Capítulo 49

– ¿Su nombre completo es Peter Fredrik Ahron?

– Sí.

Se lió un cigarrillo sin pedir permiso.

– ¿Nació el siete de marzo de mil novecientos cincuenta y seis?

– ¿Por qué lo pregunta si ya lo sabe?

Sejer levantó la vista.

– Le aconsejo que procure no provocar demasiado.

– ¿Me está amenazando?

Sejer sonrió.

– No, aquí no amenazamos a nadie -dijo en un tono tranquilizador-. Sólo advertimos. ¿Domicilio?

– Tollbugate, cuatro. Nací y me crié en Tromsø, era el más joven de cuatro hermanos. ¿Servicio militar? Sí, lo hice. No me importa seguir a su disposición, pero la verdad es que ya he dicho todo lo que tengo que decir.

– Bueno, entonces vamos a repasarlo otra vez.

Sejer continuó escribiendo. Ahron fumaba ansiosamente, pero no había perdido la compostura en absoluto. No por el momento. Se inclinó sobre el escritorio con un aire resignado.

– ¡Déme una buena razón para que yo matara a mi mejor amigo!

Sejer soltó el bolígrafo y lo miró sorprendido.

– Mi querido Ahron, nadie cree que usted lo hiciera. No está aquí por eso. ¿Pensaba que era ése el motivo?

Lo miró fijamente y vio cómo una incipiente sospecha iba creciendo en el iris azul claro de Ahron.

– ¿Le extraña que lo pensara? -preguntó vacilante-. La última vez que ustedes se presentaron fue por lo de Egil.

– Pues está equivocado -replicó Sejer-. Ahora se trata de algo muy distinto.

Silencio. El humo del cigarrillo liado de Ahron serpenteaba en espesas espirales blancas hacia el techo. Sejer esperó.

– ¿Bueno? ¿Qué tal está usted?

– Muy bien. ¿Qué quiere decir?

Sejer cruzó los brazos sobre la mesa sin apartar la vista del interrogado.

– Quiero decir que si no me va a preguntar de qué se trata entonces, ya que no tiene que ver con Einarsson.

– No tengo ni la más remota idea de qué puede ser.

– Justo. Precisamente por eso creía que iba a preguntarlo. Yo lo habría hecho -dijo con sinceridad- si me hubieran traído aquí, interrumpiéndome cuando estaba en medio de las páginas deportivas. Pero tal vez no sea usted muy curioso, de modo que voy a ir dándole pistas. Sólo quiero hacerle una pequeña pregunta antes: ¿qué tal con las mujeres, Ahron?

– Eso tendrá que preguntárselo a ellas -contestó Ahron malhumorado.

– Pues sí, puede que tenga razón. ¿A quién debo preguntar en su opinión? ¿Ha habido muchas?

Ahron no contestó. Puso todo su empeño en mantener la compostura.

– Tal vez debería preguntárselo a Marie Durban. ¿Sería una buena idea?

– Tiene un sentido del humor repugnante.

– Tal vez. Aunque ella no dijo gran cosa cuando la encontramos en su cama. Pero de todos modos, tenía algo para nosotros. El homicida dejó su tarjeta de visita. ¿Lo entiende?

Ahron temblaba y se relamía los labios.

– Y no me refiero a una de ésas que se encargan a una imprenta de tres mil en tres mil. Hablo de un código genético muy personal. Cada uno de los cuatro mil millones de habitantes de la Tierra tenemos un código diferente. Piense en lo que eso significa, Ahron. Al ampliarlo se parece bastante a un grabado moderno en blanco y negro. Pero estoy seguro de que usted está al tanto de esas cosas, porque lee la prensa.

– No son más que suposiciones. Necesita la orden de un juez para poder hacerme un examen de ese tipo. Y no la obtendrá. No soy idiota. Además, quiero un abogado. No diré una jodida palabra más sin la presencia de un abogado.

– De acuerdo. -Sejer se echó hacia atrás-. Puedo seguir yo solo la conversación. Pero sepa que no me costará ningún esfuerzo obtener una orden para hacerle un análisis de sangre.

Ahron cerró la boca y siguió fumando.

– Uno de octubre. Estuvo usted en Las armas del Rey con varios compañeros de trabajo, entre ellos Arvesen y Einarsson.

– Nunca lo he negado.

– ¿A qué hora se marchó del pub?

– Supongo que ya lo sabe. ¡Ustedes vinieron a buscarme!

– Quiero decir antes, cuando cogió el coche de Einarsson para darse una vuelta. Serían sobre las siete y media, ¿no?

– ¿El coche de Einarsson? ¿Bromea? Einarsson nunca dejaba su coche a nadie. Y además yo había bebido.

– El haber bebido no siempre ha supuesto un obstáculo para usted. Tiene una condena por conducir bajo los efectos del alcohol. Y según Jorun, era usted la única persona a quien dejaba el coche. Usted era la excepción. Era un buen amigo y no tenía coche.

Ahron inhaló profundamente dos veces y echó el humo.

– No fui a ninguna parte. Estuve sentado como un saco, bebiendo toda la noche.

– Sin duda. Estaba usted extremadamente borracho, según el cocinero. No olvide que él sí está sobrio en su trabajo y vigila a la gente. Se fija en quiénes van y vienen. Y en cuándo van y vienen.

Se calló.

– De manera que se fue usted a dar una vuelta por la ciudad, y terminó en casa de Durban, donde aparcó el coche de Einarsson sobre la acera y llamó a su puerta a las ocho en punto. Dos breves timbrazos. ¿No es cierto? Pagó y obtuvo a cambio su mercancía. Y luego discutió con ella -añadió, moviendo ligeramente la cabeza y clavando sus ojos en él.

Sejer había bajado la voz y Ahron había bajado la cabeza, como si tuviera algo interesante sobre las rodillas.

– Tiene usted un temperamento peligroso, Ahron. Antes de pensárselo dos veces la había matado. Volvió a toda prisa al pub, con la esperanza de que le sirviera de coartada y de que nadie se hubiera dado cuenta de que había salido un rato. Y luego empezó a beber.

»En plena borrachera, que debió de ser inmensa, se dio cuenta de lo que había hecho. Se lo contó confidencialmente a Einarsson, pensando que él quizá podría echarle una mano con la coartada. Era su amigo. Eran como una piña. Y fue un accidente, ¿no? Usted había tenido muy mala suerte, pobre hombre, Egil sin duda lo entendería. Por eso se arriesgó y se lo contó. Además, él estaba sobrio, tal vez era el único de todos ustedes que lo estaba. A él lo creerían.

Ahron se equivocó y echó la ceniza fuera del cenicero, seguramente adrede.

– Pero luego perdió los estribos, ¿no es cierto? Estuvo muy desafortunado, porque se hizo notar muchísimo. Aquella noche el dueño nos llamó para que fuéramos a buscarlo y llevarlo al calabozo. Einarsson fue detrás en su coche. Tal vez tuvo miedo de que usted fuera a delatarse en el coche de la policía o en el calabozo. No sólo iba a salvarlo del calabozo, también lo salvaría de una condena por homicidio. Y lo logró. Supongo que usted no descubriría lo insólito de esa situación hasta el día siguiente, y me figuro que se estremecería pensando en lo cerca que había estado de ser descubierto.

Ahron se lió otro cigarrillo.

– La desaparición de Einarsson tuvo que causarle un extraño efecto. ¿Ha pensado alguna vez en por qué murió? ¿Se lo ha planteado seriamente? Porque fue exactamente lo que usted dijo: un desafortunado malentendido.

Ahron recobró las fuerzas y se reclinó en la silla.

– Y luego empieza a frecuentar la casa de Jorun. Sabía que la interrogaríamos. ¿Acaso tenía miedo de que Einarsson le hubiera delatado?

– Al parecer, ha ensayado mucho esta historia.

– Escuche. Tengo algo que decirle. Alguien lo vio todo. Fue visto por un testigo, y no me refiero a que lo viera alejarse del lugar en el coche de Einarsson. Un testigo lo vio matar a Marie Durban.

Esa afirmación era tan asombrosa que Ahron se vio forzado a sonreír.

– A veces, la gente tiene miedo de presentarse. A menudo, tiene buenas razones para no hacerlo, y eso es lo que ha pasado esta vez. Pero al final ella ha aparecido. Estaba sentada en una banqueta en la habitación de al lado, mirando a través de la puerta por una rendija. Acaba de declarar ante la policía.

Peddik movía los ojos, y luego sonrió una vez más.

– Una declaración bastante fuerte, ¿no? -prosiguió Sejer-. Estoy de acuerdo. Pero ¿sabe?, esta vez no se trata de ninguna fanfarronada. Usted la mató y alguien lo vio. Fue un homicidio brutal e innecesario. La víctima era una mujer -Sejer se levantó de la silla y dio algunos pasos-, una mujer menuda, con sólo una mínima parte de la masa muscular que tiene usted. Según el informe del forense medía un metro cincuenta y cinco centímetros, y pesaba cincuenta y cuatro kilos. Estaba desnuda, y usted estaba sentado encima de ella. En otras palabras, se encontraba completamente indefensa -añadió, dejándose caer de nuevo sobre la silla.

– ¡Qué coño indefensa! ¡Tenía un cuchillo!

El grito retumbó en la habitación y luego se oyó un sollozo.

Ahron escondió la cara entre las manos intentando mantener quieto su cuerpo. Había empezado a temblar violentamente.

– ¡Quiero que venga ese abogado!

– Ya llegará, no se preocupe.

– ¡De una puta vez!

Sejer se inclinó sobre el radiocassette y puso en marcha la cinta. La voz de Eva Magnus era clara y nítida, casi un poco monótona, en ese punto ya estaba cansada, pero lo que decía no daba lugar a malentendidos.

– ¡Las putas sois la leche, joder! Te he dejado mil coronas por un trabajo de cinco minutos. ¿Sabes cuánto tengo que trabajar en la fábrica de cerveza para ganarme mil coronas?

– Ahora tal vez haya comprendido por qué murió Egil. Se parecían ustedes bastante. Era fácil equivocarse en la penumbra.

– ¡El abogado! -gritó Ahron con voz ronca.

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