Capítulo 3 8

Eva estaba de vuelta en casa, muy concentrada.

Todos los demás quehaceres los dejó de lado, todos sus escrúpulos reventaron como burbujas al alcanzar la superficie de la conciencia, todo ese miedo que albergaba en su interior se había transformado en energía. Se imaginaba a ese pobre conductor de autobús, un poco gordo, quizá, con poco pelo, sentado en algún cuarto de interrogatorios bebiendo café instantáneo y fumando tantos cigarrillos como quisiera, que serían muchos. Seguramente ya ni le sabían bien, pero al menos era algo a qué agarrarse; si no, qué iba a hacer con sus manos, rodeado como estaría de policías uniformados por todas partes, estudiando precisamente sus manos, para descubrir si podía haber matado a Maja con ellas. Por supuesto que harían una prueba de ADN, pero tardarían bastante, tal vez semanas, y mientras tanto ese hombre tendría que esperar, y aunque no hubiese mantenido relaciones sexuales con Maja precisamente esa noche, podría haberla matado de todos modos, pensarían ellos. Claro que lo tratarían humanamente, aun tratándose de un asesinato, el delito más feo y más brutal de todos. Y sin embargo, a Eva no le resultaba difícil imaginarse a algún bruto, de mirada penetrante, que despojaba al pobre hombre de la poca dignidad que le quedaba. Tal vez Sejer, con toda su callada paciencia, podría transformarse en una auténtica pesadilla. No era imposible. Y en algún lugar puede que hubiera una esposa lloriqueando, fuera de sí de miedo. Al fin y al cabo, pensó, nadie puede estar seguro de los demás.

De un armario sacó ropa que no solía ponerse: un viejo pantalón del almacén de sobrantes del Ejército, con bolsillos en los muslos. Era grueso, tieso e incómodo, en absoluto de su estilo, precisamente por eso le venía muy bien. Tenía que salirse de sí misma, así todo resultaría más fácil. Encontró también un jersey negro de cuello alto y unas botas bajas de goma blanca, muy apropiadas para la ocasión. Se sentó a la mesa del comedor con papel y lápiz. Masticaba sin cesar; le gustaba el sabor a madera porosa y a grafito blando, de la misma manera que le gustaba chupar suavemente los pinceles después de haberlos limpiado en trementina. Nunca se lo había dicho a nadie, era un vicio secreto. Después de tres intentos, tenía listo el texto. Era breve y sencillo, sin rodeos, podría haber sido escrito por un hombre. Eva se deleitaba con su capacidad de decisión y acción. Era algo nuevo, una nueva fuerza que la impulsaba hacia delante, una fuerza que hacía mucho que no sentía. En los últimos tiempos se había ido arrastrando sin ninguna motivación, sin nada que tirara de ella. En ese momento estaba lanzada. A Maja le habría gustado.

«Pagaré un buen precio por tu coche si quieres venderlo.» Nada más que eso. Y una firma. Vaciló un poco sobre ese punto, no debería mencionar su nombre, pero era incapaz de inventar otro. Cualquier nombre que intentara poner le parecía estúpido. Al final todo salió de un modo natural. Un nombre auténtico que él no conocía, y un número de teléfono que no era el suyo. A partir de las 19 horas. Ya estaba todo listo. Dejaría en casa el bolso y el abrigo. Se puso un viejo plumas y metió la hoja de papel en el bolsillo. De repente se le ocurrió buscar una goma y recogerse el pelo en la nuca en una coleta. Cuando se detuvo delante del espejo de la entrada para comprobar su aspecto, descubrió a una persona desconocida, con orejas prominentes. Parecía una muchacha demasiado crecida para su edad. No le importaba mucho, no era muy presumida. Lo más importante era que no se pareciera a Eva. Finalmente bajó al sótano, buscó en el banco de carpintero y encontró una vieja bolsa de pescador, que era de Jostein. En el fondo había un cuchillo. Encajaba perfectamente en el bolsillo del muslo del pantalón, que era largo y estrecho. Un poco de seguridad para una mujer sola, de ejemplo y escarmiento en caso de que Egil Einarsson se pusiera difícil.

Aparcó a buena distancia, en la esquina de los baños municipales. El guarda jurado no se veía por ninguna parte, tendría más lugares que vigilar. Tal vez se deslizaba furtivamente por los vestuarios y los servicios del personal, tal vez vigilaba las existencias de cerveza y refrescos. Allí se robaría como en otros tipos de trabajo. Cruzó la calle y se coló rápidamente por debajo de la barrera del aparcamiento. De nuevo le asombró la cantidad de coches blancos que había, pero se dirigió automáticamente al mismo sitio de la vez anterior y comprobó que no estaba allí. Su equilibrio mental se vio amenazado por la posibilidad de que el hombre no estuviera en el trabajo, de que por fin se hubiera derrumbado y hubiera huido. O tal vez tuviera el turno de noche. A pesar de todo, continuó recorriendo las filas de coches. Tal vez el tipo se hubiera enterado ya del arresto del conductor de autobús y se sintiera más seguro que nunca. ¡Un Renault blanco! ¡Qué tontos! De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro, pero no veía a nadie. Por fín encontró el Opel al final del aparcamiento. Estaba estacionado descuidadamente, sobrepasando las líneas, como si el dueño hubiera tenido prisa. Sacó la nota del bolsillo, la desdobló y la puso debajo del limpiaparabrisas. Luego permaneció un instante admirando el vehículo por si alguien la estaba observando desde alguna ventana. A continuación volvió a su coche, arrancó y atravesó la calle principal de la ciudad. Era como encontrarse al principio de un maratón sin haberse entrenado previamente; la tarea que tenía por delante la abrumaba, pero se sentía en buena forma, descansada y firmemente decidida a terminarla. Se acordaría siempre de ese día: lunes, 5 de octubre. Estaba ligeramente nublado y hacía bastante viento.

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