74 La roca de guía

A pesar de lo cansados que estábamos, Denna y yo nos dimos prisa y llegamos a la cima de la colina del norte antes de que el sol se escondiera detrás de las montañas. Las laderas de la colina estaban cubiertas de árboles, pero la cima estaba pelada como la calva de un monje. La vista era impresionante en todas direcciones. Lo único que lamentaba era que el viento había traído nubes mientras caminábamos, dejando el cielo liso y gris como una pizarra.

Vi algunas granjas pequeñas hacia el sur. Algunos arroyos y senderos trazaban serpenteantes líneas entre los árboles. Las montañas que había al oeste parecían un muro lejano. Hacia el sur y hacia el este vi humo elevándose hacia el cielo y los edificios, bajos y marrones, de Trebon.

Miré hacia el norte y comprobé que lo que nos había dicho el porquero era verdad. En esa dirección no había señales de asentamientos humanos. Ni caminos, ni granjas, ni humo de chimeneas; solo un terreno cada vez más agreste, rocas y árboles que se aferraban a los riscos.

Lo único que había en la cima de la colina era un puñado de iti-nolitos. Tres de las piedras, inmensas, formaban un gran arco que parecía una puerta enorme. Las otras dos estaban tumbadas en la tupida hierba. Su presencia me reconfortó; era como la inesperada compañía de unos viejos amigos.

Denna se sentó en uno de los itinolitos caídos, y yo me quedé de pie observando el paisaje. Noté una rociada de lluvia en la cara; maldije por lo bajo y me puse la capucha de la capa.

– No durará mucho -dijo Denna-. Hace un par de noches que pasa lo mismo. Se nubla, llueve media hora y luego para.

– Eso espero -repuse-. Odio dormir bajo la lluvia.

Dejé mi macuto en el lado de sotavento de uno de los itinolitos, y Denna y yo empezamos a montar el campamento. Cada uno se ocupaba de sus tareas, como si ya lo hubiéramos hecho cientos de veces. Denna despejó el suelo y reunió unas piedras. Yo llevé un montón de leña y enseguida encendí un fuego. En el siguiente viaje recogí un poco de salvia y arranqué unas cuantas cebollas silvestres que había visto al subir por la ladera.

Llovió copiosamente un rato, y amainó cuando estaba empezando a preparar la cena. En mi pequeño cazo cociné un guiso con las sobras del cochinillo, unas zanahorias, unas patatas y las cebollas que había encontrado. Lo sazoné con sal, pimienta y salvia; luego calenté una hogaza de pan ácimo cerca del fuego y partí el queso. Por último, metí dos manzanas entre las piedras calientes del fuego. Se asarían a tiempo para los postres.

Para cuando la cena estuvo lista, Denna había reunido una montañita de leña. Extendí mi manta en el suelo para que se sentara, y ella, al ver la comida, hizo exclamaciones de admiración.

– Una chica podría acostumbrarse a esta clase de atenciones -comentó cuando hubimos terminado. Se recostó con satisfacción en uno de los itinolitos-. Si te hubieras traído el laúd, podrías dormirme cantando, y todo sería perfecto.

– Esta mañana me he encontrado a un calderero en el camino, y ha intentado venderme una botella de vino de frutas -dije-. Es una lástima que no haya aceptado su oferta.

– Me encanta el vino de frutas -repuso ella-. ¿Era de fresa?

– Creo que sí.

– Eso te pasa por no escuchar a los caldereros que encuentras en el camino -me reprendió con mirada soñolienta-. Un chico tan listo como tú, que ha oído tantas historias, debería saber… -De pronto se incorporó y señaló más allá de mi hombro-. ¡Mira!

Me volví.

– ¿Qué pasa? -El cielo todavía estaba nublado, y el entorno era solo un mar de negro.

– Sigue mirando. Quizá vuelva a… ¡Allí!

Lo vi. Un destello de luz azulada a lo lejos. Me levanté y me situé delante del fuego para que este no me entorpeciera la visión. Denna se puso a mi lado, y esperamos ansiosos un momento. Vimos otro fogonazo azul, más intenso que el anterior.

– ¿Qué crees que es? -pregunté.

– Si no me equivoco, todas las minas de hierro están más al oeste -caviló Denna-. No puede ser eso.

Hubo otro destello. Parecía provenir de los riscos, y eso significaba que, si era una llama, era muy grande. Al menos varias veces más grande que nuestro fuego.

– Dices que tu mecenas siempre se las ingenia para hacerte saber que está cerca -dije despacio-. No quiero entrometerme, pero supongo que no será…

– No. No tiene nada que ver con el fuego azul -me cortó Denna con una risita-. Eso sería demasiado siniestro, incluso tratándose de él.

Seguimos mirando un rato, pero no lo vimos más. Cogí una ra-mita gruesa como mi pulgar, la partí por la mitad y, con una piedra, clavé ambas mitades en el suelo, como si fueran las estacas de una tienda de campaña. Denna arqueó una ceja.

– Apuntan hacia el sitio donde hemos visto la luz -aclaré-. Con esta oscuridad no veo nada que pueda servir de punto de referencia, pero por la mañana esto nos indicará en qué dirección hemos de buscar.

Volvimos a sentarnos. Eché más leña al fuego y saltaron chispas.

– Uno de los dos debería quedarse despierto y vigilar el fuego -propuse-. Por si aparece alguien.

– Yo nunca duermo toda la noche seguida -repuso Denna-. Para mí no supone ningún problema.

– ¿No duermes bien?

– Tengo sueños -respondió ella en un tono de voz que dejaba claro que eso era todo lo que tenía que decir sobre el asunto.

Arranqué unas espinas que se habían enganchado al dobladillo de mi capa y las tiré al fuego.

– Creo que tengo una idea que explica lo que pasó en la granja Mauthen.

Denna se animó.

– Cuéntame.

– La pregunta es: ¿por qué atacarían los Chandrian esa casa en particular, y en ese preciso momento?

– Por la boda, evidentemente.

– Pero ¿por qué esa boda en particular? ¿Por qué esa noche?

– ¿Por qué no me das tú la respuesta? -dijo Denna frotándose la frente-. No esperes que de repente lo entienda todo, como si fueras mi maestro.

Volví a ruborizarme.

– Lo siento.

– No tienes que disculparte. En circunstancias normales, me encantaría mantener una conversación ingeniosa contigo, pero ha sido un día muy largo y me duele la cabeza. Ve derecho al grano.

– Tiene que ser por eso que encontró Mauthen cuando excavaba en el viejo poblado fortificado en busca de piedras -expliqué-. Desenterró algo de las ruinas y estuvo alardeando de ello durante meses. Los Chandrian se enteraron y fueron a robárselo. -Terminé con un pequeño floreo.

Denna arrugó la frente.

– Eso no tiene lógica. Si lo único que querían era ese objeto, habrían podido esperar hasta después de la boda y matar solo a los recién casados. Habría resultado más fácil.

Su comentario me desinfló un poco.

– Tienes razón.

– Tendría mucha más lógica si lo que quisieran en realidad fuera borrar toda noticia de ese objeto. Como el viejo rey Celon, que pensó que su regente lo iba a acusar de traición. Mató a toda la familia del tipo y quemó su residencia para que no se extendiera la noticia y para que nadie encontrara ninguna prueba.

Denna señaló hacia el sur.

– Como todos los que conocían el secreto estarían en la boda, los Chandrian podían presentarse, matar a todos los que sabían algo y destruir o llevarse esa cosa. -Hizo un barrido con la mano-. ¡Limpio!

Me quedé atónito. No tanto por lo que Denna acababa de decir (que, por supuesto, era una explicación mucho mejor que la mía), sino porque de pronto recordé lo que le había pasado a mi troupe. «Sé de unos padres que han estado cantando unas canciones que no hay que cantar.» Pero no habían matado solo a mis padres. Habían matado a todos los que habían estado lo bastante cerca para oír aunque solo fuera una parte de esa canción.

Denna se envolvió con mi manta y se acurrucó de espaldas al fuego.

– Te dejo que reflexiones sobre mi gran inteligencia mientras duermo. Despiértame si necesitas que resuelva algún otro enigma.

Me mantuve despierto gracias, sobre todo, a la fuerza de voluntad. Había sido un día largo y agotador; había recorrido casi cien kilómetros a caballo y diez más a pie. Pero Denna estaba herida y necesitaba dormir más que yo. Además, quería vigilar por si veía más señales de aquella luz azulada que habíamos visto hacia el norte.

No vi nada. Alimenté el fuego y me pregunté vagamente si Wil y Sim, en la Universidad, estarían preocupados por mi repentina desaparición. ¿Y Arwyl, Elxa Dal y Kilvin? ¿Estarían preguntándose qué me había pasado? Debí dejar una nota…

No tenía forma de saber qué hora era, porque las nubes seguían ocultando las estrellas. Pero había alimentado el fuego al menos seis o siete veces cuando vi que Denna se ponía en tensión y despertaba súbitamente. No se incorporó de golpe, pero dejó de respirar y vi que miraba alrededor como asustada, como si no supiera dónde se encontraba.

– Lo siento -dije, básicamente para ofrecerle algo conocido en lo que concentrarse-. ¿Te he despertado?

Se relajó y se incorporó.

– No, no… Qué va. Ya he dormido suficiente, por ahora. ¿Quieres que te releve? -Se frotó los ojos y me miró por encima del fuego-. Qué pregunta tan tonta. Estás hecho un desastre. -Empezó a quitarse la manta-. Toma…

La rechacé con un ademán.

– Quédatela. A mí me basta con la capa. -Me puse la capucha y me tumbé en la hierba.

– Qué galante -bromeó Denna ciñéndose la manta.

Apoyé la cabeza en un brazo y me quedé dormido mientras pensaba una respuesta ingeniosa.


Desperté de un borroso sueño en que avanzaba por una calle atestada de gente, y vi el rostro de Denna por encima de mí, sonrosado y con sombras muy marcadas por efecto de la luz del fuego. Fue un despertar muy agradable.

Iba a hacer algún comentario al respecto cuando Denna me puso un dedo sobre los labios; ese gesto me dejó completamente descolocado.

– Silencio-dijo en voz baja-. Escucha.

Me incorporé.

– ¿Lo oyes? -me preguntó al cabo de un momento.

Ladeé la cabeza.

– Solo oigo el viento…

Denna negó con la cabeza y me hizo callar con un ademán.

– ¡Ahora!

Lo oí. Al principio pensé que eran unas rocas que se desprendían de la ladera; pero no: el ruido no se fue apagando a lo lejos, como habría tenido que ser. Parecía, más bien, como si arrastraran algo colina arriba.

Me levanté y miré alrededor. Mientras dormía, el cielo se había despejado, y la luna iluminaba el paisaje bañándolo en una pálida luz plateada. Nuestra hoguera estaba rebosante de relucientes brasas.

Entonces, no muy lejos, en la ladera, oí… Si os dijera que oí romperse una rama, no me estaría explicando bien. Cuando una persona que camina por el bosque rompe una rama, esta produce un breve y fuerte crujido. Eso se debe a que cualquier rama que alguien pueda romper sin proponérselo es pequeña y se parte deprisa.

Lo que oí no fue una ramita al partirse. Fue un largo crujido. El ruido que hace una rama del grosor de una pierna cuando la arrancan de un árbol: crrrac-crrrac-crrrac.

Me volví hacia Denna, y entonces oí el otro ruido. ¿Cómo podría describirlo?

Cuando era pequeño, mi madre me llevó a ver una colección de animales salvajes que había en Senarin. Era la única vez que había visto un león, y la única vez que lo había oído rugir. Los otros niños que habían ido a verlo estaban asustados, pero yo reía, encantado. Era un ruido tan grave y tan sordo que retumbaba en mi pecho. Me encantó la sensación, y todavía la recuerdo.

El ruido que oí en la colina, cerca de Trebon, no era el rugido de un león, pero también retumbó en mi pecho. Era un gruñido, más profundo que el rugido de un león. Se parecía más al estruendo de un trueno lejano.

Se rompió otra rama, casi en la cima de la colina. Miré hacia allí y vi una gran figura, débilmente delineada por la luz del fuego. Noté que el suelo se estremecía ligeramente bajo mis pies. Denna se volvió hacia mí con los ojos muy abiertos, presa del pánico.

La agarré por un brazo y corrí hacia la otra ladera de la colina. Al principio Denna me siguió, pero cuando vio a donde me dirigía, se paró en seco.

– No seas estúpido -me susurró-. Si bajamos por ahí a oscuras nos romperemos el cuello. -Miró en torno a sí, frenética, y se fijó en los itinolitos-. Súbeme allí y luego yo te ayudaré a encaramarte a ti.

Entrelacé los dedos para formar un estribo. Denna metió un pie, y yo la impulsé con tanta fuerza que casi la lancé al otro lado de la piedra. Esperé un momento a que pasara una pierna por lo alto; me colgué el macuto del hombro y trepé por la enorme piedra.

Aunque quizá debería decir que intenté trepar por la enorme piedra. Estaba muy desgastada después de tanto tiempo a la intemperie, y no había ni un solo hueco al que asirse. Resbalé hasta el suelo arañando en vano la lisa superficie del itinolito.

Pasé al otro lado del arco, me subí a una de las piedras más bajas y di un salto.

Me golpeé contra la dura piedra con toda la parte frontal del cuerpo; me quedé sin aire en los pulmones y me lastimé una rodilla. Me sujeté con ambas manos a lo alto del arco, pero no encontraba dónde aferrarme…

Denna me agarró. Si esto fuera una balada heroica, os diría que me sujetó con firmeza una mano y que tiró de mí hasta ponerme a salvo. Pero la verdad es que me agarró por la camisa con una mano mientras, con la otra, me aferraba por el pelo. Tiró de mí con todas sus fuerzas e impidió que me cayera el tiempo suficiente para que encontrara dónde asirme y trepara hasta lo alto de la roca.

Nos quedamos tumbados allí arriba, jadeando, y nos asomamos por el borde de la piedra. Abajo, en la cima de la colina, aquella débil silueta empezaba a acercarse al círculo de luz que proyectaba nuestra hoguera. Medio oculta entre las sombras, parecía más grande que ningún animal que yo hubiera visto hasta entonces; era tan grande como un carromato cargado hasta arriba. Era negra, con un cuerpo inmenso que recordaba a un toro. Se acercó un poco más; se movía de una forma extraña, arrastrándose, y no como un toro o un caballo. El viento avivó el fuego, y entonces vi que mantenía el grueso cuerpo pegado al suelo y que las patas sobresalían a los lados, como un lagarto.

Cuando se acercó un poco más a la hoguera, fue imposible eludir la comparación. Era un lagarto inmenso. No era largo como una serpiente, sino achaparrado, como un ladrillo; el cuello negro terminaba en una cabeza plana con forma de inmensa cuña.

Aquella cosa cubrió la distancia que había entre la cima de la colina y nuestro fuego con una sola y espasmódica carrerilla. Volvió a gruñir, y noté que me vibraba el pecho. Siguió acercándose, y cuando pasó al lado del otro itinolito que estaba tumbado en la hierba, comprendí que aquello no era ningún efecto óptico. Era más grande que el itinolito. Medía dos metros de alto y cinco de largo. Era tan grande como un carro de caballos. Macizo como doce toros juntos.

Movió la gruesa cabeza hacia delante y hacia atrás mientras abría y cerraba la boca, como si probara el aire.

Entonces hubo una gran llamarada azul. La luz me deslumhró, y oí gritar a Denna detrás de mí. Agaché la cabeza y noté una intensa oleada de calor.

Me froté los ojos, volví a mirar hacia abajo y vi que aquella cosa se acercaba más al fuego. Era negra, con escamas e inmensa. Volvió a gruñir de aquella forma atronadora; entonces meneó la cabeza y escupió otro gran chorro de llameante fuego azul.

Era un dragón.

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