Una señora mayor que estaba paseando a su perro vio de repente la zapatilla blanca y azul entre las piedras. Al igual que Eva, llamó desde la cabina que había junto al puente. Cuando llegó la policía, estaba esperándolos en la orilla, un poco perdida y de espaldas al cadáver. Uno de los inspectores, un tal Karlsen, salió del coche en primer lugar. Sonrió cortésmente a la mujer y miró con curiosidad al perro.
– Es un pequinés pelado -dijo ella.
En verdad era una criaturita fascinante, completamente sonrosada y arrugada. En la parte más alta de la cabeza tenía un grasiento y amarillento mechón de pelo; por lo demás estaba, como bien había dicho la señora, pelado.
– ¿Cómo, se llama el perro? -preguntó amablemente.
– Adam -contestó.
Sonriendo, Karlsen se inclinó sobre el maletero del coche para sacar el equipo. Durante un buen rato estuvieron luchando con el muerto, hasta que por fin lograron sacarlo del agua y tumbarlo en la orilla, sobre una lona. El hombre no era muy corpulento, aunque lo parecía tras su larga estancia en el agua. La señora del perro se retiró un poco. Los policías trabajaban minuciosamente y hablaban en voz baja; el fotógrafo hacía fotos, un forense se arrodilló junto a la lona y tomó algunas notas. La mayor parte de las defunciones se debía a causas triviales, y la policía no esperaba nada extraordinario. Tal vez se trataba de un borracho que se había caído al agua, había muchos debajo del puente y por los senderos durante la noche. El hombre tendría entre veinte y cuarenta años, era delgado, pero con barriga de cerveza, rubio, y no muy alto. Karlsen se puso un guante de goma en la mano derecha y levantó cuidadosamente el faldón de la camisa del muerto.
– Puñalada -dijo secamente-. Varias puñaladas. Vamos a darle la vuelta.
Dejaron de hablar. Lo único que se oía era el sonido de los guantes de goma cuando se los ponían o se los quitaban, el pequeño clic de la cámara, algún que otro suspiro, y el crujido del plástico que los hombres desdoblaron junto al cadáver.
– Me pregunto -murmuró Karlsen- si por fín hemos encontrado a Einarsson.
La cartera del hombre, si es que la llevaba, había desaparecido, pero el reloj de pulsera seguía en su sitio, un cacharro con aspecto de baratija, lleno de accesorios, como la hora en Nueva York, Tokio y Londres. La correa negra había dejado una profunda marca en la muñeca hinchada. El cadáver llevaba bastante tiempo en el agua y probablemente la corriente lo había arrastrado desde una zona más alta, por lo que el lugar donde había sido hallado no era especialmente significativo. No obstante lo investigaron, buscando posibles huellas a lo largo de la orilla, pero lo único que encontraron fue un bidón de plástico vacío que había contenido anticongelante y un paquete de cigarrillos también vacío.
En la pasarela se había congregado mucha gente, sobre todo jóvenes. Estiraban los cuellos intentando ver un retazo del cadáver, que yacía bajo la lona. El cuerpo presentaba un avanzado estado de putrefacción. La piel se había desprendido del cuerpo, sobre todo en pies y manos; parecía llevar unos guantes demasiado grandes. Tenía un color muy feo. Los ojos, que habían sido verdes, eran transparentes e incoloros, el pelo caía en mechones y la cara se había hinchado de tal manera que se le estaban borrando los rasgos. Los otros habitantes del río, como cangrejos, peces e insectos, se habían servido de él ávidamente. Las puñaladas del costado eran enormes rendijas abiertas en la carne grisácea.
– Yo solía venir aquí a pescar -dijo uno de los chicos que estaban en el puente.
No había visto una persona muerta en sus diecisiete años de vida. En realidad no creía en la muerte, como tampoco en Dios, porque nunca había visto ni lo uno ni lo otro. Escondió la barbilla en el cuello de la chaqueta y se estremeció. A partir de ese momento todo sería posible.