Sejer se había servido una generosa copa de whisky y había echado al perro del sillón. Era un Leonberg macho de unos setenta kilos, cinco años de edad y bastante juguetón. Se llamaba Kollberg. Es decir, en realidad se llamaba de otra manera, porque la perrera ponía su propio nombre en los papeles, según su sistema. En este caso, por ejemplo, se habían servido de títulos de canciones de los Beatles. Empezaron por el principio del alfabeto, y al nacer Kollberg habían llegado a la L, por lo que le pusieron el nombre de Love Me Do. Su hermana se llamaba Lucy in the sky. Sejer gimió al pensarlo.
El perro se resignó con una pesada respiración y se echó a sus pies. Su gran cabeza reposaba sobre los empeines de Sejer, haciéndole sudar dentro de los calcetines deportivos. Pero no tenía corazón para quitarlo. Además, por otra parte resultaba agradable, al menos en invierno. Bebía el whisky a pequeños sorbos y se encendió un cigarrillo liado. Ésos eran sus vicios en la vida, una única copa de whisky y un único cigarrillo liado. Como fumaba tan poco, notó inmediatamente cómo su corazón latía algo más deprisa. En días tranquilos, iba al aeropuerto para saltar en paracaídas, pero eso no lo consideraba un vicio. Elise, en cambio, sí lo había considerado un vicio. Llevaba ocho años viudo y su hija era ya mayor y tenía una buena colocación. Sejer no era temerario, saltaba exclusivamente bajo condiciones climatológicas óptimas, y nunca intentaba ninguna maniobra muy arriesgada. Sencillamente le gustaba esa frenética velocidad por el aire, soltar toda clase de anclajes, la vertiginosa perspectiva, la visión del conjunto, las granjas y los campos vistos desde tan alto, formando hermosos dibujos de colores cálidos, la fina y luminosa red de carreteras entre medias, como el sistema linfático de un organismo gigantesco y las edificaciones ordenadas en bonitas filas de casas rojas, verdes y blancas. El ser humano necesita sistemas, pensó, soplando el humo bajo la lámpara.
También Egil Einarsson había tenido un sistema, una vida ordenada, su trabajo en la fábrica de cerveza, su mujer, su hijo, su grupo de compañeros estable y su pub en la parte sur. Una ruta fija año tras año, el hogar, la fábrica, el hogar, el pub, el hogar. El coche con todas sus minúsculas piececitas para pulir, engrasar y tensar. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Ningún antecedente penal. Ningún asunto dramático en su vida; pasó como buenamente pudo la escuela como los demás jóvenes, sin despertar ninguna atención especial, recibió la confirmación, luego comenzó sus estudios de ingeniero técnico en Goteborg, de dos años de duración, formación que nunca le serviría de nada, ya que acabó como obrero de la fábrica de cerveza. Estaba a gusto. Ganaba suficiente dinero. Nunca alcanzó las grandes cimas de la vida, pero tampoco pasó penalidades. Un hombre sencillo. La mujer era bastante atractiva y haría su parte de las tareas. Y de repente alguien le había clavado un cuchillo. Quince veces, pensó Sejer. ¿Cómo era posible que un tipo como Einarsson despertara esas pasiones? Bebió más whisky y siguió pensando a destajo. Admitió que deberían tener más nombres en la lista, personas en las que no habían pensado, personas con las que debería hablar para que de repente apareciera un ángulo completamente nuevo, arrojando una nueva luz sobre toda la tragedia. Siempre estaba pensando en ese coche, un Opel Manta, modelo ochenta y ocho. Y de pronto quiere venderlo. Alguien, alguna persona, había mostrado interés por él, tuvo que haber sido así. No había puesto ningún anuncio en los periódicos, no había mencionado a nadie, absolutamente a nadie, que quería vender el coche. Eso ya lo habían comprobado.
Volvió a chupar el cigarrillo y mantuvo el humo un momento en la boca. ¿A quién se lo compró?, pensó de repente. Nunca se había hecho esa pregunta. Tal vez debería habérsela planteado. Se levantó de un salto y se acercó al teléfono. Cuando sonó la llamada al otro lado pensó que quizá era demasiado tarde para llamar. La señora Einarsson contestó a la segunda señal. Escuchó sin hacer preguntas y pensó un instante.
– ¿Contrato de compraventa? Sí, seguramente lo tengo en mi carpeta, espere un momento.
Sejer esperó y oyó cajones que se abrían y se volvían a cerrar, y crujidos de papeles.
– Es prácticamente ilegible -se lamentó ella.
– Inténtelo. Puedo pasar mañana a recogerlo si no logra descifrarlo.
– Al menos veo que pone calle de Erik Børresen. Creo que el apellido es Mikkelsen. Soy incapaz de leer el nombre y el número de la calle. Puede que ponga cinco. O seis. Calle de Erik Børresen, cinco o seis.
– Con eso basta, seguro. ¡Muchísimas gracias!
Lo apuntó en el bloc que había junto al teléfono. Era importante no saltarse ningún detalle. Si no averiguaba a dónde iba el coche, al menos podría averiguar de dónde venía.