28 La vigilante mirada de Tehlu

Al día siguiente desperté al oír las campanadas que daban la hora. Conté cuatro campanadas, pero no sabía cuántas no había oído. Parpadeé, adormilado, e intenté calcular qué hora era a partir de la posición del sol. Cerca de la sexta campanada. Skarpi debía de estar empezando su historia.

Eché a correr por las calles. Mis pies descalzos golpeaban los duros adoquines, pisaban charcos y tomaban atajos por los callejones. Lo veía todo borroso y aspiraba grandes bocanadas del aire húmedo y estancado de la ciudad.

Irrumpí en el Medio Mástil casi corriendo y me quedé apoyado en la pared del fondo, junto a la puerta. Reparé en que en la posada había más gente de la habitual a tan temprana hora de la noche. Entonces la historia de Skarpi me capturó, y no pude sino escuchar su grave y cadenciosa voz y contemplar sus chispeantes ojos.


… Selitos el Tuerto se adelantó y dijo:

– Señor, si hago esto, ¿se me otorgará el poder para vengar la pérdida de la ciudad reluciente? ¿Podré desbaratar los planes de Lanre y de sus Chandrian, que mataron a tantos inocentes y que incendiaron mi amada Myr Tariniel?

Aleph dijo:

– No. Todo lo personal debe quedar aparte, y tú solo debes castigar o recompensar lo que tú mismo veas a partir de hoy.

Selitos agachó la cabeza.

– Lo siento -dijo-, pero mi corazón me dice que debo intentar impedir esas cosas antes de que sucedan, y no esperar y castigar más tarde.

Algunos Ruach murmuraron palabras de aprobación y se pusieron al lado de Selitos, porque recordaban Myr Tariniel y estaban llenos de rabia y de dolor por la traición de Lanre.

Selitos se acercó a Aleph y se arrodilló ante él.

– No puedo hacerlo, porque no puedo olvidar. Pero me enfrentaré a él con la ayuda de estos fieles Ruach. Veo que sus corazones son puros. Nos llamaremos los Amyr, en memoria de la ciudad devastada. Frustraremos los planes de Lanre y de todos los que lo sigan. Nada nos impedirá alcanzar el bien mayor.

Muchos Ruach se apartaron de Selitos. Tenían miedo, y no querían involucrarse en asuntos tan serios.

Pero Tehlu dio un paso adelante y dijo:

– Para mí lo primero es la justicia. Dejaré este mundo para servirlo mejor, sirviéndote a ti. -Se arrodilló ante Aleph, con la cabeza agachada y las palmas extendidas junto a los costados.

Otros se acercaron. El alto Kirel, al que habían quemado pero que había sobrevivido entre las cenizas de Myr Tariniel. Deah, que había perdido a dos esposos en la batalla, y cuyo rostro, boca y corazón eran duros y fríos como la piedra. Enlas, que no llevaba espada ni comía carne de animales, y a quien nadie había oído hablar jamás con dureza. La rubia Geisa, que tenía un centenar de pretendientes en Belén antes de que cayeran las murallas; la primera mujer que fue forzada por un hombre.

Lecelte, que reía a menudo, incluso cuando estaba afligido. Imet, que no era más que un niño, y que nunca cantaba, y que mataba con rapidez y sin derramar ni una lágrima. Ordal, la más joven de todos, que nunca había visto morir a nadie, y que estaba ante Aleph, valiente, con el dorado cabello adornado con cintas. Y a su lado estaba Andan, cuyo rostro era una máscara con ojos llameantes, y cuyo nombre significaba «ira».

Se acercaron todos a Aleph, y él los tocó. Les tocó las manos, los ojos y los corazones. La última vez que los tocó sintieron dolor, y les salieron unas alas en la espalda que les permitirían ir a donde quisieran. Alas de fuego y sombra. Alas de hierro y cristal. Alas de piedra y sangre.

Entonces Aleph pronunció sus largos nombres, y los envolvió un fuego blanco. El fuego recorrió sus alas, y se volvieron rápidos. El fuego les acarició los ojos, y pudieron ver en lo más profundo del corazón de los hombres. El fuego les llenó la boca y cantaron canciones de poder. Entonces el fuego se instaló en su frente, como estrellas de plata, y se volvieron de inmediato honrados, sabios y sobrecogedores. Entonces el fuego los consumió, y desaparecieron para siempre de la vista de los mortales.

Solo los más poderosos pueden verlos, y aun ello solo con gran dificultad y gran peligro. Ellos imponen justicia en el mundo, y Tehlu es el más poderoso de todos…


– Ya he oído suficiente. -No lo dijo en voz alta, pero fue como si hubiera gritado. Cuando Skarpi contaba una historia, cualquier interrupción era como masticar un grano de arena en medio de un bocado de pan.

Dos individuos ataviados con capas oscuras que estaban en el fondo de la estancia fueron hacia la barra. Uno era alto y orgulloso, y el otro, bajito y con capucha. Atisbé una túnica gris debajo de sus capas, y supe que eran sacerdotes tehlinos. Peor aún: vi a otros dos hombres que llevaban una coraza debajo de la capa. Mientras estuvieron sentados no me había fijado en ellos, pero al verlos levantarse comprendí que eran los hombres duros de la iglesia. Tenían el rostro adusto, y la caída de sus capas me hizo sospechar que llevaban espadas.

No fui el único que lo vio. Los niños se escabulleron por la puerta. Los más vivos trataron de aparentar indiferencia, pero algunos echaron a correr antes de llegar a la calle. Solo quedamos tres: un muchacho ceáldico que llevaba una camisa con encaje, una niña que iba descalza y yo. Tres insensatos.

– Creo que ya hemos oído todos bastante -dijo el más alto de los sacerdotes con severidad. Era delgado y tenía unos ojos hundidos con un brillo tenue, como brasas. Una barba muy bien cortada del color del hollín afilaba los bordes de su cara, que parecía la hoja de un cuchillo.

Le dio su capa al otro sacerdote, más bajito y con capucha. Debajo llevaba la túnica de color gris pálido de los tehlinos. Alrededor del cuello llevaba un juego de pesas de plata. Se me cayó el alma a los pies. No era un simple sacerdote, sino un juez. Los otros dos niños salieron por la puerta.

El juez dijo:

– Bajo la vigilante mirada de Tehlu, te acuso de herejía.

– Doy fe -dijo el otro sacerdote.

El juez les hizo señas a los mercenarios.

– Atadlo.

Los mercenarios obedecieron con brusca eficacia. Skarpi soportó todo el proceso sin alterarse y sin articular ni una sola palabra.

El juez vio cómo sus guardaespaldas empezaban a atarle las muñecas a Skarpi; luego se dio un poco la vuelta, como si quisiera apartar al contador de historias de su pensamiento. Recorrió la taberna con la mirada, y su inspección terminó en el hombre calvo y con delantal que estaba detrás de la barra.

– ¡Que Te-Tehlu os bendiga! -tartamudeó el dueño del Medio Mástil.

– Que así sea -se limitó a decir el juez. Volvió a recorrer la estancia con la mirada. Por fin se volvió hacia el otro sacerdote, que se apartó de la barra-. Anthony, ¿crees que en un local tan bonito como este puede haber herejes?

– Todo es posible, señor juez.

– Ahhh -dijo el juez, y paseó lentamente la vista por toda la estancia; una vez más, terminó inspeccionando al tabernero.

– ¿Puedo ofrecerles algo de beber a sus señorías? -se apresuró a decir el tabernero.

Hubo un único silencio.

– Quiero decir… algo de beber para ustedes y para sus hermanos. ¿Un buen barril de vino blanco de Fallows? Para mostrarles mi agradecimiento. Le dejo estar aquí porque al principio sus historias eran interesantes. -Tragó saliva y siguió hablando atropella-damente-: Pero entonces empezó a decir cosas escandalosas. No me atrevía a echarlo, porque es evidente que está loco, y todo el mundo sabe que Dios castiga con dureza a los que maltratan a los locos… -Se interrumpió, y de pronto la estancia quedó en silencio. Tragó saliva, y desde donde yo estaba, cerca de la puerta, oí el seco chasquido de su garganta.

– Es un ofrecimiento muy generoso -dijo el juez por fin.

– Muy generoso -repitió el otro sacerdote.

– Sin embargo, a veces los licores tientan a los hombres a cometer perversidades.

– Perversidades -susurró el otro sacerdote.

– Y algunos de nuestros hermanos han hecho votos contra las tentaciones de la carne. Así pues, debo rechazar tu ofrecimiento. -La voz del juez rezumaba piadoso pesar.

Conseguí que Skarpi me mirara y le vi esbozar una discreta sonrisa. Sentí un nudo en el estómago. El anciano contador de historias no parecía tener ni idea del aprieto en que se había metido. Pero al mismo tiempo, en el fondo, mi egoísmo me decía: «Si hubieras llegado antes y ya hubieses averiguado lo que necesitabas saber, ahora no te parecería tan grave, ¿no?».

El dueño de la taberna rompió el silencio:

– En ese caso, ya que no pueden llevárselo, ¿por qué no aceptan el valor del barril?

El juez se quedó pensativo.

– Háganlo por los niños -añadió el tabernero-. Sé que emplearán ese dinero para ayudarlos.

El juez frunció los labios.

– Está bien -dijo tras una pausa-. Por los niños.

El otro sacerdote dijo con un tono desagradable:

– Por los niños.

El tabernero compuso una débil sonrisa.

Skarpi me miró, puso los ojos en blanco y me lanzó un guiño.

– Se diría -dijo Skarpi con su voz melosa- que unos elegantes clérigos como vosotros encontrarían cosas mejores que hacer que detener a contadores de historias y extorsionar a hombres decentes.

El tintineo de las monedas del tabernero se extinguió, y fue como si toda la estancia contuviera la respiración. Con estudiada tranquilidad, el juez le dio la espalda a Skarpi y habló por encima del hombro dirigiéndose al otro sacerdote:

– ¡Por lo visto nos hallamos ante un hereje cortés, Anthony! ¡Qué cosa tan extraña y maravillosa! Podríamos vendérselo a una troupe Ruh; guarda cierto parecido con un perro parlante.

Skarpi habló con la mirada fija en la espalda del juez:

– No es que espere que salgáis en busca de Haliax y los Siete. «Hombres pequeños, actos pequeños», digo yo siempre. Imagino que el problema reside en encontrar un trabajo lo bastante pequeño para unos hombres como vosotros. Pero tenéis recursos. Podríais recoger basura, o mirar si hay piojos en las camas de los burdeles cuando los visitáis.

El juez se dio la vuelta, agarró la copa de barro cocido de encima de la barra y la estrelló contra la cabeza de Skarpi, haciéndola añicos.

– ¡No hables en mi presencia! -chilló-. ¡Tú no sabes nada!

Skarpi sacudió un poco la cabeza, como para despejarse. Un hilillo de sangre empezó a correr por su rostro curtido y se perdió en una de sus cejas de espuma de mar.

– Supongo que en eso tienes razón. Tehlu siempre decía…

– ¡No pronuncies su nombre! -bramó el juez, muy colorado-. Tu boca lo mancilla. Es una blasfemia en tu lengua.

– Vamos, Erlus -dijo Skarpi como si hablara con un niño pequeño-. Tehlu te odia más que el resto de la gente, lo que no es poco.

Un silencio artificial se apoderó de la taberna. El juez palideció.

– Que Dios se apiade de ti -dijo con voz fría y temblorosa.

Skarpi miró un momento al juez sin decir nada. Entonces se puso a reír. Era una risa retumbante y sonora que surgía del fondo de su alma.

Los ojos del juez buscaron a uno de los hombres que había atado al contador de historias. El mercenario, sin preámbulos, golpeó a Skarpi con el puño. Primero en un riñon, y luego en la parte de atrás de la cabeza.

Skarpi cayó al suelo. La taberna quedó en silencio. El ruido de su cuerpo al golpear las tablas del suelo pareció apagarse antes que el eco de su risa. El juez hizo una seña, y uno de los guardias levantó al anciano por el pescuezo. Skarpi colgaba como una muñeca de trapo, y sus pies rozaban el suelo.

Pero Skarpi no estaba inconsciente, sino solo aturdido. El contador de historias hizo girar los ojos hasta enfocar al juez.

– Que Dios se apiade «de mí». -Emitió un graznido que en otro momento podría haber sido una carcajada-. No sabes la gracia que tiene eso viniendo de ti.

Entonces Skarpi habló como si se dirigiera al aire:

– Corre, Kvothe. Con esta clase de gente no se consigue nada bueno. Vete a los tejados. Quédate un tiempo donde no puedan verte. Tengo amigos en la iglesia que pueden ayudarme; tú, en cambio, no puedes hacer nada. Vete.

Como no me miraba mientras hablaba, hubo un momento de confusión. Entonces el juez hizo otra seña, y uno de los guardias le asestó un golpe a Skarpi en la cabeza. El anciano puso los ojos en blanco, y se le cayó la cabeza hacia delante. Me escabullí por la puerta y salí a la calle.

Seguí el consejo de Skarpi, y antes de que salieran de la taberna yo ya corría por los tejados.

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