Capítulo 7

Emma estaba jugando con una pequeña granja en el suelo del salón.

Los animales estaban perfectamente alineados: cerditos de color rosa pálido, vacas de manchas rojas y blancas, gallinas y ovejas. Un tyrannosaurus rex vigilaba la escena. La cabeza, con su minúsculo cerebro, llegaba casi hasta el tejado del granero.

De vez en cuando corría hacia la ventana para ver si llegaba el coche de su padre. Cada dos fines de semana pasaba uno con él, y siempre lo esperaba con una gran ilusión. Eva también lo esperaba. Estaba sentada en el sofá tensa; necesitaba librarse de la niña para poder pensar en paz. Normalmente empleaba esos fines de semana para trabajar, pero ese día se encontraba completamente paralizada. Todo era diferente. Lo habían encontrado.

Hacía varios días que Emma ya no mencionaba al hombre muerto, pero eso no significaba que se hubiera olvidado de él. Intuía por la cara de su madre que no debía mencionarlo, y aunque no entendía por qué, lo tenía en cuenta.

Dentro del estudio había un lienzo tensado sobre el caballete. Era un lienzo imprimado completamente negro, sin atisbo de luz. No soportaba mirarlo. Tenía muchas otras cosas de las que ocuparse primero. Estaba sentada en el sofá, escuchando con la misma atención que Emma, esperando que el Volvo rojo se parase en cualquier momento delante de la casa. En la granja de Emma reinaba un orden perfecto, salvo ese monstruo verde que amenazaba tras el granero. Tenía un aspecto extraño.

– Ese dinosaurio no pega mucho, ¿verdad, Emma?

Emma puso cara de enfado.

– Claro que no pega. Ya lo sé. Sólo está de visita.

– Ah bueno, qué tonta soy. Debería haberlo imaginado.

Encogió las piernas y se las tapó con la falda larga. Intentó despejar su cabeza de pensamientos. Emma volvió a sentarse y metió a empujones a los cerditos debajo de la panza de la puerca.

– Falta una tetita. Éste sobra.

Cogió uno de los cerditos y miró con aire interrogativo a su madre.

– Mmm… Eso suele pasar. Esos cerditos se mueren de hambre. Si no, hay que darles de comer con biberón, y normalmente, el granjero no tiene tiempo para eso.

Emma meditó un instante.

– Puedo regalárselo a Diño. Él también necesita comer.

– Pero esos animales sólo comen hierba, hojas y cosas así, ¿no?

– Este no, es carnívoro -explicó Emma, y metió a la fuerza al cerdito entre los afilados dientes del monstruo verde.

Eva sacudió incrédula la cabeza ante esa solución tan práctica. Los niños nunca dejaban de asombrarla. En ese instante se oyó un coche en el patio. Emma desapareció tan rápidamente como pudo, y fue a recibir a su padre.

Eva levantó fatigadamente la cabeza cuando el hombre apareció en la puerta. Él había sido el faro de su vida. Cuando Emma estaba a su lado parecía más pequeña y más ligera que de costumbre. Se sentaban bien el uno al otro, ambos pelirrojos y con muchos kilos de más. Se querían mucho, y ella se alegraba por ello. Nunca había sentido celos, ni siquiera de la nueva mujer de su vida. Su gran pena era que él la hubiera dejado, pero ya que lo había hecho, le deseaba toda clase de felicidad. Así de sencillo.

– ¡Eva! -dijo él sonriente, sacudiendo su pelirroja melena-. Pareces cansada.

– Tengo algunas preocupaciones.

Se alisó la falda.

– ¿Cosas de artista? -preguntó él, sin pizca de ironía.

– No. Cosas concretas y terrenales.

– ¿Es algo serio?

– Mucho peor de lo que te imaginas.

Él meditó un instante sobre esa respuesta y frunció el entrecejo.

– Si puedo ayudarte en algo, no tienes más que decírmelo.

– Puede que más adelante tengas que hacerlo.

Él se quedó mirándola con semblante serio. Emma estaba agarrada a su pantalón; la niña pesaba bastante y le hizo perder el equilibrio. Sentía una enorme simpatía por Eva, pero vivía en un mundo que le era totalmente ajeno, el mundo del arte. Él nunca se había sentido a gusto en ese mundo. Y sin embargo, Eva formaba una parte importante de su vida, y así sería siempre.

– Coge tu bolsa, Emma, y dale un beso a mamá.

La niña le obedeció con gusto. Los dos desaparecieron por la puerta. Eva se acercó a la ventana para verlos marchar, y siguió con la mirada el coche hasta que fue absorbido por el tráfico. Luego volvió a sentarse, con las piernas sobre el sofá y la cabeza inclinada en el respaldo. Cerró los ojos. En la habitación había una agradable penumbra y un gran silencio. Se esforzó por respirar tranquilamente y se dejó invadir por el silencio. Ese era un momento que debería disfrutar plenamente, recordar y guardar en la memoria. Sabía que no duraría.

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