12 Piezas de rompecabezas que encajan

Hacia finales del verano, oí, sin proponérmelo, una conversación que me sacó de mi estado de dichosa ignorancia. Cuando somos niños, casi nunca pensamos en el futuro. Esa inocencia nos deja libres para disfrutar como pocos adultos pueden hacerlo. El día que empezamos a preocuparnos por el futuro es el día que dejamos atrás nuestra infancia.

Era de noche, y la troupe había acampado en el margen del camino. Abenthy me había pedido que practicara otro ejercicio de simpatía: la Máxima de Calor Variable Transferido al Movimiento Constante, o algo igual de pretencioso.

Era difícil, pero había conseguido hacerlo encajar como una pieza de rompecabezas. Me había llevado unos quince minutos, y por el tono de Abenthy, deduje que él había calculado que tardaría al menos tres o cuatro horas.

Así que fui a buscarlo. En parte para que me pusiera más trabajo, y en parte para pavonearme un poco.

Lo encontré en el carromato de mis padres. Los oí a los tres mucho antes de verlos. Sus voces eran meros murmullos, la música distante que produce la conversación cuando está demasiado oscuro para hablar. Pero al acercarme, oí claramente una palabra: Chandrian.

Me paré en seco. Todos los miembros de la troupe sabíamos que mi padre estaba componiendo una canción. Llevaba más de un año sonsacándoles viejas historias y canciones a los habitantes de los pueblos en que parábamos a actuar.

Durante meses recopiló historias sobre Lanre. Luego empezó a recopilar también antiguos cuentos de hadas, leyendas sobre ojáncanos y engendros. Y entonces empezó a hacer preguntas sobre los Chandrian…

De eso hacía meses. En el último medio año había preguntado más sobre los Chandrian y menos sobre Lanre, Lyra y los demás. La mayoría de las canciones que mi padre componía estaban terminadas en una estación, mientras que en esa llevaba ya dos años trabajando.

También debes saber que mi padre nunca dejaba que nadie oyera ni una palabra, ni el más leve susurro, de una canción hasta que consideraba que estaba lista para ser tocada. Solo le hacía confidencias a mi madre, pues mi madre intervenía en la composición de todas las canciones de mi padre. La gracia de la música era de mi padre; los mejores versos eran de mi madre.

Cuando llevas ciclos, o incluso meses, esperando oír una canción, la expectación añade sabor. Pero al cabo de un año, la emoción empieza a agriarse. Ya había pasado un año y medio, y la gente se moría de curiosidad. Ocasionalmente, eso daba pie a discusiones cuando, por ejemplo, sorprendían a alguien pasando demasiado cerca de nuestro carromato mientras mis padres trabajaban.

De modo que me acerqué con sigilo al fuego de mis padres. Escuchar a hurtadillas es una costumbre deplorable, pero desde entonces he desarrollado otras peores.

– … gran cosa sobre ellos -oí decir a Ben-. Pero me gustaría.

– Me alegro de poder hablar con un hombre culto sobre el asunto. -La potente voz de barítono de mi padre contrastaba con la voz de tenor de Ben-. Estoy harto de estos pueblerinos supersticiosos, y…

Alguien echó un tronco al fuego, y el chisporroteo me impidió oír lo que dijo mi padre a continuación. Me acerqué lo más aprisa que pude y me agazapé bajo la larga sombra del carromato de mis padres.

– … como si persiguiera fantasmas con esta canción. Intentar recomponer esta historia es una quimera. Ojalá no la hubiera empezado nunca.

– No digas tonterías -intervino mi madre-. Esta será tu mejor obra, y tú lo sabes.

– Entonces, ¿crees que existe una historia original de la que proceden todas las demás? -preguntó Ben-. ¿Crees que Lanre tiene una base histórica?

– Todo apunta a que sí -respondió mi padre-. Es como mirar a una docena de nietos y ver que diez de ellos tienen los ojos azules. Sabes que la abuela también tenía los ojos azules. Lo he hecho otras veces; se me da bien. Así fue como escribí «Bajo las murallas». Pero… -Le oí suspirar.

– ¿Qué pasa? ¿Qué problema hay?

– Esta historia es más antigua -explicó mi madre-. Es como si mirara a unos ta-ta-tataranietos.

– Y están esparcidos por todos los rincones del mundo -refunfuñó mi padre-. Y cuando por fin encuentro a uno, tiene cinco ojos; dos verdes, uno azul, uno castaño y otro verde ambarino. Y el siguiente solo tiene un ojo, que cambia de color. ¿Así cómo voy a extraer conclusiones?

Ben carraspeó.

– Una analogía inquietante -concedió-. Pero no me importa que me interrogues sobre los Chandrian. He oído muchas historias a lo largo de los años.

– Lo primero que necesito saber es cuántos son -dijo mi padre-. La mayoría de las historias afirman que siete, pero ni siquiera en eso se ponen de acuerdo. En algunas son tres; otras, cinco; y en La caída de Felior son trece: uno por cada pontificato de Atur, y uno más por la capital.

– Eso sí lo sé -dijo Ben-. Son siete. De eso puedes estar seguro. De hecho, su mismo nombre lo dice: Chaen significa siete. Chaen-dian significa «siete de ellos». De ahí viene Chandrian.

– No lo sabía -repuso mi padre-. Chaen. ¿En qué idioma? ¿En íllico?

– Parece teman -comentó mi madre.

– Tienes buen oído -dijo Ben-. En realidad es témico. Es unos mil años anterior al teman.

– Bueno, eso simplifica las cosas -oí decir a mi padre-. Ojalá te lo hubiera preguntado hace un mes. Y supongo que no sabrás por qué hacen lo que hacen, ¿verdad? -Comprendí, por el tono de voz de mi padre, que no esperaba obtener una respuesta.

– Ese es el verdadero misterio, ¿no? -dijo Ben con una risita-. Supongo que eso es lo que los hace más temibles que el resto de los seres fantásticos de que hablan las historias. Un fantasma busca venganza, un demonio quiere tu alma, un engendro tiene hambre y frío. Eso los hace menos aterradores. Las cosas que entendemos podemos intentar controlarlas. Pero los Chandrian aparecen como un rayo en un cielo despejado. Son pura destrucción, sin sentido y sin motivo.

– Mi canción tendrá las dos cosas -dijo mi padre con decisión-. Creo que después de tanto tiempo he descubierto sus motivos. Los he deducido juntando partes de diferentes historias. Eso es lo más mortificante: tener la parte más difícil acabada y que todos esos pequeños detalles me causen tantos problemas.

– ¿Crees que lo sabes? -preguntó Ben, intrigado-. ¿Cuál es tu teoría?

Mi padre soltó una risita.

– No, Ben. Tendrás que esperar, como los demás. Esta canción me ha hecho sudar mucho, y no voy a revelar su esencia hasta que esté terminada.

Detecté desilusión en la voz de Ben cuando refunfuñó:

– Estoy seguro de que esto solo es una artimaña para que siga viajando con vosotros. No podré marcharme hasta que haya oído esa maldita canción.

– Entonces ayúdanos a terminarla -terció mi madre-. Las señales de los Chandrian son otra información clave que nos está costando mucho aclarar. Todo el mundo coincide en que hay señales que alertan de su presencia, pero nadie se pone de acuerdo sobre cuáles son.

– Déjame pensar… -dijo Ben-. El fuego azul es evidente, por supuesto. Pero no estoy seguro de si debe atribuirse en particular a los Chandrian. En algunas historias indica, simplemente, la presencia de demonios. En otras, de seres Fata, o de cualquier tipo de magia.

– Conozco algunas en que también es una señal de presencia de partículas nocivas en el aire -aportó mi madre.

– Ah, ¿sí? -dijo mi padre.

Mi madre asintió.

– Cuando una lámpara arde con llama azul, sabes que hay grisú en la atmósfera.

– Dios mío, grisú en una mina de carbón -dijo mi padre-. Apaga la llama y piérdete en la oscuridad, o déjala arder y haz que explote todo. Eso me daría más miedo que los demonios.

– También admito el hecho de que ciertos arcanistas utilizan ocasionalmente velas o antorchas amañadas para impresionar a los aldeanos ingenuos -dijo Ben carraspeando con afectación.

Mi madre rió.

– No olvides con quién estás hablando, Ben. Nosotros nunca le reprocharíamos a nadie su sentido de la teatralidad. De hecho, las velas azules quedarían muy bien la próxima vez que representemos Daeonica. Si es que encuentras un par por algún sitio.

– Veré lo que puedo hacer -dijo Ben, jocoso-. Otras señales… Se supone que una es tener los ojos como las cabras, o no tener ojos, o tenerlos negros. Eso lo he oído a menudo. También he oído decir que las plantas se mueren cuando los Chandrian andan cerca. La madera se pudre, el metal se oxida, los ladrillos se desmenuzan… -Hizo una pausa-. Aunque no sé si eso son varias señales, o una sola.

– Ahora empiezas a entender los problemas que tengo -dijo mi padre con aire taciturno-. Y por otra parte está por determinar si todos comparten las mismas señales, o si cada uno tiene las suyas.

– Ya te lo he dicho -dijo mi madre con exasperación-. Una señal para cada uno. Es mucho más lógico.

– Es la teoría favorita de mi señora esposa -dijo mi padre-. Pero no encaja. En la mayoría de las historias, la única señal es el fuego azul. En otras, hay animales que enloquecen y, en cambio, no hay fuego azul. En otras, hay un hombre con ojos negros y animales que enloquecen y fuego azul.

– Ya te he dicho cómo interpretarlo -dijo ella. Su tono, irritado, indicaba que mis padres ya habían mantenido otras veces esa discusión-. No tienen por qué aparecer siempre juntos. Podrían ir en grupos de tres o de cuatro. Si uno de ellos hace que se apague el fuego, parecerá lo mismo que si todos ellos hicieran apagarse el fuego. Eso explicaría las diferencias entre las historias. Diferentes números y diferentes señales, dependiendo de los grupos que formen.

Mi padre masculló algo.

– Tienes una esposa muy inteligente, Arl -dijo Ben, suavizando la tensión-. ¿Por cuánto me la venderías?

– La necesito para trabajar, desgraciadamente. Pero si te interesa alquilármela por una breve temporada, estoy seguro de que podríamos llegar a un… -Se oyó un golpazo, blando, seguido de una risita y un quejido de mi padre-. ¿Se te ocurre alguna otra señal?

– Dicen que son fríos al tacto. Aunque no me explico cómo pueden saberlo. He oído que el fuego no arde cuando están cerca. Aunque eso contradice directamente lo del fuego azul. Podría…

El viento sopló más fuerte, agitando los árboles. El susurro de las hojas no me dejó oír lo que decía Ben. Aproveché el ruido para acercarme sigilosamente un poco más al carromato.

– …y estar «enyuntados a las sombras», aunque no sé qué significa eso -oí decir a mi padre cuando amainó el viento.

Ben emitió un gruñido.

– Yo tampoco lo sé. Oí una historia en la que los descubrían porque sus sombras apuntaban en una dirección ilógica, hacia la luz. Y otra en la que a uno de ellos lo llamaban «adumbrado». Algo así como «fulanito el Adumbrado». Vaya, no logro recordar el nombre.

– Hablando de nombres, esa es otra cosa con la que tengo problemas -dijo mi padre-. He recopilado un par de docenas y me gustaría que me dieras tu opinión. La mayoría…

– Mira, Arl -lo interrumpió Ben-, te agradecería que no los dijeras en voz alta. Me refiero a los nombres propios. Si quieres puedes escribirlos en el suelo, o voy a buscar una pizarra, pero prefiero que no los pronuncies. Ya sabes lo que dicen: más vale prevenir que curar.

Se hizo un profundo silencio. Me quedé quieto, con un pie en alto, temiendo que me hubieran oído.

– No me miréis así -dijo Ben con irritación.

– Es que nos has sorprendido, Ben -dijo la dulce voz de mi madre-. No pareces una persona supersticiosa.

– No lo soy -dijo Ben-. Soy prudente, que no es lo mismo.

– Claro -concedió mi padre-. Yo nunca…

– Guárdate eso para tus clientes, Arl -le cortó Ben sin disimular su enfado-. Eres demasiado buen actor para que se te note, pero sé muy bien cuándo alguien me considera un chiflado.

– Es que no me lo esperaba, Ben -se disculpó mi padre-. Eres una persona culta, y yo estoy harto de la gente que toca hierro y derrama la cerveza en cuanto menciono a los Chandrian. Solo estoy reconstruyendo una historia; no juego con las artes oscuras.

– Bueno, escuchadme bien. Me caéis demasiado bien para dejar que penséis que soy un viejo chiflado -dijo Ben-. Además, después quiero hablar con vosotros de un asunto, y necesito que me toméis en serio.

El viento siguió aumentando, y aproveché el ruido para recorrer el trozo que me faltaba. Bordeé con sigilo el carromato de mis padres y me asomé entre un velo de hojas. Estaban los tres sentados alrededor del fuego: Ben encima de un tocón, acurrucado bajo su capa, marrón y deshilachada; mis padres enfrente de él -mi madre, recostada sobre mi padre-, con una manta que los cubría a los dos.

Ben cogió una jarra de arcilla, llenó una taza de cuero y se la dio a mi madre. Cuando habló, le salió vaho por la boca.

– ¿Qué sienten en Atur con relación a los demonios? -preguntó.

– Les tienen miedo. -Mi padre se dio unos golpecitos en la sien-. Tanta religión les reblandece el cerebro.

– ¿Y en Vintas? -preguntó Ben-. Muchos son tehlinos. ¿Sienten lo mismo?

Mi madre sacudió la cabeza.

– Piensan que es un poco absurdo. Sus demonios son metafóricos.

– Entonces, ¿de qué tienen miedo por la noche en Vintas?

– De los Fata -contestó mi madre.

Mi padre dijo al mismo tiempo:

– De Draugar.

– Ambos tenéis razón, dependiendo de la región del país -dijo Ben-. Y aquí, en la Mancomunidad, la gente se muere de risa cuando alguien menciona cualquiera de esas dos cosas. -Señaló los árboles con un amplio movimiento del brazo-. Pero aquí, cuando llega el otoño, todos se cuidan de no atraer la atención de los engendros.

– Sí, tienes razón -concedió mi padre-. Para ser un buen artista tienes que conocer a tu público.

– Sigues pensando que estoy loco -dijo Ben, risueño-. Mira, si mañana entráramos en Biren y alguien te dijera que hay engendros en los bosques, ¿le creerías? -Mi padre negó con la cabeza-. ¿Y si te lo dijeran dos personas? -Mi padre volvió a negar.

Ben se inclinó hacia delante.

– ¿Y si una docena de personas te dijeran, muy serias, que había engendros en los campos de cultivo, comiendo…?

– Claro que no les creería -dijo mi padre con enfado-. Es ridículo.

– Claro que lo es -concedió Ben levantando un dedo-. Pero la cuestión es esta: ¿entrarías en el bosque?

Mi padre se quedó pensativo y muy quieto.

Ben asintió.

– Sería una temeridad ignorar las advertencias de medio pueblo, aunque vosotros no creáis en las mismas cosas que ellos. Si no teméis a los engendros, ¿a qué teméis?

– A los osos.

– A los bandidos.

– Unos temores muy sensatos, tratándose de artistas itinerantes -observó Ben-. Unos temores que los aldeanos no entienden. Cada lugar tiene sus pequeñas supersticiones, y todo el mundo se ríe de lo que piensa la gente que vive al otro lado del río. -Los miró con seriedad-. Pero ¿alguno de los dos ha oído una canción humorística sobre los Chandrian? Apuesto un penique a que no.

Mi madre negó con la cabeza tras un momento de reflexión. Mi padre dio un largo trago antes de imitarla.

– Mirad, yo no digo que los Chandrian estén ahí fuera, surgiendo como rayos de un cielo despejado. Pero los temen en todas partes. Normalmente, eso tiene una explicación.

Ben sonrió e inclinó su taza de arcilla, tirando al suelo las últimas gotas de cerveza.

– Y los nombres son cosas extrañas. Peligrosas -prosiguió el arcanista mirando con fijeza a mis padres-. Eso lo sé muy bien porque soy un hombre culto. Y si también soy un poco supersticioso… -Se encogió de hombros-. Bueno, eso es asunto mío. Soy viejo. Tenéis que ser tolerantes conmigo.

Mi padre asintió, pensativo.

– Es curioso. Nunca me había fijado en que todo el mundo trata igual a los Chandrian. Debí percatarme de ello antes. -Sacudió la cabeza como si quisiera despejarse-. Supongo que podemos dejar lo de los nombres para más adelante. ¿Qué era eso de lo que querías hablarnos?

Me preparé para escabullirme antes de que me descubrieran, pero lo que dijo Ben a continuación me dejó paralizado, y no pude dar ni un paso.

– Seguramente no os habréis dado cuenta, porque sois sus padres. Pero vuestro joven Kvothe es muy inteligente. -Ben se sirvió más cerveza y le ofreció la jarra a mi padre, que la rechazó-. De hecho, «inteligente» es poco, poquísimo.

Mi madre miró a Ben por encima del borde de su taza.

– Eso lo sabe cualquiera que haya pasado cierto tiempo con el chico, Ben. No sé por qué tendría que sorprenderle a nadie. Y menos a ti.

– Creo que no sois plenamente conscientes de la situación -continuó Ben estirando las piernas hasta que casi tocó el fuego con los pies-. ¿Le costó mucho aprender a tocar el laúd?

Mi padre se mostró un poco sorprendido por el repentino cambio de tema.

– No, no mucho. ¿Por qué?

– ¿Cuántos años tenía?

Mi padre se tiró un poco de la barba. En medio del silencio, la voz de mi madre sonó como una flauta:

– Ocho.

– Piensa en cuando tú empezaste a tocar. ¿Te acuerdas de qué edad tenías? ¿Te acuerdas de la clase de dificultades que encontraste? -Mi padre seguía tirándose de la barba, pero ahora tenía una expresión más reflexiva y la mirada distante.

Abenthy continuó:

– Estoy convencido de que aprendió cada acorde, cada digitación a la primera, sin vacilar y sin protestar. Y que cuando cometía un error, nunca volvía a repetirlo. ¿Me equivoco?

Mi padre parecía un poco perturbado.

– Sí, más o menos. Pero le costaba, igual que a todo el mundo. Tenía especial dificultad con el mi. Le costaban mucho el mi menor y el mi mayor.

Mi madre intervino con voz queda:

– Yo también lo recuerdo, cariño, pero creo que eso era porque tenía las manos muy pequeñas. Era un crío…

– Estoy seguro de que no tardó en superar ese impedimento -dijo Ben-. Tiene unas manos maravillosas; mi madre las habría llamado manos de mago.

Mi padre sonrió.

– Las ha heredado de su madre: delicadas pero fuertes. Perfectas para fregar cacharros, ¿verdad, mujer?

Mi madre le dio un manotazo; luego le cogió una mano a su esposo y se la abrió para enseñársela a Ben.

– Mi hijo tiene las mismas manos que su padre: elegantes y suaves. Perfectas para seducir a las hijas de los nobles. -Mi padre quiso protestar, pero ella no le hizo caso-. Con esos ojos y esas manos, no habrá ni una sola mujer a salvo en el mundo cuando mi hijo empiece a correr detrás de las faldas.

– Cuando empiece a cortejar doncellas, querida -la corrigió mi padre.

– No discutamos sobre matices de significado -repuso ella-. No es más que una persecución, y creo que compadezco a las mujeres castas que huyen y se pierden el final de la carrera. -Ladeó ligeramente la cabeza, y mi padre se inclinó y la besó en la comisura de los labios.

– Amén -dijo Ben levantando su taza.

Mi padre rodeó a mi madre con un brazo y le dio un apretón.

– Sigo sin saber a dónde quieres llegar, Ben.

– Todo lo que hace lo hace así: rápido como el rayo, y sin apenas cometer errores. Seguro que sabe de memoria todas las canciones que le habéis cantado alguna vez. Sabe mejor que yo lo que hay en mi carromato.

Cogió la jarra y le quitó el tapón de corcho.

– Pero no es simple memorización. El chico entiende las cosas. La mitad de lo que yo me había propuesto enseñarle ya lo había descubierto él por sus propios medios.

Ben volvió a llenarle la taza a mi madre.

– Tiene once años. ¿Conocéis a algún niño de su edad que hable como él? En parte, eso es consecuencia de vivir en un ambiente tan liberal. -Ben señaló los carromatos-. Sin embargo, lo que más interesa a la mayoría de los niños de once años es aprender a jugar a cabrillas en el río y a hacer girar un gato sujetándolo por la cola.

Mi madre soltó una risa cantarína, pero Abenthy seguía muy circunspecto.

– Hablo en serio. He tenido alumnos mayores que él a los que les habría encantado hacerlo la mitad de bien. -Sonrió-. Si yo tuviera sus manos y una cuarta parte de su ingenio, dentro de un año me estarían sirviendo en bandejas de plata.

Se produjo un silencio. Mi madre dijo en voz baja:

– Recuerdo cuando no era más que un crío y empezaba a caminar. Siempre estaba mirándolo todo. Con unos ojos brillantes y claros que parecía que quisieran absorber el mundo entero. -Le temblaba un poco la voz. Mi padre la abrazó, y ella recostó la cabeza en su pecho.

El siguiente silencio fue más largo. Estaba a punto de escabullirme cuando mi padre dijo:

– ¿Qué propones que hagamos? -Su voz era una mezcla de preocupación y orgullo paternal.

Ben esbozó una sonrisa amable.

– Solo que penséis en las opciones que queréis ofrecerle cuando llegue el momento. Vuestro hijo dejará su huella en el mundo como uno de los mejores.

– Uno de los mejores ¿qué? -preguntó mi padre.

– Lo que él quiera. Si se queda aquí, estoy seguro de que se convertirá en el próximo Illien.

Mi padre sonrió. Illien es el héroe de los artistas itinerantes. El único Edena Ruh verdaderamente famoso de toda la historia. Todas nuestras mejores y más antiguas canciones hablan de él.

Es más, cuenta la leyenda que Illien fue quien reinventó el laúd. Illien era maestro luthier, y transformó el arcaico, frágil y poco manejable laúd de corte en el maravilloso y versátil laúd de siete cuerdas que utilizamos hoy en día. Esas mismas historias aseguran que el laúd de Illien tenía ocho cuerdas.

– Illien. Me gusta esa idea -dijo mi madre-. Vendrían reyes de muy lejos a oír tocar a mi pequeño Kvothe.

– Su música pararía las riñas de taberna y las guerras de fronteras -dijo Ben sonriendo.

– Mujeres salvajes -añadió mi padre, entusiasmado- posarían los pechos en su cabeza.

Hubo un silencio atónito. Entonces mi madre dijo, despacio y con tono amenazante:

– Querrás decir «Bestias salvajes posarían la cabeza en su regazo».

– Ah, ¿sí?

Ben tosió y continuó:

– Si decide hacerse arcanista, estoy seguro de que conseguirá un cargo en la corte antes de cumplir veinticuatro años. Si se le mete en la cabeza ser comerciante, medio mundo será suyo antes de morir.

Mi padre arrugó la frente. Ben sonrió y dijo:

– No te preocupes por esa última opción. Tu hijo es demasiado curioso para ser comerciante.

Ben hizo una pausa, como si escogiera con mucho cuidado las palabras que iba a decir a continuación.

– Lo aceptarían en la Universidad. No por su edad, por supuesto. En teoría no los aceptan hasta los diecisiete años, pero no tengo ninguna duda de que…

No oí el resto de la frase. ¡La Universidad! Para mí, la Universidad era como la corte de los Fata para la mayoría de los niños: un lugar mítico reservado para soñar con él. Una escuela del tamaño de una ciudad pequeña. Una biblioteca con diez veces diez mil libros. Personas que sabían la respuesta a tantas preguntas como se me ocurriera formular…

Cuando volví a prestarles atención, estaban callados.

Mi padre miraba a mi madre, que seguía acurrucada bajo su brazo.

– ¿Qué te parece, mujer? ¿Acaso te acostaste con algún dios vagabundo hace doce años? Eso resolvería nuestro pequeño misterio.

Mi madre le dio un manotazo, y se quedó pensativa.

– Ahora que lo pienso, una noche, hace unos doce años, se me acercó un hombre. Me cubrió de besos y de acordes de laúd. Me robó la honra y me raptó. -Hizo una pausa-. Pero no tenía el pelo rojo. No, no pudo ser él.

Sonrió, traviesa, a mi padre, que se quedó un poco turbado. Entonces mi madre le dio un beso, y él se lo devolvió.

Así es como me gusta recordarlos todavía hoy. Me marché sin hacer ruido, con la cabeza llena de ideas sobre la Universidad.

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