43 Una luz parpadeante

Animado por el efecto estimulante del nahlrout y sintiendo muy poco dolor, me encaminé al Archivo. Como ya era miembro del Arcano, tenía permiso para explorar en Estanterías, algo que llevaba toda la vida esperando poder hacer.

Mejor aún, mientras no pidiera ayuda a los secretarios, nada quedaría anotado en los registros del Archivo. Eso significaba que podría buscar toda la información que quisiera sobre los Chan-drian y los Amyr, y que nadie, ni siquiera Lorren, tenía por qué saber de mis «infantiles» indagaciones.

Entré en el Archivo, iluminado con una luz rojiza, y encontré a Ambrose y a Fela sentados detrás del mostrador del vestíbulo. Una suerte y una desgracia.

Ambrose estaba inclinado hacia la joven, hablándole en voz baja. Ella tenía la mirada inconfundiblemente incómoda de una mujer que sabe lo inútil que resulta una negativa educada. Ambrose tenía una mano apoyada en la rodilla de Fela, y el otro brazo sobre el respaldo de su silla, con la mano sobre su nuca. Pretendía parecer tierno y cariñoso, pero Fela estaba tensa como un ciervo asustado. La verdad es que Ambrose la estaba reteniendo, como cuando sujetas a un perro por el pescuezo para que no salga corriendo.

La puerta se cerró con un ruido sordo detrás de mí; Fela levantó la cabeza, me miró y volvió a desviar la mirada, avergonzada del apuro en que se encontraba. Como si ella hubiera hecho algo malo. Yo había visto muchas veces esa mirada en las calles de Tar-bean. Despertó en mí una vieja ira.

Me acerqué al mostrador haciendo más ruido del necesario. En el otro extremo del mostrador había una pluma y un tintero, y una hoja de papel con algo escrito y llena de tachaduras. Por lo visto, Ambrose había estado intentando componer un poema.

Llegué al final del mostrador y me quedé un momento allí plantado. Fela miraba a todas partes menos a mí y a Ambrose. Se rebullía en la silla, incómoda, pero era evidente que no quería montar una escena. Carraspeé deliberadamente.

Ambrose miró por encima del hombro, con el ceño fruncido.

– Qué inoportuno eres, E'lir. ¿No ves que desentonas? Vuelve más tarde. -Giró de nuevo la cabeza, ignorándome.

Di un resoplido y me incliné sobre el mostrador, estirando el cuello para leer lo que había escrito en la hoja de papel que Ambrose había dejado allí.

– ¿Que yo desentono? Por favor, pero si este verso tiene trece sílabas. -Di unos golpecitos con el dedo en la hoja-. Y no es verso yámbico. La verdad es que no sé si tiene alguna métrica.

Ambrose giró la cabeza y me miró con irritación.

– Cuidado con lo que dices, E'lir. El día que te pida ayuda para componer un poema será el día en que…

– … será el día en que tengas dos horas libres -le interrumpí-. Dos horas largas, y eso será solo para empezar. «¿Así encuentra también bien el humilde tordo un suyo rumbo?» Mira, no sé por dónde empezar a corregir eso. No se aguanta por ninguna parte.

– ¿Qué sabrás tú de poesía? -dijo Ambrose sin molestarse en girar la cabeza.

– Sé distinguir un verso que cojea cuando lo oigo -contesté-. Pero este ni siquiera cojea. La cojera tiene ritmo. Esto es como alguien cayendo por una escalera. Una escalera de peldaños irregulares. Con un estercolero al final.

– Es un ritmo saltarín -me dijo con una voz tensa, ofendido-. Es lógico que no lo entiendas.

– ¿Saltarín? -Solté una risotada de incredulidad-. Mira, si viera «saltar» así a un caballo, lo sacrificaría por piedad, y luego quemaría su cuerpo para evitar que los perros lo mordisquearan y murieran.

Ambrose se volvió por fin hacia mí, y para hacerlo tuvo que retirar la mano derecha de la rodilla de Fela. Era una pequeña victoria, pero su otra mano seguía sobre la nuca de la chica, sujetándola a la silla con la apariencia de una caricia.

– Me imaginaba que hoy pasarías por aquí -dijo con crispada jovialidad-. Ya he mirado en el registro. Todavía no apareces en las listas. Tendrás que conformarte con ir a Volúmenes o volver más tarde, cuando hayan puesto al día los libros.

– ¿Podrías volver a mirar? No te enfades, pero no estoy seguro de poder confiar en alguien que intenta hacer rimar «encuentra» con «merienda». No me extraña que tengas que recurrir a la fuerza para que las mujeres escuchen tus poemas.

Ambrose se puso en tensión, y su brazo resbaló del respaldo de la silla y cayó junto a su costado. Me lanzó una mirada asesina.

– Cuando seas mayor, E'lir, y sepas qué hacen juntos un hombre y una mujer…

– ¿Qué? ¿En la intimidad del vestíbulo del Archivo? -Describí un círculo con un brazo-. ¡Cuerpo de Dios! ¡Esto no es ningún prostíbulo! Y, por si no te habías fijado, esa chica es una alumna, y no un clavo que has pagado para golpear. Si quieres forzar a una mujer, ten la decencia de hacerlo en un callejón. Al menos de esa forma ella se sentirá justificada cuando chille.

Ambrose se ruborizó intensamente, y tardó un buen rato en re

cobrar la voz. ü

– Tú no tienes ni idea de mujeres.

– Mira, en eso tienes razón -dije con desenvoltura-. De hecho, esa es la razón por la que he venido aquí. Quiero documentarme un poco. Necesitaría un par de libros sobre el tema. -Golpeé el registro con dos dedos, con fuerza-. Así que busca mi nombre y déjame entrar.

Ambrose abrió bruscamente el libro, buscó la página indicada y le dio la vuelta para mostrármela.

– Toma. Si encuentras tu nombre en la lista, puedes examinar en Estanterías a tu antojo. -Compuso una escueta sonrisa y agregó-: Si no, puedes volver dentro de un ciclo, más o menos. Entonces las listas ya estarán actualizadas.

– Pedí a los maestros que enviaran una nota por si había alguna confusión sobre mi admisión en el Arcano -dije, y me levanté la camisa hasta la cabeza, volviéndome para que Ambrose pudiera ver los vendajes-. ¿Alcanzas a leerla desde ahí, o tengo que acercarme más?

Ambrose guardó silencio, así que me bajé la camisa y me volví hacia Fela, ignorándolo a él por completo.

– Señorita -le dije, e hice una reverencia; una reverencia muy pequeña, porque mi espalda no daba para más-, ¿sería usted tan amable de ayudarme a localizar un libro sobre mujeres? Mis mayores me han ordenado informarme sobre esa materia tan sutil.

Fela esbozó una sonrisa débil y se relajó un tanto. Después de que Ambrose retirara la mano, ella había seguido sentada en una posición incómoda y rígida. Deduje que conocía lo suficiente el temperamento de Ambrose para saber que si echaba a correr y lo ponía en evidencia, más tarde él se lo haría pagar.

– No sé si tenemos algo así.

– Me conformaría con un manual -dije con una sonrisa-. Dicen que no tengo ni idea sobre mujeres, así que cualquier cosa, por sencilla que sea, ampliará mis conocimientos.

– ¿Un libro con imágenes? -terció Ambrose con desdén.

– Si nuestra búsqueda degenera hasta ese nivel, no dudaré en acudir a ti -dije sin mirarlo. Sonreí a Fela y, con dulzura, añadí-: Quizá un bestiario. He oído decir que las mujeres son unas criaturas singulares, muy diferentes de los hombres.

Fela ensanchó la sonrisa y soltó una risita.

– Bueno, supongo que podríamos echar un vistazo.

Ambrose la miró con el ceño fruncido.

Fela le hizo un gesto apaciguador.

– Todo el mundo sabe que lo han admitido en el Arcano, Ambrose. ¿Qué hay de malo en que lo dejemos entrar?

Ambrose la fulminó con la mirada.

– ¿Por qué no vas a Volúmenes y haces de mandadera un rato? -dijo con frialdad-. Puedo encargarme de esto yo solo.

Moviéndose con rigidez, Fela se levantó, cogió el libro que había estado intentando leer y se dirigió a Volúmenes. Quiero pensar que al abrir la puerta me lanzó una breve mirada de gratitud y alivio. Pero quizá fueran imaginaciones mías.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, tuve la impresión de que la habitación se oscurecía un poco. Y no hablo en sentido poético. Me pareció que la luz perdía intensidad. Miré las lámparas simpáticas que estaban colgadas en las paredes y me pregunté qué pasaba.

Pero al cabo de un momento noté cómo, poco a poco, una quemazón empezaba a extenderse por mi espalda, y entonces lo entendí. Se estaban pasando los efectos del nahlrout.

Los analgésicos más potentes tienen graves efectos secundarios. La tenasina puede producir delirio o desmayos. El lacillium es venenoso. El ofalo es muy adictivo. La mhenka es, quizá, el más potente de todos, pero por algo la llaman «raíz del diablo».

El nahlrout es menos potente que todos esos, pero mucho más seguro. Es un anestésico suave, un estimulante y un vasoconstrictor, lo cual explica por qué no había sangrado como un cerdo cuando me habían dado los latigazos. Y lo mejor de todo era que no tenía graves efectos secundarios. Sin embargo, siempre hay que pagar algún precio. Cuando se pasa el efecto del nahlrout, te deja física y mentalmente exhausto.

Pero yo había ido allí para entrar en Estanterías, pasara lo que pasase. Ya era miembro del Arcano y no pensaba marcharme hasta haber accedido al Archivo. Me volví hacia el mostrador con gesto de determinación.

Ambrose me miró largo rato como evaluándome, y luego exhaló un suspiro.

– Está bien -dijo-. Te propongo un trato. Tú no dices nada de lo que has visto hoy aquí, y yo me salto las normas y te dejo entrar aunque no estés oficialmente en el registro. -Parecía un poco nervioso-. ¿Qué te parece?

Ya mientras Ambrose hablaba, empecé a notar cómo disminuía el efecto estimulante del nahlrout. Notaba el cuerpo pesado y cansado, y los pensamientos, lentos y espesos. Levanté los brazos para frotarme la cara con las manos, e hice una mueca de dolor porque al moverlos se tensaron los puntos que tenía por toda la espalda.

– Me parece bien -dije con voz pastosa.

Ambrose abrió uno de los libros de registro y suspiró mientras pasaba las páginas.

– Como es la primera vez que entras en el Archivo propiamente, tendrás que pagar la cuota de Estanterías.

Noté un extraño sabor a limón en la boca. Ese era un efecto secundario que Ben nunca había mencionado. Me distrajo, y al cabo de un momento vi que Ambrose me miraba con gesto expectante.

– ¿Qué? -dije.

Él me miró con extrañeza.

– La cuota de Estanterías.

– Para entrar en Volúmenes no tuve que pagar ninguna cuota -objeté.

Ambrose me miró como si yo fuera idiota.

– Pues claro. Por eso se llama cuota de Estanterías. -Bajó la vista hacia el registro-. Normalmente se paga junto con la matrícula de tu primer bimestre en el Arcano. Pero como tú te has saltado unos cuantos pasos, tendrás que pagarla ahora.

– ¿Cuánto cuesta? -pregunté cogiendo mi bolsa de dinero.

– Un talento -respondió-. Y tienes que pagar antes de entrar. Las normas son las normas.

Después de pagar mi cama en las Dependencias, un talento era, prácticamente, el único dinero que me quedaba. Era muy consciente de que necesitaba ahorrar para pagar la matrícula del siguiente bimestre. Si no podía pagar, tendría que dejar la Universidad.

Sin embargo, un talento era muy poco dinero por algo con lo que llevaba casi toda la vida soñando. Saqué la moneda de la bolsa y se la di a Ambrose.

– ¿Tengo que firmar?

– No, no hace falta -dijo Ambrose mientras abría un cajón y sacaba un pequeño disco de metal. Aturdido por los efectos secundarios del nahlrout, tardé un momento en comprender qué era: una lámpara simpática de mano.

– En Estanterías no hay luz -dijo Ambrose con naturalidad-. Es muy grande, y a largo plazo sería perjudicial para los libros. Las lámparas de mano cuestan un talento y medio.

Titubeé.

Ambrose meneó la cabeza y adoptó una expresión seria.

– Muchos alumnos acaban pelados durante el primer bimestre. -Abrió otro cajón y rebuscó un rato en él-. Las lámparas de mano cuestan un talento y medio, y eso no lo puedo remediar. -Sacó una vela de diez centímetros-. Pero las velas solo cuestan medio penique.

Medio penique por una vela era una auténtica ganga. Saqué un penique y dije:

– Me llevaré dos.

– Esta es la única que me queda -se apresuró a decir Ambrose. Miró alrededor con nerviosismo y me puso la vela en la mano-. Mira, te la regalo. -Sonrió-. Pero no se lo digas a nadie. Será nuestro secreto.

Cogí la vela, sorprendido. Por lo visto lo había asustado con mis vagas amenazas. O eso, o ese grosero y pedante hijo de noble no era tan cabronazo como yo creía.


Ambrose me hizo entrar a toda prisa en Estanterías, y no me dio tiempo para que encendiera la vela. Cuando las puertas se cerraron detrás de mí, me encontré tan a oscuras como en el interior de un saco, con solo un débil rastro rojizo de luz simpática que se filtraba por el resquicio de la puerta que tenía a mis espaldas.

Como no llevaba cerillas encima, tuve que recurrir a la simpatía. En circunstancias normales, habría podido hacerlo en un abrir y cerrar de ojos, pero mi mente, adormecida por el nahlrout, no podía concentrarse lo suficiente. Apreté los dientes, fijé el Alar en mi mente, y pasados unos segundos noté cómo el frío se pegaba a mis músculos a medida que extraía suficiente calor de mi cuerpo para que prendiera la mecha de la vela.

Libros.

Como no había ventanas por donde entrara la luz del sol, Estanterías estaba completamente a oscuras, salvo por la débil luz de mi vela. Estanterías y más estanterías se extendían hasta perderse en la oscuridad. Había más libros de los que podría mirar aunque me pasara todo un día allí. Más libros de los que podría leer en toda una vida.

La atmósfera era fría y seca. Olía a cuero viejo, a pergamino y a secretos olvidados. Me pregunté cómo se las ingeniarían para mantener una atmósfera tan limpia en un edificio sin ventanas.

Ahuequé una mano alrededor de la parpadeante llama de la vela y eché a andar entre las estanterías, saboreando el momento y empapándome de todo aquello. Las sombras danzaban con desenfreno por el techo al tiempo que la llama de mi vela oscilaba de un lado a otro.

Los efectos del nahlrout ya habían cesado por completo. Notaba un dolor punzante en la espalda y mis pensamientos eran lentos y pesados, como si tuviera fiebre alta o como si me hubiera dado un fuerte golpe en la cabeza. Sabía que no estaba en condiciones de pasar mucho rato leyendo, pero aun así me resistía a marcharme tan pronto, después de todo lo que había tenido que soportar para llegar hasta allí.

Me paseé sin rumbo fijo durante quizá un cuarto de hora, explorando. Descubrí varias habitacioncitas de piedra con gruesas puertas de madera y con mesas dentro. Era evidente que estaban allí para que pequeños grupos pudieran reunirse y hablar sin interrumpir el perfecto silencio del Archivo.

Encontré escaleras que subían y escaleras que bajaban. El Archivo tenía seis pisos, pero yo no sabía que también había pisos subterráneos. ¿Hasta qué profundidad llegaba? ¿Cuántas decenas de miles de libros esperaban bajo mis pies?

No sé cómo describir lo cómodo que me encontraba en aquella fresca y silenciosa oscuridad. Me sentía contentísimo, perdido entre infinidad de libros. Saber que las respuestas a todas mis preguntas estaban allí, esperándome en cierto modo, me hacía sentirme seguro.

Encontré la puerta de las cuatro placas casi por accidente.

Estaba hecha de una pieza sólida de piedra gris, del mismo color que las paredes circundantes. El marco tenía veinte centímetros de ancho, también era gris y también estaba hecho de una sola pieza de piedra. La puerta encajaba tan perfectamente en el marco que habría sido imposible deslizar un alfiler por la rendija.

No tenía goznes. Ni tirador. Ni ventana, ni panel deslizante. Lo único que la distinguía eran cuatro duras placas de cobre. Estaban empotradas en la superficie de la puerta, que estaba empotrada en el marco, que estaba empotrado en la pared circundante. Podías pasar una mano de un lado a otro de la puerta sin apenas notar relieve alguno.

Pese a esas destacadas carencias, no cabía ninguna duda de que esa extensión de piedra gris era una puerta. Estaba claro. Cada placa de cobre tenía un agujero en el centro, y aunque esos agujeros no tenían una forma convencional, era evidente que se trataba de cerraduras. La puerta estaba quieta como una montaña, serena e indiferente como el mar en un día sin viento. No era una puerta para abrirla. Era una puerta para permanecer cerrada.

En el centro, entre las impecables placas de cobre, había una palabra cincelada en la piedra: valaritas.

En la Universidad había otras puertas cerradas, lugares donde se guardaban objetos peligrosos, donde dormían viejos y olvidados secretos. Silenciosos y ocultos. Puertas que estaba prohibido abrir. Puertas cuyos umbrales no cruzaba nadie, cuyas llaves se habían destruido o perdido, puertas que se cerraban ellas solas por la seguridad de todos.

Pero ninguna podía compararse a la puerta de las cuatro placas. Puse la palma de la mano sobre su superficie lisa y fría y empujé, con la absurda esperanza de que se abriera. Pero era sólida e inconmovible como un itinolito. Intenté mirar por los agujeros de las placas de cobre, pero no vi nada con la escasa luz de mi vela.

Me moría de ganas de entrar. Seguramente revela un rasgo perverso de mi personalidad el que, aunque por fin me encontraba dentro del Archivo, rodeado de infinidad de secretos, me sintiera atraído por la única puerta cerrada que había encontrado. Quizá sea propio de la naturaleza humana buscar cosas ocultas. Quizá sea simplemente propio de mi naturaleza.

Entonces vi la luz roja y constante de una lámpara simpática acercándose entre las estanterías. Era la primera señal que veía de que hubiera otros alumnos en el Archivo. Di un paso hacia atrás y esperé para preguntarle a la persona que venía qué había detrás de esa puerta. Y qué significaba «Valaritas».

La luz roja aumentó y vi a dos secretarios que doblaban una esquina. Se detuvieron, y entonces uno de ellos corrió hacia donde estaba yo y me arrebató la vela, derramando cera caliente en mis manos al apagarla. Si yo hubiera llevado en la mano una cabeza recién cortada, creo que el secretario no se habría mostrado más horrorizado.

– ¿Qué haces aquí con una vela encendida? -me preguntó con el susurro más intenso que jamás había oído. Bajó la voz y agitó la vela, apagada, ante mi cara-. Por el cuerpo calcinado de Dios, ¿qué demonios te pasa?

Me froté la cera caliente del dorso de la mano. Traté de pensar con claridad en medio de la niebla de dolor y agotamiento. «Claro», pensé, y recordé la sonrisa de Ambrose al ponerme la vela en las manos y hacerme entrar a toda prisa en Estanterías. «"Nuestro secreto.*' Claro.» Qué tonto había sido.


Uno de los secretarios me sacó de Estanterías mientras el otro iba a buscar al maestro Lorren. Cuando salimos al vestíbulo, Ambrose puso cara de desconcierto y conmoción. Exageró mucho su interpretación, pero logró convencer al secretario que me acompañaba.

– ¿Qué hace ese aquí?

– Lo hemos encontrado paseándose -explicó el secretario-. ¡Con una vela!

– ¿Qué? -Ambrose parecía horrorizado-. Pues yo no lo he dejado entrar -mintió, y abrió uno de los libros de registro-. Mira. Compruébalo tú mismo.

Antes de que pudiéramos decir nada más, Lorren irrumpió en el vestíbulo. Su semblante, normalmente plácido, reflejaba dureza y ferocidad. Me entró un sudor frío y pensé en lo que Teccam escribió en su Teofanía: «Todos los hombres sabios temen tres cosas: la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre apacible».

Lorren se acercó al mostrador.

– Explícate -le dijo con rabia contenida al secretario que tenía más cerca.

– Micah y yo hemos visto una luz parpadeante en Estanterías y hemos ido a ver si alguien tenía problemas con su lámpara. Lo hemos encontrado cerca de la escalera sudeste con esto. -El secretario levantó la vela. Le tembló un poco la mano bajo la furiosa mirada de Lorren.

Lorren se volvió hacia el mostrador, tras el que estaba Ambrose.

– ¿Cómo ha podido pasar esto, Re'lar?

Ambrose levantó ambas manos en un gesto de impotencia.

– Ha venido hace un rato y yo no lo he dejado entrar porque no está en el registro. Hemos discutido un poco; Fela estaba aquí y lo ha visto. -Me miró-. Al final le he dicho que tenía que irse. Debe de haberse colado cuando he ido a buscar más tinta. -Se encogió de hombros-. O quizá haya pasado por el mostrador de Volúmenes.

Me quedé estupefacto. La pequeña parte de mi mente que todavía no estaba aturdida por la fatiga estaba entretenida con mi dolor de espalda.

– Eso… eso no es cierto. -Miré a Lorren-. Él me ha dejado entrar. Le ha ordenado a Fela que se marchara y me ha dejado entrar.

– ¿Qué? -Ambrose me miró boquiabierto; por un momento, se había quedado sin habla. Pese a lo mal que me caía, tengo que reconocer que hizo una interpretación magistral-. ¿Por qué demonios iba a hacer eso?

– Porque te he puesto en evidencia delante de Fela -contesté-. Y también me ha vendido la vela. -Sacudí la cabeza tratando de aclarar mis ideas-. No, me la ha regalado.

Ambrose seguía poniendo cara de perplejidad.

– Mírelo. -Rió-. Ese gallito está borracho, o drogado.

– ¡Me acaban de azotar! -protesté. Mi voz sonó estridente en mis propios oídos.

– ¡Basta! -gritó Lorren cerniéndose sobre nosotros como una columna de ira. Al oírlo, los secretarios palidecieron.

Lorren se apartó de mí e hizo un breve gesto de desdén en dirección al mostrador.

– Re'lar Ambrose, queda formalmente acusado de negligencia en el deber.

– ¿Cómo? -Esa vez, la indignación de Ambrose no era fingida.

Lorren lo miró con el ceño fruncido, y Ambrose cerró la boca. El maestro se volvió hacia mí y dijo:

– E'lir Kvothe, le queda vedada la entrada en el Archivo. -Hizo un ademán con la mano extendida, como si cortara el aire.

Intenté decir algo en mi defensa.

– Maestro, yo no pretendía…

Lorren se volvió bruscamente hacia mí. Su expresión, por lo habitual tan calmada, reflejaba una ira tan fría y tan terrible que, sin querer, di un paso hacia atrás.

– ¿Quéno pretendías? -dijo-. No me interesan tus intenciones, E'lir Kvothe, ni si estabas equivocado o no. Lo único que importan son los hechos. Tu mano sujetaba la vela encendida. Tú eres el responsable. Esa es la lección que deben aprender los adultos.

Me miré los pies y, desesperado, intenté dar con algo que decir. Alguna prueba que ofrecer. Mi fangoso cerebro todavía intentaba encontrar una solución cuando Lorren salió a grandes zancadas del vestíbulo.

– No entiendo por qué tienen que castigarme por su estupidez -refunfuñó Ambrose dirigiéndose a los otros secretarios mientras yo me encaminaba, aturdido, hacia la puerta. Cometí el error de darme la vuelta y mirarlo. Tenía una expresión seria, cuidadosamente controlada.

Pero en sus ojos se adivinaba la risa.

– La verdad, chico -me dijo-. No sé en qué estarías pensando. Un miembro del Arcano debería tener más sentido común.


Fui a la Cantina caminando pesadamente. Los engranajes de mi pensamiento giraban despacio. Puse mi vale de comidas en una de las bandejas de latón y me serví una ración de pudin, una salchicha y judías, que nunca faltaban. Miré sin ánimo alrededor de la habitación hasta que vi a Simmon y a Manet sentados donde siempre, en el rincón noreste de la sala.

Atraje muchas miradas mientras me dirigía hacia la mesa. Es lógico, pues hacía apenas dos horas estaba atado a un poste y me estaban azotando públicamente. Oí a alguien susurrar: «… no ha sangrado cuando le han dado los latigazos. Lo he visto con mis propios ojos. Ni una sola gota».

Lo que había hecho que no sangrara era el nahlrout, por supuesto. En su momento me había parecido muy buena idea. Ahora, en cambio, parecía nimia y estúpida. Ambrose no habría conseguido engañarme tan fácilmente si mi carácter desconfiado por naturaleza no hubiera estado adormecido. Si hubiera estado en pleno uso de mis facultades, estoy seguro de que habría encontrado la forma de explicarle lo ocurrido a Lorren.

Mientras me dirigía al rincón de la sala, comprendí la situación. Había cambiado mi acceso al Archivo por un poco de notoriedad.

Sin embargo, lo único que podía hacer era poner al mal tiempo buena cara. Si lo único que me quedaba después de esa debacle era un poco de fama, tendría que hacer todo lo posible por conservarla. Cuadré los hombros mientras caminaba hacia donde estaban Simmon y Manet y puse mi bandeja en la mesa.

– La cuota de Estanterías no existe, ¿verdad? -pregunté en voz baja al mismo tiempo que me sentaba, tratando de no hacer muecas de dolor.

Sim me miró sin comprender.

– ¿Cuota de Estanterías?

Manet rió sobre su cuenco de judías.

– Llevaba años sin oír eso. Cuando trabajaba de secretario, engañábamos a los alumnos de primer curso y les hacíamos darnos un penique para entrar en el Archivo. Lo llamábamos cuota de Estanterías.

Sim le lanzó una mirada de desaprobación.

– Eso está muy mal hecho.

Manet levantó ambas manos en un ademán defensivo.

– Solo lo hacíamos para divertirnos un poco. -Me miró-. ¿Por eso tienes esa cara tan larga? ¿Te han timado un cobre?

Negué con la cabeza. No quería proclamar que Ambrose me había timado un talento.

– A ver si adivináis a quién han prohibido la entrada en el Archivo -pregunté mientras echaba la corteza del pan en las judías.

Me miraron sin comprender. Al cabo de un rato, Simmon hizo la deducción correcta:

– Hmmm… ¿A ti?

Asentí y empecé a comerme las judías. No tenía hambre, pero confiaba en que llenarme un poco el estómago me ayudara a librarme del aletargamiento producido por el nahlrout. Además, yo nunca desaprovechaba la oportunidad de comer algo.

– ¿Te han expulsado temporalmente el primer día? -preguntó Simmon-. Ahora te va a costar mucho más estudiar el folclore relacionado con los Chandrian.

Suspiré.

– Sí, supongo que sí.

– ¿Por cuánto tiempo te ha expulsado?

– Me ha vedado la entrada -aclaré-. No ha mencionado ningún periodo de tiempo.

– ¿Que te ha vedado la entrada? -se extrañó Manet-. Hacía doce años que no le imponía esa sanción a nadie. ¿Qué has hecho? ¿Mearte encima de un libro?

– Unos secretarios me encontraron dentro con una vela.

– Tehlu misericordioso. -Manet dejó el tenedor y se puso serio por primera vez-. El viejo Lore debe de haberse puesto furioso.

– Furioso es la palabra exacta -confirmé.

– ¿Cómo se te ha ocurrido entrar allí con una vela encendida? -preguntó Simmon.

– No podía pagar una lámpara de mano -contesté-. El secretario que estaba en el mostrador me dio una vela.

– No puede ser -dijo Sim-. Ningún secre…

– Espera un momento -lo cortó Manet-. ¿Era un tipo moreno? ¿Bien vestido? ¿Con cara de malas pulgas? -Frunció exageradamente el ceño.

Asentí cansinamente.

– Sí, Ambrose. Nos conocimos ayer. Empezamos con mal pie.

– No es fácil evitarlo -dijo Manet en voz baja y echando un vistazo a los alumnos que estaban sentados alrededor de nosotros. Me fijé en que más de uno estaba escuchando con disimulo nuestra conversación-. Se nos pasó advertirte que no debías acercarte a él -añadió.

– Madre de Dios -dijo Simmon-. De todas las personas con las que no te conviene estar a malas…

– Pues ya estoy a malas -dije. Empezaba a encontrarme un poco mejor. Ya no me sentía tan cansado ni notaba la cabeza llena de algodón. O se estaban pasando los efectos secundarios del nahlrout, o la rabia estaba disipando poco a poco la neblina del agotamiento-. Le demostraré que puedo plantarle cara a cualquiera. Deseará no haberme conocido nunca y no haberse inmiscuido en mis asuntos.

Simmon parecía un poco nervioso.

– No deberías amenazar a otros alumnos -dijo con una risita, como si tratara de quitarle importancia a mi comentario. Bajó un poco la voz y añadió-: No lo entiendes. Ambrose es el heredero de una baronía de Vintas. -Titubeó un poco mirando a Manet-. Ay, Señor, ¿por dónde empiezo?

Manet se inclinó hacia delante y bajó también la voz:

– El no es de esos nobles que vienen a tontear por aquí un par de bimestres y luego se marchan. Lleva años aquí, ha ido ascendiendo poco a poco hasta llegar a Re'lar. Y tampoco es el séptimo hijo de la familia. Es el primogénito. Y su padre es uno de los doce hombres más poderosos de Vintas.

– De hecho es el número dieciséis de la nobleza -dijo Sim con naturalidad-. Primero está la familia real, luego los príncipes regentes, Maer Alveron, la duquesa Samista, Aculeus y Meluan Lackless… -Se interrumpió al ver cómo lo miraba Manet.

– Tiene dinero -resumió Manet-. Y amigos que se compran con dinero.

– Y gente que trata de ganarse el favor de su padre -añadió Simmon.

– Lo importante -prosiguió Manet con seriedad- es que no lo provoques. En su primer año aquí, un alquimista se enemistó con Ambrose. Ambrose le compró su deuda al prestamista de Imre. Cuando el tipo no pudo pagar, lo metieron en la cárcel de los deudores. -Manet partió un trozo de pan por la mitad y empezó a untarlo con mantequilla-. Para cuando su familia consiguió sacarlo de la cárcel, el tipo ya tenía tuberculosis. Se había quedado hecho una piltrafa. No siguió estudiando.

– ¿Y los maestros lo permitieron? -pregunté.

– Todo era perfectamente legal -repuso Manet en voz baja-. Aun así, Ambrose no fue tan necio como para comprar él mismo la deuda de ese tipo. -Manet hizo un ademán de desdén-. Hizo que la comprara otro, pero se aseguró de que todo el mundo supiera que el responsable era él.

– ¿Y Tabetha? -añadió Sim, compungido-. Iba por ahí contándole a todo el mundo que Ambrose había prometido casarse con ella. Y un buen día desapareció.

Eso explicaba por qué Fela no había querido ofender a Ambrose. Le hice un ademán tranquilizador a Sim.

– Yo no amenazo a nadie -dije con aire inocente subiendo el tono de voz para que pudiera oírme quien me estuviera escuchando-. Solo cito una de mis obras literarias favoritas. Es del cuarto acto de Daeonica, donde Tarso dice:


Sobre él verteré el hambre y el fuego

hasta que la desolación lo aturda

y todos los demonios de la oscuridad exterior

miren asombrados y reconozcan

que la especialidad del hombre es la venganza.


Se produjo un extraño silencio alrededor de mí, que se extendió por la Cantina un poco más de lo que yo esperaba. Al parecer, había calculado mal el número de personas que nos estaban escuchando. Volví a concentrarme en la comida y decidí dejarlo de momento. Estaba cansado, me dolía la espalda y ya tenía suficientes problemas.

– De momento no necesitas esta información para nada -dijo Manet en voz baja tras un largo silencio-. Puesto que te han vedado el acceso al Archivo… Aun así, supongo que te conviene saberlo. -Carraspeó un poco-. No necesitas comprar una lámpara. Solo tienes que firmar en el mostrador y devolverla cuando has terminado. -Me miró como nervioso, a la espera de la reacción que esa información pudiera provocar en mí.

Asentí con desgana. Tenía razón cuando había pensado que quizá Ambrose no fuera tan cabronazo como yo creía. Era diez veces más cabronazo.

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