bien. Los cierres y los candados de todo tipo pronto me revelaron sus secretos. Utilizaba mis hábiles dedos para cosas que ni mis padres ni Abenthy habrían sospechado jamás.
Aprendí a huir de cualquiera que tuviera una sonrisa de un blanco artificial. La resina de denner te blanquea lentamente los dientes; de modo que los consumidores de denner que viven lo suficiente para que sus dientes se vuelvan completamente blancos, lo más probable es que ya se lo hayan vendido todo. Tarbean está llena de gente peligrosa, pero nada hay más peligroso que un adicto al denner con una desesperada necesidad de consumir más resina. Son capaces de matarte por un par de peniques.
Aprendí a fabricarme zapatos con retales. Los zapatos de verdad se convirtieron en un sueño para mí. Los dos primeros años, parecía que siempre tuviera los pies fríos, o cortados, o ambas cosas. Pero al tercer año, mis pies eran como el cuero viejo, y podía correr descalzo durante horas por las calles adoquinadas sin sentir ningún dolor.
Aprendí a no esperar ayuda de nadie. En las partes más peligrosas de Tarbean, una llamada de ayuda atrae a los depredadores como el olor de la sangre transportado por el viento.
Estaba acurrucado en mi escondite, donde confluían los tres tejados. Desperté de un profundo sueño al oír risotadas y pasos en el callejón.
Los pasos se detuvieron; se oyó un desgarrón de ropa, seguido de más risas. Me acerqué al borde del tejado y miré hacia abajo. Vi a un grupo de cinco o seis muchachos, casi hombres. Iban vestidos como yo, harapientos y sucios. Entraban y salían de la penumbra, como si fueran sombras. Habían corrido y jadeaban; oía su respiración desde el tejado.
La víctima estaba en medio del callejón: era un niño de apenas ocho años. Uno de los muchachos lo sujetaba boca abajo contra el suelo. La desnuda piel del niño brillaba pálida a la luz de la luna. Se oyó otro desgarrón; el niño dio un débil grito que terminó en un sollozo ahogado.
Los otros lo miraban y hablaban entre ellos con tono apremiante mientras sonreían con avidez y crueldad.
A mí también me habían perseguido por la noche, varias veces. También a mí me habían atrapado, unos meses atrás. Miré hacia abajo y me sorprendió ver que tenía una pesada teja roja en la mano, y que estaba dispuesto a lanzarla.
Entonces giré la cabeza y le eché un vistazo a mi escondite. Tenía una manta raída y media hogaza de pan. Allí era donde guardaba mi dinero para los momentos de apuro: ocho peniques de hierro que había ahorrado por si tenía una racha de mala suerte. Y lo más valioso de todo: el libro de Ben. Allí estaba a salvo. Aunque le diera a uno de aquellos muchachos con la teja, los otros solo tardarían dos minutos en llegar al tejado. Entonces, aunque lograra escapar, no tendría ningún sitio adonde ir.
Solté la teja. Volví a lo que se había convertido en mi hogar y me acurruqué en el hueco bajo el alero. Retorcí la manta con las manos y apreté los dientes, tratando de no oír el murmullo de la conversación, salpicada de risotadas y silenciosos y desesperados sollozos.