Prólogo

Era una casita de juegos.

Una casita minúscula, con marcos rojos y cortinas de encaje en las ventanas. Se detuvo a cierta distancia, escuchó, pero no oía más que al perro que soplaba a su lado y un suave murmullo en los viejos manzanos. Así permaneció un instante, sintiendo la humedad de la hierba, que le traspasaba los zapatos, y el corazón, que había cambiado de ritmo tras la persecución por el jardín. El perro lo miraba expectante. Exhalaba vapor por su enorme hocico y husmeaba en la oscuridad; sus orejas vibraban, tal vez estuviera captando sonidos que su amo era incapaz de oír. Se volvió y miró hacia atrás; las ventanas de la casa principal estaban cálidamente iluminadas. Nadie los había oído, ni siquiera los ladridos del perro. Abajo, en la carretera, los esperaba su coche, con dos ruedas sobre la acera y la puerta abierta.

Ella tiene miedo al perro, pensó asombrado. Se agachó, lo agarró por el collar y se acercó a la casita a pasos lentos. Estaba seguro de que una casita como esa no tenía ninguna salida por la parte de atrás, ni siquiera cerradura en la puerta. Ella ya se habría dado cuenta, quizá en el instante mismo de cerrar la puerta, de que había caído directamente en la trampa. No había escapatoria. No tenía posibilidad alguna.

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