35 Despedida

Siguió haciendo buen tiempo, así que los carromatos entraron en Imre a la puesta de sol. Yo estaba dolido y malhumorado. Denna había viajado todo el día en el mismo carromato que Josn, y yo, orgulloso y estúpido, me había quedado al margen.

Nada más detenerse los carromatos, empezó un torbellino de actividad. Roent se puso a discutir con un individuo sin barba ni bigote, tocado con un sombrero de terciopelo, antes de que su carromato se hubiera parado del todo. Tras las primeras negociaciones, una docena de hombres empezaron a descargar rollos de tela, barriles de melaza y sacos de arpillera llenos de café. Reta los vigilaba a todos con mirada severa. Josn correteaba por allí tratando de que no le robaran ni le estropearan el equipaje.

Mi equipaje era más fácil de manejar, porque consistía en un único macuto. Lo pesqué de entre unos rollos de tela y me aparté de los carromatos. Me colgué el macuto del hombro y miré alrededor buscando a Denna.

Pero a quien encontré fue a Reta.

– Nos has ayudado mucho -me dijo con claridad. Su atur era mucho mejor que el de Roent, sin apenas rastro de acento siaru-. Se agradece que haya en la caravana alguien capaz de desenganchar un caballo sin ayuda. -Me tendió una moneda.

La cogí sin pensar; fue un acto reflejo de mi época de mendigo, algo así como el acto reflejo contrario a apartar la mano del fuego. No me fijé bien en la moneda hasta que la tuve en la mano. Era una iota de cobre, equivalente a la mitad de lo que había pagado para viajar con la caravana hasta Imre. Cuando levanté la cabeza, Reta ya se había dado la vuelta e iba hacia los carromatos.

Sin saber qué pensar, me acerqué a Derrik, que estaba sentado en el borde de un abrevadero. Hizo visera con una mano para protegerse de los últimos rayos de sol y me miró.

– ¿Te marchas? Creí que quizá te quedaras un tiempo con nosotros.

Sacudí la cabeza.

– Reta acaba de darme una iota.

Derrik asintió.

– No me sorprende mucho. La mayoría de los tipos que encontramos por el camino no son más que pesos muertos. -Se encogió de hombros-. Y le gustó oírte tocar. ¿Nunca te has planteado hacerte bardo? Dicen que en Imre hay muchos y que se ganan bien la vida.

Volví a llevar la conversación hacia Reta.

– No quiero que Roent se enfade con ella. Me ha parecido que se toma muy en serio su dinero.

Derrik rió.

– ¿Y ella no?

– Yo le pagué a Roent -aclaré-. Si él hubiera querido devolverme parte del dinero, creo que lo habría hecho él mismo.

Derrik asintió.

– Ellos no funcionan así. Los hombres no dan dinero.

– A eso mismo me refería -dije-. No quiero que Reta tenga problemas por mi culpa.

Derrik me cortó con un ademán.

– Ya veo que no me estoy explicando bien -dijo-. Roent lo sabe. Hasta es posible que haya enviado a Reta a darte ese dinero. Pero los varones ceáldicos no dan dinero. Lo consideran un comportamiento femenino. Ni siquiera compran cosas, si pueden evitarlo. ¿No te fijaste en que, hace unos días, fue Reta quien negoció el precio de nuestras habitaciones y nuestra cena en la posada?

Sí, me acordaba, ahora que Derrik lo mencionaba.

– Pero ¿por qué? -pregunté.

Derrik se encogió de hombros.

– No hay ningún motivo. Es como hacen ellos las cosas. Por eso hay tantas caravanas ceáldicas dirigidas por un equipo formado por un matrimonio.

– ¡Derrik! -La voz de Roent provenía de detrás de los carromatos.

Derrik se levantó exhalando un suspiro.

– El deber me llama -dijo-. Nos vemos.

Me guardé la iota en el bolsillo y reflexioné sobre lo que me había dicho Derrik. La verdad era que mi troupe nunca había llegado tan al norte como para entrar en el Shald. Era desconcertante pensar que yo no tenía tanto mundo como creía.

Me colgué el macuto del hombro y miré alrededor por última vez, pensando que quizá fuera mejor que me marchara sin molestas despedidas. No veía a Denna por ninguna parte, así que me decidí. Me di la vuelta…

… y la encontré de pie detrás de mí. Ella me sonrió con cierta torpeza, con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Era hermosa como una flor, y no tenía la menor conciencia de su hermosura. De pronto me quedé sin aliento y me olvidé de mi enfado, de mi pena, de todo.

– ¿Te marchas? -me preguntó.

Asentí con la cabeza.

– ¿Por qué no nos acompañas a Anilin? -propuso-. Dicen que allí las calles están pavimentadas con oro. Podrías enseñar a Josn a tocar ese laúd que tiene. -Sonrió-. Se lo he preguntado, y me ha dicho que no le importaría.

Me lo planteé. Por un instante estuve a punto de abandonar todos mis planes solo para estar un poco más con ella. Pero ese momento pasó, y negué con la cabeza.

– No pongas esa cara -me dijo con una sonrisa-. Me quedaré un tiempo allí, si las cosas no te salen bien aquí. -Se quedó callada, expectante.

Yo no sabía qué iba a hacer si las cosas no me salían bien. Había depositado todas mis esperanzas en la Universidad. Además, Anilin estaba a cientos de kilómetros. No tenía más que lo que llevaba puesto. ¿Cómo iba a encontrar a Denna?

Denna debió de ver mis pensamientos reflejados en mi semblante. Sonrió y dijo:

– Ya veo que tendré que ir a buscarte yo a ti.

Los Ruh somos viajeros. Nuestra vida se compone de encuentros y despedidas, con breves e intensas relaciones entremedias. Por eso yo sabía la verdad. La sentía, pesada y certera en el fondo de mi estómago: nunca volvería a ver a Denna.

Antes de que yo pudiera decir nada, ella miró nerviosa hacia atrás.

– Tengo que irme. Búscame. -Volvió a esbozar su picara sonrisa, se dio la vuelta y se marchó.

– Lo haré -le dije-. Nos veremos donde se encuentran los caminos.

Denna giró la cabeza y vaciló un momento. Me dijo adiós con la mano y se perdió en la penumbra del ocaso.

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