18 Caminos a lugares seguros

Quizá la mayor facultad que posee nuestra mente sea la capacidad de sobrellevar el dolor. El pensamiento clásico nos enseña las cuatro puertas de la mente, por las que cada uno pasa según sus necesidades.

La primera es la puerta del sueño. El sueño nos ofrece un refugio del mundo y de todo su dolor. El sueño marca el paso del tiempo y nos proporciona distancia de las cosas que nos han hecho daño. Cuando una persona resulta herida, suele perder el conocimiento. Y cuando alguien recibe una noticia traumática, suele desvanecerse o desmayarse. Así es como la mente se protege del dolor: pasando por la primera puerta.

La segunda es la puerta del olvido. Algunas heridas son demasiado profundas para curarse, o para curarse deprisa. Además, muchos recuerdos son dolorosos, y no hay curación posible. El dicho de que «el tiempo todo lo cura» es falso. El tiempo cura la mayoría de las heridas. El resto están escondidas detrás de esa puerta.

La tercera es la puerta de la locura. A veces, la mente recibe un golpe tan brutal que se esconde en la demencia. Puede parecer que eso no sea beneficioso, pero lo es. A veces, la realidad es solo dolor, y para huir de ese dolor, la mente tiene que abandonar la realidad.

La última puerta es la de la muerte. El último recurso. Después de morir, nada puede hacernos daño, o eso nos han enseñado.


Después de que mataran a mi familia, me adentré en el bosque y dormí. El cuerpo me lo exigía, y mi mente utilizó la primera puerta para aliviar el dolor que me embargaba. La herida quedó cubierta hasta que llegara el momento propicio para la curación. Era un mecanismo de defensa: una buena parte de mi mente dejó de funcionar. Se apagó, por así decirlo.

Mientras mi mente dormía, gran parte de los detalles dolorosos del día anterior se escondieron detrás de la segunda puerta: Pero no del todo. No olvidé lo que había pasado, y sin embargo el recuerdo quedó amortiguado, como si lo viera a través de una tupida gasa. Si hubiera querido, habría podido recordar las caras de los muertos, la cara de aquel hombre de ojos negros. Pero no quería recordar. Empujé esos pensamientos y dejé que acumularan polvo en un rincón de mi mente que utilizaba poco.

Soñé. No con sangre, ojos vidriosos y olor a pelo quemado, sino con cosas más agradables. Y poco a poco, la herida dejó de dolerme…


Soñé que iba por el bosque con Laclith, aquel cazador que había viajado con nuestra troupe cuando yo era más pequeño. Él caminaba en silencio entre la maleza, mientras que yo hacía más ruido que un buey herido arrastrando un carro volcado.

Tras un largo silencio, me paré para contemplar una planta. Él se me acercó por detrás con sigilo y dijo: «Milenrama. Puedes reconocerla por el filo de las hojas». Estiró un brazo y acarició suavemente las hojas vellosas. Asentí.

«Esto es un sauce. Puedes masticar la corteza para aliviar el dolor. -'Era amarga y un poco arenosa-. Esto es vedegambre. No toques las hojas. -No lo hice-. Esto es cimífuga. Los frutos son comestibles cuando están rojos, pero nunca cuando están verdes, amarillos o naranjas.

»Así es como tienes que pisar cuando quieras caminar sin hacer ruido. -Lo probé y me dolieron las pantorrillas-. Así es como tienes que apartar silenciosamente la maleza sin dejar señales de tu paso. Aquí es donde encontrarás madera seca. Así es como te proteges de la lluvia cuando no tienes una lona. Eso es paterradícula. Puedes comerla, pero sabe mal. Esto -continuó señalando- es ferularia, y eso, naranjina: no las comas nunca. La que tiene pequeños nudos es burrum. Solo debes comerla si antes has comido ferularia, por ejemplo. Te hará vomitar lo que tengas en el estómago.

»Con este cepo nunca atraparás un conejo. Con este, en cambio, sí.» Hizo un lazo con una cuerda, y luego hizo otro diferente.

Mientras veía cómo sus manos manipulaban la cuerda, comprendí que ya no era Laclith, sino Abenthy. íbamos en el carromato, y él me estaba enseñando a hacer nudos de marinero.

«Los nudos son interesantes -comentó Ben-. El nudo puede ser la parte más fuerte o la más débil de la cuerda. Depende por completo de lo bien que lo ates.» Levantó las manos y me mostró un nudo muy complejo que se extendía entre sus dedos.

Le brillaron los ojos.

«¿Alguna pregunta?»

«¿Alguna pregunta?», dijo mi padre. Habíamos parado porque habíamos encontrado un itinolito. Estaba sentado afinando su laúd; por fin iba a cantarnos su canción a mi madre y a mí. Habíamos esperado mucho ese momento. «¿Alguna pregunta?», repitió, sentado con la espalda apoyada en la gran piedra gris.

«¿Por qué nos paramos en las rocas de guía?»

«Sobre todo por tradición. Pero hay gente que dice que señalaban antiguos caminos… -la voz de mi padre cambió y se convirtió en la voz de Ben- caminos seguros. A veces, caminos a lugares seguros; otras, caminos seguros que conducían a lugares peligrosos. -Ben acercó una mano a la piedra, como si se la calentara junto al fuego-. Pero tienen poder. Eso solo un loco lo negaría.»

Entonces Ben ya no estaba, y no había una piedra erguida, sino muchas. Más de las que yo había visto jamás juntas en un sitio. Formaban un doble círculo a mi alrededor. Una piedra estaba apoyada sobre otras dos, formando un arco enorme bajo el que había espesas sombras. Estiré un brazo para tocarla…

Y desperté. Mi mente había cubierto el dolor con los nombres de un centenar de raíces y bayas, cuatro maneras de hacer fuego, nueve cepos hechos con solo un árbol joven y una cuerda, y un truco para encontrar agua potable.

El resto del sueño no me pareció tan interesante. Ben nunca me había enseñado nudos de marinero. Y mi padre no había terminado su canción.

Hice inventario de lo que tenía: un saco de lona, un cuchillo pequeño, un ovillo de cuerda, cera, un penique de cobre, dos ardites de hierro y Retórica y lógica, el libro que me había regalado Ben. Aparte de mi ropa y el laúd de mi padre, no tenía nada más.

Me puse a buscar agua. «Lo primero es el agua -me había dicho Laclith-. Sin todo lo demás puedes aguantar varios días.» Me fijé en la inclinación del terreno y seguí algunos rastros de animales. Para cuando encontré una pequeña charca, alimentada por un manantial, entre unos abedules, el cielo empezaba a teñirse de rojo detrás de los árboles. Estaba muerto de sed, pero fui prudente y solo bebí un pequeño sorbo.

Luego recogí leña seca de los huecos de los árboles y de debajo de las copas más espesas. Hice un cepo sencillo. Busqué tallos de balsamaría y me unté las heridas de los dedos con la savia. El escozor me ayudó a no recordar cómo me los había lastimado.

Mientras esperaba a que se secara la savia, miré por primera vez alrededor. Los robles y los abedules competían por el espacio. Sus troncos componían un dibujo de luz y oscuridad alternas bajo el toldo formado por las ramas. Un riachuelo salía de la charca, discurría entre unas rocas y se perdía hacia el este. Debía de ser bonito, pero no me di cuenta. No podía darme cuenta. Para mí, los árboles eran un refugio; la maleza, una fuente de alimento; y la charca en que se reflejaba la luz de la luna solo me recordaba la sed que tenía.

También había una gran piedra rectangular, tumbada sobre un lado, cerca de la charca. Unos días atrás, la habría reconocido al instante: era un itinolito. Sin embargo, ahora la veía como un eficaz cortavientos, algo en lo que apoyar la espalda para dormir.

Vi, a través del toldo de hojas, que habían salido las estrellas. Eso significaba que habían pasado varias horas desde que probara el agua. Como no me había encontrado mal, deduje que debía de ser potable y di un largo sorbo.

En lugar de reanimarme, lo único que conseguí al beber fue darme cuenta de lo hambriento que estaba. Me senté en la piedra, al borde de la charca. Arranqué las hojas de los tallos de balsamaría y me comí una. Era áspera, rugosa y amarga. Me comí el resto, pero no sirvió de nada. Bebí un poco más de agua y me tumbé para dormir; no me importaba que la piedra fuera dura y estuviese fría, o al menos hice como si no me importara.


Desperté, bebí agua y fui a ver el cepo que había puesto. Me sorprendió encontrar un conejo todavía vivo atrapado en la cuerda. Cogí mi cuchillo y recordé lo que Laclith me había explicado que había que hacer para matar y desollar un conejo. Entonces pensé en la sangre y en lo que sentiría cuando me manchara las manos. Sentí náuseas y vomité. Solté el conejo y volví a la charca.

Bebí un poco más de agua y me senté en la piedra. Estaba un poco mareado, y me pregunté si sería de hambre.

Al cabo de un rato me despejé y me reprendí por lo estúpido que había sido. Vi unas setas que crecían en un árbol muerto y me las comí después de lavarlas en la charca. Eran arenosas y sabían a tierra. Me comí todas las que encontré.

Puse otro cepo, un cepo que matara a la presa. Entonces olí que se avecinaba lluvia y volví al itinolito para hacerle un refugio a mi laúd.

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