78 Veneno

El rugido del dragón fue como un trompetazo, si podéis imaginaros una trompeta del tamaño de una casa, y hecha de piedra, de truenos y de plomo fundido. No lo noté en el pecho. Lo noté en los pies, porque hizo temblar el suelo.

El rugido nos hizo dar un brinco. Denna me golpeó la nariz con la cabeza, y me tambaleé, cegado por el dolor. Ella ni se dio cuenta, porque estaba muy entretenida tropezando, cayéndose y riendo, en un enredo de brazos y piernas.

Ayudé a Denna a levantarse y oí un lejano estruendo; volvimos a subir con cuidado a la atalaya.

El draccus estaba… retozando, dando saltos como un perro borracho, derribando árboles como derribaría un niño tallos de maíz en un campo.

Lo vi acercarse a un viejo roble, un árbol centenario del tamaño de un itinolito. El draccus se irguió y puso las patas delanteras sobre una de las ramas más bajas, como si quisiera trepar por él. La rama, que era tan grande como un árbol, prácticamente explotó.

El draccus volvió a erguirse y embistió el árbol. Yo lo observaba, convencido de que la rama rota le atravesaría el cuerpo; pero el puntiagudo trozo de dura madera apenas se le hundió un poco en el pecho antes de astillarse. El draccus se estrelló contra el tronco, y aunque este no se partió, se rajó produciendo un ruido parecido a un rayo.

El draccus se dio la vuelta; saltó, cayó y rodó sobre las piedras. Lanzó una gran llamarada y volvió a cargar contra el fracturado roble, golpeándolo con su enorme y plana cabeza con forma de cuña. Esa vez logró derribar el árbol, produciendo una explosión de tierra y piedras al arrancarse las raíces del suelo.

Yo solo atinaba a pensar en lo inútil que sería tratar de hacerle daño a aquella criatura. Empleaba más fuerza para revolcarse por el suelo de la que yo podía aspirar a reunir para enfrentarme a él.

– No vamos a poder matarlo -dije-. Sería como atacar una tormenta. ¿Cómo vamos a hacerle daño?

– La llevamos hasta el borde de un precipicio -dijo Denna con toda naturalidad.

– ¿La? ¿Cómo sabes que es una hembra?

– ¿Cómo sabes tú que es un macho? -replicó ella, y sacudió la cabeza como si quisiera despejarse-. Da igual, no importa. Sabemos que le atrae el fuego. Encendemos fuego y prendemos una rama. -Apuntó hacia unos árboles cuyas ramas colgaban por encima del precipicio-. Entonces, cuando corra hacia allí para apagarlo… -Hizo una pantomima con las manos de algo que cae.

– ¿Crees que la caída acabaría con él? -pregunté con recelo.

– Bueno -dijo Denna-, cuando tiras a una hormiga de una mesa, no se hace daño, aunque para una hormiga eso debe de ser como caerse por un acantilado. Pero si tú o yo saltáramos desde un tejado, nos haríamos daño, porque pesamos más. Por lo visto, cuanto más grande eres, más daño te haces. -Miró al draccus-. Y no se puede ser mucho más grande que eso.

Denna tenía razón, por supuesto. Estaba hablando de la ley cuadrado-cúbica, aunque ella no supiera cómo llamarlo.

– Al menos se lesionaría -continuó Denna-. Y entonces… no sé, podríamos lanzarle piedras, o algo así. -Me miró-. ¿Qué pasa? ¿No te parece buena idea?

– No es muy heroico -dije con desdén-. Esperaba algo con un poco más de clase.

– Verás, es que me he dejado la armadura y el caballo en casa -repuso-. Lo que pasa es que estás disgustado porque a tu gran cerebro de universitario no se le ha ocurrido nada, y mi plan es brillante. -Señaló detrás de nosotros, donde estaba el cañón-. Podemos encender el fuego en uno de esos cazos de metal. Son anchos y poco profundos, y conservarán bien el calor. ¿Había cuerda en ese cobertizo?

– Pues… -Volví a notar una opresión en el estómago-. No, me parece que no.

Denna me dio unas palmaditas en el brazo.

– No pongas esa cara. Cuando se marche, buscaremos entre los restos de la casa. Tiene que haber alguna cuerda. -Volvió a mirar al draccus-. Mira, yo la entiendo. A mí también me gustaría correr de un lado para otro y saltar sobre las cosas.

– Eso es la manía de que te hablaba -dije.

Al cabo de un cuarto de hora, el draccus abandonó el valle. Entonces Denna y yo salimos de nuestro escondite; yo llevaba mi macuto y ella, el pesado saco de hule donde estaba toda la resina que habíamos encontrado, casi una fanega.

– Pásame la piedra imán -pidió Denna dejando el saco en el suelo. Se la di-. Encuentra cuerda. Yo voy a buscarte un regalo. -Se alejó a buen paso; su oscuro cabello ondulaba detrás de ella.

Registré someramente la casa, haciendo todo lo posible para no respirar. Encontré un hacha, piezas de vajilla rotas, un barril de harina con gusanos, un colchón de paja mohosa, un rollo de cordel… pero ninguna cuerda.

Denna dio un grito de alegría desde los árboles, corrió hacia mí y me puso una escama negra en la mano. El sol la había calentado; era un poco más grande que la suya, pero tenía una forma más ovalada.

– Muchas gracias, mi señora.

Ella, sonriente, hizo una reverencia.

– ¿Y la cuerda?

Le mostré el rollo de basto cordel.

– Esto es lo más parecido a una cuerda que he encontrado. Lo siento.

Denna frunció el ceño un momento.

– Bueno. Te toca a ti pensar un plan. ¿En la Universidad no te han enseñado ningún truco de magia extraño y maravilloso? ¿Alguna de esas fuerzas oscuras que es mejor dejar en paz?

Le di vueltas a la escama con las manos y lo pensé. Tenía cera, y esa escama podía ser un vínculo tan bueno como un pelo. Podía hacer un modelo del draccus, pero luego ¿qué? No creía que una escaldadura en la pata molestara mucho a una bestia que se tumbaba cómodamente en un lecho de brasas.

Pero con un modelo podían hacerse cosas más siniestras. Cosas que ningún buen arcanista debía plantearse. Cosas con agujas y cuchillos que podían dejar a un hombre sangrando aunque estuviera a kilómetros de distancia. Verdaderas felonías.

Estudié la escama que tenía en la mano. Estaba compuesta principalmente de hierro, y por el centro era más gruesa que la palma de mi mano. Aunque tuviera un modelo y un buen fuego de donde obtener la energía, dudaba que pudiera atravesar las escamas para herir al draccus.

Y lo peor era que, si lo intentaba, no sabría si había funcionado. No podía sentarme tranquilamente junto al fuego, clavándole agujas a un muñeco de cera, mientras a kilómetros de allí un draccus drogado y enloquecido se revolcaba en los restos incendiados de la granja de una familia inocente.

– No -dije-. No se me ocurre ningún truco de magia.

– Podemos ir a decirle al alguacil que tiene que reclutar a una docena de hombres armados con ballestas para que vayan a matar a un dragón adicto, furioso y grande como una casa.

De pronto se me ocurrió.

– Envenenarlo -dije-. Tendremos que envenenarlo.

– ¿Llevas encima un par de litros de arsénico? -me preguntó Denna con escepticismo-. ¿Bastarían para matar a un bicho de ese tamaño?

– Con arsénico no. -Le di un puntapié al saco de hule.

Denna miró hacia abajo.

– Ah -dijo, alicaída-. ¿Y mi pony?

– Creo que tendrás que prescindir de él. Pero aún nos quedará suficiente para comprarte un arpa. De hecho, creo que aún conseguiremos más dinero vendiendo el cadáver del draccus. Las escamas deben de valer mucho. Y a los naturalistas de la Universidad les encantará…

– No hace falta que me convenzas -me cortó Denna-. Sé qué es lo que tenemos que hacer. -Me miró y me sonrió-. Además, si matamos al dragón nos convertiremos en héroes. El dinero solo será un beneficio añadido.

Me reí.

– Muy bien -dije-. Creo que deberíamos volver a la colina de los itinolitos y encender un fuego para atraerlo.

Denna me miró con desconcierto.

– ¿Por qué? Sabemos que va a volver aquí. ¿Por qué no acampamos aquí y lo esperamos?

Negué con la cabeza.

– Mira cuántos árboles de denner quedan.

Denna miró alrededor.

– ¿Ya se los ha comido todos?

Asentí.

– Si lo matamos esta tarde, podremos volver a Trebon esta misma noche -argüí-. Estoy harto de dormir a la intemperie. Quiero darme un baño, comer algo caliente y dormir en una cama de verdad.

– Mientes -repuso ella alegremente-. Estás mejorando, pero para mí eres transparente como un arroyo. -Me hincó un dedo en el pecho-. Dime la verdad.

– Quiero que vuelvas a Trebon -confesé-. Por si has ingerido más resina de la cuenta. No me fiaría de ningún médico que viva por aquí, pero seguramente tendrán medicinas que yo puedo utilizar. Por si acaso.

– Mi héroe. -Denna sonrió-. Eres un cielo, pero me encuentro bien, de verdad.

Alargué un brazo y le di un fuerte capirotazo en la oreja.

Denna se llevó una mano a la oreja y puso cara de indignación.

– ¡Oh! -exclamó, desconcertada.

– No te ha dolido, ¿verdad?

– No.

– Voy a decirte la verdad -dije poniéndome serio-. Creo que no te va a pasar nada, pero no estoy seguro. No sé qué cantidad de esa cosa te has metido en el organismo. Dentro de una hora tendré una idea más clara, pero si algo sale mal, me gustaría estar más cerca de Trebon. Porque así no tendré que llevarte tanto rato a cuestas. -La miré a los ojos-. Yo no juego con la vida de las personas que me importan.

Denna me escuchó con expresión sombría. Entonces sus labios volvieron a dibujar una sonrisa.

– Me gustan tus varoniles bravatas -dijo-. Sigue un poco.

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