53 En círculos lentos

El Eolio es donde está nuestra actriz, esperando en los bastidores. No he olvidado que es hacia ella hacia donde voy. Si da la impresión de que rodeo el tema, me parece adecuado, porque ella y yo siempre nos hemos movido el uno hacia el otro en círculos lentos.

Afortunadamente, Wilem y Simmon habían estado en el Eolio. Ellos me contaron lo poco que yo no sabía ya.

En Imre había muchos sitios donde podías escuchar música. De hecho, en casi todas las posadas, tabernas y pensiones había algún músico cantando o tocando un instrumento. Pero el Eolio era diferente. Presentaba a los mejores músicos de la ciudad. Si sabías distinguir la buena música de la mala, sabías que en el Eolio actuaban los mejores.

Entrar por la puerta principal del Eolio costaba una iota de cobre. Una vez dentro, podías quedarte todo el tiempo que te apeteciese, y escuchar cuanta música quisieras.

Pero el haber pagado para entrar no autorizaba a los músicos a actuar en el Eolio. Si un músico quería subir al escenario del Eolio, tenía que pagar un talento de plata por ese privilegio. Exacto: la gente pagaba para tocar en el Eolio, y no al revés.

¿Por qué pagaría alguien una suma de dinero tan exorbitante solo por tocar? Bueno, algunos de los que pagaban eran, sencillamente, ricos indulgentes consigo mismos. Para ellos, un talento no era un precio muy elevado para satisfacer su orgullo.

Pero los músicos serios también pagaban. Si su actuación impresionaba lo suficiente al público y a los propietarios, recibían un diminuto caramillo de plata que podían prenderse en la ropa con una aguja o colgarse de una cadena. Ese caramillo de plata era una clara señal de distinción reconocida en la mayoría de las posadas importantes en trescientos kilómetros a la redonda de Imre.

Si conseguías el caramillo de plata, podías entrar gratis en el Eolio y tocar siempre que se te antojara.

La única obligación que implicaba estar en posesión del caramillo de plata era la de actuar. Si te habías ganado el caramillo, podían pedirte que tocaras en cualquier momento. Generalmente, eso no suponía una carga, pues los nobles que frecuentaban el Eolio daban dinero o regalos a los músicos que los complacían. Era la versión de clase alta de pagarle copas al violinista.

Algunos músicos tocaban sin muchas esperanzas de conseguir el caramillo de plata. Pagaban para tocar porque nunca se sabía quién podía encontrarse en el Eolio esa noche, escuchando. Con una buena interpretación de una sola canción quizá no consiguieras el caramillo, pero tal vez sí a un adinerado mecenas.

Un mecenas.


– Me han contado una cosa muy rara -dijo Simmon una noche. Estábamos sentados donde siempre, en el banco de la plaza del poste. Estábamos los dos solos, porque Wilem había ido a flirtear con una camarera de Anker's-. Muchos estudiantes han oído ruidos extraños por la noche en la Principalía.

– Ah, ¿sí? -dije fingiendo desinterés.

Simmon insistió:

– Sí. Unos dicen que es el fantasma de un alumno que se perdió en el edificio y que murió de hambre. -Se dio unos golpecitos en la nariz con el dedo, como hacían los vejetes cuando contaban una historia-. Dicen que sigue recorriendo los pasillos porque todavía no ha encontrado la salida.

– Ah.

– Otros dicen que es un espíritu enojado. Dicen que tortura animales, sobre todo gatos. Ese es el ruido que han oído a altas horas de la noche: el de tripas de gato torturadas. Creo que es un ruido aterrador.

Lo miré y vi que estaba a punto de reír.

– Bueno, ya basta -le dije con falsa severidad-. Sigue. Te lo mereces por ser tan inteligente. Solo que hoy en día ya nadie usa cuerdas de tripa.

Simmon soltó una carcajada. Cogí una de sus pastas y empecé a comérmela, con la esperanza de darle una valiosa lección de humildad.

– Así, ¿qué? ¿Sigues decidido?

Asentí.

Simmon parecía aliviado.

– Pensaba que habías cambiado de planes. Últimamente no te había visto con el laúd.

– No hace falta -le expliqué-. Ahora que tengo tiempo para practicar, no necesito aprovechar cualquier ocasión para escabu-llirme.

Pasó un grupo de estudiantes; uno de ellos saludó con la mano a Simmon.

– ¿Cuándo vas a hacerlo?

– El próximo Duelo -contesté.

– ¿Tan pronto? -preguntó Sim-. Hace solo dos ciclos estabas preocupado porque llevabas mucho tiempo sin tocar. ¿Ya te has puesto al día?

– No del todo -admití-. Tardaría años en ponerme al día. -Me encogí de hombros y me metí el último trozo de pasta en la boca-. Pero ya me siento cómodo. La música ya no se interrumpe en mis manos, sino que… -Intenté explicarlo, pero me encogí de hombros-. Estoy preparado.

La verdad es que me habría gustado poder practicar un mes más, un año más, antes de jugarme un talento entero. Pero no había tiempo. El bimestre estaba a punto de terminar. Necesitaba dinero para liquidar mi deuda con Devi y pagar la matrícula del bimestre siguiente. No podía esperar más.

– ¿Estás seguro? -me preguntó Sim-. He oído a gente muy buena intentando demostrar su talento. A principios de este bimestre, un anciano cantó una canción sobre… sobre esa mujer cuyo esposo se había ido a la guerra.

– «En la herrería del pueblo» -dije.

– Como se llame -dijo Simmon sin mucho interés-. Lo que quiero decir es que ese tipo era muy bueno. Me hizo reír y llorar tanto que me dolía todo el cuerpo. -Me miró con ansiedad-. Pero no le dieron el caramillo.

Disimulé mi ansiedad con una sonrisa.

– Todavía no me has oído tocar, ¿verdad que no?

– Sabes perfectamente que no -replicó Sim con enfado.

Sonreí. Me había negado a tocar para Wilem y para Simmon hasta que no me hubiera puesto al día. Para mí, su opinión era casi tan importante como la de la clientela del Eolio.

– Bueno, el próximo Duelo tendrás ocasión de oírme -dije-. ¿Vendrás?

Simmon asintió.

– Wilem también irá. A menos que haya un terremoto o que llueva sangre.

Miré el sol poniente.

– Tengo que irme -dije, y me puse en pie-. Para triunfar hay que practicar.

Sim me dijo adiós con la mano, y me dirigí a la Cantina. Me senté a la mesa el tiempo necesario para comerme las judías y un trozo de carne dura y gris. Me llevé el pan, y los estudiantes que había cerca me miraron con extrañeza.

Fui a mi camastro y saqué mi laúd del baúl que había al pie de la cama. A continuación, y teniendo en cuenta los rumores que Sim había mencionado, me dirigí al tejado de la Principaría por uno de los caminos más enrevesados, trepando por unos tubos de desagüe de un callejón. No quería que se descubrieran mis actividades nocturnas.

Cuando llegué al aislado patio del manzano ya era casi de noche. No había ninguna ventana iluminada. Miré hacia abajo desde el alero y no vi más que oscuridad.

– Auri -llamé-, ¿estás ahí?

– Llegas tarde -me contestó una voz con un deje de fastidio.

– Lo siento -repuse-. ¿Quieres subir esta noche?

Un momento de silencio.

– No. Baja tú.

– Esta noche no hay mucha luna -dije con mi tono más persuasivo-. ¿Estás segura de que no quieres subir?

Oí un susurro proveniente de los setos de abajo, y entonces vi a Auri trepar como una ardilla por el manzano. Corrió por el borde del tejado y se paró en seco a unos cuatro metros de donde estaba yo.

Había calculado que Auri solo tenía unos años más que yo; en cualquier caso, no podía tener más de veinte. Iba vestida con ropa hecha jirones que le dejaba los brazos y las piernas al descubierto, y era casi dos palmos más baja que yo. Estaba muy delgada. En parte, era su constitución, pero había algo más. Tenía las mejillas descarnadas y los brazos muy flacos. Su largo cabello era tan fino que, cuando Auri andaba, flotaba detrás de ella como una nube.

Me había llevado mucho tiempo sacarla de su escondite. Sospechaba que alguien me escuchaba desde el patio cuando practicaba, pero tardé casi dos ciclos en descubrir a Auri. Al comprobar que estaba muy desnutrida, empecé a llevarle toda la comida que podía sacar de la Cantina y a dejársela allí. Aun así, tardó otro ciclo más en subir conmigo al tejado mientras yo tocaba el laúd.

Los últimos días, Auri hasta había empezado a hablar. Yo había imaginado que se mostraría huraña y desconfiada, pero no fue así. Se mostró llena de vida y muy entusiasta. Aunque cuando la vi no pude evitar que me recordara a mí mismo cuando vivía en Tar-bean, en realidad no había mucha similitud entre nosotros. Auri iba escrupulosamente limpia y tenía una alegría desbordante.

No le gustaba el cielo abierto, ni la luz intensa, ni la gente. Deduje que era una alumna que había enloquecido y que se había escondido bajo tierra antes de que pudieran encerrarla en el Refugio. No sabía gran cosa sobre ella, porque todavía se mostraba tímida y asustadiza. Cuando le pregunté cómo se llamaba, salió corriendo, se escondió bajo tierra y tardó varios días en volver.

Así que le puse un nombre: Auri. Aunque en secreto pensaba en ella como «mi pequeño duendecillo lunar».

Auri se acercó un poco, se paró, esperó y dio unos pasitos más. Repitió la operación varias veces hasta que se plantó delante de mí. Se quedó quieta, con el cabello esparcido alrededor de la cabeza como un halo. Puso ambas manos delante de la cara, justo debajo de la barbilla. Estiró un brazo, me tiró de la manga y volvió a retirar la mano.

– ¿Qué me has traído? -me preguntó, emocionada.

Sonreí.

– ¿Y tú? ¿Qué me has traído? -bromeé.

Auri sonrió y alargó una mano. Vi brillar algo en su palma a la luz de la luna.

– Una llave -contestó con orgullo, y me la puso en la mano.

La cogí y noté su agradable peso.

– Es muy bonita -dije-. ¿Qué abre?

– La luna -respondió ella, muy seria.

– Ah, podría serme muy útil -dije examinándola.

– Eso mismo pensé yo. Así, si hay una puerta en la luna, podrás abrirla. -Se sentó en el tejado con las piernas cruzadas y me miró con una amplia sonrisa en los labios-. Aunque yo no fomentaría esa clase de comportamiento insensato.

Me puse en cuclillas y abrí el estuche del laúd.

– Te he traído un poco de pan. -Le di la hogaza de pan moreno envuelta en un paño-. Y una botella de agua.

– Esto también es muy bonito -dijo ella con gentileza. La botella parecía enorme en sus manos-. ¿Qué hay en el agua? -me preguntó al mismo tiempo que quitaba el tapón de corcho y miraba dentro.

– Flores -respondí-. Y el trozo de luna que no está en el cielo esta noche. Lo he metido también.

Auri miró hacia arriba.

– Yo ya mencioné la luna -dijo con un deje de reproche.

– Entonces, solo flores. Y el brillo del cuerpo de una libélula. Yo quería un trozo de luna, pero solo conseguí el brillo azul de una libélula.

Auri inclinó la botella y dio un sorbo de agua.

– Es maravillosa -dijo, apartando unos mechones de cabello que flotaban ante su cara.

Auri extendió el paño y se puso a comer. Partía trocitos de pan y los masticaba delicadamente; hacía que todo el proceso pareciera muy refinado.

– Me gusta el pan blanco -dijo entre bocado y bocado, como si tratara de entablar conversación.

– A mí también -dije, y me senté-. Cuando puedo conseguirlo.

Auri asintió y contempló la noche estrellada y la luna creciente.

– También me gusta cuando está nublado. Pero hoy está bien. Es acogedor. Como la Subrealidad.

– ¿La Subrealidad? -pregunté. Auri nunca estaba tan habladora.

– Vivo en la Subrealidad -respondió Auri con desenvoltura-. Es muy grande.

– ¿Te gusta vivir allá abajo?

Se le iluminaron los ojos.

– Dios mío, claro que sí. Es maravilloso. Puedes pasarte una eternidad mirando. -Se volvió hacia mí-. Tengo noticias -dijo componiendo una picara sonrisa.

– ¿Qué noticias? -pregunté.

Se metió otro trozo de pan en la boca y terminó de masticar antes de responder:

– Anoche salí. -Una sonrisa picara-. A lo alto de las cosas.

– ¿En serio? -dije sin molestarme en ocultar mi sorpresa-. Y ¿qué te pareció?

– Fue maravilloso. Estuve paseando y curioseando -dijo, muy satisfecha de sí misma-. Vi a Elodin.

– ¿Al maestro Elodin? -pregunté, y Auri asintió-. ¿El también estaba en lo alto de las cosas?

Auri volvió a asentir mientras masticaba.

– ¿Te vio?

Volvió a sonreír, y de pronto parecía que tuviera ocho años más que dieciocho.

– Nadie me ve. Además, estaba muy ocupado escuchando el viento. -Hizo bocina con ambas manos e imitó el ulular del viento-. Anoche el viento sonaba muy bien -añadió en tono confidencial.

Mientras intentaba entender lo que Auri me había dicho, ella se terminó el pan y, emocionada, dio unas palmadas.

– ¡Toca! -dijo jadeando-. ¡Toca! ¡Toca!

Sonriendo, saqué mi laúd del estuche. No podía haber un público más entusiasta que Auri.

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