Eva volvió a la realidad.
Miró a Sejer, asombrada de que siguiera allí sentado.
Sejer podría haberle dicho que fuera al grano, pero no lo hizo. Tenía todo el tiempo del mundo. La situación de ella era peor. Seguía con el abrigo puesto y metió la mano en el bolsillo como buscando algo.
– ¿Un cigarrillo? -preguntó Sejer, sacando el paquete que nunca tocaba.
Le encendió el cigarrillo sin decir nada, observando a la mujer, que intentaba concentrarse, buscar un principio, un buen punto desde donde comenzar. Se le estaba coagulando la sangre alrededor de la boca y el labio inferior se le había hinchado. No podía volver a la casa; por eso decidió empezar por el principio, por el día en que Emma se había ido de vacaciones y ella cogió el autobús para el centro. De repente se encontró en Nedre Storgate, de espaldas a los almacenes Glassmagasinet, helada de frío, con treinta y nueve coronas en el bolsillo y una bolsa de plástico en una mano; con la otra se cerraba el cuello del abrigo. Era el último día de septiembre y hacía frío.
Eran las once de la mañana, debería estar en casa trabajando, pero había huido de ella. Primero había llamado a la compañía eléctrica y luego a la telefónica pidiendo clemencia por un par de días más, prometiendo que luego pagaría. No le cortarían el suministro de luz porque tenía una hija pequeña, pero el teléfono se lo desconectarían en el transcurso del día. Si la casa se incendiara no les quedaría más remedio que vivir entre las ruinas, porque no había pagado el seguro. Todas las semanas encontraba en el buzón un aviso de cobro por vía ejecutiva. La beca del Consejo Estatal de Artistas se retrasaba. La nevera estaba vacía. Esas treinta y nueve coronas eran todo lo que poseía. En el taller se amontonaban los cuadros de varios años de trabajo, que nadie quería comprar. Miró hacia la izquierda, hacia la plaza, donde destacaba el cartel luminoso de la Caja de Ahorros, que habían atracado unos meses atrás. Un hombre vestido con un chándal no había necesitado más que dos minutos para llevarse a toda prisa cuatrocientas mil coronas. Es decir, unos cien segundos, pensó Eva. La policía no tenía ninguna pista. Eva sacudió la cabeza con resignación, miró de reojo la droguería y la bolsa de plástico, que contenía un bote de spray fijador. Había costado ciento dos coronas y estaba defectuoso. Algo le sucedía a la válvula y no salía nada, o lo que era peor, de repente el líquido salía a chorros y estropeaba los cuadros, como ocurrió con ese boceto de su padre que le había salido tan bien. No tenía dinero para comprar uno nuevo, tenía que conseguir que se lo cambiaran. Con las coronas que le quedaban podía comprar leche, pan, café, y nada más. El problema era que Emma comía como una lima y un pan no duraba nada. Eva había llamado al Consejo Estatal de Artistas, donde le informaron de que la beca le llegaría «un día de éstos», lo que significaba que podía tardar una semana más. No sabía de qué iba a vivir al día siguiente. Este hecho no le hacía sentir pánico, no le hacía perder la razón, ya que estaba acostumbrada a vivir al día, así había sido durante años, desde que se quedó sola con Emma, sin un marido que ganara dinero. Algo saldría, siempre surgía una cosa u otra. Pero la preocupación le tenía agarrado el pecho como si fuera un cepo, y con los años la iba dejando hueca por dentro. De vez en cuando, la realidad comenzaba a temblar y oía ruidos lejanos, como de un terremoto en evolución. Lo único que la mantenía a flote era ocuparse de que Emma no pasara hambre. Mientras tuviera a Emma, tendría un ancla echada. Ese día, Emma estaba con su padre, y Eva buscaba algo a qué agarrarse. Lo único que tenía era la bolsa de plástico.
Eva era alta y obstinada, y a la vez pálida y asustadiza, pero todos esos años de privaciones le habían enseñado a utilizar la imaginación. Tal vez podría exigir que le devolviesen el dinero en lugar de que le dieran un nuevo bote, pensó. Así tendría ciento dos coronas más para comida; el único problema era que le daba un poco de vergüenza pedirlo. Era pintora, necesitaba el fijador y el droguero lo sabía. Quizá debería entrar en la tienda hecha una furia, armar un escándalo, comportarse como un cliente difícil y amenazar con la Organización de Consumidores, gritar y chillar. El droguero comprendería lo que pasaba, que estaba desesperada y sin blanca, y le devolvería el dinero; era un hombre amable, como lo fue Tanguy cuando cortó una gamba rosa de un lienzo de Van Gogh como pago. La diferencia era que Van Gogh había comprado un tubo de pintura, porque la comida le importaba un comino. A ella, en realidad, también, pero tenía una hija con un hambre insaciable, no así el holandés. Se armó de valor, cruzó la calle y entró en la tienda. Dentro no hacía frío, resultaba agradable y olía igual que en el taller de su casa. Detrás del mostrador de la sección de perfumería había una joven hojeando un folleto para tintes de pelo. No se veía al droguero por ninguna parte.
– Vengo a devolver esto -dijo Eva con determinación-, la válvula del spray no funciona. Quiero que me devuelvan el dinero.
Con gesto malhumorado, la joven cogió la bolsa.
– Es imposible que lo haya comprado aquí -dijo en tono arisco-. No tenemos esa clase de laca de pelo.
Eva puso los ojos en blanco.
– No es una laca de pelo, es un fijador -dijo con resignación-. He estropeado un boceto bastante bueno por culpa de este bote.
La joven se sonrojó, levantó el bote e intentó echar spray por encima de la cabeza de Eva, pero no salió nada.
– Le daré uno nuevo -dijo secamente.
– Quiero el dinero-replicó Eva con tenacidad-. Conozco al jefe. Él me habría dado el dinero.
– ¿Y por qué? -preguntó la joven.
– Porque yo lo exijo. Eso se llama servicio al cliente.
La muchacha suspiró; no llevaba mucho tiempo detrás del mostrador y además, era veinte años más joven que Eva. Abrió la caja, sacó un billete de cien coronas y dos monedas de una.
– Tendrá que firmar este recibo.
Eva firmó, cogió el dinero y salió de la tienda. Intentó relajarse. Con eso tendría para un par de días más. Hizo cálculos mentalmente y llegó a ciento cuarenta y una coronas, casi como para permitirse un café en la cafetería de los almacenes Glassmagasinet, si no la obligaban a comer. Cruzó la calle y entró por la puerta doble de cristal, que se abrió hospitalariamente. Antes de dirigirse a la escalera mecánica echó un vistazo a la sección de librería y papelería, donde se fijó en una mujer que estaba de espaldas, junto a uno de los estantes; una mujer rellena, morena, con pelo corto y cejas negras. Estaba muy quieta hojeando un libro. De repente se dio la vuelta. Habían pasado muchos años, pero su cara era inconfundible. Eva se detuvo en seco, no daba crédito a sus ojos. Dio marcha atrás en su memoria, una vertiginosa marcha hacia muchísimos años atrás, hasta el día en que cumplió quince años y estaba sentada en la escalera de piedra de su casa. Todos sus enseres habían sido embalados en cajas y cargados en un camión. Eva lo miraba fijamente, incapaz de entender cómo podía caber todo en un pequeño camión, cuando la casa, el garaje y el sótano siempre habían estado llenos de trastos. Iban a mudarse. Era una sensación muy desagradable, como si no viviesen en ninguna parte. Ella no quería mudarse. Su padre andaba por allí con la mirada errante, como si tuviera miedo de olvidarse de algo. Por fin había encontrado un trabajo, pero no era capaz de encontrarse con la mirada de Eva.
Se oyeron pasos en la gravilla y una figura familiar apareció por la esquina de la casa.
– He venido a despedirme -dijo Maja.
Eva asintió con la cabeza.
– Podemos escribirnos, ¿no? Nunca he tenido a nadie a quien escribir cartas. ¿Volverás en las vacaciones de verano?
– No lo sé -murmuró Eva.
Jamás volvería a tener otra amiga, estaba segura. Maja y ella se habían criado juntas, habían compartido todo. Nadie más que Maja sabía cómo era ella. El futuro era un triste paisaje gris; tenía ganas de llorar. Su amiga le dio un rápido y tímido abrazo y desapareció. De eso hacía casi veinticinco años, y desde entonces no se habían vuelto a ver.
– ¿Maja? -dijo interrogante y llena de expectación. La mujer se giró e intentó localizar de dónde venía la voz, cuando descubrió a Eva. Abrió unos ojos como platos y cruzó el local a gran velocidad.
– ¡Dios mío, no me lo puedo creer! ¡Eva Marie! ¡Qué alta estás!
– ¡Y tú eres más baja de lo que recuerdo!
Y se callaron un instante, de repente tímidas, mientras se escrutinaban mutuamente para no dejar escapar ningún detalle. En todos esos cambios, en las huellas que habían dejado los años transcurridos, en las arrugas de la otra reconoció cada una su propio declive; luego buscaron todo lo conocido que aún permanecía. Maja dijo:
– Vamos a sentarnos en la cafetería. Ven, tenemos que hablar, Eva. ¿Así que sigues viviendo aquí? ¿De verdad sigues viviendo aquí?
Maja le puso un brazo alrededor de la cintura y la empujó hacia delante, aún asombrada, pero habiendo recuperado ya su viejo yo, tal y como Eva la recordaba: rápida, charlatana, decidida y siempre alegre; en otras palabras, justo lo contrario que ella. Se habían complementado. ¡Dios, cómo se habían necesitado la una a la otra!
– No he conseguido marcharme -contestó Eva-. Este sitio es nefasto para vivir, nunca deberíamos haber hecho aquella mudanza.
– Eres igual que cuando éramos niñas -se reía Maja-, siempre tan desanimada. Ven, vamos a sentarnos en esa mesa junto a la ventana.
Se apresuraron y se dejaron caer sobre las sillas. Maja se volvió a levantar.
– Quédate aquí para que no nos quiten el sitio, mientras yo voy a pedir. ¿Qué quieres tomar?
– Solamente café.
– Necesitas un buen trozo de tarta -protestó Maja-, estás más flaca que nunca.
– No puedo permitírmelo.
Se le escapó sin que le diera tiempo a recapacitar.
– ¿Ah, no? Pero yo sí.
Maja desapareció y Eva la vio servirse una generosa ración de pasteles en el mostrador del autoservicio. Qué vergüenza tener que decir que no se podía permitir un trozo de tarta, pero no estaba acostumbrada a mentir a Maja. La verdad salió por sí sola. No podía creer que Maja estuviera allí mismo echando café. Los veinticinco años se habían borrado, y Maja desde lejos seguía teniendo el aspecto de una chica joven. Se tienen menos arrugas cuando una es un poco llenita, pensó Eva con envidia al quitarse el abrigo. A ella nunca le había importado gran cosa la comida. Sólo comía cuando el hambre se volvía físicamente desagradable y afectaba a su concentración. El resto del tiempo vivía de café, cigarrillos y vino tinto.
Maja volvió, dejó la bandeja sobre la mesa y puso un plato delante de Eva: ensaimada y un gran pastel de crema.
– No voy a poder con todo -dijo Eva.
– Haz un esfuerzo -respondió Maja con firmeza-. Sólo es cuestión de acostumbrarse. Cuanto más comes, más grande se te hace el estómago, y más alimentos necesita para llenarse. En un par de días se consigue. Ya no tienes veinte años, ¿sabes? Es preferible lucir un kilo o dos de más cuando una se acerca a los cuarenta. ¡Dios mío, pronto cumpliremos los cuarenta!
Maja pinchó el pastel de crema con el tenedor y la crema chorreó por los bordes. Eva la miró fijamente y sintió cómo Maja iba tomando las riendas para que ella, Eva, pudiera descansar, relajarse y hacer sólo lo que le dijeran, como cuando eran niñas. Al mismo tiempo se fijó en los dedos de Maja, en sus anillos de oro, y en las pulseras que tintineaban en sus muñecas. Tenía aspecto de millonaria.
– Hace un año y medio que vivo aquí -dijo Maja-. ¡Es increíble que no nos hayamos visto!
– Casi nunca vengo al centro. No tengo mucho que hacer aquí. Vivo en Engelstad.
– ¿Casada? -preguntó Maja prudentemente.
– Lo estuve. Tengo una niña pequeña, Emma. Bueno, en realidad ya no es tan pequeña. Ahora está con su padre.
– ¿Así que vives sola con tu hija?
Maja iba colocando las cosas en su sitio. Eva sintió que se encogía. Dicho así, sonaba muy pobre, y la estrechez y la escasez seguro que se notarían desde fuera. Ella se compraba la ropa en los almacenes Elevator, mientras que Maja iba elegantemente vestida: chaqueta y botas de cuero, y pantalones Levis. Esa ropa costaría una fortuna.
– ¿No has tenido hijos? -preguntó Eva, poniendo una mano debajo de la ensaimada porque caían muchas migas.
– No. ¿Para qué los quiero?
– Se ocuparán de tí cuando seas mayor -contestó Eva sencillamente-. Y serán tu consuelo y tu apoyo cuando te acerques al fin.
– Eva Marie, no has cambiado nada. ¡Pensando ya en la vejez! No me digas que ésa es la razón por la que la gente quiere tener hijos.
Eva tuvo que reírse. Se sentía como una niña de nuevo, transportada a los tiempos en que estaban juntas todos los días, en todos sus ratos libres. Excepto durante las vacaciones de verano, en que sus padres la enviaban al campo a casa de su tío. Eran, por cierto, unas vacaciones insoportables, pensó, insoportables sin Maja.
– Algún día te arrepentirás, ya lo verás.
– Yo no me arrepiento nunca.
– Supongo que no. Yo me arrepiento de casi todo en este mundo.
– Tienes que dejar de ser así, Eva Marie. Es nocivo para la salud.
– Pero no me arrepiento de Emma, claro.
– Me imagino que no, que nadie se arrepiente de sus hijos. ¿Por qué no sigues casada?
– Él encontró a otra y se marchó.
Maja hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Y conociéndote, seguro que le ayudaste a hacer el equipaje.
– Pues sí, así fue. Es tan poco mañoso… Además, eso era mejor que quedarse sentada con los brazos cruzados viendo cómo desaparecían los muebles.
– Yo me habría escapado a casa de una amiga a abrir una botella.
– No tengo amigas.
Comieron los dulces en silencio. De vez en cuando sacudían la cabeza como si no fueran capaces de entender que el destino las hubiera vuelto a unir. Tenían tanto de qué hablar que no sabían por dónde empezar. En su interior, Eva seguía sentada en aquella escalera mirando el camión verde de mudanzas.
– Nunca contestaste a mis cartas -dijo Maja de repente-. Estaba ofendida.
– Es verdad, mi padre me daba la lata para que escribiera, pero yo me negaba. Estaba amargada y malhumorada porque me habían obligado a mudarme. Supongo que quería vengarme de él.
– Pero lo pagué yo.
– Sí, soy muy torpe para eso. ¿Sigues fumando? -preguntó, rebuscando en su bolso los cigarrillos.
– Como una chimenea, pero no esa porquería que fumas tú.
Maja sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de tabaco de liar y se puso a liar un cigarrillo.
– ¿De qué vives?
La desesperación se reflejó en las mejillas de Eva. Era una pregunta inocente, pero la odiaba. De repente se sintió tentada a contestar con una pequeña mentira, pero era muy difícil engañar a Maja.
– Lo mismo me pregunto yo. No hago gran cosa, por así decirlo. Pinto.
Maja levantó las cejas.
– ¿Artista, pues?
– Supongo que sí, aunque la mayor parte de la gente no está de acuerdo conmigo. Quiero decir que no vendo mucho, pero lo considero una situación transitoria. Si no, no seguiría pintando, me imagino.
– ¿Pero no trabajas?
– ¿Trabajar?
Eva se quedó boquiabierta.
– ¿Crees que los cuadros se pintan solos o qué? ¡Claro que trabajo! Y no sólo ocho horas al día, te lo aseguro. El trabajo me persigue hasta debajo del edredón por las noches. Nunca me deja en paz. Es tan absorbente que necesito levantarme constantemente para hacer cambios.
Maja sonrió.
– Perdona que me haya expresado con tanta torpeza. Quería preguntar si tenías algún trabajito aparte, con un sueldo fijo.
– Entonces no tendría tiempo para pintar -dijo Eva malhumorada.
– Claro, lo entiendo. Se tarda en hacer un cuadro, ¿no?
– Aproximadamente medio año.
– ¿De verdad? ¿Tan grandes son?
Eva suspiró y encendió el cigarrillo. Maja llevaba las manos muy arregladas, con las uñas pintadas de color rojo sangre. Las suyas estaban horribles.
– La gente no entiende lo difícil que es -dijo con resignación-. Creen que cosechamos una fruta madura en algún jardín secreto.
– Yo no entiendo de eso -dijo Maja en voz baja-. Pero me extraña que la gente elija esa clase de vida si es tan difícil, teniendo hijos y todo.
– Yo no la elegí.
– ¿No?
– No, no realmente. Te haces artista porque no te queda más remedio,, porque no existen otras alternativas.
– Eso tampoco lo entiendo. Todo el mundo tiene alternativas, ¿no?
Eva desistió de seguir dando explicaciones. Se había comido los dos pasteles para contentar a Maja y estaba empezando a sentir náuseas.
– Cuéntame lo que haces tú. Sea lo que sea, ganas más que yo.
Maja encendió el pitillo liado.
– Seguro. Como tú, soy autónoma. Dirijo una pequeña empresa con un solo empleado, que soy yo. Trabajo dura y decididamente para acumular una cierta suma de dinero. De hecho, pienso dejarlo para Año Nuevo. Entonces me iré al norte de Francia y abriré un pequeño hotel. Tal vez en Normandía. Es un viejo sueño.
– ¡Jolín!
Eva fumaba, esperando el resto.
– Es un trabajo duro, y requiere bastante autodisciplina, pero merece la pena. Es un camino para llegar a la meta, así de sencillo. Y no me rendiré hasta no haber conseguido lo que quiero.
– No me resulta difícil imaginármelo.
– Si hubieras sido de otra madera, Eva, te habría propuesto ser mi socia. -Se inclinó sobre la mesa-. Sin capital propio. Con formación a cargo de la empresa. Y podrías ganar una fortuna en un tiempo récord. Deberías pensártelo. Podrías ahorrar para montar tu propia galería. Lo podrías conseguir en, digamos, unos dos años. Todos los demás caminos a la meta son rodeos, te lo digo yo.
– ¿Qué haces exactamente?
Eva miró extrañada a su amiga. Maja había hecho una bola con la servilleta mientras hablaba, pero en ese momento miró fijamente a Eva.
– Llamémoslo una forma de servicio al cliente. Llaman por teléfono para pedir hora, y yo los recibo. ¿Sabes?, la gente tiene infinidad de necesidades de distinta índole, y este hueco en el mercado es un verdadero abismo. Más o menos como la fosa de las Marianas en el Pacífico, creo. Pero para decirlo claramente supongo que soy una especie de ramera. O si quieres, una puta de las antiguas.
Eva se sonrojó.
Tenía que haber oído mal, o Maja estaba tomándole el pelo, igual que siempre.
– ¿Qué estás diciendo?
Maja sonrió entre dientes y sacudió la ceniza del pitillo.
Eva no podía dejar de mirarla; contempló con otros ojos las joyas, la ropa cara, el reloj de pulsera y el monedero, que rebosaba agresivamente en la mesa, junto a la taza de café. Y luego miró de nuevo la cara de Maja1, como si fuera la primera vez que la veía.
– Siempre ha resultado fácil asustarte -dijo Maja secamente.
– Pues sí, sinceramente, tendrás que perdonarme, pero sí que me has dejado sorprendida.
Intentó recuperar el control. La conversación estaba entrando en un paisaje desconocido, e intentó orientarse.
– Bueno, no haces la calle… quiero decir, no tienes pinta de eso.
Se sentía torpe.
– No, Eva Marie, eso no. Tampoco soy drogadicta. Trabajo duramente, como cualquiera, excepto que no pago impuestos.
– ¿Tienes…? ¿Lo sabe mucha gente?
– Sólo mis clientes, y son muchos. Pero la mayoría son fijos. En realidad funciona bien, corre la voz y el negocio florece. No me hincho de orgullo, pero tampoco me avergüenzo.
Calló un instante.
– ¿Qué te parece, Eva? ¿Debo avergonzarme?
Eva negó con la cabeza, pero la mera idea, las primeras confusas y centelleantes imágenes que surgían en su interior al pensar en Maja y su actividad o en ella misma en semejante situación, le revolvían las tripas.
– No, Dios mío, no sé. Ha sido tan… tan inesperado. No comprendo que estés obligada a hacerlo.
– No estoy obligada. Lo he elegido.
– ¿Pero cómo puedes haber elegido algo así?
– Muy sencillo: mucho dinero en poco tiempo, y sin tener que pagar impuestos.
– Pero… ¡y tu salud! Quiero decir, ¿qué haces con tu autoestima cuando te entregas a todo dios?
– No entrego nada en absoluto, lo vendo. Además, hay que separar el trabajo de la vida privada; a mí no me cuesta ningún esfuerzo.
Maja sonrió y Eva se dio cuenta de que sus hoyuelos se habían profundizado con los años.
– Pero, y si tuvieras un marido, ¿qué diría él?
– Tendría que aceptarlo o dejarlo -contestó secamente.
– Pero es una carga muy pesada para soportar año tras año, ¿no? Tiene que haber muchísima gente a la que no se lo puedes decir.
– ¿Tú no tienes secretos en esta vida? Todo el mundo los tiene. Además, no has cambiado nada -añadió-. Todo lo complicas. Te haces demasiadas preguntas. Lo que yo quiero es un pequeño hotel en la costa, tal vez en Normandía. Lo que más me gustaría sería una casa vieja que yo misma pudiera arreglar y reformar. Necesito un par de millones [3], para Año Nuevo los tendré, y entonces me marcharé.
– ¿Un par de millones?
Eva se sentía totalmente abatida.
– Además, he aprendido muchas cosas.
– ¿Qué se puede aprender de eso?
– Bueno, un poco de todo. Si tú supieras… Mucho más de lo que aprendes pintando, me imagino. Si es que aprendes algo, será sólo sobre ti misma. En mi opinión, es un poco egoísta eso de ser artista. Investigarse a sí mismo, o algo así, en lugar de a la gente que te rodea.
– Estás hablando igual que mi padre.
– ¿Qué tal está?
– Regular. Está solo.
– ¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Y tu madre?
– Te lo contaré en otra ocasión.
Se callaron y dejaron vagar sus pensamientos. Vistas desde fuera no tenían nada que ver la una con la otra; sólo un ojo agudo descubriría las ataduras que existían entre ellas.
– En el aspecto laboral somos las dos unas marginadas, supongo -dijo Maja-, pero yo al menos gano dinero; para eso trabajamos al fin y al cabo, ¿no? Si no tuviera pasta para tomarme un pastel en una cafetería, no podría sobrevivir. Quiero decir, ¿qué haces tú con tu autoestima?
Eva tuvo que sonreír ligeramente ante esa frase que le era devuelta.
– Estoy fatal -dijo de repente.
No tenía fuerzas para seguir disimulando.
– Tengo ciento cuarenta coronas en el monedero y facturas sin pagar por valor de diez mil en el cajón. Hoy me cortan el teléfono, y no he pagado el seguro de la casa. Pero estoy esperando un dinero, está al llegar. Me han concedido una beca -dijo con orgullo-, del Consejo Estatal de Artistas.
– ¿De manera que vives gracias al seguro social?
– ¡Por Dios, claro que no! -Eva perdió el control-. Voy a recibir ese dinero porque mi trabajo ha sido considerado importante y prometedor, y eso me brinda la posibilidad de seguir trabajando y evolucionando para que antes o después consiga arreglármelas sola artísticamente.
El mensaje llegó.
– Perdóname -dijo Maja mansamente-. Es que desconozco ese mundo. ¿Así que es positivo recibir una beca?
– ¡Naturalmente! Es a lo que todo el mundo aspira.
– Pues yo no recibo ninguna subvención del Estado.
– Ni falta que te hace.
– Voy a por más café.
Eva sacó otro cigarrillo y siguió con la vista la figura redondeada de su amiga. No concebía que Maja se hubiera convertido en eso; esa Maja a quien creía conocer tan bien. Pero ganar un par de millones no estaba mal. ¿Sería verdad? ¿Era tan fácil? Pensó en todo lo que podría hacer con dos millones. Podría pagar todas las deudas, montar una pequeña galería. No, no podía ser verdad, dos millones. Puede que Maja exagerara, aunque no solía mentir. Nunca se mentían la una a la otra.
– ¡Toma! Espero que no te atragantes con el café, ahora que sabes de dónde viene el dinero.
Eva tuvo que reírse.
– No, curiosamente me sabe igual de bien -sonrió.
– Es lo que yo pensaba. ¿Es curioso, verdad? Pero si ése es en esencia el asunto; lo que nos empuja hacia delante es lo que necesitamos, lo que deseamos. Y cuando alcanzamos nuestras metas nos quedamos satisfechos por algún tiempo y luego nos ponemos otras nuevas. Al menos es lo que yo hago. De esa forma noto que estoy viva, que pasa algo y que sigo adelante. Quiero decir, ¿cuánto tiempo llevas en el mismo escalón? ¿Artística y económicamente?
– Ah, bastante tiempo. Al menos diez años.
– Y los años no pasan en balde. Tu situación no parece muy boyante. ¿Qué pintas? ¿Paisajes?
Eva tomó un sorbo de café y se dispuso para un largo discurso de autodefensa,
– Abstracto. Pinto en blanco y negro, y los matices intermedios.
Maja asintió pacientemente.
– Tengo una técnica propia que ha ido evolucionando con los años -prosiguió Eva-. Tenso un lienzo, le doy una primera capa de blanco y luego una capa de gris claro, una capa bástante gruesa, y cuando se seca le doy otra capa de un gris más oscuro. Cuando ésta se seca, le doy una capa todavía más oscura, y así hasta acabar del todo con el negro. Luego lo dejo secar durante mucho tiempo. Al final me encuentro ante una gran superficie negra, y tengo que entrar en ella para obtener luz.
Maja escuchaba con una expresión de cortesía.
– Entonces es cuando empiezo a trabajar -continuó Eva, y empezó a aparecer su pasión. No era muy frecuente que alguien la escuchara de ese modo; era maravilloso, tenía que aprovechar la ocasión-. Saco el cuadro rascando. Trabajo con una antigua rasqueta de pintor y con un cepillo de acero, o, a veces, con lija y cuchillo. Al rascar ligeramente encuentro matices grises, y cuando rasco con fuerza llego hasta lo blanco y obtengo mucha luz.
– ¿Pero qué representa?
– No sé si puedo contestar a esa pregunta. El que mira el cuadro tiene que decidir qué es lo que está viendo. Es como si todo fuera surgiendo por sí solo. No es más que luz y sombra, luz y sombra. Mis cuadros me gustan, me parecen buenos. Sé que soy una gran pintora -dijo con obstinación.
– Al menos no eres modesta.
– No. Es «la necesaria dureza del egoísta productivo». Cita de Charles Morice.
– Creo que no te sigo del todo. Parece interesante, pero no sirve de nada si nadie compra tus cuadros.
– No puedo pintar los cuadros que quiere la gente -dijo Eva con desaliento-. Tengo que pintar los cuadros que yo quiero. Si no, no es arte. No son más que encargos, ilustraciones que la gente quiere tener colgadas sobre el sofá.
– Tengo algunos cuadros en mi casa -dijo Maja con una sonrisa-. Me gustaría saber qué opinas de ellos.
– Mmm… Conociéndote, seguro que son hermosos cuadros ricos en color, de pájaros, flores y cosas por el estilo.
– No te equivocas. ¿Crees que debo avergonzarme?
– Puede, sobre todo si has pagado mucho por ellos.
– Sí, así ha sido.
Eva se rió entre dientes.
– Yo creía que los pintores usaban pincel -dijo Maja de repente-. ¿Nunca usas pincel?
– Nunca. De la forma en que yo trabajo, todo está ahí cuando empiezo a raspar, toda la luz y toda la oscuridad. Lo único que tengo que hacer es ir descubriendo, buscando. Resulta emocionante, porque no sé muy bien lo que voy a encontrar. He intentado pintar con pincel, pero no ha funcionado, es como una prolongación artificial de mi brazo, no puedo acercarme todo lo que yo quisiera. Todo el mundo encuentra su técnica, y yo he encontrado la mía. Mis cuadros no se parecen a los del resto. Tengo que seguir así. Antes o después llegarán a otra persona, a algún marchante que se apasione por lo que hago, me dé una oportunidad y me permita hacer una exposición individual. Necesito unas cuantas buenas críticas en la prensa y tal vez una entrevista; luego empezará a correr la voz. Estoy segura de ello, no pienso rendirme. ¡Ni loca!
Su testarudez iba creciendo mientras hablaba, le proporcionaba buenos sentimientos.
– ¿No podrías trabajar en algo, tener un trabajo normal y corriente, quiero decir, con el fín de disponer de unos ingresos fijos? Podrías seguir pintando por las noches, si quisieras.
– ¿Dos trabajos? ¿Yo sola con Emma? No soy una supermujer, Maja.
– Yo también tengo dos trabajos; algo tengo que poner en la declaración de la renta.
– ¿Qué tipo de trabajo haces?
– Trabajo en el centro de acogida de mujeres maltratadas.
Lo paradójico de la situación hizo reír a Eva.
– No hay ninguna incompatibilidad en ello. Hago una buena labor -dijo Maja con firmeza.
– No lo dudo. Supongo que es un trabajo justo a tu medida. Pero estoy segura de que tus compañeros no saben lo que haces.
– Por supuesto que no, pero estoy mejor preparada que la mayoría de las chicas. Conozco a los hombres, y conozco sus motivos.
Seguían tomando café sin preocuparse de lo que ocurría a su alrededor, de la gente que iba y venía, de las mesas que iban limpiando y volvían a ser ocupadas, del ruido del tráfico del exterior. Era como siempre había sido cuando estaban juntas, se olvidaban de todo lo demás.
– ¿Te acuerdas de cuando echamos fécula de patata en el monumento al ballenero para hacer medusas de cristal? -se rió Eva.
– ¿Y te acuerdas de cuando echamos laca en las colmenas de Strande? -dijo Maja-, ¿y te picaron diecisiete abejas?
– Claro que me acuerdo -sonrió Eva-. Me llevaste a casa en una carretilla, y me ibas regañando a voces porque no paraba de gritar. ¡Qué tiempos aquellos…! Tuve cuarenta y uno de fiebre. Fue cuando mi padre se planteó el separarnos. Por cierto, no sé cómo me aguantaste, cómo no te hartaste de arrastrarme a todas partes. Ni siquiera era capaz de buscarme los chicos.
– No. Te bastaba con los que yo te conseguía. Supongo que no todos valían la pena.
– Claro que no. Tú te quedabas con los más guapos y a mí me tocaba el amigo. Pero si no hubiera sido por tí, seguiría siendo virgen.
Maja la miró de reojo.
– En realidad eres bastante guapa, Eva. Deberías hacer de modelo para algún pintor en lugar de pintar.
– Ja, ja… ¿Sabes lo que ganan?
– Por lo menos sería un ingreso fijo. De cualquier forma, no te resultaría difícil conseguir clientes si te dejaras tentar por mí y te convirtieras en mi socia. No he visto nunca una chica con unas piernas tan largas como las tuyas. ¿Encuentras pantalones lo bastante largos?
– Siempre llevo falda.
De repente, Eva comenzó a reírse histéricamente.
– ¿Qué pasa?
– ¿Te acuerdas de la señora Skollenborg?
– ¡Hablemos de otra cosa!
Se hizo el silencio.
– ¿Forzosamente tienes que abrir ese hotel en Normandía?
– Sí, aquí, en este país de envidiosos no se puede montar nada.
– ¿Así que voy a perderte otra vez, ahora que acabo de encontrarte?
– Tienes que venir conmigo. Francia es el sitio ideal para una artista como tú, ¿no?
– Sabes que no puedo.
– No, no lo sé.
– Sabes que tengo a Emma. Tiene sólo seis años, pronto cumplirá siete. Ahora va a la guardería.
– ¿No crees que los niños pueden criarse en Francia?
– Sí, sí, pero también tiene un padre.
– ¿Pero no tienes tú la custodia?
– Sí, sí -suspiró Eva.
– Lo complicas todo tanto… -dijo Maja tranquilamente-. Siempre lo has hecho. Claro que puedes ir conmigó a Francia si quieres. Puedes trabajar en mi hotel. Cinco minutos cada noche, andando despacito por los pasillos vestida con un camisón blanco y con un candelabro de cinco brazos en la mano. Deseo tener mi propio fantasma. Y el resto del tiempo podrías pintar.
Eva acabó el café. Durante un instante se había olvidado de la realidad, pero en ese momento volvió a ella con toda su fuerza.
– ¿Has pensado en qué vas a hacer de comida hoy, Eva?
– Nunca almuerzo. Como sólo queso y pan; no doy mucha importancia a la comida.
– ¿Qué me dices? Así no me extraña que andes mal de salud. ¿Cómo vas a crear algo valioso si no comes lo que necesitas? ¡Tienes que comer carne! Vamos a cenar a La cocina de Hanna.
– Es el sitio más caro de la ciudad.
– ¿Ah, sí? Eso no me preocupa, sólo sé que tienen la mejor comida.
– Además, estoy llena, después de tantos pasteles.
– De aquí a que tengamos la comida delante, los pasteles habrán tenido tiempo de bajar.
Eva se dio por vencida y siguió a Maja. Igual que siempre. Maja tenía las ideas, Maja decidía e iba delante, y Eva la seguía.