91 Persecución

Después de eso, el bimestre de otoño se me hizo mucho más agradable. Poco a poco, Fela fue desvelándome el funcionamiento del Archivo, y yo pasaba todo mi tiempo libre merodeando por allí, tratando de encontrar respuestas para mis mil preguntas.

Elodin hacía algo que podríamos llamar enseñar, pero por lo general parecía más interesado en confundirme que en hacerme entender la nominación. Mis progresos eran tan insignificantes que a veces me preguntaba si existía la posibilidad de progresar.

El tiempo que no pasaba estudiando en el Archivo lo pasaba en el camino de Imre, haciéndole frente al viento, cada vez más frío, ya que no podía buscar su nombre. El Eolio era el sitio donde tenía más probabilidades de encontrar a Denna, y a medida que el clima empeoraba, cada vez la veía allí con más frecuencia. Para cuando cayó la primera nevada, solíamos encontrarnos en uno de cada tres de mis viajes.

Por desgracia, raramente la tenía para mí solo, pues ella casi siempre estaba con alguien. Como había mencionado Deoch, Denna no era de esa clase de mujeres que pasan mucho tiempo a solas.

Y sin embargo, yo seguía yendo a Imre. ¿Por qué? Porque siempre que Denna me veía, se encendía una luz en su interior que la hacía resplandecer unos instantes. Se levantaba de un brinco, corría hacia mí y me agarraba por el brazo. Entonces, sonriente, me llevaba a su mesa y me presentaba a su último acompañante.

Acabé por conocerlos a casi todos. Ninguno era lo bastante bueno para ella, así que yo los despreciaba y los odiaba. Ellos, a su vez, me odiaban y me temían.

Pero éramos cordiales y educados. Era una especie de juego. El tipo me invitaba a sentarme, y yo le invitaba a una copa. Nos poníamos a hablar los tres, y los ojos de él iban oscureciéndose poco a poco al ver cómo Denna me sonreía. Su boca se estrechaba cuando oía la risa que brotaba de ella cuando yo bromeaba, contaba historias, cantaba…

Todos esos tipos reaccionaban igual, tratando de demostrar mediante pequeños gestos que Denna les pertenecía: le cogían la mano, le daban un beso, le acariciaban distraídamente un hombro.

Se aferraban a ella con denuedo. A algunos sencillamente les molestaba mi presencia, porque me consideraban un rival. Pero otros tenían un miedo y una certeza soterrados en la mirada desde el principio. Sabían que Denna se marcharía, y no sabían por qué. De modo que se aferraban a ella como marineros náufragos que se agarran a las rocas pese a que las olas los estrellen contra ellas. Casi sentía lástima por ellos. Casi.

Así que ellos me odiaban, y ese odio brillaba en sus ojos cuando Denna no miraba. Yo me ofrecía para pagar otra ronda, pero ellos insistían, y yo aceptaba con elegancia y les daba las gracias y sonreía.

«Yo la conozco desde hace más tiempo», decía mi sonrisa. «Sí, tú has estado entre sus brazos, has probado el sabor de su boca, has sentido su calor, y eso es algo que yo nunca he tenido. Pero hay una parte de ella que es solo para mí. Tú no puedes tocarla, por mucho que te esfuerces. Y cuando te deje, yo seguiré estando aquí, haciéndola reír. Y mi luz brillará en ella. Yo seguiré estando aquí mucho después de que ella haya olvidado tu nombre.»

Eran muchos. Denna los atravesaba como atraviesa una pluma el papel mojado. Los dejaba, decepcionada. O ellos, frustrados, la abandonaban y la dejaban dolida y triste, pero nunca lo suficiente para llorar.

La vi llorar una o dos veces. Pero no por los hombres a los que había perdido, ni por los hombres a los que había abandonado.

Lloraba en silencio por ella misma, porque había algo profundamente herido en su interior. Yo ignoraba qué era, ni me atrevía a preguntárselo. Me limitaba a decir lo que podía para calmar su dolor y la ayudaba a cerrar los ojos para rehuir la realidad.


A veces hablaba de Denna con Wilem y Simmon. Como eran verdaderos amigos, ellos me daban consejos sensatos y me ofrecían su comprensión, más o menos a partes iguales.

La comprensión la agradecía, pero sus consejos eran inútiles, o algo peor. Me empujaban hacia la verdad, me instaban a abrirle mi corazón a Denna. A perseguirla. A escribirle poemas. A enviarle rosas.

Rosas. Ellos no la conocían. Pese a que yo los odiaba, los amigos de Denna mé enseñaron una lección que, de otra forma, quizá nunca habría aprendido.

– Lo que no entiendes -le expliqué a Simmon una tarde que estábamos sentados bajo el poste del banderín- es que los hombres se enamoran continuamente de Denna. ¿Te imaginas lo que eso supone para ella? ¿Lo tedioso que resulta? Yo soy uno de los pocos amigos que tiene. No quiero arriesgarme a perder eso. No pienso abalanzarme sobre ella. Ella no quiere que lo haga. No voy a convertirme en uno más del centenar de pretendientes de mirada lánguida que se pasan el día persiguiéndola como un borrego enamorado.

– Mira, no entiendo qué ves en ella -dijo Sim escogiendo sus palabras con cuidado-. Ya sé que es encantadora, fascinante y demás. Pero parece… -vaciló un momento- cruel.

Asentí.

– Es que lo es.

Simmon me miró, expectante, y al final dijo:

– Pero ¿cómo? ¿No vas a defenderla?

– No. «Cruel» es un buen calificativo para Denna. Pero creo que cuando dices «cruel», tú quieres decir otra cosa. Denna no es mala, ni retorcida, ni rencorosa. Es cruel.

Sim se quedó largo rato callado. Luego replicó:

– Creo que es algunas de esas cosas, y también cruel.

El bueno de Sim, tan sincero y diplomático. Le costaba mucho hablar mal de los demás; solo hacía insinuaciones. Y hasta eso le costaba.

Levantó la cabeza y me miró.

– He hablado con Sovoy. Todavía no se la ha quitado de la cabeza. La amaba de verdad. La trataba como a una princesa. Habría hecho cualquier cosa por ella. Y aun así, ella lo dejó sin darle ninguna explicación.

– Denna es una criatura salvaje -expliqué-. Como una cierva o una tormenta de verano. Si una tormenta derribara tu casa, o derribara un árbol, no dirías que la tormenta era mala. Era cruel. Actuó conforme a su naturaleza y, desgraciadamente, produjo daños. Con Denna pasa lo mismo.

»¿Sabes de qué sirve perseguir a una criatura salvaje? De nada. Si persigues a una cierva, solo consigues asustarla. Lo único que puedes hacer es quedarte quieto donde estás, y confiar en que, con el tiempo, la cierva vaya hacia ti.

Sim asintió, pero vi que no me entendía.

– ¿Sabes que este sitio se llamaba Patio de las Interrogaciones? -pregunté cambiando deliberadamente de tema-. Los alumnos escribían preguntas en trozos de papel y dejaban que el viento los arrastrara. Según la dirección en que el papel saliera de la plaza, obtenías diferentes respuestas. -Señalé los espacios entre los grises edificios que me había enseñado Elodin-. Sí. No. Quizá. En otro sitio. Pronto.

La campana de la torre dio la hora, y Simmon suspiró; se daba cuenta de que era inútil prolongar la conversación.

– ¿Jugamos a esquinas esta noche?

Asentí. Cuando Sim se hubo marchado, metí una mano en mi capa y saqué la nota que Denna había dejado en mi ventana. La releí, despacio. Entonces recorté con cuidado la parte de debajo de la hoja, donde Denna había firmado.

Doblé la tira de papel con el nombre de Denna, la retorcí y dejé que el viento me la arrancara de la mano y la hiciera girar entre las pocas hojas de otoño que quedaban esparcidas por el suelo.

El trozo de papel danzó por los adoquines. Giraba y giraba, trazando caóticos dibujos que yo no podía entender. Esperé hasta el anochecer, pero el viento no se lo llevó. Cuando me marché, mi pregunta todavía daba vueltas por la Casa del Viento; no me daba respuestas, pero insinuaba muchas. «Sí.» «No.» «Quizá.» «En otro sitio.» «Pronto.»


Por último, estaba el problema de mi enemistad con Ambrose. Yo no bajaba nunca la guardia: sabía que acabaría vengándose. Pero pasaron los meses y no sucedió nada. Al final llegué a la conclusión de que por fin había aprendido la lección y prefería mantener las distancias.

Estaba equivocado, por supuesto. Completamente equivocado. Ambrose solo había aprendido a aguardar el momento oportuno. Consiguió vengarse, y cuando lo hizo, me pilló desprevenido y me vi obligado a marcharme de la Universidad.

Pero, como suele decirse, cada cosa a su tiempo.

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