Capítulo 1

Los Juzgados ocupaban un edificio de hormigón de siete plantas ligeramente arqueado, que se erguía como una sólida pared de protección junto a la calle principal de la ciudad, suavizando el viento helado que llegaba del río. Los barracones de la parte posterior estaban al abrigo, lo que era una bendición en invierno, pero en el verano ardían en el aire estancado. La fachada principal estaba decorada con una representación de la Justicia muy moderna; a distancia, vista desde la gasolinera, por ejemplo, parecía una bruja sobre una escoba. La comisaría y la cárcel comarcal ocupaban las tres plantas superiores, además de los barracones.

La puerta se abrió con un malhumorado gemido. La señora Brenningen se sobresaltó y puso un dedo en el libro, después de las palabras «sobrepeso probable». El inspector Sejer entró en la recepción acompañado por una mujer que no presentaba buen aspecto; tenía la barbilla reventada, la gabardina y la falda desgarradas y sangraba por la boca. La señora Brenningen no solía inmutarse; llevaba casi diecisiete años en la recepción del Juzgado y había visto entrar y salir a toda clase de gente, pero en ese momento se quedó mirando con descaro y cerró el libro, tras poner como señal un viejo folleto de horarios de autobuses. Sejer cogió por un brazo a la mujer y la condujo al ascensor. Ella iba con la cabeza gacha. Y se cerraron las puertas.

Sejer tenía un rostro hermético. Era imposible adivinar lo que pensaba. Le hacía parecer algo hosco, aunque en realidad sólo era reservado, y tras su severa expresión se escondía un espíritu afable. Pero no derramaba cálidas sonrisas, las usaba sólo como preámbulo, cuando quería acceder a la gente, y los elogios los tenía reservados para unos pocos. Cerró la puerta y señaló con la cabeza una de las sillas, cortó medio metro de papel de secar del rollo que había encima del lavabo, lo mojó en agua caliente y se lo dio a la mujer. Ella se secó la boca y miró a su alrededor. Era un despacho muy austero, salvo los dibujos infantiles que colgaban de la pared y una figurita de miga de pan sobre la mesa, que revelaban que el policía también tenía una vida fuera de esas desnudas paredes. La figura representaba a un policía con un uniforme de color violeta, algo encogido, con la barriga sobre las rodillas y los zapatos demasiado grandes. No se parecía mucho al modelo, que en ese momento se sentó frente a ella y la miró con sus grandes ojos grises. Sobre la mesa había un radiocassette y un ordenador Compaq. La mujer observaba todo a hurtadillas, ocultando el rostro en el papel mojado. Él sacó del cajón una cinta para grabar la conversación y escribió en la funda: Eva Mane Magnus.

– ¿Tienes miedo a los perros? -preguntó amablemente.

La mujer levantó la cabeza.

– Antes quizá. Ya no.

Hizo una bola con el papel.

– Antes todo me daba miedo. Ahora ya no temo a nada.

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