71 Extraña atracción

Tres minutos más tarde, me dirigí hacia la puerta de las caballerizas más cercanas. Un ceáldico elegantemente vestido me sonrió al verme y vino a saludarme.

– Buenos días, joven -dijo tendiéndome la mano-. Me llamo Kaerva. ¿En qué puedo…?

– Necesito un caballo -dije estrechándole rápidamente la mano-. Sano, descansado y bien alimentado. Un caballo que aguante seis horas de duro viaje.

– Por supuesto, por supuesto -dijo Kaerva frotándose las manos y asintiendo-. Todo es posible con la ayuda de Dios. Será un placer para mí…

– Escúcheme -volví a interrumpirlo-. Tengo prisa, así que vamos a saltarnos los preliminares. Yo no fingiré no estar interesado. Usted no me hará perder el tiempo con un desfile de jacos y jamelgos. Si dentro de diez minutos no he comprado un caballo, me marcharé y lo compraré en otro sitio. -Lo miré a los ojos-. ¿Lhinsatva?

El ceáldico estaba perplejo.

– La compra de un caballo no debería ser nunca tan precipitada, señor. Usted no escogería a una esposa en diez minutos, y cuando uno emprende un viaje, un caballo es más importante que una esposa. -Sonrió con timidez-. Ni siquiera Dios…

Le corté una vez más:

– Hoy no es Dios quien compra un caballo, sino yo.

El delgado ceáldico hizo una pausa para poner en orden sus ideas.

– Está bien -dijo en voz baja, como si hablara para sí-. Lhin, venga a ver lo que tenemos.

Me guió por los establos hasta un pequeño corral. Se detuvo junto a la valla y señaló.

– Esa yegua pinta es de lo más resistente que podrá encontrar. Lo llevará…

Lo ignoré y eché un vistazo a la media docena de jamelgos que había al otro lado de la valla. Aunque yo no tenía ni medios ni motivos para tener un caballo, sabía distinguir a los buenos de los malos, y nada de lo que había allí parecía satisfacer mis necesidades.

Veréis, los artistas itinerantes viven y mueren junto a los caballos que tiran de sus carromatos, y mis padres no habían descuidado mi educación en ese sentido. Cuando tenía ocho años, ya sabía examinar un caballo. Era habitual que en los pueblos intentaran endilgarnos jacos medio muertos, porque sabían que cuando descubriéramos nuestro error, ya estaríamos a kilómetros y a días de distancia. La persona que le vendía un caballo enfermo a su vecino podía tener graves problemas, pero ¿qué peligro había en engañar a uno de aquellos repugnantes e indecentes Ruh?

Miré al tratante con el ceño fruncido.

– Acaba de malgastar dos valiosos minutos de mi tiempo, así que deduzco que todavía no me ha entendido bien. Déjeme explicárselo con la máxima sencillez. Quiero un caballo rápido que aguante un duro viaje. Pagaré en efectivo, ahora mismo y sin rechistar. -Levanté mi pesada bolsa y la agité; sabía que Kaerva distinguiría el tintineo de la plata ceáldica que había dentro.

»Si me vende un caballo mal herrado, o uno que al cabo de un rato empiece a cojear, o asustadizo, perderé una valiosa oportunidad. Una oportunidad irrepetible. Si eso sucede, no vendré a exigirle que me devuelva mi dinero. No lo denunciaré al alguacil. Volveré a Imre esta misma noche y le prenderé fuego a su casa. Entonces, cuando usted salga corriendo por la puerta principal en camisa y gorro de dormir, lo mataré, lo cocinaré y me lo comeré. Allí mismo, en el jardín de su casa, delante de todos sus vecinos.

Le lancé una mirada asesina.

– Este es el trato que le propongo, Kaerva. Si no le parece bien, dígamelo y me iré a otro sitio. Si le parece bien, deje de enseñarme jamelgos y muéstreme un caballo de verdad.

El cealdo me miró, más asombrado que asustado. Vi que intentaba hacerse una composición de lugar. Debía de pensar que o bien estaba completamente loco o bien era el hijo de algún noble importante. O ambas cosas.

– Muy bien -dijo abandonando el tono obsequioso-. Cuando dice un viaje duro, ¿a qué se refiere exactamente?

– Muy duro -dije-. Necesito recorrer cien kilómetros hoy mismo. Por caminos de tierra.

– ¿Va a necesitar también silla y arreos?

Asentí.

– Nada excesivamente lujoso. Ni siquiera hace falta que sean nuevos.

Kaerva respiró hondo.

– De acuerdo. Y ¿cuánto puede gastar?

Sacudí la cabeza y esbocé una sonrisa.

– Enséñeme el caballo y propóngame un precio. Un vaulder podría servirme. No me importa que sea un poco nervioso, si eso significa que le sobra energía. Hasta podría servirme un buen vaulder mezclado, o un khershaen camijano.

Kaerva asintió y me guió hacia las grandes puertas del establo.

– Tengo un khershaen. De pura sangre, de hecho. -Le hizo una seña a uno de sus mozos de cuadra-. Trae a nuestro caballero negro, y aprisa. -El chico echó a correr.

El tratante se volvió hacia mí.

– Es un animal precioso. Lo probé antes de comprarlo, para estar seguro. Galopé dos kilómetros y ni siquiera sudó; tiene un paso sumamente elegante, y respecto a eso no le mentiría.

Asentí. Un khershaen de pura sangre era perfecto para mis propósitos. Esos caballos eran famosos por su resistencia, pero por otra parte, eran caros. Un camijano bien entrenado valía doce talentos.

– ¿Cuánto pide por él?

– Dos marcos -contestó él sin ni pizca de remordimiento ni camelo en la voz.

¡Tehlu misericordioso! ¡Veinte talentos! Para valer tanto, debía de llevar herraduras de plata.

– No estoy de humor para regateos, Kaerva -me limité a decir.

– Eso ya me lo ha hecho entender, señor -repuso él-. Le estoy proponiendo un precio. Venga por aquí. Ahora verá por qué.

El mozo salió con un elegante caballo, un verdadero monstruo. Como mínimo medía dieciocho palmos hasta la cruz; tenía una cabeza preciosa y era negro desde el morro hasta la punta de la cola.

– Le encanta la velocidad -expuso Kaerva con verdadero sentimiento. Le acarició el suave y negro cuello-. Y mire qué color. No tiene ni un solo bigote que no sea negro como el carbón. Por eso no lo vendo por menos de veinte talentos.

– El color no me importa -dije, abstraído, mientras lo examinaba tratando de apreciar alguna lesión o algún indicio de vejez. No encontré nada. Era un animal hermoso, joven y fuerte-. Lo que necesito es un caballo que corra.

– Lo entiendo -dijo él como disculpándose-. Es que no puedo dejar de mencionar el color. Si espero un ciclo o dos, algún joven noble me lo comprará solo por su elegancia.

Yo sabía que Kaerva tenía razón.

– ¿Tiene nombre? -pregunté al mismo tiempo que me acercaba al caballo, dejándole que me oliera las manos para que se acostumbrara a mí. Se puede regatear deprisa, pero hacerse amigo de un caballo, no. Solo un idiota se fía de su primera impresión con un brioso y joven khershaen.

– No, todavía no tiene nombre.

– ¿Cómo te llamas, amigo? -pregunté en voz baja, para que el caballo se acostumbrara al sonido de mi voz. Me olfateó suavemente una mano, vigilándome con un ojo grande e inteligente. No retrocedió, pero tampoco estaba del todo tranquilo. Seguí hablando y me acerqué un poco más a él, confiando en que el sonido de mi voz lo relajara-. Te mereces un buen nombre. Lamentaría mucho que algún señoritingo que se crea muy ingenioso te ponga un nombre espantoso como Medianoche, Tiznado u Hollín.

Me acerqué más aún y le puse una mano en el cuello. Le tembló la piel, pero no se apartó. Necesitaba poner a prueba su temperamento además de su resistencia. No podía correr el riesgo de montarme en un caballo asustadizo.

– Algún idiota podría llamarte Brea, o Carbón; son nombres poco favorecedores. O Pizarra, un nombre sedentario. No permita Dios que acaben llamándote Negrito; ese es un nombre que no le hace justicia a un príncipe como tú.

Mi padre siempre les hablaba así a los caballos nuevos, con una constante y tranquilizadora letanía. Mientras le acariciaba el cuello, seguía hablando sin importarme lo que decía. Al caballo no le importan las palabras, sino el tono de voz.

– Has venido desde muy lejos. Te mereces un buen nombre, para que la gente se dé cuenta de que no eres un caballo normal y corriente. ¿Era ceáldico tu anterior amo? -pregunté-. Ve vana-loi. Tu teriatn Keta. ¿Palan te?

Noté que el animal se relajaba un poco al oírme hablar en sia-ru. Lo rodeé y me situé a su otro lado, sin dejar de examinarlo minuciosamente y dejando que se acostumbrara a mi presencia.

¿Tu Ketha? -le pregunté. «¿Eres carbón?»-. ¿Tu mahne? -«¿Eres una sombra?»

Quería decir «crepúsculo», pero no me venía a la mente la palabra en siaru. En lugar de interrumpirme, seguí hablando, fingiendo lo mejor que podía mientras le examinaba los cascos para ver si los tenía cascados o resquebrajados.

¿Tu Keth-Selhan? -«¿Eres la primera noche?»

El caballo agachó la cabeza y me acarició con el hocico.

– Ese te gusta, ¿verdad? -dije, risueño.

Sabía que en realidad el animal había olido el paquete de manzanas secas que llevaba en uno de los bolsillos de la capa. Lo importante era que ahora se interesaba por mí. Si se sentía lo bastante cómodo para olfatearme en busca de comida, podríamos llevarnos bien durante un día de duro viaje.

– Creo que Keth-Selhan es un buen nombre -dije volviéndome hacia Kaerva-. ¿Hay algo más que tenga que saber?

Kaerva parecía desconcertado.

– Respinga un poco hacia la derecha.

– ¿Un poco?

– Solo un poco. Seguramente también tiene tendencia a espantar por ese lado, pero nunca le he visto hacerlo.

– ¿Cómo está entrenado? ¿Corto o estilo troupe?

– Corto.

– Muy bien. Le queda un minuto para cerrar el trato. Es un buen caballo, pero no estoy dispuesto a pagar veinte talentos por él. -Lo dije con convicción en la voz, pero sin esperanza en el corazón. Era un animal estupendo, y su color hacía que valiera como mínimo veinte talentos. Sin embargo, yo estaba decidido a cumplir con las formalidades y presionar a Kaerva para que rebajara el precio a diecinueve talentos. Así, al menos me quedaría dinero para comprar comida y para pagarme el alojamiento cuando llegara a Trebon.

– De acuerdo -repuso Kaerva-. Dieciséis.

Gracias a mi experiencia teatral, no me quedé con la boca abierta ante aquella inesperada rebaja.

– Quince -dije fingiendo fastidio-. Y con la silla, los arreos y una bolsa de avena incluidos. -Empecé a sacar el dinero, como si ya diera el trato por cerrado.

Para mi sorpresa, Kaerva asintió; llamó a un mozo y le ordenó que le llevara una silla de montar y unos arreos.

Le puse las monedas en la mano a Kaerva, y el mozo ensilló el enorme caballo negro. El cealdo parecía reacio a mirarme a los ojos.

Si no entendiera tanto de caballos, habría pensado que me estaban estafando. Quizá fuera un caballo robado, o quizá aquel tipo necesitara el dinero más de lo que yo creía.

Fuera cual fuese la razón, no me importó. Me merecía un poco de buena suerte. Además, eso significaba que podría revender el caballo y obtener algún beneficio cuando llegara a Trebon. La verdad es que tendría que venderlo tan pronto como pudiera, aunque perdiese dinero en la transacción. Una cuadra, comida y un mozo para un caballo como aquel me costarían un penique diario. No podía quedármelo.

Colgué mi macuto de una de las alforjas, comprobé la cincha y los estribos, y me monté en Keth-Selhan. El animal danzó un poco hacia la derecha, ansioso por echar a andar. En eso coincidíamos. Sacudí las riendas y nos pusimos en marcha.


La mayoría de los problemas con los caballos no tienen nada que ver con los propios caballos. Surgen de la ignorancia del jinete. La gente hierra mal a los caballos, no los ensilla correctamente, los alimenta mal, y luego se queja de que le han vendido un jamelgo medio lisiado, con escoliosis y de mal temperamento.

Yo entendía de caballos. Mis padres me habían enseñado a montar y a cuidarlos. Aunque tenía más experiencia con razas más robustas, criadas para tirar de carromatos más que para correr, sabía qué tenía que hacer para cabalgar deprisa.

Cuando tienen prisa, muchos jinetes presionan demasiado y demasiado pronto a su montura. Salen a galope tendido, y una hora más tarde se encuentran con un caballo cojo o medio muerto. Eso es pura idiotez. Solo un desgraciado trata así a un caballo.

Pero para ser sincero he de admitir que yo también habría puesto a Keth-Selhan al límite de sus posibilidades si eso me hubiera permitido llegar antes a Trebon. A veces tiendo a ser un desgraciado. Habría matado a una docena de caballos si eso me hubiera ayudado a obtener más información sobre los Chandrian y a descubrir por qué habían matado a mis padres.

Pero a la larga, no tenía sentido pensar así. Un caballo muerto no me llevaría a Trebon. Y uno vivo sí.

Así que puse a Keth-Selhan al paso para calentarlo. El quería ir más deprisa, seguramente porque percibía mi impaciencia, y yo le habría dejado si solo hubiera tenido que recorrer tres o cuatro kilómetros. Pero necesitaba recorrer como mínimo ochenta, o quizá cien, y para eso necesitaba paciencia. En dos ocasiones tuve que frenarlo para ponerlo al paso, hasta que el animal se resignó.

Cuando habíamos recorrido casi dos kilómetros, lo puse al trote. Era ágil, incluso para tratarse de un khershaen, pero el trote siempre te sacude un poco, por suave que sea, y empezó a dolerme la herida del costado. Un par de kilómetros más allá, lo puse a medio galope. Hasta que no nos hallamos a cinco o seis kilómetros de Imre y llegamos a un tramo de camino liso, recto y llano, no lo puse al galope.

Ahora que tenía la oportunidad de correr, Keth-Selhan salió a toda pastilla. El sol acababa de consumir el rocío matutino, y los granjeros que cosechaban trigo y cebada en los campos levantaban la cabeza al oírnos pasar a toda velocidad. Keth-Selhan era rápido; tan rápido que el viento tiraba de mi capa, desplegándola detrás de mí como una bandera. Pese a saber que debía de ofrecer un aspecto muy dramático, enseguida me cansé de la tirantez en el cuello, así que me desabroché la capa y la guardé en una alforja.

Pasamos por una arboleda y puse de nuevo a Selhan al trote. Así él descansaría un poco, y no nos arriesgaríamos a tomar una curva y tropezamos con un árbol caído o con un carro lento. Cuando salimos de nuevo a la pradera y vi que teníamos el camino despejado, volví a soltarle las riendas y casi echamos a volar.

Una hora y media más tarde, Selhan sudaba y respiraba con dificultad, pero aguantaba mejor que yo, que tenía las piernas entumecidas. Era joven y estaba en forma, pero llevaba años sin montar. Cuando montas, no utilizas los mismos músculos que cuando caminas, y cabalgar al galope es tan duro como correr, a menos que quieras hacer trabajar el doble a tu montura.

Solo diré que agradecí que llegáramos a otra arboleda. Me apeé de la silla y caminé un rato para darnos a ambos un merecido descanso. Corté una manzana por la mitad y le di a Selhan el trozo más grande. Calculé que debíamos de haber recorrido unos cincuenta kilómetros, y el sol ni siquiera estaba en el cénit.

– Esto ha sido el tramo más fácil -le dije acariciándole el cuello con cariño-. Eres precioso. Todavía no estás cansado, ¿verdad?

Seguí caminando unos diez minutos; entonces tuvimos la suerte de llegar a un pequeño arroyo con un puente de madera que lo atravesaba. Dejé que el caballo bebiera durante un largo minuto, y luego lo aparté para que no bebiera demasiado.

A continuación monté y lo puse al galope poco a poco, por etapas. Iba inclinado sobre su cuello, y me dolían las piernas. El golpeteo de sus cascos era como un contrapunto de la lenta canción del viento, que, incesante, ardía en mis oídos.

El primer escollo surgió una hora más tarde, cuando tuvimos que cruzar un río bastante ancho. No era peligroso, pero tuve que desensillar a Keth-Selhan y cargar con todo hasta la otra orilla para que no se me mojara. No podía hacerlo cabalgar durante horas con unos arreos húmedos.

Al otro lado del río, lo sequé con mi manta y volví a ensillarlo. Tardé media hora; el caballo estaba descansado, pero por otra parte se había enfriado, así que tuve que calentarlo despacio: del paso al trote, y del trote al galope. Entre pitos y flautas, cruzar ese río me llevó una hora. Temía que, si encontrábamos otro, el frío se le metiera en los músculos a Selhan. Si llegaba a pasar eso, ni el propio Tehlu habría podido hacerlo galopar otra vez.

Una hora más tarde pasé por un pueblecito: era poco más que una iglesia y una taberna que, curiosamente, estaban una al lado de la otra. Me detuve el tiempo suficiente para dejar que Selhan bebiera un poco de un abrevadero. Estiré mis entumecidas piernas y miré el cielo con aprensión para ver dónde estaba el sol.

A partir de ese momento, los campos y las granjas empezaron a escasear. Los bosques cada vez eran más tupidos. El camino se estrechaba y no estaba bien conservado: en algunos sitios había rocas y en otros se desdibujaba. Cada vez avanzaba más despacio. Pero, la verdad sea dicha, ni Selhan ni yo teníamos muchas fuerzas para seguir galopando.

Al final encontramos otro río que atravesaba el camino. No tenía más de un palmo de profundidad en la parte más honda. El agua olía muy mal, y deduje que debía de haber una curtiduría río arriba, o una refinería. No había puente, y Keth-Selhan cruzó el río despacio, posando los cascos con cuidado sobre el fondo rocoso. Me pregunté si le gustaría esa sensación, como cuando metes los pies en el agua después de un largo día caminando.

El arroyo no nos retrasó mucho, pero en la media hora siguiente tuvimos que cruzarlo tres veces, pues serpenteaba repetidamente atravesando el camino. No era más que un pequeño inconveniente, porque por la parte más honda solo tenía algo más de un palmo de profundidad. Cada vez que lo cruzábamos, el agua apestaba más a disolventes y ácidos. Si no se trataba de una refinería, al menos debía de ser una mina. Sujeté bien las riendas, preparado para tirar de ellas y levantarle la cabeza a Selhan si intentaba beber, pero mi caballo no era tan necio.

Tras una larga galopada, llegué a la cima de una colina, desde donde vi una encrucijada en el fondo de un pequeño valle cubierto de hierba. Bajo el poste indicador había un calderero con un par de asnos, uno de ellos tan cargado de sacos y bultos que parecía a punto de volcar; el otro, sospechosamente libre de toda carga, estaba en el margen del camino de tierra, pastando, con un montoncito de bártulos amontonados a su lado.

El calderero estaba sentado en un pequeño taburete en el margen del camino, y parecía desanimado. Al verme bajar por la ladera de la colina, su rostro se iluminó.

Me acerqué más y leí el poste indicador. Trebon estaba al norte. Al sur estaba Temfalls. Frené el caballo. Tanto a Keth-Selhan como a mí nos vendría bien descansar un poco, y yo no tenía tanta prisa como para ser grosero con un calderero. Ni por asomo. Aunque solo fuera porque aquel tipo podría decirme cuánto faltaba para llegar a Trebon.

– ¡Hola! -me saludó él mirándome y haciendo visera con una mano-. Se nota a la legua que eres un chico que quiere algo. -Era mayor, calvo y tenía un rostro redondeado y bonachón.

Reí.

– Quiero muchas cosas, calderero, pero dudo que lleves ninguna en tus sacos.

El tipo me miró con gesto obsequioso.

– Bueno, bueno, no estés tan seguro… -Se interrumpió y miró hacia abajo un momento, con aire pensativo. Cuando volvió a mirarme, su expresión seguía siendo amable, pero era más seria que antes-. Escucha. Seré sincero contigo, hijo. Mi burri-ta se ha hecho daño en una pata con una piedra, y no puede llevar su carga. Estoy atrapado aquí hasta que encuentre algún tipo de ayuda.

– En otras circunstancias, nada me haría más feliz que poder ayudarte, calderero -dije-. Pero necesito llegar a Trebon cuanto antes.

– Eso no te costará mucho. -Señaló hacia el norte, más allá de la colina-. Estás a solo medio kilómetro. Si el viento soplara del sur, olerías el humo.

Miré en la dirección que él señalaba y vi ascender humo de chimenea por detrás de la colina. Sentí una intensa oleada de alivio. Lo había conseguido, y todavía no era ni la una de la tarde.

El calderero continuó:

– Necesito ir a los muelles de Evesdown. -Señaló hacia el este-. Tengo que embarcarme río abajo, y no me gustaría perder el barco. -Miró mi caballo de forma harto elocuente-. Pero necesitaría otra bestia de carga para transportar mi mercancía…

Parecía que finalmente mi suerte había cambiado. Selhan era un buen caballo, pero ahora que ya estaba en Trebon, se convertiría en una sangría constante de mis limitados recursos económicos.

Sin embargo, no conviene demostrar que te interesa vender.

– Este caballo es demasiado bueno para utilizarlo como bestia de carga -dije dándole unas palmaditas en el cuello a Keth-Selhan-. Es un khershaen pura sangre, y te aseguro que jamás he montado un caballo mejor.

El calderero lo miró de arriba abajo con escepticismo.

– Está reventado, eso es lo que está -dijo-. No aguantará ni medio kilómetro más.

Bajé de mi montura y me tambaleé un poco, porque se me doblaban las piernas.

– Deberías confiar más en él, calderero. Me ha traído hasta aquí desde Imre, y hemos salido esta misma mañana.

El calderero dio una risotada.

– No mientes del todo mal, hijo, pero tienes que aprender a parar. Si el cebo es demasiado grande, el pez no muerde el anzuelo.

No hizo falta que fingiera estar indignado.

– Lo siento, no me he presentado. -Le tendí una mano-. Me llamo Kvothe, soy artista itinerante y miembro del Edena Ruh.

Por muy desesperado que estuviera, jamás le mentiría a un calderero.

El tipo me estrechó la mano.

– Bueno -replicó, un tanto sorprendido-, mis más sinceras disculpas, a ti y a tu familia. No es habitual encontrar a un Ruh viajando solo. -Volvió a mirar mi caballo con ojo crítico-. ¿Dices que vienes de Imre? -Asentí-. ¿Cuánto hay hasta allí? ¿Noventa kilómetros? Es un viaje muy largo… -Me miró con una sonrisa de complicidad-. ¿Qué tal tienes las piernas?

Hice una mueca.

– Digamos que me alegraré de volver a andar. Supongo que mi caballo aguantará otros veinte kilómetros, pero no puedo decir lo mismo de mí.

El calderero volvió a mirar al caballo de arriba abajo y soltó un hondo suspiro.

– Bueno, como ya te he dicho, me encuentro entre la espada y la pared. ¿Cuánto pides por él?

– Bueno -dije yo-, Keth-Selhan es un khershaen pura sangre, y no podrás negar que tiene un color precioso. Como verás, es completamente negro; no tiene ni un solo bigote blanco…

El calderero soltó una carcajada.

– Retiro lo dicho. Eres un pésimo mentiroso.

– No le veo la gracia -repliqué con cierta aspereza.

El calderero me miró de forma extraña.

– Ni un solo bigote negro, desde luego. -Apuntó con la barbilla más allá de mí, hacia los cuartos traseros de Selhan-. Pero si ese caballo es completamente negro, yo soy Oren Velciter.

Me di la vuelta y vi que la pata trasera izquierda de Keth-Selhan tenía un calcetín blanco que le llegaba hasta la mitad del corvejón. Estupefacto, fui hasta el caballo y me agaché para mirar. No era un blanco limpio, sino más bien un gris desteñido. Todavía olía un poco a las aguas del riachuelo que habíamos cruzado en la última parte de nuestro viaje: disolvente.

– ¡El muy cabrón! -exclamé, incrédulo-. ¡Me ha vendido un caballo teñido!

– ¿El nombre no te hizo sospechar? -me preguntó el calderero riendo-. Keth-Selhan. Madre mía. Alguien te ha tomado bien el pelo.

Keth-Selhan significa «la primera noche» -dije.

El calderero sacudió la cabeza.

– Tu siaru está un poco oxidado. «La primera noche» sería Ket-Selem. Selhan significa «calcetín». Tu caballo se llama «un calcetín».

Recordé la reacción del vendedor de caballos cuando escogí ese nombre. No me extrañaba que el tipo se hubiera mostrado tan desconcertado. No me extrañaba que hubiera rebajado el precio tan deprisa y sin rechistar. Debió de pensar que había descubierto su secreto.

El calderero rió al ver mi expresión, y me dio unas palmadas en la espalda.

– No te atormentes, hijo. Eso pasa en las mejores familias. -Se dio la vuelta y empezó a revolver en sus fardos-. Creo que tengo una cosa que te gustará. Déjame proponerte un trueque. -Se volvió de nuevo hacia mí y me mostró un objeto negro y retorcido que parecía un trozo de madera arrastrado por el mar hasta la playa.

Lo cogí y lo examiné. Era pesado y estaba frío.

– ¿Un trozo de hierro basto? -pregunté-. ¿Se te han terminado las habichuelas mágicas?

El calderero cogió un alfiler con la otra mano. Lo sostuvo a medio palmo del trozo de hierro y entonces lo soltó. En lugar de caerse, el alfiler salió despedido hacia un lado y se adhirió al trozo de hierro.

Di un grito ahogado de asombro.

– ¿Una piedra imán? Nunca había visto ninguna.

– Técnicamente, es una piedra-Trebon -repuso él con indiferencia-, dado que nunca ha estado cerca de Imán. Pero no vas por mal camino. De aquí a Imre hay mucha gente a la que le interesaría esta maravilla…

Asentí, distraído, mientras le daba vueltas en las manos. Siempre había querido ver una calamita, desde que era niño. Despegué el alfiler y sentí la extraña atracción que lo impulsaba hacia el liso y negro metal. Estaba maravillado. Tenía un trozo de magnetita en la mano.

– ¿Cuánto calculas que puede valer? -pregunté.

El calderero aspiró entre los dientes.

– Bueno, yo calculo que aquí y ahora debe de valer una muía de carga khershaen de pura sangre…

Le di vueltas en las manos, separé el alfiler y volví a soltarlo.

– El problema, calderero, es que para comprar este caballo he tenido que contraer una deuda con una mujer muy peligrosa. Si no lo vendo bien, voy a tener graves problemas.

El calderero asintió.

– Un trozo de piedra celestial de ese tamaño… Si lo vendes por menos de dieciocho talentos, le estás haciendo un agujero a tu bolsa. Cualquier joyero lo compraría, o cualquier ricachón que se encaprichara con él. -Se dio unos golpecitos en la punta de la nariz-. Pero si vas a la Universidad, aún lo venderás mejor. A los artífices les encantan las piedras imán. Y también a los alquimistas. Si encuentras a uno que esté predispuesto, todavía puedes conseguir más.

Era un buen trato. Manet me había dicho que las piedras imán eran valiosas y difíciles de encontrar. No solo por sus propiedades galvánicas, sino porque los trozos de hierro celestial como ese solían tener extraños metales mezclados con el hierro. Le tendí una mano al calderero.

– Acepto el trato.

Nos estrechamos la mano con solemnidad, y entonces, cuando el calderero iba a coger las riendas del caballo, le pregunté:

– Y ¿cuánto me das por los arreos y la silla?

Me preocupaba que el calderero se ofendiera si regateaba con él, pero sonrió con ironía.

– Eres un chico listo. -Rió y añadió-: Me gusta la gente que no tiene miedo de presionar un poco. A ver, ¿qué quieres? Tengo una manta de lana fabulosa. ¿O prefieres una buena cuerda? -Sacó un rollo de cuerda de uno de los sacos del asno-. Siempre va bien llevar encima un trozo de cuerda. ¡Ah! ¿Y esto? -Se dio la vuelta con una botella en las manos y me guiñó un ojo-. Tengo un estupendo vino de frutas de Aven. Te doy las tres cosas a cambio de los arreos y la silla.

– Una manta de repuesto no me vendría mal -admití. Entonces se me ocurrió una cosa-. ¿Tienes ropa de mi talla? Últimamente he estropeado muchas camisas.

El anciano se quedó un momento quieto, con la cuerda y la botella de vino en la mano; entonces se encogió de hombros y empezó a rebuscar en sus paquetes.

– ¿Has oído algo sobre una boda que hubo por aquí? -pregunté. Los caldereros siempre están atentos a las noticias.

– ¿La boda de los Mauthen? -Cerró un saco y empezó a buscar en otro-. Lo lamento mucho, pero te la has perdido. Se celebró ayer.

Su tono de voz, desenfadado, hizo que se me encogiera el estómago. Si hubiera habido una masacre, sin duda alguna el calderero se habría enterado. De pronto pensé, horrorizado, que me había endeudado y había viajado a toda prisa hasta las montañas por nada.

– ¿Estuviste allí? ¿Sucedió algo raro?

– ¡Aquí está! -El calderero se volvió con una camisa de algodón hilado a mano de color gris-. No es muy elegante, me temo, pero es nueva. Bueno, casi nueva. -Me la acercó al pecho para ver si era de mi talla.

– ¿Y la boda? -insistí.

– ¿Qué? Ah, no. No estuve allí. Pero tengo entendido que fue todo un acontecimiento. Se casaba la única hija de los Mauthen, y con un buen partido. Llevaban meses planeándola.

– Y ¿no oíste que pasara nada raro? -pregunté, decepcionado.

El anciano se encogió de hombros.

– Como ya he dicho, no estuve allí. Llevo un par de días por las fundiciones -dijo apuntando hacia el oeste-. Comerciando con cribadores y con otra gente de las montañas. -Se dio unos golpecitos en un lado de la cabeza, como si acabara de acordarse de algo-. Por cierto, encontré un brassie en las montañas-. Revolvió en sus paquetes otra vez y sacó una botella plana y gruesa-. Si no te gusta el vino, quizá prefieras los licores más fuertes…

Iba a sacudir la cabeza, pero entonces comprendí que un aguardiente casero me serviría para limpiarme la herida esa noche.

– Quizá… -dije-. Depende de cuál sea la oferta.

– Como eres un joven sincero -dijo el calderero con solemnidad-, estoy dispuesto a darte la manta, las dos botellas y el rollo de cuerda.

– Eres generoso, calderero. Pero prefiero quedarme la camisa en lugar de la cuerda y el vino de frutas. Serán un peso muerto en mi bolsa, y todavía he de recorrer mucho camino.

El rostro del calderero se ensombreció un poco, pero se encogió de hombros.

– Tú eliges, desde luego. Manta, camisa, aguardiente y tres iotas.

Nos estrechamos la mano, y le ayudé a cargar a Keth-Selhan porque tenía la vaga impresión de que lo había insultado al rechazar su anterior oferta. Diez minutos más tarde, el anciano ya iba hacia el este, y yo eché a andar hacia el norte por las verdes colinas, hacia Trebon.

Me alegré de recorrer el último medio kilómetro a pie, porque eso me ayudó a aliviar la rigidez de las piernas y de la espalda. Llegué a la cresta de la colina y vi Trebon extendiéndose allá abajo, recogido en la hondonada que formaban las colinas. No era un pueblo grande ni mucho menos; debía de tener un centenar de edificios repartidos alrededor de una docena de retorcidas calles polvorientas.

Cuando vivía con la troupe, aprendí a evaluar las características de un pueblo. Es algo muy parecido a adivinar los gustos de tu público cuando actúas en una taberna. Evaluar un pueblo es más arriesgado, desde luego: si tocas la canción equivocada en una taberna, es posible que te abucheen; pero si juzgas mal a un pueblo entero, las cosas pueden ponerse mucho más feas.

Así que analicé las características de Trebon. Estaba en un lugar apartado, a medio camino entre un pueblo minero y un pueblo agrícola. No era probable que desconfiaran en exceso de los forasteros, pero era lo bastante pequeño para que todos supieran, con solo mirarte, que no eras un vecino del lugar.

Me sorprendió ver a gente colocando muñecos rellenos de paja que representaban a engendros delante de sus casas. Eso significaba que, pese a la proximidad de Imre y la Universidad, Trebon era una comunidad un tanto atrasada. Todos los pueblos celebran algún tipo de festival de la cosecha, pero hoy en día la mayoría de la gente enciende una hoguera y se emborracha. El hecho de que todavía respetaran las antiguas tradiciones significaba que la gente de Trebon era muy supersticiosa.

A pesar de todo, me gustó ver los engendros. Siempre me han gustado los festivales tradicionales de la cosecha, por muy supersticiosos que sean. En realidad son un tipo de teatro.

La iglesia tehlina era el edificio más bonito del pueblo: tenía tres pisos de altura y era de piedra de cantera. Hasta ahí, todo normal; pero atornillada sobre la puerta principal, a gran altura, había una de las ruedas de hierro más grandes que he visto jamás. De hierro de verdad, y no de madera pintada. Medía tres metros de diámetro y debía de pesar una tonelada. En otras circunstancias, semejante exhibición me habría inquietado un tanto, pero como Trebon era un pueblo minero, pensé que debía de ser una muestra del orgullo de sus habitantes, más que de piedad o fanatismo.

Casi todos los otros edificios del pueblo eran de una sola planta, y estaban hechos de madera basta, con tejados de tejas de cedro. Sin embargo, la posada era muy respetable, de dos pisos, con paredes de yeso y tejas de barro cocido en el tejado. Seguro que allí encontraba a alguien que supiera algo más sobre la boda.

Dentro apenas había un puñado de gente; eso no me sorprendió, porque estábamos en plena cosecha y todavía quedaban cinco o seis horas de luz. Puse cara de angustiado y me acerqué a la barra, donde estaba el posadero.

– Disculpe -dije-. Siento molestarlo, pero estoy buscando a una persona.

El posadero era un tipo moreno con el ceño perpetuamente fruncido.

– ¿A quién?

– Un pariente mío vino aquí para asistir a una boda -expliqué-, y me han dicho que hubo problemas.

Al oír la palabra «boda», el ceño del posadero se acentuó. Noté cómo los dos hombres que estaban sentados un poco más allá, a la barra, se esforzaban para no mirarme. Entonces era cierto. Había pasado algo terrible.

Vi cómo el posadero alargaba una mano y posaba los dedos sobre la barra. Tardé un momento en percatarme de que estaba tocando la cabeza de hierro de un clavo que estaba hundido en la madera.

– Mal asunto -dijo de manera cortante-. No tengo nada que decir.

– Por favor -insistí confiriéndole un tono preocupado a mi voz-. Estaba en Temfalls visitando a unos familiares cuando nos llegó el rumor de que había pasado algo. Están todos muy ocupados recogiendo el último trigo, y les prometí que vendría aquí y me enteraría de qué había pasado.

El posadero me miró de arriba abajo. A un curioso habría podido despacharlo, pero a mí no podía negarme el derecho a saber qué le había ocurrido a un miembro de mi familia.

– Arriba hay una persona que estuvo allí -dijo con aspereza-. No es de por aquí. Quizá sea el pariente que buscas.

¡Un testigo! Fui a hacer otra pregunta, pero el posadero negó con la cabeza.

– Yo no sé nada -dijo con firmeza-. Ni me importa. -Se dio la vuelta y de pronto se puso a manipular las espitas de sus barriles de cerveza-. Al final del pasillo, a la izquierda.

Crucé la estancia y empecé a subir la escalera. Noté que todo el mundo me miraba. Su silencio y el tono de voz del posadero daban a entender que esa persona que estaba en el piso de arriba no era una de tantas que habían estado allí, sino la única. El único superviviente.

Llegué al final del pasillo y llamé a la puerta; primero con suavidad, luego con más fuerza. Al final la abrí despacio, para no sobresaltar a quien estuviera dentro.

Era una habitación estrecha con una cama estrecha. Tumbada en la cama había una mujer vestida y con un brazo vendado. Tenía la cabeza vuelta hacia la ventana, de modo que solo la vi de perfil.

Pero la reconocí al instante. Era Denna.

Debí de hacer algún ruido, porque se volvió y me miró. Abrió mucho los ojos y, por una vez, fue ella la que se quedó sin habla.

– Oí decir que habías tenido un problema -dije con desenvoltura-. Así que pensé que quizá podría ayudarte.

Abrió más los ojos, y luego los entornó.

– Mientes -dijo componiendo una especie de sonrisa irónica.

– Cierto -admití-. Pero es una mentira piadosa. -Entré en la habitación y cerré la puerta sin hacer ruido-. Si lo hubiera sabido, habría venido.

– Cualquiera puede hacer el viaje después de recibir la noticia -dijo ella con desdén-. Hay que ser especial para presentarse cuando uno no sabe que hay un problema. -Se incorporó y bajó las piernas de la cama.

Al verla más de cerca, me fijé en que tenía un cardenal en la sien además del brazo vendado. Di un paso más hacia ella.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté.

– No -contestó ella-. Pero podría estar muchísimo peor. -Se levantó despacio, como si no confiara mucho en poder tenerse en pie. Dio uno o dos pasos vacilantes y quedó más o menos satisfecha-. Bueno. Puedo andar. Larguémonos de aquí.

Загрузка...