Se libró del miedo e iba acumulando una rabia que iba en constante aumento. Eran sentimientos desconocidos, nunca estaba enfadada, sólo afligida o desesperada. Cogió el bolso de la mesa, lo abrió y le dio la vuelta para que los billetes salieran volando. Casi todos eran de cien y unos cuantos de cincuenta. Contaba sin parar y no daba crédito a sus ojos. ¡Más de sesenta mil coronas! Dinero para caprichos, habría dicho Maja. Los colocó en montoncitos mientras sacudía la cabeza. Con sesenta mil coronas podría vivir durante mucho tiempo, por lo menos medio año. Y nadie echaría en falta ese dinero. Nadie sabía nada. ¿Qué habría pasado con ese dinero si no lo hubiera cogido? ¿Se lo habría quedado el Estado? Eva tuvo la extraña sensación de que se lo merecía, de que le pertenecía. Recogió los montoncitos, buscó una goma y los ató ordenadamente. Ya no se sentía atormentada por haberlo cogido. Debería estarlo, no entendía muy bien por qué no era así, no había robado nada en su vida, excepto unas cuantas ciruelas del jardín de la señora Skollenborg. ¿Pero por qué iba a haberse quedado escondido en soperas y floreros cuando ella lo necesitaba tan desesperadamente? Siguió pensando un momento y luego bajó al sótano. Estuvo rebuscando un rato hasta que por fin encontró un bote de pintura vacío. Estaba completamente seco por dentro. Verde tilo, satinado. Metió el dinero en el bote, le puso la tapa y volvió a empujarlo debajo del banco de donde lo había sacado. «Cuando necesite algo, no tengo más que meter la mano en el bote y sacar algunos billetes», pensó asombrada, exactamente como hacía Maja. Volvió a subir. Nadie va a descubrirlo, pensó. Tal vez todos nos convertimos en ladrones si se nos presenta una buena ocasión. Esa era una buena ocasión. El dinero que no pertenece a nadie debe caer en manos de gente que realmente lo necesita, gente como Emma y yo. Y además, Maja tenía casi dos millones escondidos en la cabaña. Sacudió la cabeza. No quería pensar en ese dinero. Pero ¿y si estaba tan bien escondido que nadie lo encontraba nunca? ¿Se quedaría allí hasta convertirse en polvo? Realmente te mereces ese dinero, le había dicho Maja. Puede que lo dijera en broma, pero se estremeció al recordar sus palabras. ¿Y si lo dijo en serio? Una posibilidad intentaba abrirse camino, pero Eva la rechazó. Un dinero del que nadie sabía nada. Era incapaz de pensar en qué podría hacer con tanto dinero. No saldría bien, claro. Sería imposible ocultar una fortuna así, incluso Emma empezaría a hacer preguntas si de repente tuvieran dinero, y se lo contaría enseguida a Jostein, que también empezaría a hacer preguntas, o tal vez al abuelo o a sus amigos o a los padres de sus amigos. Por eso resulta tan complicado ser ladrón, pensó, siempre hay alguien que empieza a sospechar, alguien que sabía lo mal que estaba de dinero, y los rumores empezarían a extenderse. ¡Si Maja supiera lo que estaba pensando! La pobre estaría en ese momento dentro de un cajón refrigerado con una etiqueta atada al dedo del pie: Durban, Marie, nacida el 4 de agosto de 1954.
Se estremeció. No tardarían mucho en encontrar al hombre de la coleta, siempre acababan cogiéndolos, más tarde o más temprano. Sólo habría que esperar a que estrecharan el cerco, no tenía escapatoria, con esas nuevas técnicas del ADN y otras cosas peores, y habiéndose acostado con Maja y todo. Había dejado una verdadera tarjeta de visita, junto con sus huellas dactilares, pelos, restos de su ropa y todo lo que había leído en novelas policíacas. De repente cayó en la cuenta de que ella también habría dejado un montón de huellas. El hombre de la policía volvería, estaba segura. En ese caso tendría que repetir otra vez la misma historia, tal vez le resultara más fácil con el tiempo. Se dirigió con pasos firmes al taller. Se puso la camisa de pintar y empezó a mirar fija y agresivamente al lienzo negro tensado sobre el caballete. Sesenta por noventa, un buen formato, ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Sacó del cajón una lija y un taco de madera. Cortó un trozo de lija y lo dobló alrededor del taco, apretó el puño, hizo unos movimientos de prueba en el aire y se lanzó sobre el lienzo. Empezó por la parte superior derecha y raspó con fuerza cuatro o cinco veces. Apareció un color grisáceo, parecido al plomo, un poco más claro en los lugares donde el tejido tenía los hilos más gruesos. Se alejó un poco del caballete. ¿Y si no lo encuentran? ¿Y si no consiguen detenerlo? Opel Manta, BL 74, ¿no era así? No cogen a todos, pensó. Si no lo tienen en sus registros, ¿cómo van a encontrarlo? Todo había ocurrido tan deprisa y tan en silencio… Salió a hurtadillas en cuestión de segundos. Si ella era la única persona que había visto el coche, nunca se sabría que tenía un Opel Manta, un modelo no muy corriente, lo que habría facilitado su búsqueda.
Se acercó de nuevo al lienzo y se puso a raspar un poco más a la izquierda, con movimientos más cortos y fuertes. ¿Qué había dicho ese hombre? Algo sobre su trabajo, sobre cuánto tiempo tenía que trabajar para ganarse mil coronas. Eva veía en su interior la rubia cabeza con la pequeña coleta en la nuca. ¿No había mencionado la fábrica de cerveza?
Eva se detuvo. Había llegado hasta la capa blanca del lienzo, que desprendía una intensa luz. El taco de madera cayó al suelo. Miró el reloj, meditó un instante y sacudió con fuerza la cabeza. Siguió raspando. Volvió a mirar el reloj. Se quitó la camisa, se vistió y salió de casa.
Tuvo que dar el aire para que el coche arrancara. Rugió mucho y echaba humo negro cuando Eva cambió de marcha y tomó la carretera. Tal vez ya hubiera huido a Suecia. O quizá se hubiera escondido en una cabaña, o se hubiera suicidado. O tal vez estaba en el trabajo como todo el mundo, como si nada hubiera ocurrido. En la fábrica de cerveza con el Manta blanco aparcado fuera.
Conducía deprisa, con el cuerpo inclinado hacia delante. Quería comprobar si tenía razón, si el coche estaba allí, si existía de verdad y no eran sólo imaginaciones. Pasó por delante de la compañía eléctrica y se acordó de repente de las facturas pendientes, tendría que acordarse de pagarlas. Ahora tenía dinero de sobra, incluso podría enmarcar los cuadros. La gente no compraba cuadros sin marco. Eva no entendía a la gente. Ya tenía Krydderhaven a su derecha y se estaba acercando a la cuesta con los nueve resaltos. Cambió a segunda. Él no me vio, pensó, así que no corro ningún riesgo paseándome por los alrededores de la fábrica de cerveza, pues no tiene ni idea de quién soy ni de lo que vi, pero tiene miedo y está en guardia. Debo tener cuidado. Si el tío es listo seguirá viviendo como si nada hubiera pasado. Irá a trabajar. Contará chistes verdes en la cantina. Tal vez, pensó de repente, tenga mujer e hijos. Continuó lentamente por los resaltos, procurando pensar en su viejo coche. Le puso el nombre de Elmer. Le pareció un nombre adecuado, un poco pálido y aguado. Era incapaz de imaginarse que tenía un nombre normal, como Kåre, Trygve o tal vez Jens. No después de haberlo visto sentado en la cama con los pantalones bajados hasta las rodillas y el brillante cuchillo en la mano. El tío no tenía nada de normal y corriente. Se preguntó si él ya habría empezado a sentirse diferente. ¿Estaría estremecido y muerto de miedo, o simplemente irritado por haber traspasado un límite que podía costarle caro? ¿Qué pensaría?
Eva aceleró y agarró fuerte el volante en la rotonda. Pasó a gran velocidad por delante de la fábrica de bombillas y se fijó en el soporte de periódicos colocado delante de la panadería. «Hallada estrangulada», ponía, y lo mismo en la gasolinera Esso. Maja estaba por toda la ciudad y seguro que Elmer ya lo había leído, si es que leía los periódicos. Eva suponía que todo el mundo leía algún periódico. Redujo la velocidad, entró en Oscarsgate, pasó despacio por delante de la fábrica de cerveza, continuó hasta los baños municipales y aparcó en la parte de atrás. Permaneció un rato sentada en el coche. Era un aparcamiento grande y había muchos coches blancos. Cerró la puerta, pasó lentamente por los baños, de donde salía un fuerte olor a cloro, y continuó hasta el aparcamiento de los jefes, justo delante de la entrada principal. Elmer no era un jefe, de eso estaba segura; no vestía como un jefe y además, se había quejado del sueldo. Eva continuó andando lentamente. El aparcamiento de los empleados estaba a su izquierda, cerrado con una barrera. Había un parquímetro con luces rojas y un gran cartel donde ponía que era un aparcamiento vigilado, pero no especificaba cómo. No veía cámaras por ninguna parte. Se coló por debajo de la barrera y fue hacia la izquierda. Tendría que emplear algún sistema para buscar, había muchos coches. El corazón le latía muy deprisa; metió las manos en los bolsillos de la gabardina e intentó caminar con naturalidad, levantando de vez en cuando la cara hacia el sol, con una sonrisa en los labios. Esperaba que nadie reparara en ella. Vio un Honda Civic, anormalmente reluciente, como si lo acabaran de sacar de la tienda. Continuó por la misma fila de coches, tenía que mirarlos todos, incluso las letras y los números de las matrículas, sin que se notara lo que estaba haciendo, por si alguien estaba vigilándola. ¿Podía un hombre matar a alguien por la noche e ir a trabajar a la mañana siguiente? ¿Era posible? Un BMW, anticuado y sucio, muy desordenado por dentro. Un escarabajo, no blanco, más bien amarillo sucio. Siguió por la segunda fila, el sol calentaba un poco, aunque estaban ya en octubre, una nostálgica caricia sobre su mejilla. De repente Maja estaba irremediablemente muerta. Increíble. Eva no estaba segura de haberlo entendido. Maja había surgido de repente de la nada, e igual de repente había desaparecido. Pasó volando a gran velocidad, como un extraño sueño. Un Mercedes blanco, un viejo Audi; Eva paseaba entre las filas de coches sobre sus largas piernas, con la gabardina abierta. De repente había delante de ella un joven, cerrándole el camino. Llevaba un mono azul oscuro con un montón de tiras reflectantes. Era un guardia jurado de Securitas.
– ¿Tienes pase?
Eva frunció el entrecejo. Era un niñato, pero enorme.
– ¿Cómo?
– Este es un aparcamiento privado. ¿Buscas algo?
– Sí, un coche. No estoy tocando nada.
– Pues tendrás que largarte, este sitio es sólo para los empleados.
Tenía el pelo rubio, de punta, y una gran cantidad de autoestima.
– Sólo quiero mirar una cosa. Sólo quiero dar una vuelta para mirar una cosa. Es muy importante para mí -añadió.
– ¡Ni hablar! Venga, te acompañaré hasta la salida.
Se le estaba acercando con un brazo autoritario.
– Puedes ir detrás de mí si quieres, sólo quiero mirar los coches. Estoy buscando a un tipo al que necesito ver, es muy importante. ¡Por favor! Tengo coche y radio, no te preocupes.
El tipo vaciló.
– Vale, pero date prisa. Mi trabajo consiste precisamente en echar a los ajenos de aquí.
Eva siguió andando a lo largo de las filas de coches, oyendo los pasos del joven detrás.
– ¿Qué marca de coche es? -preguntó.
Eva no contestó. Elmer no debía saber que alguien lo estaba buscando. Ese niñato vestido de mono azul seguro que se chivaría.
– Es que conozco a muchos de los que trabajan aquí -añadió.
Un Toyota Tercel, un viejo Volvo, un Nissan Sunny… El vigilante carraspeó.
– ¿Trabaja en la nave o en los grifos?
– No lo conozco -respondió Eva secamente-. Sólo el coche.
– Qué extraño es todo esto, ¿no?
– En efecto.
Eva se detuvo y asintió con la cabeza. El joven tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se sentía un poco tonto. Una señora estaba sin permiso en un recinto privado y él la iba siguiendo como un perro. ¡Vaya guarda! Parte de su autoestima desapareció.
– ¿Y qué quieres de un tipo al que no conoces?
Se puso delante de ella y se apoyó en el capó de un coche. Sus piernas eran largas y cerraban el camino a Eva.
– Pensaba estrangularlo -dijo Eva con una dulce sonrisa.
– Sí, ya.
El hombre se reía como si de repente hubiera entendido todo. El mono era de nailon y sentaba bien al cuerpo bien entrenado. Eva miró las matrículas a través de sus piernas abiertas: BL 744. Se volvió rápidamente hacia el coche de enfrente, un Golf plateado, se acercó y miró por la ventanilla. El joven la siguió.
– Ese pertenece a uno que trabaja en la cantina, no recuerdo su nombre. Un tipo bajito con el pelo rizado. ¿Es ése?
Eva sonrió pacientemente, se incorporó y echó un rápido vistazo al Opel blanco que había detrás de él. Pudo ver el número completo: BL 74470. Era un Manta. Tenía razón, era igual que el viejo coche de Jostein, pero éste era más bonito, más nuevo y mejor conservado. Por dentro era rojo. Ya había visto bastante. Empezó a andar hacia la salida. ¡Qué fácil había resultado encontrarlo! Un obrero normal y corriente con un asesinato sobre la conciencia. Y ella, Eva, sabía lo suficiente como para lograr que lo encerraran durante quince o veinte años en una pequeña celda. «Es increíble -pensó-. Ayer mató a Maja, y hoy está en el trabajo como si nada hubiera pasado. Lo que significa que es un tío listo. Y frío. Tal vez charla sobre el asesinato mientras se come un sandwich en la cantina.» Se lo imaginaba masticando y haciendo ruido, con los labios llenos de mahonesa. ¡Joder, vaya historia la de esa tía, seguro que fue un cliente rabioso! Y luego tragaría todo con Coca-Cola, y apartaría el limón y el perejil antes de dar un nuevo mordisco. Seguro que el tío ya está en Suecia…
Tal vez algunos de ellos eran asiduos de Maja, pensó Eva de repente. Y tal vez a él le estaba pasando lo mismo que a ella, que no se lo podía creer y que intentaba alejarlo de la vista como un terrible sueño.
– ¡Ya me acuerdo de cómo se llama! -gritó el guarda-. El del Golf. Se llama Bendiksen. ¡Es de Finnmark!
Eva le dijo adiós con la mano sin volverse y siguió andando. Luego volvió a detenerse.
– ¿Trabajan a turnos?
– De siete a tres, de tres a once y de once a siete.
Eva miró el reloj y salió del aparcamiento, pasó por delante de los baños municipales y se metió en su coche. El corazón le latía muy deprisa; guardaba un gran secreto y no sabía muy bien qué hacer con él, pero arrancó el coche y se fue a casa. Faltaba mucho tiempo para las tres. Entonces podría esperarlo y seguirlo, averiguar dónde vivía, si tenía mujer e hijos. ¡De repente sintió una inmensa necesidad de hacerle saber que alguien lo había visto! Nada más que eso. Eva no soportaba pensar que el tipo se sentía a salvo, que se había levantado e ido a trabajar como siempre, después de haber matado a Maja sin motivo alguno. Eva no entendía por qué lo había hecho, de dónde había salido toda esa rabia. Como si el cuchillo en el borde de la cama fuera la mayor ofensa que hubiera recibido jamás. Pero los asesinos no son como los demás, pensó esquivando a un ciclista que zigzagueaba peligrosamente hacia la derecha. Tienen que carecer de algo. O quizá sencillamente se hubiera puesto pálido al ver el cuchillo. ¿Creería realmente que Maja iba a clavarle el cuchillo? Se preguntó si algún abogado astuto lo salvaría alegando autodefensa. En ese caso yo tendría que intervenir, pensó Eva, pero enseguida descartó la idea. No podría testificar en un juicio en calidad de amiga de la prostituta; no, no podría hacerlo. No soy cobarde, pensó, no en el fondo. Pero tengo que pensar en Emma. Se repitió a sí misma ese razonamiento una y otra vez. Pero un gran desasosiego había invadido su cuerpo, como miles de hormiguitas gateando por sus venas, al pensar que nadie sabía nada, que lo que le había ocurrido a su amiga Maja, a su mejor amiga, iba a quedarse en una pequeña noticia en el periódico.
En el momento de abrir la puerta sonó el teléfono.
Se estremeció. Así que volvía a tener línea, tal vez fuera la policía. Vaciló un instante, se decidió y descolgó.
– ¡Eva, hija! ¿Dónde demonios te has metido últimamente? Te he estado llamado durante muchos días.
– Me habían cortado el teléfono. Pero ya funciona, tardé demasiado en pagar.
– Te tengo dicho que me lo digas cuando necesites algo -gruñó su padre.
– No voy a morirme por no tener teléfono durante un par de días -contestó Eva-. Y a tí tampoco te sobra el dinero.
– Más vale que yo pase hambre a que lo pases tú. Dile a Emma que se ponga, quiero escuchar su voz pura e inocente.
– Está pasando unos días con Jostein, se supone que tiene vacaciones de otoño. Oye, ¿acaso mi voz suena sucia y culpable?
– Tu voz tiene a veces un fondo turbio, siempre tengo la sensación de que no me cuentas más que una pequeña parte de todo lo que pasa.
– Sí, en efecto. Eso se llama ser considerada. Ya no eres tan joven, ¿sabes?
– Pienso que deberías acercarte un día de estos para poder tomarnos el pelo como Dios manda, es decir con una copa de vino. No consigo el tono adecuado por teléfono.
Parecía estar acatarrado.
– Iré un día de estos. Puedes llamar a Jostein si quieres hablar con Emma. Por cierto, la niña no es tan inocente y pura como imaginas, en realidad creo que se parece a tí.
– Eso lo considero un cumplido. ¿Jostein se molestará si llamo?
– Qué va. Te aprecia mucho. Tiene miedo de que estés enfadado por haberse ido, así que si lo llamas se alegrará mucho.
– Claro que estoy enfadadísimo. ¿Creías que no lo estaba?
– Pues no se lo digas.
– Nunca he entendido porque eres tan comprensiva con un hombre que te abandonó.
– Algún día te lo explicaré con una copa de vino.
– Un padre debe saber todo sobre su única hija -la regañó su padre ofendido-. Dios me ampare, llevas una vida tan misteriosa.
– Sí -contestó Eva en voz baja-. Así es, papá. Pero ya sabes que los secretos importantes salen a presión cuando llega el momento.
– Pronto llegará el momento -contestó-. Ya soy muy viejo.
– Eso lo dices porque estás deprimido. Compra vino, iré a verte. Te llamaré para decirte cuándo. No andarás descalzo, ¿no?
– Hago lo que me da la gana. Cuando tú empieces a vestirte como una mujer, yo me vestiré como un anciano.
– De acuerdo, papá.
Se quedaron los dos callados. Eva podía oír la respiración de su padre al otro lado. Ninguno de los dos decía nada, pero Eva sentía tan cerca a su padre que le parecía notar su cálido aliento a través del auricular acariciándole la mejilla. Su padre era una fuerte raíz, y Eva recibía toda su fuerza de esa raíz. Muy en el fondo de su cabeza pensaba alguna vez que su padre iba a morir pronto y que entonces todo lo que tenía en la vida le sería arrancado, arrebatado, como si le arrancaran el pelo y la piel.
Esos pensamientos le hicieron sentir escalofríos.
– Ahora estás pensando en algo triste, Eva.
– Pronto iré a verte. En realidad no me gusta mucho esta vida.
– Tendremos que consolarnos mutuamente.
Su padre colgó. Hubo un profundo silencio después. Se acercó a la ventana y los pensamientos tomaron su propio rumbo, a pesar de su resistencia. ¿Por dónde fuimos aquella vez para llegar a esa cabaña?, pensó. ¿No pasamos por Kongsberg? Hacía tanto tiempo… Veinticinco años. El padre de Maja las había llevado en su furgoneta. Y se emborracharon; vomitaron sobre el brezo que había alrededor de la cabaña y tuvieron que dejar la ropa de cama ventilándose al aire libre toda la noche. Por Kongsberg, pensó, y luego por aquel puente, subiendo hacia el valle de Sigdal, ¿no era así? Una cabaña pintada de rojo con los marcos de las ventanas verdes. Minúscula, casi la única que se veía en aquel paisaje. Pero estaba lejos. Doscientos kilómetros, tal vez trescientos. ¿Cuánto espacio ocupará esa enorme cantidad de dinero?, pensó. Si eran distintas clases de billetes, no cabrían en una caja de zapatos, seguro que no. ¿Y dónde podría esconderse una fortuna así en una pequeña cabaña? ¿En el sótano? ¿Dentro de la chimenea? Tal vez en la letrina, donde tenían que echar tierra y corteza cada vez que la usaban. O quizá estaba metida en latas de conservas vacías dentro de la nevera. Maja era muy ingeniosa. Si a alguien se le ocurriera buscar ese dinero, pensó, no le sería fácil encontrarlo. ¿Pero quién iba a ir a buscarlo, si nadie sabía que ese dinero existía? Así que ese dinero se quedaría allí para siempre, hasta convertirse en polvo. ¿O se lo habría contado Maja a alguien? En ese caso, quizá hubiera más gente pensando lo mismo que ella en ese momento, pensando en esos dos millones, soñando. Volvió al taller y continuó raspando el lienzo negro. El mes de octubre no sería precisamente temporada alta para las cabañas de montaña, tal vez no habría nadie allí arriba, nadie que pudiera verla. Si dejara aparcado el coche a cierta distancia, podría recorrer a pie el último tramo. Es decir, si se acordara del camino. Recordó que había que coger a la izquierda por donde había una tienda amarilla, y luego se subía y se subía hasta el monte pelado. Muchas ovejas, el hotel de montaña y luego el gran lago. Allí podría aparcar, junto al lago. Raspaba frenéticamente el lienzo. Dos millones. Galería propia. Pintar y no tener que preocuparse por el dinero en años. Cuidar bien de su padre y de Emma. Sacar los billetes de un florero cuando le hicieran falta, o de una caja de seguridad. ¿Por qué demonios no había metido Maja el dinero en una caja de seguridad? Tal vez porque había que registrarla, y en ese caso podrían haberla descubierto. Era dinero negro. Eva raspó con más fuerza. Si quería conseguir el dinero, tendría que forzar la puerta de la cabaña, pero no estaba segura de atreverse. Forzar la puerta con un pie de cabra o romper el cristal de una ventana. Alguien podría oírla. ¿Pero y si no había nadie allí arriba? Podría irse por la tarde y llegar de noche, aunque sería complicado buscar en la oscuridad. Con una linterna, tal vez. Dejó la lija y bajó lentamente hasta el sótano. En un cajón del banco tenía guardada una linterna que Jostein había dejado. Daba poca luz. Metió la mano en el bote de pintura donde había dejado el dinero de Maja y sacó un fajo de billetes, volvió a subir y se puso la gabardina. Apartaba las pequeñas punzadas de mala conciencia y una vocecilla de su sentido común que intentaba ponerla sobre aviso. Primero pagaría todas las facturas; luego, había un par de cosas que necesitaba. Eran ya las doce del mediodía. Faltaban tres horas para que Elmer acabara su turno. Iría andando hasta su coche. Eva se puso las gafas de sol. Vio en el espejo el pelo negro, las gafas y la gabardina, y no se reconoció a sí misma.
Había una ferretería en la plaza. No se atrevía a pedir un pie de cabra, así que se puso a mirar por los estantes buscando algo que poder meter por la rendija de una puerta. Encontró un cincel grande y fuerte, con un borde muy afilado, y un martillo sólido. El mango era de caucho con ranuras. La linterna tuvo que pedirla.
– ¿Para qué la necesita? -preguntó el ferretero.
– Para iluminar -contestó Eva asombrada, mirando la tripa del hombre, que amenazaba con salirse de la bata de nailon.
– Sí, sí, eso está claro. Pero las linternas se hacen con distintos fines. Quiero decir si va a trabajar a la luz de la linterna, o si va a iluminar un sendero durante un paseo nocturno, o si va a hacer señales con ella…
– Trabajar -se apresuró a contestar.
El ferretero sacó una linterna impermeable y resistente a los golpes, con un mango largo y estrecho que estaba muy bien. Además, el rayo de luz podía concentrarse o dispersarse, según se quisiera.
– Esta es de lo mejor que hay. Garantía eterna. Es la que usa la policía estadounidense. Cuatrocientas cincuenta coronas.
– ¡Dios mío! De acuerdo, me la llevo -dijo rápidamente.
– Es muy buena para golpear a la gente en la cabeza -dijo el ferretero con semblante serio-. A los ladrones y eso…
Eva frunció el entrecejo. No estaba segura de si el hombre hablaba en serio.
Las herramientas costaban una fortuna, más de setecientas coronas. Pagó y se las llevó en una bolsa de papel gris. Eva se sentía como una ladrona a la antigua, sólo le faltaban las zapatillas de suela de goma y la capucha. Su estómago le recordó que no había comido nada. Fue hasta la cafetería de Jensen Manufaktur y pidió dos sandwiches, uno de salmón y huevo y otro de queso, leche y café. No vio a nadie conocido. En realidad, no conocía a nadie. Sólo veía caras anónimas por todas partes; caras que no le exigían nada, y en ese momento en que tenía tanto en qué pensar lo agradeció mucho. Luego fue a la librería y compró un mapa de carreteras. Se sentó en un escalón de la calle peatonal, medio oculta por un cartel de helados, y empezó a buscar. Pronto encontró el camino en el mapa, midió con los dedos y llegó a la conclusión de que tardaría al menos dos horas y media en llegar hasta allí. Si salía a las nueve, podría llegar antes de medianoche. ¿Se atrevería a ir sola a una cabaña de la altiplanicie de Hardanger, equipada con martillo y cincel?
Volvió a mirar el reloj. Estaba esperando a Elmer, que ya llevaba seis horas trabajando y que pronto habría concluido su primera jornada de asesino. A partir de entonces, Elmer contaría los días, vería en el calendario que el tiempo transcurría. Respiraría feliz cada noche al acostarse como hombre libre. Algún día Eva le daría, de un modo u otro, un pequeño toque, para que se le acabara esa sensación de seguridad y permaneciera despierto por las noches, esperando. Se iría derrumbando lentamente, tal vez comenzara a beber y luego a faltar al trabajo. Y entonces se iría al infierno. Eva sonrió agriamente. Se levantó del banco y se acercó a la tienda de deportes, donde compró un anorak verde oscuro con capucha, un impermeable, un par de zapatillas de deporte Nike y una pequeña mochila. Jamás había tenido nada igual en toda su vida. Pero si iba a andar por un sendero de la montaña por la noche, tendría que parecer la propietaria de una cabaña, si alguien la veía. Pagó casi mil cuatrocientas coronas por todo, y puso los ojos en blanco. Pero no se apreciaba que el contenido de su cartera fuera menguando. Qué fácil resultaba todo cuando uno no tenía que contar el dinero. Poder sacar los billetes y lanzarlos sobre el mostrador. Se sentía muy extraña, ligera, como si fuera otra persona; pero era ella, Eva, la que estaba allí, sembrando billetes a su alrededor. No es que deseara ningún tipo de lujo, no se sentía atraída por ello. Lo único que pedía era poder despreocuparse para pintar en paz. Eso era lo único que le interesaba. Al final, fue al banco y pagó las facturas: la electricidad, el teléfono, el impuesto del coche, el seguro y los impuestos municipales. Metió todos los recibos en el bolso y salió con la cabeza alta. Cruzó la plaza y bajó hasta los bancos de la orilla del río. Allí se puso a mirar fijamente el agua negra, que fluía a gran velocidad. Había mucha corriente. Un plato de cartón que tal vez había contenido una salchicha y puré de patatas pasó por delante de ella velozmente, como una lancha rápida en miniatura. Tal vez Elmer estuviera mirando en ese momento el reloj, quizá lo miraba más a menudo de lo que solía hacerlo antes. Pero nadie había preguntado por él, nadie había penetrado en la gran nave para conducirle a un coche que lo estaba esperando. Nadie había visto nada. Pensaría que se iba a librar. Eva se levantó del banco y se fue hacia el coche. Condujo hasta los baños municipales y aparcó en la parte de delante para poder vigilar la salida del aparcamiento. El guarda de Securitas seguía paseándose por entre las filas de coches. Eva agachó la cabeza y se puso a estudiar el mapa de carreteras. Eran las tres menos cuarto.
Por fín llegaron tres hombres andando. Elmer se detuvo junto al coche blanco y se pasó una mano por el pelo. Lo llevaba suelto, pero Eva reconoció su perfil y su tripa. Hablaba, gesticulaba y daba golpecitos amistosos con el puño a sus dos compañeros.
¡Como si nada hubiera pasado!
Estaban hablando del coche, Eva lo adivinó por los gestos. Estudiaron las llantas; uno de ellos se agachó y señaló algo en el radiador. Elmer negó con la cabeza, como si no estuviera de acuerdo. Puso una mano en el techo del vehículo, como para mostrar que era de su propiedad. Un tío fornido, con aires de chulo. Eva puso el coche en marcha y salió lentamente del lugar. Tal vez el tipo era uno de esos raudos conductores que la dejarían atrás enseguida. Su coche era un vehículo rápido y en buen estado; el de ella apenas andaba. Pero a esa hora había un tráfico muy denso, de manera que no sería difícil seguirlo. El motor del coche del hombre rugió rabioso al arrancar, como si debajo del capó se escondiera algo distinto a lo normal. Los otros dos se quitaron de en medio de un salto. Él les dijo adiós con la mano y bajó despacio hasta la barrera, que estaba levantada. Eva tuvo suerte: el hombre puso el intermitente a la derecha y pasaría justo delante de ella; tenía que darse prisa y conseguir colocarse inmediatamente detrás. El hombre se había puesto unas gafas de sol. En el instante en que Eva se metió en la calle, él miró por el espejo retrovisor. Eva tuvo una sensación de malestar e intentó mantener una distancia cortés siguiéndole muy despacio, primero por la transitada calle principal y luego por los alrededores de la ciudad. El hombre dejó atrás el hospital y pasó por la funeraria, y al cabo de un rato se colocó en la fila de la derecha; no sobrepasaba el límite de velocidad y conducía correctamente; en ese momento pasó por el video-club y el almacén de ordenadores. Se estaban acercando ya a Rosenkrantzgate; el hombre volvió a mirar por el espejo retrovisor y de repente puso el intermitente a la derecha. Eva estaba obligada a continuar todo recto, pero por el espejo le dio tiempo a ver que el hombre se detenía junto a una casa verde en la primera entrada. Un niño salió corriendo, quizá fuera su hijo. Luego desaparecieron.
De modo que el tipo vivía en la casa verde de Rosenkrantzgate, y posiblemente tenía un hijo de unos cinco o seis años. ¡Como Emma! pensó.
¿Podría ese hombre seguir haciendo de padre después de lo sucedido? ¿Podría sentar al niño sobre sus rodillas por las noches y cantarle? ¿Ayudarle a cepillarse los dientes? ¿Con esas mismas manos que le habían convertido en asesino? Eva no pudo cambiar de sentido hasta llegar al hipódromo; allí hizo un descarado giro hacia la izquierda en forma de U y volvió por el mismo camino por el que había llegado. La casa verde quedaba entonces a su derecha. Fuera, había una mujer con una palangana en las manos. Pelo aclarado y cardado, recogido en lo alto de la cabeza. Una cursi, pensó Eva, exactamente la mujer que elegiría un tipo como él. ¡Ya lo tenía! Y pronto, muy pronto, tendría también dos millones de coronas.