11 El vínculo de hierro

Estaba sentado en la parte de atrás del carromato de Abenthy. Era un lugar maravilloso para mi tierna mente, con centenares de botellas y paquetes, impregnado de un millar de olores. Por lo general lo encontraba más divertido que el carro de un calderero; sin embargo, ese día estaba muy desanimado.

La noche anterior había llovido mucho, y el camino se había convertido en un lodazal. Como la troupe no tenía ningún programa determinado, habíamos decidido esperar un par de días y dejar que los caminos se secaran. Era algo que ocurría con frecuencia, y Ben aprovechó esa pausa en el camino para darle un empujón a mi educación. Así que estaba sentado ante la mesa de madera de la parte de atrás del carromato de Ben, enfurruñado ante la perspectiva de pasarme todo el día oyéndole darme lecciones sobre cosas que yo ya entendía.

Mis pensamientos debían de reflejarse en mi cara, porque Abenthy suspiró y se sentó a mi lado.

– No es exactamente lo que esperabas, ¿verdad?

Me relajé un poco, porque sabía que ese tono significaba un aplazamiento temporal de la lección. Ben cogió un puñado de dra-bines de hierro que había sobre la mesa y los juntó con cuidado.

Entonces me miró.

– ¿Sabrías hacer malabarismos con todos a la vez? ¿Y con cinco pelotas? ¿Y con cuchillos?

Me ruboricé un poco. Recordé que, al principio, Trip ni siquiera me dejaba probar con tres pelotas a la vez. Me hacía practicar con dos. Y se me habían caído un par de veces. Se lo dije a Ben.

– Muy bien -repuso él-. Cuando aprendas este truco podremos pasar a otro. -Pensé que iba a levantarse para continuar con la lección, pero no lo hizo.

Me mostró el puñado de drabines de hierro.

– ¿Qué sabes de estos objetos? -Los hizo sonar en la mano.

– ¿En qué sentido? -pregunté-. ¿Físicamente, químicamente, históricamente…?

– Históricamente. -Ben sonrió-. Sorpréndeme con tus conocimientos de nimiedades históricas, E'lir. -En una ocasión le había preguntado qué significaba E'lir, y Ben me había contestado que significaba «el sabio»; pero, por la forma en que había torcido la boca al decirlo, yo tenía mis dudas.

– Hace mucho tiempo, el pueblo que…

– ¿Cuánto tiempo?

Fruncí el ceño y lo miré con acritud.

– Unos dos mil años. Los pueblos nómadas que deambulaban por las estribaciones de los montes Shalda se reunieron bajo el mando de un jefe.

– ¿Cómo se llamaba?

– Heldred. Sus hijos se llamaban Heldim y Heldar. ¿Quieres que te recite todo el linaje o puedo ir al grano? -pregunté mirándolo a los ojos.

– Discúlpeme, señor. -Ben se enderezó en el asiento y adoptó una expresión de embeleso que nos hizo sonreír a ambos.

Proseguí:

– Heldred acabó controlando las estribaciones que rodean los montes Shalda. Eso significaba que controlaba también las montañas. Empezaron a cultivar la tierra, abandonaron su estilo de vida nómada y poco a poco empezaron a…

– ¿Eso es ir al grano? -preguntó Abenthy. Tiró los drabines en la mesa, delante de mí.

Lo ignoré lo mejor que pude.

– Controlaban la única fuente de metal abundante y fácilmente accesible en muchos kilómetros a la redonda, y pronto se convirtieron también en los trabajadores más diestros de esos metales. Explotaron esa ventaja y obtuvieron gran cantidad de riqueza y poder.

»Hasta ese momento, el trueque era el sistema más habitual de comercio. Había ciudades más grandes que acuñaban su propia moneda, pero fuera de esas ciudades, el dinero solo valía el peso del metal. Las barras de metal eran mejores para el trueque, pero resultaba incómodo transportarlas.

Ben me miró con su mejor cara de alumno aburrido. El efecto solo quedó ligeramente inhibido por el hecho de que, un par de días atrás, había vuelto a quemarse las cejas.

– No irás a entrar en los méritos de la moneda figurativa, ¿verdad?

Inspiré hondo y me propuse no chinchar tanto a Ben durante las lecciones.

– Los hasta entonces nómadas, que en aquellos tiempos ya recibían el nombre de ceáldimos, fueron los primeros en establecer una moneda estandarizada. Si cortas una de esas barras pequeñas en cinco partes, obtienes cinco drabines. -Empecé a hacer dos pilas de cinco drabines para ilustrar mi explicación. Parecían pequeños lingotes de metal-. Diez drabines equivalen a una iota de cobre; diez iotas…

– Muy bien -intervino Ben cuando yo no lo esperaba-. De modo que estos dos drabines -cogió un par y me los acercó para que los examinara- podrían proceder de la misma barra, ¿no?

– Bueno, seguramente los fundieron por separado… -Me callé al ver la severa mirada de Ben-. Sí, claro.

– Entonces, todavía hay algo que los conecta, ¿no? -Volvió a traspasarme con la mirada.

Yo no estaba de acuerdo, pero sabía que no era el momento adecuado para interrumpir.

– Sí.

Ben dejó los dos drabines en la mesa.

– Así pues, cuando mueves uno, el otro también debería moverse, ¿no?

En aras del argumento le di la razón, y luego alargué la mano para mover uno. Pero Ben detuvo mi gesto negando con la cabeza.

– Antes tienes que recordárselo -dijo-. En realidad, antes tienes que convencerlos.

Cogió un cuenco y, lentamente, vertió en él una gota de resina de pino. Mojó uno de los drabines en la resina y lo juntó con el otro; pronunció unas palabras que no identifiqué y, poco a poco, separó las dos piezas. La resina se estiró entre los dos drabines formando unos filamentos.

Ben dejó una moneda en la mesa y se quedó la otra en la mano. Entonces murmuró unas palabras más y se relajó.

Levantó la mano, y la moneda que estaba encima de la mesa imitó su movimiento. Ben agitó la mano, y la pieza de hierro marrón empezó a moverse por el aire.

Dejó de mirarme y miró la moneda.

– La ley de la simpatía es uno de los fundamentos de la magia. Establece que cuanto más parecidos son dos objetos, mayor es su relación simpática. Cuanto mayor es la relación, más fácilmente se influencian uno a otro.

– Tu definición es circular.

Dejó la moneda en la mesa. La máscara de profesor de Ben dio paso a una sonrisa mientras el arcanista intentaba, sin mucho éxito, limpiarse la resina de las manos con un trapo. Caviló un rato y dijo:

– No parece muy útil, ¿verdad?

Asentí pero indeciso. Las preguntas con trampa eran muy comunes cuando estábamos estudiando.

– ¿Preferirías aprender a llamar al viento? -Sus ojos danzaron sobre mi rostro. Murmuró una palabra, y el techo de lona del carromato se agitó alrededor de nosotros.

Noté cómo una sonrisa lobuna se apoderaba de mi cara.

– Lo siento, E'lir. -La sonrisa de Ben también era lobuna, casi salvaje-. Antes de aprender a escribir tienes que aprender el alfabeto. Antes de aprender a tocar y a cantar tienes que aprender los acordes.

Sacó una hoja de papel y anotó un par de palabras en ella.

– El truco consiste en fijar el Alar con firmeza en tu mente. Tienes que creer que están conectados. Tienes que saber que están conectados. -Me dio la hoja-. Aquí tienes la transcripción fonética. Se llama Vínculo Simpático del Movimiento Paralelo. Practica. -Viejo, entrecano y sin cejas, cada vez se parecía más a un lobo.

Fue a lavarse las manos. Vacié mi mente mediante el Corazón de Piedra. Al cabo de unos instantes me sentí flotar en un mar de desapasionada calma. Enganché las dos monedas de metal con resina de pino. Fijé el Alar en mi mente y me concentré en la inquebrantable creencia de que aquellos dos drabines estaban conectados. Pronuncié las palabras, separé las monedas, dije la última palabra y esperé.

No sentí ninguna oleada de poder. No sentí frío ni calor. No descendió sobre mí ningún rayo de luz.

Estaba muy decepcionado. Es decir, todo lo decepcionado que podía estar con el Corazón de Piedra. Levanté la moneda con una mano, y la moneda que estaba encima de la mesa se levantó sola, imitando el movimiento de la otra. Era magia, de eso no cabía ninguna duda. Pero me quedé muy impasible. Yo esperaba… No sé qué esperaba, pero desde luego algo muy diferente.

Pasé el resto del día experimentando con el sencillo vínculo simpático que Abenthy me había enseñado. Aprendí que se podía unir casi todo. Un drabín de hierro y un talento de plata; una piedra y un trozo de fruta; dos ladrillos; un terrón y un asno. Tardé unas dos horas en comprender que no necesitaba la resina de pino. Cuando se lo comenté a Ben, él admitió que la resina solo era una ayuda para la concentración. Creo que le sorprendió que lo hubiera averiguado por mis propios medios.

Déjame resumir de manera breve el concepto de simpatía, dado que seguramente tú nunca necesitarás tener más que una vaga comprensión de cómo funcionan esas cosas.

En primer lugar, la energía no puede crearse ni destruirse. Cuando levantas un drabín y el otro se levanta él solo de la mesa, el que tienes en la mano pesa como si los estuvieras levantando los dos, porque en realidad lo estás haciendo.

Eso, en teoría. En la práctica, notas como si estuvieras levantando tres drabines. Ningún vínculo simpático es perfecto. Cuanto más diferentes son los objetos, más energía se pierde en el proceso. Imagina un acueducto que pierde agua y que conduce a una noria. Un buen vínculo simpático tiene muy pocas pérdidas, y aprovecha la mayor parte de la energía. Un mal vínculo está lleno de agujeros; solo una pequeña parte del esfuerzo que pones en ello va hacia lo que tú quieres hacer.

Intenté, por ejemplo, unir un trozo de tiza y una botella de cristal llena de agua. Había muy poca similitud entre los dos objetos, así que aunque la botella de agua pesara un kilo, cuando intenté levantar la tiza me pareció que pesaba veinticinco. El mejor vínculo que encontré fue el de una rama que había partido por la mitad.

Cuando hube comprendido ese ejercicio de simpatía, Ben me enseñó otros. Docenas de vínculos simpáticos. Un centenar de pequeños trucos para canalizar la fuerza. Cada uno de ellos era una palabra diferente del vasto vocabulario que yo estaba empezando a conocer. Muchas veces era tedioso; no te lo cuento con más detalles para no aburrirte.

Ben seguía dándome lecciones de otras disciplinas: historia, aritmética y química; sin embargo, lo que más me interesaba era la simpatía. Ben compartía sus secretos con moderación, y me hacía demostrarle que dominaba uno antes de pasar al siguiente. Pero por lo visto, yo tenía un don, más allá de mi afición natural a absorber conocimientos, de modo que nunca tenía que esperar demasiado.


No estoy diciendo que el camino siempre fuera llano. La misma curiosidad que me convertía en un alumno tan entusiasta me causaba problemas con cierta regularidad.

Una noche, cuando encendía el fuego para cocinar de mis padres, mi madre me sorprendió cantando una canción que había aprendido el día anterior. No me había percatado de que mi madre estaba detrás de mí, así que se quedó escuchándome mientras yo golpeaba un leño contra otro y, distraído, recitaba:


Siete cosas guarda lady Lackless

bajo su negro vestido:

un anillo que no es para ponerse,

una palabra que es casi un gemido.

Junto al cirio de su esposo

hay una puerta sin pomo;

en una caja sin tapa ni candado

encierra Lackless las piedras de su amado.

Ella tiene un secreto guardado,

que sueña en vez de dormir sin tardanza;

por un camino que no es el trillado

lady Lackless lía su adivinanza.


Se la había oído cantar a una niña que iba por la calle dando saltitos. Solo la había oído dos veces, pero se me había quedado grabada. Era una canción pegadiza, como casi todas las canciones infantiles.

Mi madre me oyó y se acercó al fuego.

– ¿Qué era eso que cantabas, cielo? -No lo dijo con enfado, pero me di cuenta de que tampoco estaba contenta.

– Es una canción que oí en Fallows -contesté de manera evasiva. Tenía prohibido jugar con los niños de los pueblos por los que pasábamos. «La desconfianza se convierte rápidamente en aversión -subrayaba mi padre a los nuevos miembros de la troupe-, así que cuando estemos en un pueblo manteneos juntos y sed educados.» Puse unos troncos más gruesos en el fuego y dejé que las llamas los acariciaran.

Mi madre se quedó un rato callada, y cuando yo ya empezaba a pensar que no seguiría insistiendo, me dijo:

– No me gusta esa canción. ¿Te has parado a pensar en su significado?

La verdad era que no. Parecía un poemilla sin sentido. Pero cuando la repetí mentalmente, caí en la cuenta de que encerraba claras alusiones sexuales.

– No, no lo había pensado.

Su expresión se suavizó un tanto, y se agachó para acariciarme el cabello.

– Piensa siempre en lo que cantas, cariño.

Por lo visto, me había librado; pero no pude evitar preguntar:

– ¿Qué diferencia hay con algunos pasajes de Después de tan larga espera? Es como cuando Fain le pregunta a lady Perial por su sombrero. «Tantos hombres me han hablado de él que quería verlo con mis propios ojos y probármelo.» Es evidente a qué se refiere.

Vi cómo mi madre componía una expresión firme, ni enfadada ni contenta. Entonces cambió algo en su cara.

– Dime tú dónde está la diferencia -dijo.

Yo detestaba las preguntas con trampa. La diferencia era obvia: una me metería en un lío, y la otra, no. Esperé un poco para demostrar que había reflexionado lo suficiente sobre el asunto, y luego sacudí la cabeza.

Mi madre se arrodilló ante el fuego y se calentó las manos.

– La diferencia es… Ve a buscar el trébede, ¿quieres? -Me dio un empujoncito; me levanté y fui a la parte de atrás del carromato mientras ella continuaba-: La diferencia consiste en decirle algo a una persona y decir algo sobre una persona. Lo primero puede ser una grosería, pero lo segundo es, siempre, un chisme.

Le llevé el trébede y la ayudé a montarlo sobre el fuego.

– Además, lady Perial solo es un personaje ficticio. En cambio, lady Lackless es una persona real, con sentimientos que pueden resultar heridos. -Levantó la cabeza y me miró.

– No lo sabía -argumenté poniendo cara de culpabilidad.

Debí de lograr una expresión digna de lástima, porque mi madre me abrazó y me dio un beso.

– No es nada grave, tesoro. Pero recuerda que tienes que pensar siempre lo que estás haciendo. -Me pasó una mano por la cabeza y sonrió, radiante como el sol-. Creo que podrías reconciliarte conmigo y con lady Lackless si encontraras unas ortigas para la cena de esta noche.

Cualquier pretexto para eludir un juicio y jugar un rato en la maraña de arbustos que había junto al camino me parecía bueno. Me marché casi antes de que mi madre hubiera terminado la frase.

También debería aclarar que gran parte del tiempo que pasaba con Ben lo sacaba de mi tiempo libre. Yo seguía teniendo mis obligaciones en la troupe. Interpretaba el papel del joven paje siempre que era necesario. Ayudaba a pintar los decorados y a coser los trajes. Por la noche almohazaba los caballos, y cuando había que imitar truenos agitaba una plancha de hojalata detrás del escenario.

Pero no me importaba ocupar así mi tiempo libre. Mi infinita energía infantil y mi insaciable afán de conocimiento hicieron del siguiente año uno de los más felices que recuerdo.

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