Asesinada en su propia cama.
Eva vio los titulares en el soporte que había fuera de la tienda de Omar antes de salir del coche. En el transcurso de sólo unas cuantas horas nocturnas, el caso ya estaba abriéndose camino por toda la ciudad, por todo el país. Entró a toda prisa y dejó una moneda de diez coronas sobre el mostrador. Dentro del coche abrió el periódico y lo apoyó en el volante. Le temblaban las manos.
Una mujer de treinta y nueve años ha sido hallada muerta en su propia cama. Al parecer, el estrangulamiento fue la causa de la muerte. La policía ha abierto una investigación y por ahora no puede dar más detalles. No hay señales de violencia en la casa y no parece que el móvil haya sido el robo. La mujer, que había sido investigada por un caso de prostitución, fue encontrada por un conocido a las veintidós horas de anoche. El hombre ha declarado a este periódico que acudió al piso de la víctima con el fin de comprar servicios sexuales, cuando accidentalmente descubrió que la puerta estaba abierta. Encontró a la mujer muerta en la cama y llamó inmediatamente a la policía. Al parecer, la mujer fue asesinada por un cliente, pero el móvil se desconoce. Más sobre este suceso en páginas seis y siete.
Eva miró las páginas reseñadas. No ponía mucho más, pero había grandes fotos. Una del bloque, en la que la ventana de Maja estaba marcada con una cruz. Tendría que ser una foto vieja, porque los árboles que había delante del edificio estaban cubiertos de hojas. En otra foto se veía la imagen difusa y de espaldas, para no ser reconocido, del hombre que la encontró. Había también una foto del policía que se iba a ocupar del caso: un hombre canoso y de semblante serio, vestido con una camisa de color azul claro. El inspector jefe Konrad Sejer, qué nombre más extraño, pensó Eva. «Se ruega a todas aquellas personas que se encontraban cerca del lugar del crimen se pongan en contacto con la policía.»
Eva dobló el periódico. Si la policía averiguara que había estado con Maja no tardaría mucho en presentarse; si no ese mismo día, seguro que antes del fin de semana. Si transcurría una semana sin que hubiera aparecido, podría sentirse segura. Pero probablemente, lo primero que haría sería investigar qué había hecho Maja y con quién había estado los últimos días. Eva arrancó de nuevo el coche y volvió lentamente a casa.
Entró y decidió ponerse a lavar, ordenar y pensar en qué iba a decir. En el cuarto de la lavadora había montones de ropa sucia; la metió en la máquina y de repente se acordó de que el bolso con el dinero seguía allí. Lo sacó y volvió a meter la ropa sucia. Maja y yo fuimos amigas cuando éramos niñas, se dijo a sí misma, pero perdimos el contacto en el sesenta y nueve porque yo me mudé aquí con mi familia. Teníamos entonces quince años.
Echó detergente en la lavadora y pulsó el botón.
No nos volvimos a ver en veinticinco años. La encontré casualmente en los almacenes Glassmagasinet, yo había ido a la droguería a cambiar un… subimos a la cafetería de la primera planta y tomamos un café.
Fue a la cocina y llenó de agua el fregadero.
Hablamos de los viejos tiempos, como solemos hacer las mujeres. ¿Si yo sabía que era una prostituta? Sí, me lo contó. No sentía ninguna vergüenza. Me invitó a cenar en La cocina de Hanna.
Eva echó lavavajillas en el fregadero y metió los vasos y los cubiertos en el agua caliente. En el cuarto de al lado, la lavadora se iba llenando lentamente de agua.
Después de comer fuimos a su casa. En efecto, cogimos un taxi. Pero no me quedé mucho rato. Sí, sí, habló de sus clientes, pero no mencionó ningún nombre. ¿El cuadro?
Cogió una copa sucia, la levantó hacia la luz y empezó a fregarla.
Sí, es mío. O mejor dicho, Maja me lo compró por diez mil coronas, pero sólo porque sentía pena por mí, no creo que le gustara de verdad. No entendía mucho de arte. La tarde siguiente cogí un taxi para llevárselo. Tomé un café con ella y volví bastante pronto a casa. Ella estaba esperando a un cliente. ¿Si lo vi? No, no vi a nadie, me marché antes de que él llegara, no quería estar allí en ese momento.
Enjuagó la copa bajo el grifo y cogió otra. ¡Cuántas copas de vino se habían acumulado! El tambor de la lavadora empezó a dar vueltas. En realidad era bastante sencillo, pensó, ya que nunca sospecharían de que ella la hubiera asesinado. Una amiga no mata a una amiga. No desconfiarían de ella. Nadie podía probar que lo había presenciado todo.
Pero todo ese dinero que había cogido…
Respiró hondo e intentó tranquilizarse. De repente sintió una gran turbación por haber cogido el dinero de Maja. ¿Por qué diablos lo había hecho? ¿Sólo porque le hacía falta? Se disponía a coger otra copa cuando sonó el timbre de la puerta. Un timbrazo prolongado y decidido.
¡No! ¡No puede ser! Eva se asustó tanto que apretó la copa hasta romperla. Empezó a sangrarle la mano, el agua se estaba poniendo roja. Se acercó a la ventana, pero no pudo ver quién era, sólo que había alguien. ¿Quién podía ser…?
Sacó la mano del agua y se la envolvió en un trapo de cocina para que la sangre no goteara. Fue hasta la entrada. Se arrepintió de haber elegido un cristal rugoso para la ventana de la puerta, ya que impedía ver quién había fuera. Era un hombre muy alto, delgado y canoso, que le resultaba familiar. Se parecía al hombre del periódico, al que iba a ocuparse de la investigación, pero era demasiado pronto. No era más que viernes por la mañana, y en una sola noche no habrían tenido mucho tiempo de averiguar gran cosa, aunque seguramente…
– Konrad Sejer -dijo-. Policía.
El corazón le dio un vuelco. La garganta se le cerró con un pequeño chasquido, no salía de ella ni un sonido. El hombre no se movía, sólo la miraba fijamente, interrogante, y como Eva no decía nada, señaló el trapo de cocina y preguntó:
– ¿Ha ocurrido algo?
– No, estaba fregando los cacharros. -Era incapaz de moverse.
– ¿Eva Marie Magnus?
– Sí, soy yo.
Clavó sus ojos en ella.
– ¿Puedo entrar?
¿Cómo me ha encontrado? ¡Si sólo han pasado unas horas, cómo coño…!
– Claro que sí. Estaba tan concentrada en la mano… Iré a por una tirita. Era un vaso barato, así que no importa, pero sangra muchísimo y da rabia que se manchen los muebles y las alfombras, de sangre. Luego no hay quien la quite. ¿La policía?
Dio marcha atrás, intentando recordar lo que debía decir. En ese momento se había olvidado de todo, pero bueno, él tendría que preguntar algo antes de que ella tuviera que contestar. Lo mejor sería hablar lo menos posible, limitarse a contestar a las preguntas, y no cacarear como una gallina sin ton ni son, porque entonces pensaría que estaba nerviosa, lo que era verdad, pero él no debería darse cuenta.
Estaban de pie en el salón.
– Primero debe curarse esa mano -dijo el policía secamente-. Esperaré mientras tanto. -La miró detenidamente y se fijó en el labio reventado y ya hinchado.
Eva fue al cuarto de baño y no se atrevió a mirarse en el espejo para no asustarse más. Sacó un rollo de esparadrapo del botiquín y cortó un trozo, se lo pegó sobre el corte y respiró hondamente tres veces.
Maja y yo fuimos amigas cuando éramos niñas, susurró. Y volvió al salón.
El hombre seguía de pie, y Eva le hizo una seña para que se sentara. En cuanto él abrió la boca, Eva tuvo la sensación de que se había olvidado de algo, de algo importante y decisivo; tenía que darse prisa en solucionar los problemas, pero era demasiado tarde, porque el hombre ya había empezado a hablar y ella era incapaz de pensar.
– ¿Conoce usted a Maja Durban?
Eva se apoyó en el respaldo del sillón.
– ¡Sí! Sí, la conozco.
– ¿Hace mucho que no la ve?
– No. Ayer… Ayer por la tarde.
El policía asintió lentamente con la cabeza.
– ¿Ayer? ¿A qué hora?
– Sobre las seis o las siete, creo.
– ¿Sabe que fue encontrada muerta en su cama a las veintidós horas?
Eva se sentó, se humedeció los labios y tragó saliva. «¿Lo sé? -pensó-. ¿Lo he oído ya? ¿Tan temprano?»
De repente vio el periódico con la portada hacia arriba.
– Sí, lo he visto en el periódico.
El policía lo levantó, le dio la vuelta y miró la última página.
– ¿Ah, sí? No está usted abonada, por lo que veo. No hay ninguna etiqueta con la dirección. ¿Compra usted tan temprano el periódico?
Ese hombre era muy tenaz, capaz de hacer hablar a un gorrión. No tenía escapatoria.
– Pues sí, no todos los días, pero sí bastantes.
– ¿Cómo supo que era Durban la que había sido asesinada?
– ¿Qué quiere decir?
– Su nombre -dijo el policía en voz baja- no aparece en el artículo.
Eva estuvo a punto de desmayarse.
– Bueno, reconocí el bloque en la foto. Y la cruz en su ventana. Quiero decir que por el contexto comprendí que se trataba de Maja. Era un poco especial. Lo pone aquí: «investigada» y «un caso de prostitución». Treinta y nueve años. Supe que era ella. Lo supe enseguida.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué pensó al leerlo, al saber que la habían asesinado?
Eva hizo denodados esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas.
– Que debería haberme escuchado. Intenté advertirle.
Él calló. Eva creía que iba a continuar, pero no lo hizo; se puso a observar el salón, a estudiar los grandes cuadros, no sin cierto interés, y volvió a mirarla, aún en silencio. Eva se dio cuenta de que estaba sudando, el corte de la mano empezaba a dolerle.
– Supongo que se habría puesto en contacto con nosotros, si yo no me hubiera adelantado. ¿No?
– ¿Qué quiere decir?
– Va a casa de una amiga, y al día siguiente se entera por el periódico de que ha sido asesinada. Supongo que nos habría llamado para hacer una declaración, con el fin de ayudar.
– Sí, claro. Lo hubiera hecho.
– ¿Tal vez era más importante fregar los cacharros?
Eva se derrumbaba lentamente ante los ojos del policía.
– Maja y yo fuimos amigas de niñas -dijo dócilmente.
– Siga.
Estaba a punto de dejarse vencer por la desesperación; intentó recapacitar, pero no se acordaba de la historia tal y como había pensado contarla.
– Nos encontramos en los almacenes Glassmagasinet, llevábamos veinticinco años sin vernos, y fuimos a tomar un café. Me habló de su actividad.
– Sí. Llevaba ya algún tiempo ejerciéndola.
El policía volvió a quedarse callado, y Eva no fue capaz de cumplir con su propósito de limitarse a contestar a las preguntas.
– Comimos juntas, el miércoles. Y luego tomamos café en su casa.
– ¿Así que estuvo usted en su piso?
– Sí, pero muy poco tiempo. Luego cogí un taxi hasta mi casa, y Maja quiso que volviera al día siguiente, con un cuadro que quería comprar. Es que soy pintora, una profesión que, por cierto, le parecía muy estúpida, sobre todo porque apenas vendo, y cuando le conté que me habían cortado el teléfono quiso ayudarme comprándome un cuadro. Tenía muchísimo dinero.
Eva pensó en el dinero que había escondido en la cabaña pero no dijo nada.
– ¿Cuánto le pagó por el cuadro?
– Diez mil. Justo el importe de las facturas que tengo pendientes.
– Hizo una buena compra -dijo de repente el policía.
Asombrada, Eva abrió unos ojos como platos.
– ¿De manera que ella quiso que volviera, y usted así lo hizo?
– Sí, sólo a llevarle el cuadro -se apresuró a decir-. Cogí un taxi. Lo llevaba envuelto en una manta…
– Lo sabemos. Fue usted en el coche número F 16. Estoy seguro de que la llevó muy deprisa -dijo sonriendo-. ¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?
Eva luchó por no perder la compostura.
– Tal vez una hora. Comí un sandwich y hablamos un poco. -Eva se levantó a por un cigarrillo, abrió el bolso que había dejado sobre la mesa del comedor y vio el montón de billetes. Volvió a cerrarlo con un chasquido.
– ¿Fuma? -preguntó de repente el policía, agitando un paquete en el aire.
– Sí, gracias.
Eva sacó un cigarrillo del paquete y cogió el mechero que el policía le alargó por encima de la mesa.
– El taxi la recogió aquí a las dieciocho horas, lo que significa que llegaría a casa de Durban sobre las dieciocho y veinte.
– Sí, supongo que sí. No miré el reloj.
Eva chupó ansiosamente el pitillo y exhaló, intentando aliviar la presión que se estaba acumulando en su interior, pero no sirvió de nada.
– ¿Y se quedó aproximadamente una hora? Eso quiere decir que se marchó sobre las diecinueve y veinte.
– Como ya le he dicho, no miré el reloj, pero Maja estaba esperando a un cliente, y yo no quería estar allí cuando llegara, así que me marché con tiempo de sobra antes de que apareciera.
– ¿A qué hora iba a llegar?
– A las ocho. Nada más llegar me dijo que esperaba un cliente a las ocho. Solían llamar dos veces al timbre. Era lo acordado.
Sejer asintió con la cabeza.
– ¿Y sabe usted quién era él?
– No, no quise saberlo. Me parecía horrible lo que ella estaba haciendo, espantoso; no entiendo cómo podía; en realidad no entiendo que nadie haga esas cosas.
– Puede que usted sea la última persona que la viera con vida. Ese hombre que llegó a las ocho pudo haber sido el asesino.
– ¡Ah! -Dio un respingo, como si la mera idea le hiciera estremecerse.
– ¿Se encontró usted con alguien abajo en la calle?
– No.
– ¿Qué camino tomó?
«Di la verdad -pensó Eva-, mientras puedas.»
– Fui hacia la izquierda, pasé por la gasolinera Esso y la compañía de seguros Gjensidige. Luego caminé a lo largo del río y crucé el puente.
– Dio un buen rodeo, ¿no?
– No quería pasar por el pub.
– ¿Por qué no?
– Hay muchos borrachos fuera por las noches.
Ésa era una verdad como una casa. No soportaba pasar por delante de numerosos grupos de tíos borrachos.
– Bueno.
El policía le miró la mano lesionada.
– ¿Durban la acompañó hasta la puerta?
– No.
– ¿Cerró la puerta al marcharse usted?
– Creo que no. Pero no reparé en ello.
– ¿Y no se encontró con nadie en el portal o fuera en la acera?
– No. Con nadie.
– ¿Se fijó en si había coches aparcados abajo en la calle?
– No recuerdo haber visto ninguno.
– Bueno. Cruzó el puente, ¿y luego?
– Me vine andando hasta casa.
– ¿Vino andando hasta aquí? ¿Desde Tordenskioldsgate hasta Engelstad?
– Sí.
– Está muy lejos, ¿no?
– Sí, pero quería andar. Tenía muchas cosas en qué pensar.
– ¿Y en qué tenía que pensar para necesitar un paseo tan largo?
– En lo de Maja y todo eso -murmuró-. En lo que se había convertido. Nos conocíamos tan bien hace años, no podía concebirlo. Creía conocerla -dijo extrañada, como hablándose a sí misma.
Apagó el cigarrillo y se echó la melena hacia atrás.
– ¿De modo que se encontró con Maja el miércoles por primera vez desde hacía veinticinco años?
– Sí, así fue.
– ¿Y estuvo en su casa ayer, entre las seis y las siete?
– Sí.
– ¿Y eso es todo?
– Pues sí, eso es todo.
– ¿No olvida nada?
– No creo.
El policía se levantó del sofá y volvió a asentir con la cabeza, cogió el mechero, que llevaba las huellas dactilares de Eva, y se lo metió en el bolsillo de la camisa.
– ¿Ella parecía intranquila?
– No, en absoluto. Maja dominaba la situación, como siempre. Pleno control.
– ¿Y no dijo nada durante la conversación que pudiera indicar que alguien la estuviera persiguiendo? ¿O que alguien la quisiera mal?
– No, de ninguna manera.
– ¿Recibió alguna llamada telefónica mientras usted estaba allí?
– No.
– Bueno, no quiero molestarla más. Por favor, llámenos si recuerda algo que pudiera tener interés. Cualquier cosa.
– Lo haré.
– Haré las gestiones necesarias para que le vuelvan a conectar el teléfono inmediatamente.
– ¿Cómo?
– Intenté llamarla. En la Telefónica dijeron que usted no había pagado.
– Ah sí, muchas gracias.
– Es por si necesitamos hablar con usted otra vez.
Eva se mordió el labio, perpleja.
– Dígame, ¿cómo ha sabido que estuve allí?
El policía metió la mano en el bolsillo y sacó una libreta de piel roja.
– Es la agenda de Maja. Aquí lo pone, en el treinta de septiembre: «Me encontré con Eva en Glassmagasinet. Comimos en La cocina de Hanna». En la parte de atrás está anotado su nombre y su dirección.
Qué fácil, pensó Eva.
– No se levante -dijo-. Encontraré el camino.
Eva se dejó caer de nuevo en el sillón. Se sentía completamente abatida; se retorció tanto los dedos que la herida volvió a sangrar. Sejer fue hacia la puerta pero se detuvo de repente ante uno de los cuadros. Inclinó la cabeza y se volvió de nuevo.
– ¿Qué representa?
Eva hizo un gesto de desagrado.
– No suelo explicar mis cuadros.
– Ya entiendo. Pero esto -dijo señalando un capitel que se erguía en la oscuridad- me recuerda a una iglesia. Y esa cosa gris allí en el fondo podría ser una lápida, un poco arqueada en la parte de arriba. Lejos de la iglesia, y sin embargo se ve que pertenecen al mismo conjunto. Un cementerio -dijo con sencillez-. Con una sola lápida. ¿Quién está enterrado allí?
Eva lo miró asombrada.
– Yo misma, probablemente.
El siguió hasta la entrada.
– Es el cuadro más impresionante que he visto jamás -dijo.
En el instante en que oyó cerrarse la puerta, a Eva se le ocurrió que debería haber derramado algunas lágrimas, pero ya era demasiado tarde. Se quedó sentada, con la mano sobre las rodillas, escuchando la lavadora. Había comenzado a centrifugar, cada vez más deprisa, con un rugido amenazante.