Sejer se despertó con la nuca rígida. Como de costumbre, se había quedado dormido en el sillón después de comer y además, tenía los pies empapados. El perro había babeado sobre ellos. Fue a darse una ducha. Se desnudó despacio, sin mirarse en el espejo; se volvía lentamente bajo el chorro y hacía un gesto de desagrado cada vez que sus ojos se topaban con las placas de la pared. Eran de vinilo, una especie de imitación del mármol. Habían ido amarilleando con el paso del tiempo. Pensándolo bien, no se le ocurría nada más feo para una pared de baño. Elise había dado la lata durante años, pidiéndole que las cambiara, porque esas placas le parecían horrendas. Sí, sí, contestaba él. Ya lo haré, ya lo haré, cuando llegue la primavera, Elise. Y así pasaron los años. Y luego, cuando ella enfermó, estando postrada en la cama, delgadísima, enferma, calva como un vejestorio, él quiso cambiarlas desesperado, pero ella dijo que no con la cabeza. Prefería tenerlo sentado junto a su cama. «Ya tendrás tiempo para ocuparte del baño, Konrad», dijo sin fuerza en la voz.
Le invadió una gran tristeza, y tuvo que pestañear varias veces para ahuyentarla. No tenía tiempo para ella, al menos no entonces. Después de haberse secado y vestido, fue a la salita y llamó a Ingrid, la única hija que habían tenido Elise y él. Hablaron durante un buen rato de todo y nada, y antes de colgar dio las buenas noches a Matteus. Luego se sintió mejor. Antes de salir se detuvo ante la foto de Elise que estaba colgada sobre el sofá. Ella le sonreía, una sonrisa radiante, con dientes perfectos, sin un atisbo de preocupación, al menos en aquellos tiempos. A él siempre le había gustado esta foto, pero últimamente había comenzado a irritarle: hubiera preferido ver en ella otra expresión, tal vez una foto en la que estuviera seria, más acorde con su estado de ánimo. Una como la que Ingrid tenía sobre el piano. Tal vez pudieran intercambiárselas. Pensó un instante en ello mientras dejaba que Kollberg se metiera en el asiento de atrás de un salto. Arrancó el coche y se dirigió a Frydenlund. No tenía muy claro qué iba a decir cuando llegara, pero como de costumbre se fió de su capacidad para la improvisación, arte que dominaba bien. La gente solía sentirse obligada a llenar las pausas que se iban produciendo, siempre se sentían muy incómodos cuando se hacía el silencio. Lo que él buscaba era precisamente ese parloteo febril, en medio del cual a veces se decían cosas que podían resultarle útiles. Y Jostein Magnus no sabía que iba a verle. No podía hablar primero con su ex mujer. Bien era verdad que podía negarse a abrir la boca, pero la gente no solía hacerlo. Sonrió al pensarlo.
Magnus había dejado a Eva el viejo chalet de Engelstad y se había ido a vivir a un piso en Frydenlund. Sejer había visto bloques peores que ésos; sin ir más lejos, en el que él mismo vivía. Estos se encontraban en medio de una gran zona verde, tenían seis plantas de altura y estaban colocados formando un semicírculo, como fichas de dominó al revés, blancos, con ojos negros. Si se caía el de fuera, los demás irían detrás. Sus habitantes eran creativos. Había muchos parterres y arbustos a lo largo de las paredes y delante de las entradas; pronto estarían en flor. Fuera de las casas reinaba un gran orden y habían limpiado el asfalto que había delante de los portales. En cada planta, todas las puertas estaban discretamente adornadas con bonitas placas o flores secas.
La compañera de Magnus salió a abrir. Sejer la miró con curiosidad; quería formarse una opinión de esa mujer que había triunfado sobre Eva Magnus. Era una mujer exuberante, femenina, que rebosaba por todas partes. Sejer apenas sabía dónde fijar la mirada. Eva Magnus, con toda su oscura seriedad, no tendría ninguna posibilidad al lado de ese rizado querubín.
– Sejer -dijo en voz baja-, policía.
La mujer abrió inmediatamente. En el rostro del hombre se dibujaba una amplia sonrisa, por lo que ella no preguntó si pasaba algo, como solía hacer la gente cuando él ponía otra cara, cuando quería utilizar su máscara seria, lo que ocurría de vez en cuando. Pero en ese momento tenía una expresión interrogante.
– He venido sólo a charlar un poco con Magnus.
– ¡Ah, sí! Está dentro.
La mujer le acompañó. Un gigante pelirrojo se levantó del sofá. Delante de él sobre la mesa, encima del periódico Arbeiderbladet, había un dinosaurio prehistórico de madera y un tubo de cola. Al animal le faltaba una pata.
Se dieron la mano; el gigante no había aprendido a dosificar sus fuerzas, pero seguramente no le parecía necesario escatimar nada tratándose de Sejer. Y sin embargo, el policía se quedaba pequeño a su lado y su mano sufrió un fuerte tirón.
– Siéntese -dijo Magnus-, ¿tenemos algo de beber, Sofie?
– Se trata de una visita puramente informal -empezó Sejer-, simple curiosidad.
Se sentó en un sillón y prosiguió:
– He venido sólo y exclusivamente porque estuvo casado con Eva Magnus, por lo que es probable que recuerde el asesinato de Marie Durban.
Magnus hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Claro que me acuerdo. Fue una historia muy macabra. ¿Aún no han detenido a nadie? Ya ha pasado mucho tiempo. No he seguido mucho el asunto en los periódicos, y Eva nunca habla de ello, así que pensé que se trataba de otra cosa. Casi me había olvidado de Durban. Pero pregunte lo que quiera. Si puedo ayudarle en algo…
Abrió los brazos. Un hombre simpático, cálido y generoso.
– ¿Y de qué había pensado que se trataba? -preguntó Sejer con curiosidad.
– Ya hablaremos luego de eso.
– De acuerdo.
Le pusieron en la mano un vaso de refresco y dio las gracias.
– ¿Conocía a Marie Durban?
– No, nunca la vi. Pero había oído hablar de ella, claro. Eva y Maja se distanciaron cuando eran niñas. Pero creo que fueron íntimas amigas mientras duró. Ya sabe cómo son las chicas, se lo toman como un asunto de vida o muerte. Se enteró por casualidad, por el periódico, del asesinato de Maja. No se habían visto desde el 69 o el 70.
– Correcto. Hasta el día en que Maja fue asesinada.
– No, fue el día anterior.
– Se encontraron en el centro. Al día siguiente, Eva visitó a Maja en su casa.
Sejer levantó la vista.
– ¿Usted lo sabía?
– No -dijo lentamente-. Ella, bueno… Supongo que no quería que me enterase -terminó con una tensa sonrisa.
Sejer se extrañó.
– Por cierto, ¿le suena de algo el nombre de Egil Einarsson? -Bebía el refresco y se sentía relajado y despreocupado. Al fin y al cabo, se encontraba en una casa inocente y eso en sí era bastante tranquilizador.
– Es el nombre del tío que flotaba en el río hace unas semanas, ¿no?
– Así es.
– Bueno, me contaron la historia.
Sacó una pipa de color caoba del bolsillo de la camisa y buscó cerillas en la mesa.
La exuberante Sofie daba vueltas por la habitación. Llevaba una bolsa de cacahuetes en una mano y con la otra palpaba a ciegas el interior de un armario en busca de algún cacharro en donde ponerlos.
A Sejer no le gustaban nada los cacahuetes.
– Pero no tengo ni idea de quién era. Salió una foto en el periódico -encendió la cerilla, dio dos profundas chupadas a la pipa y sopló-, y aunque vivimos en una ciudad pequeña no lo había visto nunca. Y Eva tampoco.
– ¿Eva?
– Claro, ella lo vio de cerca, por así decirlo. Aunque en esas circunstancias, el hombre no se parecería mucho a lo que había sido, supongo. Bueno, pensé que ése era el motivo de su visita, el que fueran ella y Emma las que encontraran el cadáver. Fue muy desagradable, pero ya hablamos bastante sobre ello mi hija y yo -añadió-. Cada dos fines de semana pasa uno aquí. Pero creo que por fin lo ha olvidado. Aunque con los niños, nunca se sabe. Algunas veces se callan para no molestarnos a los adultos.
Por fín consiguió encender bien la pipa. Sejer miró su vaso y las burbujas del refresco. Por primera vez en su vida no encontraba palabras.
– ¿Su ex mujer encontró el cadáver de Einarsson?
– Sí. Yo creía que usted lo sabía. ¡Pero si fue ella la que los avisó! ¿No es esa la razón por la que ha venido? -preguntó sorprendido.
– No -contestó Sejer-. Nos llamó una señora mayor. Se llamaba Markestad, creo. Erna Markestad.
– ¿Ah, sí? Bueno, en una situación así llamaría más de uno. Pero fueron Eva y Emma las que lo vieron primero. Llamaron a la policía desde una cabina. Emma me contó toda la historia. Estaban dando un paseo por los senderos que hay a lo largo del río. Pasean a menudo por allí. A Emma le encanta.
– ¿Se lo contó Emma y no Eva?
– Eh, no, la verdad es que no lo mencionó enseguida. Pero hablamos de ello más tarde.
– ¿No resulta un poco extraño? Bueno, claro, yo no sé cuánto hablan ustedes, pero…
– Sí -dijo en voz baja-, en realidad fue algo extraño. Hablamos bastante. Emma me lo contó en el coche, cuando veníamos hacia aquí: que estaban dando un paseo por la orilla cuando de repente llegó flotando ese pobre hombre, y que se fueron corriendo para llamar desde una cabina. Luego cenaron en el McDonald's, que, por cierto, para Emma es la encarnación del paraíso en la Tierra -sonrió.
– ¿No esperaron a que llegaran nuestros hombres?
– Aparentemente no, pero…
Hubo un momento de silencio alrededor de la mesa y por primera vez Jostein Magnus pareció preocupado.
– Creo que no es muy correcto por mi parte estar aquí hablando de Eva, discutiendo lo que dice o no dice. Seguro que tendrá sus razones. Ustedes recibirían más llamadas, supongo, y tal vez sólo una quedara registrada. ¿Puede ser?
Sejer asintió con la cabeza. Había tenido tiempo para pensar y había conseguido recuperar su expresión normal de cara.
– Sí, sí. Estaba flotando en medio de la ciudad. Seguramente lo viera más gente. Además, a veces hay mucho lío en la comisaría, sobre todo cuando se acerca el fin de semana. Puede que no se llegue a controlar todo, tengo que admitirlo.
Mintió lo mejor que pudo y se quedó pensando en esa curiosa casualidad. ¿O no era una casualidad?
Continuó hablando de todo y nada con Magnus el tiempo que le pareció prudente. Daba pequeños sorbos de refresco, pero no tocó los cacahuetes.
– ¿Así que ahora tiene usted dos asesinatos sin solucionar?
Magnus sopló una gotita de cola, tenía preparada una rodilla de contrachapado para el dinosaurio.
– Así es. Unas veces, ni un alma ha visto u oído nada, o creen que no es importante. Otras, o la gente está tan sedienta de publicidad que nos asaltan con toda clase de sospechas, o tienen tanto miedo de hacer el ridículo que optan por callarse. Los sensatos, los que no están en ninguno de los dos extremos, son más bien escasos, desgraciadamente.
– Este es el dinosaurio Anato -dijo de repente Magnus con una sonrisa, y levantó al animal-. Doce metros de largo, dos mil dientes, y cerebro del tamaño de una naranja. También sabían nadar. ¿Se imagina encontrárselo dando un paseo?
Sejer sonrió.
– ¿Sabe usted? -prosiguió Magnus-, estas bestias del pasado nos han invadido de tal modo que no me extrañaría si de repente uno de ellos se llevara la chimenea de mi casa.
– Entiendo lo que quiere decir. Tengo un nieto de cuatro años.
– Bueno -concluyó Magnus-, supongo que Eva ya le habrá ayudado en lo que haya podido. Fueron íntimas. Hubieran hecho cualquier cosa la una por la otra.
«Tal vez -pensó Sejer-, tal vez fue exactamente eso…»