– Has empezado a salir por las noches -dijo su padre sonriendo-, es una buena señal.
– ¿Qué quieres decir?
– Te estuve llamando ayer todo el día, hasta las once de la noche.
– Ah sí, estuve fuera.
– ¿Por fin has encontrado a alguien con quién calentarte? -preguntó su padre esperanzado.
«Estuve a punto de morir congelada -pensó Eva-; me pasé toda la noche sentada sobre un montón de excrementos a punto de perecer.»
– En cierto modo sí. ¡Y no preguntes más!
Eva intentó sonreír misteriosamente, lo abrazó y entró. El bote estaba en el maletero; más tarde lo cogería y lo metería a escondidas en el sótano.
– ¿Querías decirme algo en especial?
– Bueno, la alarma contra incendios se disparó y no fui capaz de pararla.
– Ah -dijo Eva-. ¿Y qué hiciste?
– Llamé a los bomberos y llegaron enseguida. Una gente muy maja. Siéntate. ¿Vienes para mucho rato? ¿Cuánto tiempo puedes quedarte? Por cierto, ¿hasta cuándo va a estar Emma con Jostein? ¿No habrás pensado cedérsela?
– No seas bobo, eso jamás se me ocurriría. Puedo quedarme un rato, si quieres. Prepararé comida para los dos.
– Creo que no tengo nada.
– Entonces voy a comprar algo.
– Ni se te ocurra, no puedes permitirte el lujo de darme de comer, tomaré un plato de sémola.
– ¿Y qué te parecería un solomillo? -sonrió Eva.
– No me gusta que digas palabrotas -dijo su padre agriamente.
– Hoy me ha llegado la beca, y no tengo a nadie con quien celebrarlo.
El hombre se resignó. Eva se puso a ordenar la casa y el corazón de su padre empezó a latir con regularidad. Lo que más echaba de menos eran los ruidos, los ruidos de otra persona respirando y moviéndose por la casa. La televisión y la radio no eran buenos sustitutos.
– ¿Has leído la prensa? -gruñó al cabo de un rato-. Han estrangulado a una pobre mujer en su propia cama. Al tipo que lo hizo habría que darle una paliza de muerte. Pobre criatura. Tratar de ese modo a una pobre mujer que se pone a disposición de la gente, con cama y todo… Es inaudito. Me suena su nombre, pero no sé de qué. ¿Lo has leído, Eva? ¿Es alguien que conozcamos?
– No -gritó Eva desde la cocina.
Su padre frunció el entrecejo.
– Bueno, menos mal. Si hubiera sido alguien conocido hubiera ido a por ese tipo y le habría golpeado en la nuca con un palo de madera. El único castigo que recibirá será televisor en la habitación y tres comidas al día. ¿Les pregunta alguien si están arrepentidos?
– Creo que sí.
Eva ató la bolsa de basura y fue hacia la puerta. Tendría que cuidar lo que decía.
– Para establecer la condena tienen en cuenta si dan muestras de arrepentimiento o no.
– ¡Ja, ja! Entonces dirán que están muy arrepentidos con el fm de que les rebajen la condena.
– Creo que no es tan fácil. Tienen gente experta en esas cosas que averiguan si están mintiendo.
Sus palabras la hicieron estremecerse.
Eva salió de la casa. Su padre la oyó levantar la tapa del contenedor de la basura. Tardaba en volver. «La chica está muy rara -pensó-; está metida en algún lío y no quiere que me entere. La conozco bastante bien y sé que me oculta algo, como cuando murió la señora Skollenborg. Entonces se puso histérica y no era normal; la mujer tenía casi noventa años y a ninguno de los muchachos le gustaba; la verdad es que era una vieja muy gruñona. Algo pasó aquella vez. Y ahora, por ejemplo, ¿qué demonios está haciendo en el sótano?», pensaba, mientras intentaba encender un mechero sin lograrlo. Lo frotó con sus manos resecas y por fin lo consiguió.
– ¿Qué quieres para acompañar el solomillo? -preguntó Eva cuando subió por fin del sótano, con un molde para el horno en las manos.
– ¿Qué vas a hacer con ese chisme?
– Lo he encontrado en el sótano -se apresuró a contestar Eva-. Voy a asar las verduras en él.
– ¿Pero las verduras no se hierven?
– Sí, pero también pueden asarse. ¿Te gusta el brécol muy poco hecho, con sal y mantequilla?
– Mira a ver si queda algo de vino.
– Aún tienes un montón de botellas. No sabía que tuvieras un almacén de reserva en el sótano.
– Es por si la asistenta municipal me falla. Nunca se sabe. El Ayuntamiento está en plan ahorrativo. Sólo en este año pretenden ahorrar veinte millones de coronas. -Su padre chupaba con ansiedad el cigarrillo, como para indicar que no deseaba comentarios-. ¿Y cuándo has empezado a interesarte por la comida? -preguntó de repente-. Tú, que no sueles comer más que pan.
– Tal vez me esté haciendo mayor. Bueno, no sé, simplemente me apetecía algo bueno. Sémola con vino no pega mucho.
– Eso es una tontería. Una buena sopa de centeno con tocino, bastante sal y vino tinto, es una buena comida.
– Voy a Lorentzen a comprar. ¿Te apetece algo más?
– Juventud eterna -gruñó él.
Eva frunció el entrecejo. No le gustaba que su padre hablara así.
Pidió sin parpadear medio kilo de solomillo. La rolliza mujer que había tras el mostrador llevaba guantes de usar y tirar. Cogió resueltamente un trozo de carne de un color más o menos como el hígado. ¿Ese era el aspecto que tenía el solomillo?
– ¿En un trozo o en filetes?
Levantó el cuchillo, lista para el ataque.
– Pues no sé, ¿cómo está mejor?
– En filetes finos. Espere a que la mantequilla se dore y luego eche los filetes a la sartén, vuelta y vuelta. Más o menos como si corriera descalza por asfalto recién colocado. No vaya a freírlos.
– No creo que mi padre esté dispuesto a comer carne cruda.
– No le pregunte lo que quiere, haga lo que le he dicho y ya está.
Sonrió, y Eva se sintió fascinada por esa mujer gorda con bata blanca de nailon y un monísimo sombrerito de malla. Seguramente era una especie de signo de higiene, pero más bien parecía una pequeña corona de rey, pensó, y toda la carne muerta que había en el mostrador era su reino.
Pesó los filetes y pegó la etiqueta del precio en el paquete con mucho cuidado, como si estuviera curando una herida. Ciento treinta coronas, era increíble. Se paseó un rato por los estantes cogiendo alguna que otra cosa que iba echando a la cesta. Lo metería todo en la nevera sin decirle nada a su padre, si no, se enfadaría: queso de cabra, foie-gras, dos paquetes del mejor café, mantequilla, nata, galletas rellenas. Y cogió también dos calzoncillos de caballero. Los colocaría en su cajón con la esperanza de que se los pusiera. Ya en la caja cogió unas chocolatinas, dos revistas del corazón y un cartón de cigarrillos. La suma final era abrumadora, pero a Eva le parecía que todos los viejos deberían poder permitirse esa cesta de la compra, al menos cada viernes, para poder disfrutar un poco al final de su vida. Los jóvenes pueden comer sopa de centeno, pensó. Pagó, cargó las bolsas en el coche y volvió a casa de su padre.
– ¿Por qué lo haría? -preguntó el padre mientras masticaba la carne tierna.
– ¿El qué?
– ¿Por qué la mataría? En la cama y todo.
– ¿Por qué piensas en eso?
– ¿Tú no lo has pensado?
Eva masticaba despacio y no contestó inmediatamente.
– Pues sí. ¿Pero por qué lo preguntas?
– Porque me interesan los lados oscuros de los seres humanos. ¿A tí, que eres artista, no te interesan? ¿No te interesa el drama humano?
– Bueno, el ambiente en el que ella se movía era algo especial. No sé mucho de eso.
– Al parecer era de tu edad.
– Sí, y bastante estúpida. No me parece muy inteligente abrir la puerta a ese tipo de gente. Supongo que sólo pensaba en una cosa: ganar el máximo dinero posible en el menor tiempo posible. Sin pagar impuestos. Supongo que discutirían o algo parecido.
Llenó la copa de su padre y le echó salsa encima de la carne.
– Traspasan una especie de límite -dijo su padre pensativo-. Me pregunto en qué consiste, qué implica, por qué algunos lo traspasan y otros ni sueñan con ello.
– Todo el mundo puede traspasarlo -dijo Eva-. La casualidad es la que decide. Y tampoco es que lo traspasen así como así, tranquilamente, sino que de pronto se encuentran al otro lado, y entonces es demasiado tarde.
«Es demasiado tarde -pensó asombrada-. He robado una fortuna. Lo he hecho de verdad.»
– Una vez le di una bofetada a un tipo en mi trabajo -dijo su padre-, porque era muy mala persona. Una persona realmente corrompida. A partir de entonces me tuvo un gran respeto, como si aceptara lo que le había hecho. Jamás me he olvidado de aquello. Es la única vez en mi vida que he pegado a alguien, y en aquel momento fue completamente necesario. Nada en el mundo pudo frenar mi cólera; sentía que me volvería loco si no le daba una buena paliza, era como si mi cerebro hirviera.
Bebió varios sorbos de vino e hizo chasquear la lengua con aire pensativo.
– La agresión es miedo -dijo Eva de pronto-. En el fondo la agresión es siempre una autodefensa, una manera de proteger tu propio cuerpo, tu propia razón, tu propio honor…
– Lo creas o no, hay gente que mata por razones de lucro.
– Sí, sí, pero eso es diferente. A esa chica del periódico no creo que la mataran por dinero.
– A ése lo cogerán pronto. Un vecino del bloque vio el coche. Tiene gracia que su coche los delate. Ni siquiera tienen la precaución de usar las piernas cuando salen a cometer sus miserables actos.
– ¿Qué has dicho?
– ¿No te has enterado? El vecino no había comprendido lo importante que era ese detalle. Ha estado de viaje hasta esta mañana. Vió desaparecer un coche por la esquina a gran velocidad a última hora de la tarde. Un coche blanco, no del todo nuevo, probablemente un Renault.
– ¿Un qué?
Eva dejó caer su cuchillo al plato y derramó la salsa.
– Un Renault. Un modelo no muy corriente, así que será fácil encontrarlo. Resultan muy prácticos esos registros de coches, ¿sabes? Buscan a los que tienen ese modelo y los visitan uno por uno. Y luego esa gente tiene que buscarse una coartada, y pobre del que no la tenga. Muy ingenioso, ¿verdad?
– ¿Un Renault?
Eva dejó de masticar.
– Exactamente. El vecino había sido taxista, así que sabía de coches. Menos mal que no era una vieja de ésas que no saben distinguir entre un Porsche y un escarabajo.
Eva hurgó en el brécol y notó que le temblaban las manos. ¡Qué mala suerte!, pensó. ¡Una pista falsa!
– Tal vez el hombre esté equivocado. Si es así, están perdiendo mucho tiempo.
– Pero la policía no tiene otra pista -dijo su padre extrañado-. ¿Por qué iba a estar equivocado? El hombre sabía de coches, lo han dicho en la radio.
Eva bebió gran cantidad de vino, intentando ocultar su desesperación. ¿Un Renault podía parecerse a un Opel? ¡Pero si los coches franceses tenían un aspecto completamente diferente! Tal vez se trataba de algún idiota que quería llamar la atención. Eva pensó en Elmer y en lo contento que se habría puesto con esa estúpida observación del vecino de Maja. Elmer ya lo habría oído, estaría todo el día con la oreja pegada a las noticias de la radio, y se estaría frotando las manos de alivio. Le entraron ganas de llorar.
– ¿Quieres mousse de postre? -preguntó Eva con voz seca.
– Sí, si me pones un café también.
– Siempre te lo pongo.
– Bueno, bueno -dijo extrañado-. Puedes aguantar una broma, ¿no?
Eva se levantó y quitó la mesa, haciendo ruido con los platos y cubiertos. Tenía que hacer algo. Por culpa de ella ese hombre seguía libre, lo podrían haber cogido ya si hubiera contado la verdad. Puede que hasta encerraran a otro en su lugar. Dejó un puro junto a la copa de su padre y enjuagó los platos. Luego comieron el postre en silencio. La mousse se posaba sobre el labio superior del padre como espuma blanca, y él la chupaba con gran placer. El hombre miraba a su hija de reojo, estaba ya más tranquila. Tal vez era algún asunto de ésos de mujeres, pensó. Eva lo ayudó a sentarse en el sofá y luego se fue a fregar los cacharros, pero antes metió cuatro billetes de cien coronas en el frasco vacío de mermelada que había en el armario de la cocina, con la esperanza de que su padre no supiera exactamente lo que tenía para sus gastos diarios. Más tarde estaban los dos sentados en el sofá, amodorrados por la comida y el vino. Eva se había tranquilizado.
– Lo cogerán, ya verás -dijo despacio-. Siempre hay alguien que ha visto algo; lo que pasa es que la gente es un poco lenta, pero al final acaban contándolo. Nadie que hace algo así se sale con la suya; el mundo no es tan injusto. A la larga resulta difícil callarse, tal vez se emborrache y se lo cuente a algún amigo. ¿Sabes?, un tío capaz de matar a una persona de esa manera, de rabia, por ejemplo, está tan desequilibrado que no es capaz de controlarse el resto de su vida sin delatarse. Al final siempre necesita contárselo a alguien, que a su vez se chiva a la policía. O a veces la policía ofrece una recompensa y enseguida alguien va corriendo y lo delata… algún tío ávido de dinero.
Se atragantó con sus propias palabras.
– Sólo quiero decir que en algún lugar hay alguien que siente la necesidad de que se haga justicia. Lo qué pasa es que la gente tarda en reaccionar, o tiene miedo.
– No, son unos cobardes -farfulló su padre, cansado ya-. Eso es lo que pasa. La gente es muy cobarde, no piensa más que en su propio pellejo, no quiere verse mezclada en nada. Me alegra ver que tienes tanta fe en la justicia, hija, pero sirve de poco. Le sirve de poco a ella, quiero decir. Nadie puede ayudarla ya.
Eva no contestó, su voz no lo aguantaría. Fumaba ansiosamente.
– ¿Por qué le diste una paliza a aquel tío? -preguntó de repente.
– ¿A quién?
– A ese tipo de tu trabajo, ése de la historia que me has contado.
– Ya te lo he dicho. Porque era una mala persona.
– Esa no es una respuesta.
– ¿Por qué te pusiste tan histérica cuando murió la señora Skollenborg? -preguntó su padre.
– Te lo contaré en otra ocasión.
– ¿En mi lecho de muerte?
– Pregúntamelo entonces, y ya veremos.
Era casi medianoche. Eva pensó en Elmer y se preguntó qué estaría haciendo. Tal vez estaba sentado, mirando fijamente la pared, el dibujo del papel pintado, sus manos, preguntándose cómo podían vivir su propia vida y actuar por su cuenta, fuera de su control, mientras Maja estaba metida en un cajón refrigerado, sin conciencia, sin un solo pensamiento en su cabeza fría. A Eva tampoco le quedaban apenas pensamientos; se echó más vino, sintiendo cómo se desvanecían, convirtiéndose en una neblina a través de la cual ya no veía nada.