40 Ante las astas del toro

Después de que Hemme diera por terminada su clase, la noticia de mi exhibición se extendió por toda la Universidad como un reguero de pólvora. Deduje, por la reacción de los alumnos, que el maestro Hemme no era un personaje muy querido. Me senté en un banco de piedra delante de las Dependencias, y los estudiantes me sonreían al pasar. Otros me saludaban con la mano o, riendo, levantaban el pulgar.

Esa notoriedad me complacía, pero al mismo tiempo una fría ansiedad empezaba a crecer dentro de mí. Me había enemistado con uno de los nueve maestros. Necesitaba saber hasta qué punto me había metido en un lío.


Cené en la Cantina: pan moreno con mantequilla, estofado y judías. Manet estaba en mi mesa; con aquella mata de pelo parecía un enorme lobo blanco. Simmon y Sovoy se quejaban, por hacer algo, de la comida y especulaban sobre qué clase de carne debía de ser la del estofado. Para mí, que llevaba menos de un ciclo lejos de las calles de Tarbean, era una comida maravillosa.

Sin embargo, lo que estaban diciendo mis amigos me estaba haciendo perder el apetito rápidamente.

– No me interpretes mal -dijo Sovoy-. Los tienes bien puestos. Eso nunca lo pondría en duda. Pero aun así… -hizo un gesto con la cuchara- te van a colgar por esto.

– Eso, si tienes suerte -intervino Simmon-. Porque se trata de un caso de felonía, ¿no?

– No hay para tanto -dije con más convicción de la que tenía-. Lo único que he hecho ha sido calentarle un poco el pie.

– Todo acto de simpatía dañino entra en la categoría de felonía. -Manet me apuntó con su trozo de pan y arqueó sus alborotadas y entrecanas cejas con gesto serio-. Tienes que escoger mejor tus batallas, chico. Mantente al margen de los maestros. Si te cogen manía, pueden hacer de tu vida un infierno.

– Empezó él -dije con resentimiento y con la boca llena de judías.

Un joven se acercó corriendo a la mesa. Estaba jadeando.

– ¿Eres Kvothe? -me preguntó mirándome de arriba abajo.

Asentí, y se pronto se me hizo un nudo en el estómago.

– Tienes que presentarte en la sala de profesores.

– ¿Dónde está eso? -pregunté-. Solo llevo un par de días aquí.

– ¿Podéis enseñárselo vosotros? -preguntó el chico mirando a mis compañeros-. Yo tengo que ir a decirle a Jamison que lo he encontrado.

– Yo lo acompañaré -dijo Simmon apartando su cuenco-. De todas formas no tengo hambre.

El chico se marchó, y Simmon hizo ademán de levantarse de la mesa.

– Espera -dije señalando mi bandeja con la cuchara-. Todavía no he terminado.

Simmon me miró con cara de preocupación.

– No puedo creer que estés comiendo -dijo-. Si yo no puedo comer, ¿cómo puedes hacerlo tú?

– Tengo hambre -contesté-. No sé qué me espera en la sala de profesores, pero seguro que lo afrontaré mejor con el estómago lleno.

– Te van a poner ante las astas del toro -explicó Manet-. Esa es la única razón por la que te ordenarían ir allí a estas horas de la noche.

Yo no sabía qué quería decir con eso, pero no estaba dispuesto a hacer pública mi ignorancia.

– Podrán esperar a que acabe de cenar, ¿no? -dije, y seguí comiéndome el estofado.

Simmon volvió a sentarse y se puso a remover la comida de su bandeja. La verdad es que yo ya no tenía apetito, pero me fastidiaba tener que interrumpir una comida después del hambre que había pasado en Tarbean.

Cuando Simmon y yo nos pusimos por fin en pie, el ruido que generalmente había en la Cantina se redujo y todos giraron la cabeza para mirarnos. Todos sabían a donde iba.

Ya fuera, Simmon metió las manos en los bolsillos y echó a andar hacia el Auditorio a buen paso.

– Bromas aparte, estás metido en un buen lío, ¿sabes?

– Confiaba en que Hemme se avergonzara y no lo contara -admití-. ¿Expulsan a muchos alumnos? -Intenté adoptar un tono jocoso.

– Este bimestre todavía no han expulsado a nadie -dijo Sim mirándome con sus azules ojos y esbozando una tímida sonrisa-. Pero solo llevamos dos días de clase. Podrías establecer un récord.

– No tiene gracia -repliqué, pero me sorprendí sonriendo. Simmon siempre conseguía hacerme sonreír, pasara lo que pasase.

Sim iba delante, y llegamos al Auditorio mucho más deprisa de lo que a mí me habría gustado. Simmon levantó una mano y, vacilante, me dijo adiós cuando abrí la puerta y entré en el edificio.

Me recibió Jamison, el encargado de supervisar todo lo que no controlaban directamente los maestros: las cocinas, la lavandería, los establos, los almacenes… Era un tipo nervioso y con aspecto de pájaro. Un hombre con cuerpo de gorrión y ojos de halcón.

Jamison me acompañó a una habitación, enorme y sin ventanas, en la que había una mesa con forma de media luna que me resultó familiar. El rector estaba sentado en el centro, como durante el proceso de admisiones. La única diferencia real era que esa mesa no estaba elevada, de modo que los maestros y yo nos encontrábamos más o menos a la misma altura.

Los ojos que me miraron no expresaban cordialidad. Jamison me condujo ante la mesa. Al verla desde ese ángulo, comprendí por qué los alumnos hablaban de «estar ante las astas del toro».

Jamison se retiró a otra mesa más pequeña y mojó la pluma en el tintero.

El rector juntó las yemas de los dedos y habló sin preámbulos:

– El día dos de Caitelyn, Hemme reúne a los maestros. -Jamison tomaba nota en una hoja de papel, y de vez en cuando volvía a mojar la pluma en el tintero que tenía en la mesa. El rector continuó con tono formal-: ¿Se hallan presentes todos los maestros?

– Maestro fisiólogo -dijo Arwyl.

– Maestro archivero -dijo Lorren, tan imperturbable como siempre.

– Maestro aritmético -dijo Brandeur haciendo crujir los nudillos sin darse cuenta.

– Maestro artífice -masculló Kilvin sin levantar la vista del tablero de la mesa.

– Maestro alquimista -dijo Mandrag.

– Maestro retórico -dijo Hemme, que tenía el rostro colorado y enojado.

– Maestro simpatista -dijo Elxa Dal.

– Maestro nominador. -Elodin me sonrió. No fue una mueca mecánica, sino una sonrisa cálida, con todas las de la ley. Di un tembloroso suspiro, aliviado al ver que al menos uno de los presentes no parecía ansioso por colgarme de los pulgares.

– Y maestro lingüista -dijo el rector-. Los ochoi… -Frunció las cejas-. Perdón. Tacha eso. Los nueve maestros se encuentran presentes. Exponga su queja, maestro Hemme.

Hemme no titubeó.

– Hoy, el alumno de primer curso Kvothe, que no es miembro del Arcano, me ha hecho vínculos simpáticos con malas intenciones.

– El maestro Hemme presenta dos acusaciones contra Kvothe -declaró el rector con severidad, sin dejar de mirarme-. Primera acusación: empleo no autorizado de la simpatía. ¿Qué castigo se aplica a esa falta, maestro archivero?

– Por empleo no autorizado de la simpatía con resultado de lesiones, el alumno infractor será atado y recibirá cierto número de latigazos, no menos de dos ni más de diez, con látigo simple, en la espalda. -Lorren habló como si leyera las instrucciones de una receta.

– ¿Número de latigazos propuestos? -El rector miró a Hemme.

Hemme se lo pensó un momento.

– Cinco.

Noté que palidecía y me obligué a respirar hondo y despacio, por la nariz, para tranquilizarme.

– ¿Algún maestro se opone a este castigo? -El rector miró al resto de maestros, pero todos permanecieron callados y con expresión adusta-. Segunda acusación: felonía. ¿Maestro archivero?

– De cuatro a quince latigazos y expulsión de la Universidad -recitó Lorren desapasionadamente.

– ¿Latigazos propuestos?

Hemme me miró a los ojos.

– Ocho.

Trece latigazos y la expulsión. Me entró un sudor frío y tuve que contener las náuseas. No era la primera vez que sentía miedo. En Tarbean, el miedo nunca estaba muy lejos. El miedo te mantenía vivo. Pero jamás había sentido una impotencia tan desesperada. Un miedo no solo a que me hicieran daño físico, sino a que toda mi vida quedara arruinada. Empecé a marearme.

– ¿Has entendido las acusaciones que se han presentado contra ti? -me preguntó el rector.

Respiré hondo.

– No del todo, señor. -No me gustó nada cómo sonó mi voz, trémula y débil.

El rector levantó una mano, y Jamison levantó la pluma del papel.

– Va contra las leyes de la Universidad que un alumno que no es miembro del Arcano emplee la simpatía sin el permiso de un maestro.

Su rostro se ensombreció.

– Y está expresamente prohibido causar daño, en cualquier circunstancia, mediante simpatía. Y especialmente a un maestro.

Hace unos centenares de años, a los arcanistas los perseguían y los quemaban por esas cosas. Aquí no toleramos ese comportamiento.

Percibí un deje de dureza en la voz del rector, y entonces comprendí lo enfadado que estaba. Respiró hondo y continuó:

– ¿Me has entendido?

Asentí, tembloroso.

El rector le hizo otra señal a Jamison, que volvió a posar el plu-mín sobre el papel.

– Kvothe, ¿entiendes las acusaciones que se han presentado contra ti?

– Sí, señor -respondí con toda la serenidad de que fui capaz. Lo veía todo muy brillante, y me temblaban un poco las piernas. Traté de controlarlas, pero solo conseguí que temblaran aún más.

– ¿Tienes algo que decir en tu defensa? -me preguntó el rector con aspereza.

Lo único que quería era marcharme de allí. Notaba las miradas de los maestros traspasándome. Tenía las manos húmedas y frías. Si el rector no hubiera vuelto a hablar, seguramente habría negado con la cabeza y me habría largado.

– ¿Y bien? -insistió el rector-. ¿Nada que alegar?

Sus palabras me tocaron la fibra sensible. Eran las mismas palabras que Ben había utilizado cientos de veces cuando me enseñaba, incansable, a discutir. Recordé sus palabras reprendiéndome: «¿Qué? ¿Nada que alegar? Todos mis pupilos deben ser capaces de defender sus ideas. Hagas lo que hagas en la vida, tu ingenio te defenderá más a menudo que una espada. ¡Cultívalo!».

Volví a respirar hondo, cerré los ojos y me concentré. Al cabo de largo rato, noté la fría imperturbabilidad del Corazón de Piedra alrededor de mí. Dejé de temblar.

Abrí los ojos y me oí decir:

– Tenía permiso para emplear la simpatía, señor.

El rector me miró con dureza antes de decir:

– ¿Cómo?

Me envolví en el Corazón de Piedra como si fuera una manta tranquilizadora.

– Tenía permiso del maestro Hemme, tanto explícito como implícito.

Los maestros, desconcertados, se movieron en sus asientos.

El rector no parecía muy complacido.

– Explícate.

– Después de la primera clase del maestro Hemme, fui a hablar con él y le dije que ya estaba familiarizado con los conceptos que había planteado. El me propuso que lo habláramos al día siguiente.

»A1 día siguiente, cuando el maestro Hemme llegó a su clase, anunció que yo daría la lección para demostrar los principios de la simpatía. Tras comprobar de qué materiales disponía, le hice a la clase la primera demostración que mi maestro me había hecho a mí. -Falso, por supuesto. Como ya he mencionado, mi primera lección fue la de los drabines de hierro. Era mentira, pero una mentira plausible.

A juzgar por la cara que pusieron los maestros, Hemme no les había contado cómo había sucedido todo. Abrigado por el Corazón de Piedra, me relajé. Me alegré de que la irritación del rector se debiera a que Hemme había ofrecido una versión abreviada de lo ocurrido.

– ¿Hiciste una demostración ante la clase? -preguntó el rector antes de que yo pudiera continuar. Miró a Hemme, y luego otra vez a mí.

Me hice el inocente.

– Fue una demostración muy sencilla. ¿Es eso algo inusual?

– Es un poco insólito, sí -repuso el rector mirando a Hemme. Volví a percibir su enojo, pero esa vez no parecía ir dirigido hacia mí.

– Yo creí que eso era lo que hacías para demostrar tu conocimiento de la materia y pasar a una clase de nivel más avanzado -dije. Otra mentira, pero también plausible.

Entonces intervino Elxa Dal:

– ¿Qué elementos empleaste para la demostración?

– Un muñeco de cera, un pelo de la cabeza de Hemme y una vela. Yo habría escogido otro ejemplo, pero el material de que disponía era limitado. Pensé que eso debía de formar parte de la prueba: tenías que ingeniártelas con lo que tuvieras a mano. -Volví a encogerme de hombros-. No se me ocurrió ninguna otra manera de demostrar las tres leyes con el material que tenía.

El rector miró a Hemme.

– ¿Es cierto lo que dice el chico?

Hemme abrió la boca y pareció que fuera a negarlo, pero por lo visto recordó que toda un aula llena de alumnos había presenciado nuestro diálogo. No dijo nada.

– Maldita sea, Hemme -estalló Elxa Dal-. ¿Dejas que el chico haga un modelo de ti y luego lo traes aquí y lo acusas de felonía? -farfulló-. Te mereces algo mucho peor.

– El E'lir Kvothe no habría podido hacerte daño con solo una vela -murmuró Kilvin. Se miró los dedos de las manos con aire ausente, como si estuviera cavilando sobre algo-. ¿Con pelo y cera? Imposible. Con sangre y arcilla, quizá, pero…

– Orden. -La voz del rector era demasiado débil para que pueda decirse que gritó, pero contenía la misma autoridad que si lo hubiera hecho. Miró a Elxa Dal y a Kilvin-. Contesta al maestro Kilvin, Kvothe.

– Hice un segundo vínculo entre la vela y el brasero para ilustrar la Ley de la Conservación.

Kilvin no dejó de mirarse las manos.

– ¿Cera y pelo? -gruñó como si no estuviera del todo satisfecho con mi explicación.

Lo miré entre desconcertado y avergonzado, y dije:

– Yo tampoco lo entiendo, señor. Como mucho debería haber conseguido una transferencia del diez por ciento. No debería haber bastado ni para hacerle una pequeña ampolla al maestro Hemme, y menos aún para producirle quemaduras.

Me volví hacia Hemme.

– Le aseguro que no pretendía hacerle daño, señor -dije fingiendo una profunda consternación-. Solo esperaba que notara usted algo de calor en el pie. El fuego no llevaba más de cinco minutos encendido, y no pensé que un fuego tan reciente, y al diez por ciento, pudiera causarle daño. -Hasta me retorcí un poco las manos; era el vivo retrato del alumno consternado. Fue una buena interpretación. Mi padre habría estado orgulloso de mí.

– Pues me hiciste daño -repuso Hemme con amargura-. Y por cierto, ¿dónde está ese maldito muñeco? ¡Exijo que me lo devuelvas de inmediato!

– Me temo que no puedo, señor. Lo destruí. Era demasiado peligroso dejarlo por ahí.

Hemme me miró, sagaz, y murmuró:

– Bueno, no tiene importancia.

El rector volvió a tomar las riendas.

– Esto cambia considerablemente las cosas. Hemme, ¿todavía quieres presentar acusaciones contra Kvothe?

Hemme me miró con odio y no dijo nada.

– Yo propongo retirar ambas acusaciones -dijo Arwyl. La anciana voz del fisiólogo me sorprendió un tanto-. Si Hemme lo puso delante de toda la clase, le dio su permiso. Y si le dio un pelo y vio cómo lo enganchaba en la cabeza del modelo, no podemos hablar de felonía.

– Creía que controlaría mejor lo que estaba haciendo -argumentó Hemme lanzándome una mirada asesina.

– No es felonía -insistió Arwyl mirando con fijeza a Hemme a través de las lentes de sus gafas; las arrugas de su cara formaron un ceño feroz.

– Eso entraría en la categoría de uso imprudente de la simpatía -aportó Lorren fríamente.

– ¿Es esto una moción para retirar las dos acusaciones y sustituirlas por la de uso imprudente de la simpatía? -preguntó el rector tratando de recuperar una apariencia de formalidad.

– Sí -respondió Arwyl sin dejar de fulminar a Hemme con la mirada.

– ¿Apoyan todos la moción? -preguntó el rector.

Todos afirmaron, excepto Hemme.

– ¿Alguien se opone?

Hemme permaneció callado.

– Maestro archivero, ¿cuál es el castigo por uso imprudente de la simpatía?

– Si alguien resulta herido por uso imprudente de la simpatía, el alumno infractor recibirá no más de siete latigazos en la espalda. -Me pregunté qué libro estaría citando el maestro Lorren.

– ¿Número de latigazos propuestos?

Hemme miró a los otros maestros y comprendió que se había producido un cambio de opinión.

– Tengo ampollas hasta la rodilla -dijo apretando los dientes-. Tres latigazos.

El rector carraspeó.

– ¿Se opone algún maestro a esa medida?

– Sí -dijeron Elxa Dal y Kilvin a la vez.

– ¿Quién quiere cancelar el castigo? Levanten la mano, por favor.

Elxa Dal, Kilvin y Arwyl levantaron la mano al instante, y a continuación lo hizo el rector. Mandrag, Lorren, Brandeur y Hemme no la levantaron. Elodin me sonrió alegremente, pero no levantó la mano. Lamenté mi reciente visita al Archivo, que tan mala impresión le había causado a Lorren. De no ser por eso, quizá Lorren habría hecho inclinar la balanza a mi favor.

– Cuatro y medio a favor de suspender el castigo -dijo el rector tras una pausa-. El castigo sigue en pie. Se aplicará mañana, el tres de Caitelyn, a mediodía.

Como estaba sumido en el Corazón de Piedra, lo único que sentí fue una leve curiosidad analítica respecto a qué sentiría al ser azotado en público. Todos los maestros fueron a levantarse, pero antes de que la reunión pudiera darse por terminada, dije:

– ¿Señor rector?

El rector respiró hondo y soltó el aire con un fuerte bufido.

– ¿Sí?

– Durante mi admisión, usted dijo que podría entrar en el Arcano si demostraba que dominaba los principios básicos de la simpatía. -Lo cité casi literalmente-. ¿Constituye esto una prueba?

Hemme y el rector abrieron la boca para hablar. Hemme fue quien lo hizo más alto:

– ¡Qué te has creído, gallito!

– ¡Hemme! -le espetó el rector. Entonces me miró y dijo-: Me temo que la prueba de dominio requiere algo más que un sencillo vínculo simpático.

– Un vínculo doble -lo corrigió Kilvin con brusquedad.

Entonces intervino Elodin, lo cual sorprendió a los otros maestros:

– Sé de alumnos que actualmente pertenecen al Arcano y que tendrían graves dificultades para completar un vínculo doble, y más aún para obtener calor suficiente para «cubrirle a alguien el pie de ampollas hasta la rodilla». -Había olvidado que la débil voz de Elodin se colaba en los rincones más oscuros de tu pecho cuando hablaba. Volvió a sonreírme alegremente.

Hubo unos momentos de silenciosa reflexión.

– Cierto -admitió Elxa Dal, y me miró con interés.

El rector agachó la cabeza y se quedó un minuto contemplando el tablero de la mesa. Entonces se encogió de hombros, levantó la cabeza y compuso una sonrisa sorprendentemente alegre.

– Quienes estén a favor de admitir el uso imprudente de la simpatía del alumno de primer curso Kvothe como prueba de dominio de los principios básicos de la simpatía, que levanten la mano.

Kilvin y Elxa Dal levantaron las manos a la vez. Arwyl lo hizo poco después. Elodin agitó una mano. Tras una pausa, el rector levantó la mano también, y dijo:

– Cinco y medio a favor de que Kvothe sea admitido en el Arcano. Moción aprobada. Se da por terminada la reunión. Que Tehlu nos proteja a todos, locos y niños. -Eso último lo dijo en voz muy débil al mismo tiempo que apoyaba la frente en el pulpejo de una mano.

Hemme se marchó furioso de la sala, y después lo hizo Bran-deur. Cuando ya habían traspasado la puerta, oí a Brandeur preguntar:

– ¿No te habías protegido con un gram?

– No -le espetó Hemme-. Y no me hables en ese tono, como si fuera culpa mía. Es como culpar a alguien a quien han apuñalado en un callejón por no llevar armadura.

– Todos deberíamos tomar precauciones -dijo Brandeur en tono conciliador-. Sabes tan bien como… -Se oyó cerrarse una puerta, y sus voces se perdieron.

Kilvin se levantó y movió los hombros como si los tuviera entumecidos. Me miró, se rascó la poblada barba con ambas manos y aire pensativo, y luego se acercó a mí.

– ¿Has empezado ya a estudiar sigaldría, E'lir Kvothe?

Lo miré sin comprender.

– ¿Se refiere a las runas, señor? Me temo que no.

Kilvin se pasó las manos por la barba, pensativo.

– No hace falta que asistas a la clase de Artificería Básica a la que te has apuntado. En lugar de eso, mañana vendrás a mi taller. A mediodía.

– Me temo que tengo otro compromiso a mediodía, maestro Kilvin.

– Hmmm. Sí, claro. -Frunció el ceño-. Entonces, al sonar la primera campanada.

– Lo siento, pero el chico tendrá una cita con los míos después de los azotes, Kilvin -dijo Arwyl con un destello de humor en los ojos-. Pídele a alguien que te lleve a la Clínica después, hijo. Te recompondremos un poco.

– Gracias, señor.

Arwyl asintió y se dirigió hacia la puerta.

Kilvin lo vio marchar; luego se volvió hacia mí y dijo:

– En mi taller. Pasado mañana. A mediodía. -Su tono de voz dejaba claro que no era una pregunta.

– Será un honor, maestro Kilvin.

Kilvin masculló algo y se marchó con Elxa Dal.

Me quedé a solas con el rector, que seguía sentado. Nos miramos con fijeza mientras los pasos de los otros maestros se perdían en el pasillo. Salí del Corazón de Piedra y sentí un cosquilleo de nerviosismo y miedo por todo lo que acababa de pasar.

– Siento mucho causar tantos problemas tan pronto, señor -dije con vacilación.

– ¡Oh! -exclamó el rector. Desde que estábamos solos, la expresión de su rostro se había suavizado mucho-. ¿Cuánto tiempo pensabas esperar?

– Por lo menos un ciclo, señor. -El haber estado tan cerca del desastre me había dejado mareado de alivio. Noté que mis labios componían una irreprimible sonrisa.

– Por lo menos un ciclo -repitió el rector. Se tapó la cara con ambas manos y se la frotó; luego me miró y me sorprendió con una sonrisa irónica. Me di cuenta de que cuando no adoptaba esa expresión de severidad no parecía tan mayor. Seguramente no tenía ni cincuenta años-. No pareces alguien que sabe que mañana lo van a azotar -observó.

Aparté ese pensamiento de mi mente.

– Supongo que las heridas cicatrizarán, señor. -El rector me miró de forma extraña, y tardé unos momentos en comprender que era la misma mirada que estaba acostumbrado a recibir cuando vivía con la troupe. Fue a decir algo, pero yo me adelanté-: No soy tan joven como parezco, señor. Ya lo sé. Me gustaría que lo supieran también otras personas.

– Creo que no tardarán mucho en saberlo. -Me miró largo rato antes de levantarse de la mesa. Me tendió una mano-. Bienvenido al Arcano.

Le estreché la mano con solemnidad y nos separamos. Salí afuera y me sorprendió ver que era de noche. Aspiré una bocanada de dulce aire primaveral y volví a sonreír.

Entonces alguien me puso una mano en el hombro. Di un salto levantándome dos palmos del suelo y estuve a punto de caer sobre Simmon convertido en el torbellino de gritos, arañazos y mordiscos que en Tarbean había sido mi único método de defensa.

Simmon dio un paso hacia atrás, asustado por la expresión de mi cara.

Traté de controlar los latidos de mi corazón.

– Lo siento, Simmon. Es que… Procura hacer un poco de ruido cuando te acerques a mí. Me asusto fácilmente.

– Yo también -murmuró él, tembloroso, pasándose una mano por la frente-. Pero no te lo reprocho. A todos nos pasa cuando nos ponen ante las astas del toro. ¿Cómo te ha ido?

– Me van a azotar y me han admitido en el Arcano.

Sim me miró con curiosidad, tratando de discernir si estaba bromeando.

– ¿Lo siento? ¿Felicidades? -Me miró con una tímida sonrisa en los labios-. ¿Te regalo unas vendas o te invito a una cerveza?

Le devolví la sonrisa.

– Las dos cosas.


Cuando volví al cuarto piso de las Dependencias, el rumor de que no me habían expulsado y de que me habían admitido en el Arcano ya se había extendido. Mis compañeros de literas me recibieron con un aplauso. Hemme no caía muy bien a los alumnos. Algunos de mis compañeros me felicitaron, sobrecogidos, y Basil se me acercó para estrecharme la mano.

Acababa de sentarme en mi litera y le estaba explicando a Basil la diferencia entre un látigo simple y un látigo de seis colas cuando el auxiliar del tercer piso vino a buscarme. Me ordenó que recogiera mis cosas y me explicó que los alumnos del Arcano se alojaban en el ala oeste.

Todas mis pertenencias cabían en mi macuto, así que no me costó mucho recogerlas. Mientras el auxiliar me acompañaba, hubo un coro de despedidas por parte de mis compañeros de primer curso.

Los dormitorios del ala oeste eran parecidos al que acababa de dejar. Seguía habiendo hileras de camas estrechas, pero allí no había literas. Cada cama tenía un pequeño armario y una mesita además del baúl. No era nada del otro mundo, pero estaba mejor.

La diferencia más notoria estaba en la actitud de mis compañeros de dormitorio. Muchos me miraron con recelo y hasta con odio, aunque la mayoría me ignoraron deliberadamente. Fue un recibimiento frío, sobre todo comparado con el que acababan de ofrecerme mis compañeros que no pertenecían al Arcano.

Era fácil entender por qué. La mayoría de los estudiantes pasaban varios bimestres en la Universidad antes de ser admitidos en el Arcano. Todos los que estaban allí habían trabajado duro para ir subiendo poco a poco de categoría. Yo no.

Solo tres cuartas partes de las camas estaban ocupadas. Escogí una en el rincón del fondo, lejos de los demás. Colgué mi única camisa de repuesto y mi capa en el armario y puse mi macuto en el baúl, a los pies de mi cama.

Me tumbé y me quedé mirando el techo. Mi cama quedaba fuera de la luz de las velas y las lámparas simpáticas de los otros alumnos. Por fin era miembro del Arcano; en cierto modo, estaba exactamente donde siempre había querido estar.

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