Al salir de la habitación, Denna torció a la izquierda en lugar de a la derecha. Al principio creí que estaba desorientada, pero cuando llegó a una escalera trasera vi que lo que estaba haciendo era tratar de salir de la posada sin pasar por la taberna. Encontró la puerta que daba al callejón, pero estaba cerrada con llave.
Así que no tuvimos más remedio que salir por la puerta principal. Nada más entrar en la taberna, todas las miradas se clavaron en nosotros. Denna fue derecha a la puerta, moviéndose con la lenta determinación de una nube de tormenta.
Ya casi estábamos fuera cuando el posadero gritó:
– ¡Eh! ¡Eh, tú!
Denna lo miró de refilón. Sus labios dibujaron una delgada línea y siguió caminando hacia la puerta como si no hubiera oído nada.
– Yo me encargo de él -dije en voz baja-. Espérame. Saldré enseguida.
Fui hasta donde estaba el posadero, con el ceño fruncido.
– Así que pariente tuyo, ¿eh? ¿Ya tiene permiso del alguacil para marcharse? -me preguntó.
– Creía que no quería usted saber nada de todo esto -dije.
– No, no quiero saber nada. Pero ha utilizado una habitación, y ha comido, y tuve que hacer venir al médico.
Lo miré con severidad.
– Si hay en este pueblo un médico que valga más que medio penique, yo soy el rey del Vint.
– En total me he gastado medio talento -insistió-. Las vendas no las regalan, y traje a una mujer para que le hiciera compañía hasta que despertara.
Yo dudaba mucho que se hubiera gastado tanto dinero, pero no quería tener problemas con el alguacil. De hecho, quería evitar cualquier retraso. Dadas las tendencias de Denna, temía que desapareciera como la niebla matutina si la perdía de vista más de un minuto.
Saqué cinco iotas de mi bolsa y las tiré encima de la barra.
– Los buitres sacan provecho hasta de la peste -dije con mordacidad, y me marché.
Sentí un alivio descomunal cuando vi a Denna esperándome fuera, apoyada en el poste de atar los caballos. Tenía los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el sol. Dio un suspiro de satisfacción y se volvió hacia el sonido de mis pasos.
– ¿Tan mal te han tratado? -pregunté.
– Al principio fueron bastante amables -admitió Denna señalando la posada con el brazo vendado-. Pero había una anciana que no dejaba de vigilarme. -Arrugó la frente y se apartó el largo y negro cabello, permitiéndome ver claramente el cardenal que se extendía por su sien hasta la línea de crecimiento del pelo-. Te la puedes imaginar: una solterona con la cara llena de arrugas y con la boca como el culo de un gato.
Solté una carcajada; Denna sonrió, y fue como si el sol asomara por detrás de una nube. Pero su rostro volvió a ensombrecerse cuando agregó:
– No paraba de mirarme de una forma extraña. Como si yo debiera haber tenido la decencia de morir con todos los demás. Como si todo esto fuera culpa mía.
Denna sacudió la cabeza.
– Pero ella era mejor que los viejos. ¡El alguacil me puso una mano en la pierna! -Se estremeció-. Incluso vino el alcalde, muy compungido, como si yo le importara algo; pero se limitó a acribillarme a preguntas: «¿Qué hacía usted allí?», «¿Qué pasó?», «¿Qué vio?»…
El desdén en la voz de Denna me hizo morderme la lengua.
Soy preguntón por naturaleza, y además, el único objetivo de aquel precipitado viaje a las montañas era investigar qué había pasado.
Sin embargo, el tono de voz de Denna dejaba muy claro que no estaba de humor para someterse a más interrogatorios. Me colgué bien el macuto, y entonces se me ocurrió una idea.
– Espera -dije-. Tus cosas. Te lo has dejado todo en la habitación.
Denna vaciló un instante.
– Me parece que allí no había nada mío -dijo como si hasta entonces no se le hubiera ocurrido pensarlo.
– ¿Estás segura de que no quieres volver y comprobarlo?
Denna negó firmemente con la cabeza.
– No me gusta quedarme donde no soy bien recibida -dijo con naturalidad-. Todo lo demás lo resuelvo por el camino.
Denna empezó a andar por la calle, y yo la seguí. Se metió por una estrecha callejuela orientada hacia el oeste. Pasamos al lado de una anciana que estaba colgando un engendro hecho de gavillas de avena. El muñeco llevaba un basto sombrero de paja y unos pantalones de arpillera.
– ¿Adonde vamos? -pregunté.
– Quiero ver si mis cosas están en la granja de los Mauthen -respondió Denna-. Después de eso, aceptaré sugerencias. ¿Adonde ibas antes de encontrarme?
– La verdad es que yo también iba a la granja de los Mauthen.
Denna me miró de reojo.
– Muy bien. La granja está a solo un kilómetro y medio de aquí. Llegaremos mucho antes del anochecer.
El terreno de los alrededores de Trebon era agreste: estaba cubierto de densos bosques en los que se intercalaban tramos de sue- • lo rocoso. De pronto el camino describía una curva y aparecía un campo pequeño y perfecto de dorado trigo escondido entre los árboles o acurrucado en el fondo de un valle, rodeado de oscuros • riscos. Los granjeros y los jornaleros salpicaban los campos; estaban cubiertos de granzas y se movían con el lento hastío de quien sabe que todavía queda media jornada de cosecha.
Cuando solo llevábamos un minuto andando, oí un golpeteo de cascos de caballos a nuestras espaldas. Me volví y vi un pequeño carro descubierto que avanzaba lentamente, dando tumbos, por el camino. Denna y yo nos apartamos hacia los matorrales, porque el camino apenas era lo bastante ancho para que pasara el carro. Un granjero de aspecto cansado nos miró con recelo desde su asiento, encorvado sobre las riendas.
– Vamos a la granja Mauthen -le gritó Denna-. ¿Le importaría acercarnos un poco?
El hombre nos lanzó una mirada sombría y señaló la parte trasera del carro.
– Yo voy más allá del Montumulo. Puedo dejaros allí, y vosotros seguís a pie.
Denna y yo nos montamos en el carro y nos sentamos en el suelo de listones, mirando hacia atrás y con los pies colgando del borde. No viajábamos mucho más deprisa que a pie, pero a los dos nos alivió no tener que caminar.
Íbamos callados. Como es obvio, Denna no quería hablar de según qué cosas delante del granjero, y yo me alegré de tener un momento para reflexionar. Había llegado a Trebon dispuesto a contar todas las mentiras que hiciera falta para sonsacarle la información que quería al testigo, pero Denna complicaba las cosas. No quería mentirle, pero al mismo tiempo no podía arriesgarme a revelarle demasiado. Y ante todo, no quería que pensara que estaba loco con mis historias disparatadas sobre los Chandrian…
Así que íbamos callados. Resultaba agradable estar a su lado. Diréis que una chica vendada y con un ojo morado no puede estar guapa, pero Denna sí. Era bella como la luna: con alguna mácula, pero perfecta.
El granjero me sacó de mi ensimismamiento diciendo:
– Hemos llegado. Eso es el Montumulo.
Le dimos las gracias al granjero y saltamos del carro. Denna me precedió por un sendero de tierra que serpenteaba por la ladera de la colina, entre árboles y algún que otro afloramiento de gastadas y oscuras rocas. Denna parecía más firme que cuando habíamos salido de la taberna, pero no apartaba la vista del suelo y pisaba con mucho cuidado, como si temiera perder el equilibrio.
De pronto se me ocurrió una cosa.
– Encontré tu nota -dije, y saqué la hoja doblada de uno de los bolsillos de mi capa-. ¿Cuándo me la dejaste?
– Hace casi dos ciclos.
Hice una mueca.
– La encontré anoche.
Denna asintió para sí.
– Ya lo pensé al ver que no aparecías. Supuse que se habría caído, o que se habría mojado y no habrías podido leerla.
– Es que últimamente no he entrado por la ventana -dije.
Denna se encogió de hombros.
– Fue una tontería dejártela en la ventana, la verdad. Pensé dejártela bajo la almohada, pero quería estar segura de que serías tú quien la encontrara.
– ¿Quién más iba a encontrar algo en mi cama?
Denna me miró con franqueza.
– Me parece que sobrevaloras mi popularidad -dije con toda la aspereza de que fui capaz, esforzándome para no ruborizarme.
Intenté pensar algo que añadir, algo que explicara lo que Denna había visto cuando Fela me había regalado la capa en el Eolio. Pero no se me ocurría nada.
– Lamento haberme perdido la comida.
Denna me miró con gesto risueño.
– Deoch me contó que habías quedado atrapado en un incendio, o algo así. Me dijo que tenías muy mal aspecto.
– Me sentía muy mal -admití-. Pero más por haber faltado a nuestra cita que por el incendio…
Puso los ojos en blanco.
– Sí, seguro que estabas terriblemente consternado. En cierto modo me hiciste un favor. Mientras estaba allí sentada, sola, languideciendo…
– Ya te he dicho que lo lamento.
– … se me presentó un caballero. Estuvimos charlando, conociéndonos el uno al otro… -Se encogió de hombros y me miró de reojo, casi con timidez-. Desde ese día he vuelto a verlo varias veces. Si todo va bien, creo que antes de que termine el año será mi mecenas.
– ¿En serio? -dije, y sentí un gran alivio-. Qué bien. Te lo mereces, y desde hace mucho tiempo. ¿Quién es?
Denna sacudió la cabeza, y el oscuro cabello le tapó la cara.
– No puedo decírtelo. Está obsesionado con su intimidad. Tardó más de un ciclo en decirme su verdadero nombre. Y ni siquiera estoy segura de que ese nombre sea el de verdad.
– Si no estás segura de quién es -pregunté-, ¿cómo sabes que es un caballero?
Era una pregunta estúpida. Ambos conocíamos la respuesta, pero de todas formas, Denna me contestó:
– Por el dinero que maneja. Por la ropa que lleva. Por sus modales. -Se encogió de hombros-. Aunque solo sea un comerciante acaudalado, será un buen mecenas.
– Pero no un excelente mecenas. Las familias de comerciantes no tienen la misma estabilidad…
– … y sus nombres no imponen tanto -terminó ella encogiéndose de hombros para darme a entender que ya lo sabía-. Media hogaza es mejor que nada, y yo estoy harta de no tener ni un mendrugo de pan que llevarme a la boca. -Suspiró-. Me he esforzado mucho para convencerlo. Pero es tan escurridizo… Nunca nos encontramos dos veces en el mismo sitio, y nunca en público. A veces quedamos y no aparece. Aunque eso no es ninguna novedad para mí…
Denna pisó una piedra suelta y dio un traspié. Fui a sujetarla, y ella se agarró a mi brazo y a mi hombro antes de caer. Nos quedamos un momento abrazados hasta que Denna recobró el equilibrio, y noté su cuerpo contra el mío.
La solté y nos apartamos el uno del otro. Pero después de recuperar el equilibrio, Denna dejó una mano apoyada en mi hombro. Me moví despacio, como si un pájaro salvaje se hubiera posado allí y yo quisiera evitar por todos los medios asustarlo para que no echara a volar.
Estuve a punto de rodearla con el brazo, en parte para ayudarla a sostenerse, y en parte por otras razones más obvias. Pero descarté esa idea. Todavía recordaba la cara que había puesto cuando mencionó que el alguacil le había tocado una pierna. ¿Qué pasaría si reaccionaba de forma parecida conmigo?
Los hombres acosaban a Denna, y yo sabía, por nuestras conversaciones, lo pesados que ella los encontraba. Yo no soportaba la idea de cometer los mismos errores que cometían otros, sencillamente porque no sabía cómo actuar. Era mejor no correr el riesgo de ofenderla; era mejor permanecer a salvo. Como ya he dicho, existe una gran diferencia entre no tener miedo y ser valiente.
Seguimos andando por el sendero, que describía una curva tras otra y ascendía por la colina. Solo se oía el viento entre la hierba alta.
– Así que es reservado -dije con cautela, temiendo que el silencio empezara a resultarnos incómodo.
– Mucho más que reservado -dijo Denna mirando hacia el cielo-. Una vez, una mujer me ofreció dinero a cambio de información sobre él. Yo me hice la tonta, y después, cuando se lo comenté, me dijo que había sido una prueba para ver si podía confiar en mí. En otra ocasión, unos hombres me amenazaron. Supongo que era otra prueba.
A mí ese tipo me parecía de lo más siniestro, un fugitivo de la ley o alguien que se escondía de su familia. Estaba a punto de decírselo a Denna cuando vi que me miraba, angustiada. Estaba preocupada; le preocupaba que yo me riera de ella por consentirle los caprichos a un señoritingo paranoico.
Recordé mi conversación con Deoch sobre el hecho de que, por muy difícil que fuera mi situación, la de ella era incuestionablemente más difícil. ¿Qué estaría dispuesto a soportar yo para conseguir el mecenazgo de algún poderoso noble? ¿Qué estaría dispuesto a hacer para encontrar a alguien que me diera dinero para comprar cuerdas para el laúd, que se preocupara de alimentarme y de vestirme y que me protegiera de cabronazos como Ambrose?
Decidí no hacer más comentarios de ese estilo y compuse una sonrisa cómplice.
– Más vale que sea lo bastante rico para merecer las molestias que te tomas por él -dije-. Más vale que tenga bolsas llenas de dinero. ¡Sacos!
Denna esbozó una sonrisa, y noté cómo su cuerpo se relajaba; debía de alegrarse de que no la juzgara.
– Eso sí que estaría bien, ¿verdad? -añadí, y los ojos de Denna chispearon diciendo: «Sí».
– Él es la razón de que esté aquí -continuó-. Me pidió que fuera a esa boda. Es un entorno mucho más rural de lo que yo esperaba, pero… -Volvió a encogerse de hombros, un silencioso comentario sobre los inexplicables deseos de la nobleza-. Creía que mi futuro mecenas también estaría en la boda… -Se interrumpió y rió entre dientes-. ¿Tiene sentido que lo llame así?
– Invéntate un nombre -propuse.
– Escógelo tú -repuso ella-. ¿No os enseñan muchos nombres en la Universidad?
– Annabelle -sugerí.
– No pienso llamar Annabelle a mi futuro mecenas -dijo ella riendo.
– ¿El duque de Pastagansa?
– Eso es ser frivolo. Inténtalo otra vez.
– Bueno, si te gusta alguno, párame: Federico el Frivolo. Frank. Feran. Forue. Fordale…
Seguimos ascendiendo por la colina; Denna iba sacudiendo la cabeza. Cuando por fin llegamos a la cima, soplaba un fuerte viento. Denna me cogió del brazo para no perder el equilibrio, y yo levanté una mano para protegerme del polvo y de las hojas. Tosí, sorprendido, cuando el viento me metió una hoja en la boca y me hizo atragantarme y farfullar.
Denna lo encontró muy gracioso.
– Vale -dije sacándome la hoja de la boca. Era amarilla y tenía forma de punta de lanza-. El viento ha decidido por nosotros. Maese Fresno.
– ¿Seguro que no tendría que ser maese Olmo? -replicó Denna examinando la hoja-. Es un error muy corriente.
– Sabe a fresno -dije-. Te lo aseguro.
Denna asintió con gesto de gravedad, aunque le chispeaban los ojos.
– Está bien. Lo llamaremos Fresno.
Cuando salimos de entre los árboles y llegamos a la cima de la colina, volvió a soplar una ráfaga de viento que nos acribilló con una especie de arenilla. Denna se apartó de mí, mascullando y frotándose los ojos. De pronto, noté un intenso frío en la parte de mi brazo donde ella había posado la mano.
– ¡Manos negras! -dijo frotándose la cara-. Tengo granzas en los ojos.
– No son granzas -dije mirando más allá de la cima de la colina. A solo unos quince metros de donde nos encontrábamos había un grupito de edificios calcinados. Debía de ser la granja de los Mauthen-. Es ceniza.
Conduje a Denna hasta un bosquecillo que nos protegería del viento y desde donde no se veía la granja. Le di mi botella de agua y nos sentamos en un árbol caído; descansamos mientras Denna se enjugaba los ojos.
– Mira -dije con vacilación-, no hace falta que vayas hasta allí. Si me dices dónde dejaste tus cosas, puedo ir yo a buscarlas.
Denna entornó un poco los ojos.
– No sé si lo dices por consideración o por condescendencia…
– No sé qué viste anoche, así que no sé en qué medida tengo que ser delicado.
– En general no necesito mucha delicadeza -dijo ella de manera cortante-. No soy una margarita ruborosa.
– Las margaritas no se ruborizan.
Denna me miró parpadeando; tenía los ojos enrojecidos.
– Seguramente te refieres a una dulce violeta, o a una virgen ruborosa. Además, las margaritas son blancas. No pueden sonrojarse…
– Eso sí que ha sido condescendiente -replicó Denna.
– No, solo pretendía que vieras la diferencia -dije-. Para que puedas comparar. Así no dudarás tanto cuando pretenda ser considerado.
Nos miramos a los ojos, y al final ella desvió la mirada, frotándose los ojos.
– De acuerdo -concedió.
Inclinó la cabeza hacia atrás y se echó más agua en la cara, parpadeando enérgicamente.
– No vi gran cosa, la verdad -dijo al mismo tiempo que se secaba la cara con la manga de la camisa-. Toqué antes de la boda, y también después, antes de que empezaran a cenar. Seguía esperando a que apareciera mi… -esbozó una sonrisa- maese Fresno, pero sabía que no debía preguntar por él. Suponía que todo aquello era otra de sus pruebas.
Se quedó callada un momento, con el ceño fruncido.
– Siempre se las ingenia para hacerme saber que está cerca. Pedí que me excusaran un momento y lo encontré junto al granero. Fuimos a dar un paseo por el bosque y me hizo una serie de preguntas. Quién había en la boda, cuántas personas, cómo eran. -Se quedó pensativa-. Ahora que lo pienso, esa fue la verdadera prueba. Quería comprobar si era observadora.
– Por lo que dices, podría tratarse de un espía -cavilé.
Denna se encogió de hombros.
– Estuvimos una media hora charlando y paseando. Entonces él oyó algo y me pidió que lo esperara. Fue hacia la gíanja y tardó mucho en volver.
– ¿Cuánto rato?
– Unos diez minutos. -Se encogió de hombros-. Ya sabes lo que pasa cuando estás esperando a alguien. Estaba oscuro, y yo tenía hambre y frío. -Se abrazó la cintura y se inclinó un poco hacia delante-. Dios, ahora también tengo hambre. Cómo me gustaría haber…
Saqué una manzana de mi macuto y se la di. Eran unas manzanas preciosas, rojas como la sangre, dulces y tersas. De esas manzanas con las que sueñas todo el año, pero que solo encuentras durante unas pocas semanas en otoño.
Denna me miró con extrañeza.
– Antes viajaba mucho -expliqué, y cogí otra manzana para mí-. Y pasaba mucha hambre. Así que procuraba llevar siempre algo para comer. Cuando montemos el campamento para pasar la noche, te prepararé una cena de verdad.
– ¡Y encima, cocina! -Le dio un mordisco a la manzana y bebió un poco de agua para ayudar a tragársela-. En fin, me pareció oír unos gritos y fui hacia la granja. Salí de detrás de un risco, y oí claramente gritos y chillidos. Me acerqué un poco más y olí el humo. Y vi la luz del fuego a través de los árboles…
– ¿De qué color era? -pregunté con la boca llena.
Denna me miró; de pronto, su expresión denotaba desconfianza.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Lo siento. Te he interrumpido -dije tragándome el trozo de manzana-. Termina tu historia, y luego te lo contaré.
– Ya he hablado mucho -dijo Denna-. Y tú todavía no me has explicado qué haces en este rincón del mundo.
– Los maestros de la Universidad oyeron unos extraños rumores y me enviaron aquí para comprobar si eran ciertos -mentí. No había ni pizca de vacilación ni de torpeza en mi mentira. En realidad ni siquiera la planeé, sino que sencillamente me salió. No tenía más remedio que tomar una decisión precipitada, y no quería arriesgarme a hablarle a Denna de mi búsqueda de los Chandrian. No soportaba la idea de que Denna me tomara por un chiflado.
– ¿En la Universidad hacen esas cosas? -me preguntó-. Creía que os pasabais el día leyendo libros.
– Sí, hay gente que lee -admití-. Pero cuando oímos rumores extraños, alguien tiene que ir a ver qué ha pasado. Cuando la gente se vuelve supersticiosa, nos mira a los de la Universidad y piensa: «¿Habrá por ahí alguien que esté tonteando con fuerzas oscuras que es mejor dejar en paz? ¿A quién podríamos lanzar a una enorme y abrasadora hoguera?».
– Y tú, ¿haces eso muy a menudo? -Agitó la mano en que tenía la manzana medio comida-. ¿Investigar cosas?
Negué con la cabeza.
– Es que hice enfadar a un maestro. Y él se aseguró de que me tocara a mí hacer este viajecito.
No era una mala mentira, teniendo en cuenta que estaba improvisando. Hasta se sostendría si Denna preguntaba un poco por ahí, porque había parte de verdad en ella. Cuando lo exigen las circunstancias, soy un mentiroso excelente. No es la más noble de las habilidades, pero resulta útil. Contar mentiras se parece a actuar y a relatar historias, y las tres cosas las aprendí de mi padre, que era todo un experto.
– No dices más que sandeces -me soltó Denna.
Me quedé parado, a punto de hincarle los dientes a la manzana. Me la quité de la boca dejando unas marcas blancas en la piel roja.
– ¿Cómo dices?
Denna se encogió de hombros.
– Si no quieres contármelo, no me importa. Pero no me cuentes cuentos chinos con la intención de tranquilizarme o impresionarme.
Inspiré hondo, titubeé y exhalé despacio.
– No quiero mentirte acerca de por qué estoy aquí -dije-. Pero me preocupa lo que puedas pensar si te digo la verdad.
Los ojos de Denna eran oscuros y serios, y no delataban nada.
– Muy bien -dijo por fin haciendo un gesto de asentimiento casi imperceptible-. Eso me lo creo.
Mordió la manzana y me miró a los ojos mientras masticaba, largo rato. Tenía los labios más húmedos y más rojos que la manzana.
– Oí ciertos rumores -dije por fin-. Y quiero saber qué pasó aquí. Eso es todo, de verdad. Solo…
– Lo siento, Kvothe. -Denna suspiró y se pasó una mano por el pelo-. No he debido presionarte. En realidad no es asunto mío. Yo sé muy bien lo que es tener secretos.
Estuve a punto de revelárselo todo. De contarle toda la historia sobre mis padres, los Chandrian, el hombre de los ojos negros y la sonrisa de pesadilla. Pero temí que pareciera la desesperada invención de un niño al que han descubierto mintiendo. Así que tomé el camino de los cobardes y me quedé callado.
– Así nunca encontrarás a tu amor verdadero -dijo Denna.
Salí de golpe de mi ensimismamiento, desconcertado.
– Perdona, ¿cómo dices?
– Te comes el corazón de la manzana -dijo ella, risueña-. Te comes toda la pulpa, y luego te comes el corazón, de abajo arriba. Nunca se lo había visto hacer a nadie.
– Es una vieja costumbre -dije quitándole importancia. No quería decirle la verdad: que hubo una época de mi vida en que el corazón era lo único de la manzana que encontraba para comer, y que lo hacía de muy buen grado-. ¿Qué es eso que dijiste?
– ¿Nunca has jugado a ese juego? -Sostuvo en alto el corazón de su manzana sujetándolo con dos dedos por el pedúnculo-. Piensas una letra y haces girar la manzana. Si el pedúnculo aguanta, piensas otra letra y la haces girar otra vez. Cuando el pedúnculo se suelta… -el suyo se soltó-, tienes la primera letra del nombre de la persona de quien te vas a enamorar.
Miré el trocito de manzana que había dejado. No era lo bastante grande para sujetarlo y hacerlo girar. Me comí el resto de la manzana y tiré el pedúnculo.
– Se ve que yo no me enamoraré.
– Ya has vuelto a hacerlo: siete palabras -dijo Denna sonriendo-. Supongo que sabes que siempre lo haces.
Tardé un momento en darme cuenta de a qué se refería, pero antes de que pudiera responder, Denna continuó:
– Dicen que las semillas no son saludables. Contienen arsénico.
– Eso son cuentos de viejas. -Era una de las diez mil preguntas que le había hecho a Ben durante el tiempo que viajó con la troupe-. No es arsénico, sino cianuro, y para que te hicieran daño tendrías que comerte un montón de semillas.
– Ah. -Denna contempló el corazón de su manzana con gesto especulativo, y luego empezó a comérselo de abajo arriba.
– Estabas contándome lo que le pasó a maese Fresno cuando te he interrumpido groseramente -dije con toda la delicadeza de que fui capaz.
Denna se encogió de hombros.
– No hay mucho más que contar. Vi el fuego, me acerqué a él, oí más gritos y mucho alboroto…
– ¿Y el fuego?
Vaciló un instante.
– Era azul.
Noté una especie de desasosiego. Me emocionaba estar, al fin, cerca de las respuestas sobre los Chandrian. Y al mismo tiempo me daba miedo estar cerca de ellos.
– ¿Cómo eran los que te atacaron? ¿Cómo lograste huir?
Denna soltó una risa amarga.
– No me atacó nadie. Vi unas siluetas recortadas contra el fuego y eché a correr como una endemoniada. -Levantó el brazo vendado y se tocó el lado de la cabeza-. Debí de chocar contra un árbol y perdí el conocimiento. Me he despertado esta mañana en el pueblo.
»Esa es la otra razón por la que necesitaba volver -prosiguió-. No sé si maese Fresno seguirá por aquí. En el pueblo nadie comentó que hubieran encontrado otro cadáver, pero no podía preguntar sin que sospecharan…
– Y además, a él no le habría gustado.
Denna asintió.
– Estoy segura de que convertirá esto en otra prueba para ver si sé tener la boca cerrada. -Me miró de forma elocuente-. Por cierto…
– Si nos encontramos a alguien, me mostraré terriblemente sorprendido -me anticipé-. No te preocupes.
Denna sonrió un tanto nerviosa.
– Gracias. Espero que esté con vida. Llevo dos ciclos enteros intentando convencerlo. -Bebió un último sorbo de agua de mi botella y me la devolvió-. Vamos a echar un vistazo, ¿no?
Denna se puso en pie con vacilación, y yo guardé mi botella de agua en el macuto mientras la miraba con el rabillo del ojo. Llevaba casi un año trabajando en la Clínica. Denna había recibido un golpe en la sien izquierda lo bastante fuerte para que se le hinchara el ojo y le saliera un cardenal que se extendía desde la oreja hasta la raíz del pelo. Llevaba el brazo derecho vendado y, por cómo se movía, deduje que tenía magulladuras considerables en el costado izquierdo, si no unas cuantas costillas rotas.
Si había chocado contra un árbol, debía de haber sido un árbol con una forma muy rara.
Pero aun así, no dije nada. No quise presionarla.
¿Cómo iba a hacerlo? Yo también sabía muy bien lo que era tener secretos.
La granja no ofrecía un aspecto excesivamente truculento. El granero había quedado reducido a un revoltijo de cenizas y tablones. En uno de los lados había un abrevadero junto a un calcinado molino de viento. El viento intentaba hacerlo girar, pero solo le quedaban tres aspas, y lo único que hacía era oscilar: delante y atrás, delante y atrás.
No había cadáveres. Solo las profundas roderas que habían dejado las ruedas de los carros cuando habían ido a recogerlos.
– ¿Cuánta gente había en la boda? -pregunté.
– Veintiséis contando a los novios. -Denna le dio un puntapié a un madero carbonizado medio enterrado en la ceniza, cerca de los restos del granero-. Es una suerte que aquí suela llover por las noches, porque si no, toda esta ladera de la montaña estaría ardiendo.
– ¿Sabes si hay viejas enemistades por aquí? -pregunté-. ¿Rivalidad entre familias? ¿Otro pretendiente sediento de venganza?
– Pues claro -replicó Denna-. En un pueblo tan pequeño como este, esas cosas son las que mantienen la estabilidad. La gente de estos sitios arrastra rencillas de cincuenta años por lo que su Tom dijo sobre nuestro Kari. -Sacudió la cabeza-. Pero nada que justificara un asesinato. Era gente normal y corriente.
Normal y corriente, pero rica, pensé mientras iba hacia el edificio principal de la granja. Era un tipo de casa que solo una familia acaudalada podía permitirse el lujo de construir. Los cimientos y las paredes de la planta baja eran de sólida piedra gris. El piso superior era de yeso y madera, con refuerzos de piedra en las esquinas.
Aun así, las paredes estaban combadas hacia dentro y a punto de derrumbarse. Las ventanas y la puerta eran meras oquedades bordeadas de hollín. Me asomé por la puerta y vi que la piedra gris de las paredes estaba tiznada. Había piezas de loza rota esparcidas por el chamuscado suelo de madera, entre los restos de los muebles.
– Si tus cosas estaban aquí dentro -le dije a Denna-, me temo que no quedará mucho de ellas. Podría entrar a mirar…
– No digas estupideces -repuso ella-. Esto está a punto de venirse abajo. -Dio unos golpecitos con los nudillos en el marco de la puerta, que produjo un sonido hueco.
Ese ruido me extrañó, y me acerqué a mirar. Metí una uña bajo la jamba y desprendí, con muy poco esfuerzo, una larga astilla del tamaño de la palma de mi mano.
– Esto parece madera de deriva y no madera para construcción -observé-. Después de haberse gastado tanto dinero, ¿por qué lo escatimarían en el marco de la puerta?
Denna se encogió de hombros.
– Quizá lo hizo el calor del incendio.
Asentí abstraído, y seguí paseándome y mirando alrededor. Me agaché para recoger un trozo de teja de madera chamuscado y murmuré un vínculo. Noté un breve escalofrío en los brazos, y una llama prendió en el extremo.
– Eso es algo que no se ve todos los días -comentó Denna. Lo dijo con calma, pero era una calma forzada, como si quisiera aparentar indiferencia.
Tardé un momento en comprender a qué se refería. Una simpatía tan sencilla como aquella era algo tan habitual en la Universidad que ni siquiera se me había ocurrido pensar qué le parecería a alguien que no estuviera familiarizado con ella.
– De vez en cuando tonteo con fuerzas oscuras que es mejor dejar en paz -dije alegremente sosteniendo la teja ardiendo-. ¿El fuego de anoche era azul?
Denna asintió.
– Como una llamarada de gas de hulla. Como esas lámparas que tienen en Anilin.
La teja de madera ardía con unas llamas de color naranja completamente normales. No tenían ni rastro de azul, pero podía ser que el fuego de la noche anterior sí hubiera sido azul. Solté el trozo de teja y lo pisé con la bota.
Volví a dar una vuelta alrededor de la casa. Había algo que me inquietaba, pero no acertaba a identificarlo. Quería entrar a fisgar.
– Veo que el incendio no fue muy grave -le grité a Denna-. ¿Qué fue lo que dejaste dentro?
– ¿Que no fue muy grave? -dijo ella, incrédula, viniendo hacia mí-. ¡Pero si ha quedado todo destrozado!
Señalé con un dedo.
– El tejado no está completamente quemado; solo lo está la parte más cercana a la chimenea. Eso quiere decir que probablemente el fuego no afectó mucho al piso de arriba. ¿Qué tenías aquí?
– Tenía algo de ropa y una lira que me había regalado maese Fresno.
– ¿Tocas la lira? -Eso me sorprendió-. ¿De cuántas cuerdas?
– De siete. En realidad estoy aprendiendo a tocarla. -Soltó una risita forzada-. Estaba aprendiendo. Sé lo justo para tocar en una boda de pueblo.
– No pierdas el tiempo con la lira -le aconsejé-. Es un instrumento arcaico y poco sutil. No lo digo para menospreciar tu elección -me apresuré a puntualizar-. Lo digo porque tu voz merece un mejor acompañamiento que el de una lira. Si buscas un instrumento de cuerda pulsada que puedas transportar, te recomiendo un arpa pequeña.
– Eres muy amable -dijo Denna-. Pero no la escogí yo, sino maese Fresno. La próxima vez le pediré que me compre un arpa. -Miró alrededor y dio un suspiro-. Si es que sigue vivo, claro.
Me asomé por una de las ventanas, y me quedé con un trozo del alféizar en las manos al apoyarme en él.
– Esta madera también está podrida -dije desmenuzándola con las manos.
– Exacto. -Denna me cogió por el brazo y me apartó de la ventana-. La casa está a punto de caérsete encima. No vale la pena entrar. Como tú mismo has dicho, solo es una lira.
Dejé que Denna me apartara de la casa.
– El cadáver de tu mecenas podría estar en el piso de arriba.
Denna negó con la cabeza.
– No es la clase de persona que entra en un edificio en llamas y queda atrapado en él. -Me miró con severidad-. Además, ¿qué esperas encontrar ahí dentro?
– No lo sé -admití-. Pero si no entro, no sé en qué otro sitio voy a buscar pistas sobre lo que pasó aquí.
– ¿Qué rumor fue ese que oíste, por cierto?
– No gran cosa -admití recordando lo que había dicho el barquero-. Que habían muerto varias personas en una boda. Que los habían encontrado a todos muertos y descuartizados como muñecas de trapo. Y que había fuego azul.
– No es verdad que estuvieran descuartizados -dijo Denna-. Según contaban en el pueblo, los atacaron con puñales y espadas.
Desde que había llegado al pueblo, yo no había visto a nadie que llevara siquiera un puñal. Lo único parecido a un arma eran las hoces y las guadañas de los campesinos que trabajaban en los campos. Volví a contemplar la hundida granja; estaba convencido de que se me escapaba algo…
– Y ¿qué crees que pasó? -me preguntó Denna.
– No lo sé -respondí-. Imaginaba que quizá no encontraría nada. Ya sabes que los rumores siempre exageran. -Miré alrededor-. No me habría creído lo del fuego azul de no haber estado tú presente y de no habérmelo confirmado.
– No fui la única que lo vio -repuso ella-. La casa todavía ardía cuando vinieron a buscar los cadáveres y me encontraron.
Miré alrededor con fastidio. Seguía teniendo la impresión de que se me escapaba algún detalle, pero no habría sabido decir qué era ni por todo el oro del mundo.
– ¿Qué piensan en el pueblo? -pregunté.
– Conmigo no estuvieron muy parlanchines -contestó ella con amargura-. Pero oí parte de una conversación entre el alguacil y el alcalde. Hablaban de demonios. El fuego azul era una prueba incuestionable. Algunos hablaban de engendros. Supongo que el festival de la cosecha de este año será el más tradicional de la historia de este pueblo. Habrá muchas fogatas, sidra, muñecos de paja…
Volví a mirar alrededor: las ruinas del granero, un molino con tres aspas, y los restos chamuscados de una casa. Me pasé ambas manos por el pelo, frustrado y convencido de que pasaba algo por alto. Yo esperaba encontrar… algo. Cualquier cosa.
Estaba allí plantado y comprendí lo delirante que era esa esperanza. ¿Qué esperaba encontrar? ¿La huella de una pisada? ¿Un trocito de tela de una capa? ¿Una nota arrugada con una información de vital importancia? Esas cosas solo pasaban en las historias.
Saqué mi botella y me bebí el agua que quedaba.
– Bueno, aquí ya he terminado -dije, y me dirigí hacia el abrevadero-. ¿Qué piensas hacer tú ahora?
– Quiero echar un vistazo -contestó Denna-. Cabe la posibilidad de que mi caballero esté por aquí, herido.
Miré más allá de las doradas y suaves colinas, cubiertas de árboles otoñales y de campos de trigo, verdes pastos y bosques de pinos y abetos. Aquí y allá se distinguían las oscuras cicatrices de riscos y afloramientos de roca.
– Hay mucho terreno donde buscar…
Denna asintió con resignación.
– Al menos tengo que intentarlo.
– ¿Quieres que te ayude? -pregunté-. Conozco un poco los secretos del bosque…
– Agradecería mucho tu compañía, desde luego -contestó-. Sobre todo teniendo en cuenta que podría haber una banda de demonios merodeando por estos lares. Además, te recuerdo que te has ofrecido a prepararme la cena de esta noche.
– Es verdad. -Pasé al lado del molino calcinado y fui hasta la bomba de mano, de hierro. Así el mango, apoyé todo el peso del cuerpo en él, y de pronto se partió por la base y estuve a punto de caerme.
Me quedé mirando el mango roto. Estaba completamente oxidado y se desmenuzaba desprendiendo ásperas escamas de herrumbre.
Entonces recordé la noche que encontré a mi troupe asesinada, años atrás. Recordé que alargué una mano para sujetarme a la rueda de un carromato y que las fuertes bandas de hierro se habían oxidado hasta desmenuzarse. Recordé la gruesa y sólida madera haciéndose pedazos cuando la toqué.
– ¿Kvothe? -Denna me miraba con gesto de preocupación; su cara estaba muy cerca de la mía-. ¿Estás bien? Por el renegrido Tehlu, siéntate o te vas a caer. ¿Te has hecho daño?
Me senté en el borde del abrevadero, pero los gruesos tablones se desintegraron bajo mi peso como un tocón podrido. Dejé que la fuerza de la gravedad tirara de mí hasta quedar sentado en la hierba.
Sostuve en alto el mango oxidado de la bomba para mostrárselo a Denna. Ella lo miró y arrugó la frente.
– Esa bomba era nueva. El padre estuvo alardeando de lo mucho que le había costado instalar un pozo aquí, en lo alto de la colina. No paraba de repetir que no quería que su hija tuviera que acarrear cubos de agua hasta la cima tres veces al día.
– ¿Qué crees que pasó? -pregunté-. Dime la verdad.
Denna miró alrededor; el cardenal de la sien destacaba contra su pálido cutis.
– Creo que cuando haya terminado de buscar a mi futuro mecenas, voy a largarme de aquí para no volver nunca.
– Eso no es ninguna respuesta -insistí-. ¿Qué crees que pasó?
Denna me miró a los ojos largo rato antes de responder:
– Nada bueno. Nunca he visto un demonio, y no creo que lo vea nunca. Pero tampoco he visto nunca al rey del Vint…
– ¿Conoces esa canción infantil? -Denna me miró sin comprender, así que canté:
Cuando de azul se tiñe el fuego del hogar,
¿cómo podemos actuar?, ¿cómo podemos actuar?
Salgamos corriendo, escondámonos huyendo.
Cuando tu reluciente espada se empieza a aherrumbrar,
¿en quién confiar?, ¿en quién confiar?
Sigue tu propia guía, piedra erguida.
Denna palideció al comprender lo que yo estaba insinuando. Asintió y entonó el estribillo:
¿Veis a una mujer de nivea palidez?
En silencio acuden y en silencio se marchan.
¿Cuál es su plan?, ¿cuál es su plan?
Los Chandrian, los Chandrian.
Denna y yo nos sentamos en la alfombra de sombra que se extendía bajo los árboles otoñales, lejos de la granja en ruinas. «Los Chandrian -pensé-. Los Chandrian estuvieron realmente aquí.» Todavía estaba tratando de poner en orden mis ideas cuando Denna dijo:
– ¿Era esto lo que esperabas encontrar?
– Era lo que buscaba -contesté. «Los Chandrian estuvieron aquí hace menos de un día»-. Pero no esperaba esto. No sé cómo explicarlo. Cuando eres pequeño y excavas en busca de un tesoro enterrado, no esperas encontrarlo. Vas al bosque a buscar hadas y resinillos, pero no los encuentras. -«Mataron a mi troupe, y mataron a los asistentes a esta boda»-. Mierda, me paso la vida buscándote a ti en Imre, pero tampoco espero encontrarte… -Me di cuenta de que estaba desvariando, y me callé.
Denna rió y descargó un poco de tensión. No había burla en su risa, solo júbilo.
– ¿Me estás comparado con un tesoro escondido o con un Fata?
– Eres ambas cosas. Escondida, valiosa, muy buscada y raramente encontrada. -La miré; mi mente apenas prestaba atención a las palabras que salían por mi boca-. También tienes mucho de los Fata. -«Existen -pensaba-. Los Chandrian existen»-. Nunca estás donde te busco, y apareces cuando menos lo espero. Como el arco iris.
Durante el pasado año, yo había guardado un secreto temor en el corazón. A veces temía que el recuerdo de los Chandrian y del asesinato de los componentes de mi troupe fuera solo una especie de extraña pesadilla terapéutica que mi mente había creado para ayudarme a asimilar la pérdida de todo mi mundo. Pero ya tenía algo parecido a una prueba. Eran reales. Mi recuerdo era real. No estaba loco.
– Una tarde, cuando era niño, me pasé una hora persiguiendo el arco iris. Me perdí en el bosque. Mis padres estaban desesperados. Yo estaba convencido de que podría atraparlo. Creía ver el sitio donde tocaba el suelo. Contigo me pasa lo mismo…
Denna me tocó un brazo. Noté el repentino calor de su mano a través de la camisa. Inspiré hondo y aspiré el aroma de su pelo, calentado por el sol; el olor a hierba verde, y a su sudor limpio, y a su aliento, y a manzanas. El viento susurró entre los árboles y le alborotó el cabello, que me rozó la cara.
De pronto, el silencio se apoderó del claro, y reparé en que llevaba varios minutos hablando sin pensar lo que decía. Me sonrojé de vergüenza y miré alrededor al recordar dónde estaba.
– Te veo un poco alicaído -dijo Denna con dulzura-. Me parece que nunca te había visto así.
Volví a respirar hondo y despacio.
– Estoy alicaído siempre -dije-, solo que lo disimulo.
– A eso me refería. -Dio un paso hacia atrás, y su mano se deslizó lentamente por todo mi brazo hasta separarse por completo de él-. Y ahora, ¿qué hacemos?
– Pues… no tengo ni idea. -Miré alrededor, perdido.
– Eso tampoco es muy propio de ti.
– Quiero agua -dije, y compuse una tímida sonrisa al darme cuenta de que había hablado como un niño pequeño.
Denna me devolvió la sonrisa.
– Para empezar, no está mal -bromeó-. ¿Y después?
– Quiero saber por qué los Chandrian atacaron a esa gente.
– ¿«Cuál es su plan», no? -Adoptó una expresión más seria-. Contigo no hay término medio, ¿verdad? Lo único que quieres es beber agua y saber la respuesta a una pregunta que la gente lleva haciéndose desde… bueno, desde siempre.
– ¿Qué crees que pasó? -pregunté una vez más-. ¿Quién crees que los mató?
Denna se cruzó de brazos.
– No lo sé -contestó-. Podría haber infinidad de… -Se interrumpió y se mordió el labio inferior-. No. Eso no es verdad -rectificó-. Resulta extraño decirlo, pero creo que fueron ellos. Parece algo sacado de una historia, y por eso preferiría no creerlo. Pero lo creo. -Me miró con nerviosismo.
– Haces que me sienta mejor. -Me levanté-. Creía que estaba un poco loco.
– Quizá lo estés -replicó ella-. Yo no soy un buen baremo para evaluar tu cordura.
– ¿Crees que estás loca?
Denna negó con la cabeza, y en sus labios se insinuó una sonrisa.
– No. ¿Y tú?
– No mucho.
– Eso puede ser bueno o malo, según se mire. ¿Qué propones que hagamos para resolver el mayor misterio de todos los tiempos?
– Necesito pensar un poco -dije-. Entretanto, vamos a ver si encontramos a tu misterioso maese Fresno. Me encantaría hacerle unas cuantas preguntas sobre lo que vio en la granja Mauthen.
Denna asintió.
– He pensado que podríamos volver a donde me dejó, detrás de ese risco, y luego buscar entre ese punto y la granja. -Se encogió de hombros-. Ya sé que no es ningún plan espectacular…
– Es algo por donde empezar -dije-. Si volvió y no te encontró, quizá dejara algún rastro que podamos seguir.
Denna me guió por el bosque. Allí hacía menos frío. Los árboles paraban el viento, pero el sol se filtraba, porque las copas y las ramas estaban casi desnudas. Solo los altos robles conservaban todavía las hojas, como circunspectos ancianos.
Mientras caminábamos, yo intentaba pensar en qué motivos podían tener los Chandrian para matar a aquella gente. ¿Existía algún paralelismo entre los asistentes a esa boda y los miembros de mi troupe?
«Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar…»
– ¿Qué cantaste anoche? -le pregunté a Denna-. En la boda.
– Lo de siempre -me contestó ella apartando un montón de hojas secas con los pies-. Canciones alegres. «El flautín», «Vamos a lavar al río», «El cazo de cobre»… -Rió un poco-. «La tina de tía Emilia».
– No te creo -dije, perplejo-. ¿«La tina de tía Emilia»? ¿En una boda?
– Me lo pidió un abuelo borracho. -Se encogió de hombros mientras se abría paso a través de una densa maraña de arbustos amarilleantes-. Hubo algunos que arquearon las cejas, pero no muchos. La gente de por aquí es muy campechana.
Seguimos andando en silencio. El viento rugía en las ramas más altas de los árboles, pero por donde nosotros íbamos solo se oía un susurro.
– Creo que nunca he oído «Vamos a lavar» -comenté.
– Ah, ¿no? -Denna giró la cabeza y me miró-. ¿Intentas camelarme para que te cante?
– Por supuesto.
Se dio la vuelta y me sonrió, cariñosa, con el cabello tapándole la cara.
– Quizá más tarde. Cantaré para ganarme la cena. -Rodeó un alto afloramiento de rocas oscuras. Allí hacía más frío, porque no daba el sol-. Creo que fue aquí donde nos separamos -dijo mirando alrededor sin mucha convicción-. De día todo parece diferente.
– ¿Quieres buscar por el camino que lleva a la granja, o prefieres que vayamos describiendo círculos a partir de aquí?
– Mejor círculos -contestó-. Pero tendrás que explicarme qué se supone que buscamos. Soy una chica de ciudad.
Le expliqué brevemente lo poco que sabía de los secretos del bosque. Le mostré el tipo de terreno en que las botas dejan señales o huellas. Le hice ver que el montón de hojas por el que había pasado había quedado desordenado, y que las ramas del arbusto estaban rotas y partidas por donde ella lo había atravesado.
Permanecimos muy juntos, porque dos pares de ojos ven más que uno solo, y porque a ninguno de los dos nos hacía mucha gracia caminar solos por allí. Fuimos describiendo círculos, cada vez más amplios, alejándonos del risco.
Pasados cinco minutos, empecé a pensar que lo que estábamos haciendo era inútil. El bosque era demasiado grande. Comprendí que Denna estaba llegando a la misma conclusión. Una vez más, las pistas de cuento que confiábamos en encontrar se resistían a revelarse. No había pedazos de ropa enganchados en las ramas de los árboles, ni profundas huellas de bota, ni campamentos abandonados. En cambio, encontramos setas, bellotas, mosquitos y excrementos de mapache astutamente escondidos bajo las agujas de pino.
– ¿Oyes el agua? -preguntó Denna.
Asentí.
– Estoy muerto de sed -dije-. Y tampoco me vendría mal lavarme un poco.
Sin añadir nada más abandonamos la búsqueda; ninguno de los dos quería admitir que estaba deseando dejarlo estar, que sentíamos que no tenía sentido. Seguimos el sonido del agua colina abajo; pasamos por un denso pinar y llegamos a un hermoso y profundo arroyo de unos seis metros de ancho.
El agua no olía a residuos de fundición, así que bebimos y yo llené la botella de agua.
Sabía muy bien lo que pasaba en los cuentos. Cuando una pareja de jóvenes llegaba a un río, siempre pasaba lo mismo. Denna se bañaría detrás de un abeto cercano, fuera del alcance de mi vista, en un tramo arenoso de la orilla. Yo me apartaría un poco, por discreción, hasta un sitio desde donde no pudiera verla, pero desde donde pudiéramos hablar sin necesidad de gritar. Y entonces… pasaría algo. Ella resbalaría y se torcería un tobillo, o se haría un corte en un pie con una piedra afilada, y yo me vería obligado a ayudarla. Y entonces…
Pero aquello no era la historia de dos jóvenes enamorados que se encontraban en el río. Así que me eché un poco de agua en la cara, fui detrás de un árbol y me puse la camisa limpia. Denna metió la cabeza en el agua para refrescarse. Su reluciente cabello era negro como la tinta hasta que se lo retorció con las manos.
Luego nos sentamos en una piedra, con los pies en el agua y disfrutando de la mutua compañía mientras descansábamos. Compartimos una manzana; nos la fuimos pasando y fuimos dando mordiscos por turnos, lo cual, si nunca has besado a nadie, es casi como besarse.
Y, después de que yo insistiera un poco, Denna cantó para mí. Una estrofa de «Vamos a lavar», una estrofa que yo no había oído nunca y que sospecho que ella inventó allí mismo. No voy a repetirla ahora, porque ella la cantó para mí y para nadie más. Y como esto no es la historia de dos jóvenes enamorados que se encuentran en el río, no pinta nada aquí, así que me la guardo.