Capítulo 10

Una mujer.

Iba pensando en ello mientras aparcaba el coche junto a los Juzgados; luego anduvo los escasos metros que lo separaban de la calle de Erik Børresen. Puede que fueran dos. La mujer pudo tentarle a salir, y un hombre podía estar esperando para hacer la parte sucia del trabajo. Pero ¿por qué?

La calle de Erik Børresen número seis era una tienda de artículos sanitarios, así que entró en el número cinco, donde encontró un J. Mikkelsen en el tercer piso. Estaba en paro, razón por la que se encontraba en casa. Un hombre de unos veinticinco años, con las rodillas que le sobresalían de los pantalones vaqueros.

– ¿Conoces a Egil Einarsson? -preguntó Sejer, mientras observaba la reacción del otro. Estaban sentados junto a la mesa de cocina, cara a cara. Mikkelsen empujó hacia un lado un montón de boletos de lotería, un salero y el último ejemplar de la revista Hombres.

– ¿Einarsson? Me suena, pero no sé de qué. Einarsson… suena a islandés.

Seguramente no tenía nada que ocultar. Así pues, perdía el tiempo allí sentado, junto a esa mesa con un hule a cuadros a pleno día, husmeando una pista falsa.

– Está muerto. Fue encontrado en el río hace un par de semanas.

– ¡Ah ya!

No paraba de tocarse el fino aro de oro que llevaba en una oreja, y movió la cabeza enérgicamente.

– Claro, claro, lo vi en el periódico. Apuñalado. Sí, ya sé. Eso es, Einarsson. Esto parecerá pronto Estados Unidos, y la culpa de todo la tiene la droga, ya que me lo pregunta.

No le había preguntado nada, sino que callaba y esperaba, mientras observaba con curiosidad ese rostro joven con una coleta que le sentaba de maravilla. A pocos, pensó Sejer, les sienta bien la coleta, a muy pocos.

– Bueno, yo no lo conocía.

– ¿Así que no sabes qué marca de coche tenía?

– ¿Coche? ¿Y cómo demonios iba a saberlo?

– Tenía un Opel Manta. Modelo ochenta y ocho. En muy buen estado. Te lo compró a tí hace dos años.

– ¡Coño! ¿Es él? -Mikkelsen movía la cabeza pensativo-. Claro, por eso me sonaba familiar. ¡Joder!

Palpó la mesa en busca de un paquete de chicles de nicotina, lo puso de canto, lo apretó por una esquina con un dedo, lo levantó en el aire y lo cogió con la mano.

– ¿Y cómo diablos lo han averiguado?

– Hicisteis un contrato de compraventa por escrito, como todo el mundo. ¿Pusiste un anuncio en el periódico?

– No, puse un cartel en la ventanilla del coche. Así me ahorré el dinero del anuncio. A los dos días llamó. Un tipo curioso. Llevaba mucho tiempo ahorrando y me lo pagó al contado.

– ¿Por qué querías venderlo?

– No quería, pero me quedé en el paro y no podía permitirme el lujo de mantenerlo.

– Entonces, ¿ahora no tienes coche?

– Sí, tengo un Escort que compré en una subasta. Es muy viejo, apenas lo saco. El dinero del paro no me da para gasolina.

– Lógico.

Sejer se levantó.

– ¡No es nada lógico, creo yo!

Los dos se rieron entre dientes.

– ¿Dan resultado? -preguntó Sejer señalando el paquete de chicles.

El joven se lo pensó un instante.

– Sí, pero enganchan. Además son caros, y saben fatal, como si estuvieras masticando una colilla.


Sejer se marchó, borró a Mikkelsen del principio de la lista y lo puso al final. Cruzó la calle y a través del cuero de su chaqueta notó que el sol quemaba débilmente. Era la mejor época del año, porque aún tenía la expectativa del verano por delante. Soñaba con la casita en Sandøya, sol, mar y agua salada, la esencia de todos los veranos anteriores, esas vacaciones que habían salido bien. De vez en cuando experimentaba una ligera preocupación, por la amarga experiencia de esos veranos lluviosos y ventosos, que no habían sido pocos. Pero en los veranos soleados disfrutaba de paz, y su eccema no le molestaba tanto.

Subió corriendo los bajos escalones, empujó la puerta y al pasar por la recepción saludó con la cabeza a la señora Brenningen. En realidad era una mujer guapa, rubia y amable. No es que corriera detrás de las mujeres, quizá debería haberlo hecho, pero en ese momento, ese asunto tendría que esperar, se contentaba con mirarlas.

– ¿Es interesante? -preguntó, señalando con la cabeza el libro que la mujer leía en los ratos libres.

– No está mal -sonrió ella-. Intrigas, poder, deseo…

– Suena como nuestro sector.

Subió por las escaleras en lugar de utilizar el ascensor, entró en su despacho, cerró la puerta y se dejó caer en el sillón de Kinnarps, que él mismo había pagado. Volvió a levantarse, sacó del archivo la carpeta de Maja Durban y se sentó a examinarla. Miró sus fotos, primero una en la que aún estaba viva, una mujer guapa, algo llenita, de cara redonda y cejas negras. Ojos rasgados. Pelo muy corto. Le sentaba bien. Una mujer atractiva en la flor de la vida. Su sonrisa, una sonrisa abierta y fresca, que dibujaba hoyuelos en sus mejillas, decía mucho sobre ella. En la otra foto estaba tumbada en la cama boca arriba, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Su rostro no expresaba ni terror ni asombro; semejaba una máscara incolora tirada por alguien sobre la cama.

La carpeta contenía también unas cuantas fotos del piso. Hermosas y ordenadas habitaciones con objetos bonitos, femeninos, pero nada de encajes ni colores pastel; los muebles y las alfombras eran de colores vivos: rojo, verde, oro, los colores que elige una mujer fuerte, pensó. Nada dejaba entrever lo sucedido, no había objetos rotos o volcados; parecía que todo había ocurrido en silencio, completamente por sorpresa. Sin duda la mujer lo conocía de antes. Le había abierto la puerta y ella misma se había desnudado. Primero habían hecho el amor, y nada indicaba que hubiera sido en contra de la voluntad de ella. Entonces sucedió algo: un derrumbamiento, un cortocircuito. Un hombre fuerte podía acabar con la vida de una mujer en unos segundos. Sejer sabía que tras unos cuantos movimientos de las piernas, todo había terminado. Nadie oye tus gritos cuando tienes un silenciador de plumas de ganso sobre la boca, pensó. Se había realizado la prueba del ADN a los restos de esperma encontrados en la víctima, pero como la policía carecía aún de registro propio, no tenía dónde consultar. Habían presentado una solicitud al Parlamento que sería tramitada en el transcurso de la primavera. Y a partir de entonces, pensó, toda persona, con todas sus funciones fisiológicas, debería tener mucho cuidado en las peleas. Todos los excrementos del ser humano podrían ser recogidos y analizados con el ADN, con un margen de error de uno a diecisiete mil millones. Durante algún tiempo habían jugado con la posibilidad de solicitar permiso a las autoridades para convocar y analizar a todos los varones entre dieciocho y cincuenta años del municipio, pero eso significaría tener que convocar a miles de hombres. El proyecto costaría varios millones de coronas y tardaría unos dos años. La ministra de Justicia había estudiado seriamente la propuesta, hasta que fue informada más detalladamente sobre la víctima. Marie Durban no valía tanto. Y él lo entendía. A veces se imaginaba un sistema en el que, al nacer, todos los ciudadanos noruegos fueran analizados y registrados. Esta posibilidad le proporcionaba unas perspectivas extraordinarias. Se puso a repasar los interrogatorios; por desgracia, no había muchos: tres compañeros de trabajo, cinco vecinos del bloque donde vivía y dos conocidos suyos, que insistían en que sólo la conocían superficialmente. Y por fín su amiga de infancia, que había hecho aquella declaración tan confusa. Tal vez la dejaron marchar demasiado pronto, tal vez sabía más de lo que dijo. Una mujer algo neurótica pero honrada, al menos nunca había dado motivos para pensar lo contrario. ¿Y por qué iba a haberle quitado la vida a Durban? Una amiga no mata a una amiga, pensó. Por otra parte, Eva Marie Magnus, esa pintora de piernas largas y hermoso pelo, le había impresionado.

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