Los montículos de espuma se parecían a las montañas nevadas de la altiplanicie de Hardanger, y el agua estaba hirviendo. Eva metió un pie dentro y estuvo a punto de escaldarse, pero necesitaba un baño lo más caliente posible. Lo que más le hubiera gustado sería haberse metido el agua dentro del cuerpo, dentro de las venas. Sobre el borde de la bañera había una copa de vino tinto. Había tirado la mochila a la basura y desconectado el teléfono. Se sumergió en el agua, que era de color turquesa por las bolitas de sales de baño que le había puesto. En el paraíso no se estaría mejor. Movía los dedos de las manos y de los pies conforme iban entrando en calor. Bebió un trago de vino y notó que el dolor del pie iba atenuándose. Había sido una pesadilla conducir con el pie así, se le había hinchado mucho. Se tapó un instante la nariz y se sumergió entera en el agua. Cuando volvió a la superficie, tenía un gran montículo de espuma sobre la cabeza. «Este es el aspecto de una millonaria», pensó extrañada, mirándose en el espejo que había sobre la bañera. La suave montaña de espuma se fue hacia un lado y se quedó colgando de su oreja. Eva se tumbó de nuevo y se puso a calcular mentalmente cuánto tiempo le duraría el dinero, gastando doscientas mil coronas al año. Unos diez años. Si es que realmente había tanto dinero; aún no lo había contado, pero lo haría en cuanto se hubiera bañado, arreglado y comido un poco. Lo único que había encontrado en el camino de vuelta había sido una máquina de dulces casi vacía, cuya única oferta era caramelos de frambuesa y pastillas fuertes para la garganta. Cerró los ojos oyendo cómo la espuma le crujía dentro de la oreja conforme iba perdiendo aire. Su piel se estaba habituando a la temperatura; después tendría un aspecto arrugado y rosado, como un bebé, producido por el agua jabonosa tan caliente. Hacía mucho tiempo que no tomaba un baño. Solía conformarse con una ducha rápida, y había olvidado lo delicioso que era. En cambio Emma prefería siempre bañarse.
Alargó un brazo para coger la copa de vino y dio dos largos sorbos. Luego, cuando se hubiera bañado y contado el dinero, dormiría, quizá hasta por la tarde. El cansancio y el sueño se posaban en su frente como una pesa de plomo. La pesa le empujó la cabeza hacia delante, y su barbilla quedó reposando sobre el pecho. Lo último que notó fue el sabor a jabón en la boca.