Capítulo 18

Al día siguiente volvió a meter a Kollberg en el coche y se encaminó a la residencia de ancianos, donde su madre llevaba ya cuatro años postrada en una cama. Aparcó en el espacio reservado para visitantes, hizo una advertencia al perro y fue hacia la entrada principal. Siempre tenía que armarse de valor antes de entrar, necesitaba más del habitual. No lo tenía justo entonces, hacía dos semanas que no la visitaba. Se enderezó y saludó con la cabeza al conserje, que en ese momento caminaba hacia él con una escalera al hombro. Tenía una manera de andar relajada y bamboleante, y una sonrisa satisfecha se dibujaba en su ancho rostro. Era uno de esos hombres que disfrutan de su trabajo, que no echan en falta nada en la vida y que seguramente no entendía de qué se quejaba tanto todo el mundo. Increíble. No se ve a menudo esa expresión de cara, pensó Sejer, que divisó de repente su siniestro rostro en la puerta de cristal por la que se disponía a pasar. Supongo que no soy especialmente feliz, pensó, pero tampoco me preocupa demasiado. Subió por la escalera hasta el primer piso, saludó con la cabeza a las enfermeras y se dirigió directamente a la puerta de su madre. Estaba en una habitación individual. Llamó con fuerza tres veces y abrió la puerta. Dentro, se detuvo un instante para dar tiempo a que los sonidos llegaran, a la anciana, que en ese momento volvió la cabeza. Sejer sonrió y se acercó a la cama, arrastró la silla hasta ella y cogió la delgada mano de su madre.

– Hola, madre -dijo. El color de sus ojos se había vuelto más mustio y estaban muy brillantes-. Soy yo. He venido a ver qué tal estás. -Le apretó la mano, pero ella no devolvió el apretón-. Pasaba por aquí cerca… -mintió.

La mentira no le produjo mala conciencia. De algo tenía que hablar, y no resultaba fácil.

– Espero que tengas todo lo que necesites.

Sejer miró a su alrededor, como queriendo comprobarlo.

– Espero que el personal se tome tiempo para pasarse por aquí y sentarse a charlar un poco -dijo-. Me aseguran que lo hacen, espero que sea verdad.

Ella no contestó. Lo miraba con sus ojos claros, como si esperase algo más.

– No te he traído nada, no es fácil. Me dicen que las flores no te van muy bien, así que resulta complicado encontrar algo, por eso sólo he traído conmigo a Kollberg que está sentado en el coche -añadió.

Los ojos de su madre se apartaron de él y se dirigieron a la ventana.

– Está nublado -se apresuró a decir Sejer-. Una luz agradable. No hace demasiado frío. Espero que puedas salir un poco a la terraza cuando llegue el verano. ¡Con lo que nos gustaba a ti y a mí salir fuera en cuanto teníamos ocasión…!

Le cogió la otra mano. Desaparecieron entre las suyas.

– Tienes las uñas demasiado largas -dijo de repente-. Tendrían que habértelas cortado.

Las tocó con sus dedos. Eran gruesas y amarillas.

– No se tarda tanto, yo mismo podría hacerlo, pero me temo que soy un poco torpe. ¿No hay aquí gente que se ocupe de eso?

Ella volvió a mirarlo. Tenía la boca entreabierta. Le habían quitado la dentadura postiza, decían que no hacía más que estorbarle. Parecía mayor de lo que en realidad era. Pero la habían peinado y estaba limpia, al igual que la ropa de la cama y la habitación. Sejer suspiró levemente. La miró otra vez, buscando un mínimo reconocimiento en sus ojos, pero no lo encontró. Su madre volvió a desviar la mirada. Cuando Sejer por fin se levantó y fue hacia la puerta, ella estaba mirando por la ventana como si se hubiera olvidado de él. Fuera, en el pasillo, se encontró con una enfermera que le sonrió abiertamente; él se limitó a devolverle una breve sonrisa.

– Tiene las uñas demasiado largas -dijo en voz baja-. ¿Puede hacer algo?

Y se marchó, luchando contra esa tristeza que le invadía siempre tras las visitas a su madre. Solía durar unas horas y luego se le pasaba.

Hizo un par de llamadas telefónicas y luego se dirigió a Engelstad. Una pregunta surgió en su cabeza, y la respuesta le dio que pensar. Incluso los movimientos más pequeños de los seres humanos crean círculos en el agua, pensó, de manera que una minúscula piedra podría encontrarse en otro lugar, en otra playa, un lugar en el que uno no había pensado.


Eva Magnus abrió la puerta, vestida con una amplia camisa, llena de pintura negra y blanca. En la mano llevaba un taco de madera recubierto de lija. Sejer leyó en su cara que lo estaba esperando y que tenía pensado lo que iba a decirle. Eso le irritó tremendamente.

– Hacía mucho que no nos veíamos, señora Magnus.

Ella asintió con la cabeza, no estaba sorprendida de verle.

– La vez anterior se trataba de Marie Durban, ahora se trata de Einarsson. ¿Curioso, verdad?

Ese comentario hizo respirar hondamente a Eva Magnus.

– No tengo más que una pequeñísima pregunta.

Sejer hablaba cortésmente, pero no con modestia. Nunca era modesto. Emanaba autoridad, lo que hacía que a veces la gente se pusiera algo nerviosa, si él así lo quería, como era el caso.

– Pues sí, ya lo he oído -dijo ella. Sacudió su negra melena sobre la espalda y cerró la puerta tras él-. Me ha llamado Jostein. Pero no tengo nada que aportar. Salvo que vi a ese pobre hombre flotando y que les llamé sobre las cinco de la tarde. Emma estaba conmigo. No recuerdo con quién hablé, si es eso lo que quiere saber, pero si ustedes se olvidaron de anotar la llamada, no es mi problema. Yo cumplí con mi deber, si puede decirse así. No tengo nada más que decir.

Ya había ensartado su cancioncilla. Había tenido tiempo de ensayarla varias veces.

– Ayúdeme al menos intentando recordar cómo era la voz, para que pueda reprender la infracción. No está bien que ocurran fallos así. Todas las llamadas que entran deben ser registradas. Estamos obligados a tomar medidas, compréndalo.

Ella estaba de espaldas, junto a la entrada del salón, y Sejer pudo ver los grandes cuadros blancos y negros que tanto le habían impresionado la primera vez. No podía ver la cara de la mujer, pero ella tenía las garras afiladas. Sabía que Sejer estaba fingiendo, pero no lo podía decir.

– No, Dios mío, era una voz completamente normal y corriente. No reparé en ella.

– ¿Acento del este?

– Pues sí, o no, no recuerdo si tenía algún acento en especial, no suelo fijarme en esas cosas. Además estaba bastante nerviosa, con Emma allí… El aspecto del hombre no era precisamente agradable.

Eva Magnus se metió en la sala, todavía de espaldas. Él la siguió.

– ¿Era una persona joven o vieja?

– Ni idea.

– La verdad es que había una policía de guardia aquella tarde -mintió Sejer.

Eva se detuvo.

– ¿Ah, sí? Entonces habría ido al servicio o algo parecido -se apresuró a decir-, porque yo hablé con un hombre, de eso sí que estoy segura.

– ¿Tenía acento del sur?

– Por Dios, no me acuerdo. Sólo sé que era un hombre. No recuerdo nada más. Es cierto que llamé. Es lo único que puedo decir.

– ¿Y qué dijo él?

– ¿Que qué dijo? No gran cosa, preguntó que de dónde llamaba.

– ¿Y luego?

– En realidad nada más.

– Pero le pediría que esperasen allí, ¿no?

– No, sólo le expliqué dónde estaba.

– ¿Cómo?

– Sí. Dije que estaba cerca de la Casa del Pueblo, donde la estatua del leñador.

– ¿Y se marcharon?

– Sí, nos fuimos a cenar. Emma tenía hambre.

– Mi querida señora Magnus -dijo Sejer-, ¿pretende usted hacerme creer que llamó para denunciar el hallazgo de un cadáver y que la policía no le pidió que esperara hasta que acudiese?

– ¡Pero Dios mío, yo no soy responsable de los fallos que la gente comete en su trabajo! Sería un tío joven y sin experiencia, yo qué sé. ¡No es culpa mía!

– ¿Así que le pareció que se trataba de un hombre joven?

– No lo sé, no me fijo en esas cosas.

– Los artistas siempre se fijan en esas cosas -replicó Sejer secamente-. Son observadores, reparan en todo, captan todos los detalles. ¿No es así?

Ella no contestó. Apretó la boca tanto que parecía una fina raya en su rostro.

– Voy a decirle algo -dijo Sejer en voz baja-. No la creo.

– Es su problema.

– ¿Quiere que le diga por qué? -preguntó Sejer.

– No me interesa.

– Porque -prosiguió, bajando aún más la voz- ése es precisamente el tipo de llamada con el que sueñan todos, en medio de la larga y aburrida guardia de la tarde. El hallazgo de un cadáver. No hay nada que les entusiasme más, que les interese más, que un hombre muerto en el río una tarde cualquiera, entre conflictos vecinales, robos de coches y las roncas voces de los borrachos del calabozo. ¿Lo entiende usted?

– Ese sería una excepción, supongo.

– Me he encontrado con muchas cosas raras en mi institución -admitió Sejer, estremeciéndose con sólo pensarlo-, pero como esa nunca.

Ella se había detenido del todo y lo miraba obstinada.

– ¿Está pintando un cuadro? -preguntó de repente.

– Claro. Como ya sabe, vivo de eso.

Ella no se sentaba, por lo que él tampoco podía hacerlo.

– No debe de ser fácil. Vivir de ello, quiero decir.

– No. Como ya le he dicho, no es fácil. Pero nos las arreglamos.

Eva empezaba a impacientarse, pero no se atrevía a echarle. Nadie lo hacía. Ella aguardaba, con sus hombros estrechos; deseaba que se marchara para poder volver a respirar tan libremente como le fuera posible, teniendo en cuenta lo que sabía.

– El hambre agudiza el ingenio -dijo Sejer-. Paga usted últimamente sus facturas con gran puntualidad, comparado con la época de antes de morir Durban. Entonces se retrasaba usted mucho en todos sus pagos. Es admirable, de verdad que sí.

– ¿Cómo demonios sabe eso?

– Basta con hacer una llamadita al Ayuntamiento, a la compañía de luz y a la de teléfonos. Es curioso, ¿sabe?, cuando se llama de la policía, la información les chorrea por la boca.

Eva vaciló un instante, recapacitó con gran esfuerzo y se encontró con su mirada. Sus ojos vagaban como antorchas en un fuerte viento.

– ¿Su hija entró con usted en la cabina? -preguntó Sejer.

– No, se quedó fuera. Son demasiado estrechas, y la niña ocupa bastante espacio.

Eva le había dado la espalda de nuevo.

– Usted sabía que Durban y Einarsson se conocían, ¿verdad?

Soltó esa pregunta a bocajarro, y se quedó colgada en la oscura entrada. Ella abrió la boca para contestar, la volvió a cerrar y la abrió una vez más. Él esperaba pacientemente, con la mirada clavada en los dorados ojos de la mujer. Se sentía como un bruto. Pero ella sabía algo, y él tenía que saber qué era.

Eva continuó luchando con sus pensamientos y luego dijo:

– No tenía ni la más remota idea.

– La mentira -dijo Sejer lentamente- es como una bola de nieve, ¿ha pensado en eso alguna vez? Al principio es muy pequeña, pero conforme va rodando se va haciendo cada vez mayor. Al final es tan grande que ya no se puede sostener.

Ella calló. Sus ojos se humedecieron y pestañeó rápidamente un par de veces. Entonces Sejer sonrió. Ella lo miró algo perpleja. Ese hombre no parecía el mismo cuando sonreía.

– ¿Nunca va a pintar con colores?

– ¿Porqué? *

– Porque la realidad no es blanca y negra.

– Entonces no será la realidad lo que yo pinto -contestó ella de un modo arisco.

– ¿Qué es lo que pinta entonces?

– No lo sé, tal vez sentimientos.

Eso fue todo. Ella se quedó en la puerta, observándole mientras caminaba hacia su coche, como si quisiera retenerlo con la mirada, como si quisiera que se volviera.


Sejer se dirigió después a casa de su hija. Llegó justo cuando acababa de bañar a Matteus, que estaba mojado y calentito, con mil gotas brillantes en su pelo rizado. Su madre le puso un pijama amarillo; parecía una chocolatina envuelta en papel dorado.

Olía a jabón y a pasta de dientes, y en el agua de la bañera quedaron un tiburón, un cocodrilo, una orea y una esponja con forma de sandía.

– Ya era hora -sonrió su hija abrazándole tímidamente, porque había pasado mucho tiempo desde la última vez.

– Tengo mucho trabajo, pero ya estoy aquí. No prepares nada, comeré un bocadillo de lo que haya, Ingrid. Y café. ¿No está Erik?

– Está jugando al bridge. Tengo una pizza en el congelador y cerveza fría.

– He venido en coche -sonrió Sejer.

– Y yo tengo el teléfono de los taxis -replicó su hija.

– ¡Tú siempre tan retorcida!

– No -se reía Ingrid-, ¡pero ésta sí que está torcida! -exclamó pellizcándole la nariz.

Sejer se sentó en el salón con Matteus sobre las rodillas y un libro infantil de muchos colores sobre dinosaurios. El pequeño cuerpo recién bañado estaba tan calentito que Sejer no paraba de sudar. Leyó en voz alta unas líneas y le acarició el pelo negro; nunca dejaba de sorprenderse de lo rizado que lo tenía, de lo increíblemente pequeño que era cada ricito y de la sensación de tenerlo en la mano. No era suave y blando como el pelo de los niños noruegos, sino grueso, casi como lana de acero.

– Abuelo, ¿vas a dormir aquí? -preguntó el niño ilusionado.

– Me quedo a dormir si tu mamá me deja -prometió Sejer-. Y voy a comprarte un mono para que te lo pongas cuando arregles el triciclo.

Luego se quedó un rato junto a la cama de su nieto; desde fuera, su hija le oía murmurar algo parecido a una canción infantil. La musicalidad de su padre no era digna de elogios, pero el efecto fue el mismo. Al momento, Matteus estaba dormido con la boca entreabierta. Sus pequeños dientes brillaban como perlas blanquísimas. Sejer suspiró, se levantó y se sentó a la mesa con su hija, que ya era una mujer hecha y derecha, casi tan bonita como su madre, pero sólo casi. El hombre comía despacio y bebía cerveza mientras pensaba que la casa de su hija olía exactamente igual que su propia casa cuando Elise aún vivía, porque Ingrid usaba el mismo detergente y los mismos artículos de aseo que había usado su madre; Sejer los reconoció en los estantes del baño. Condimentaba la comida de la misma manera que lo había hecho su madre. Y cada vez que ella se levantaba a buscar más cerveza, el padre seguía sus movimientos, pensando que tenía los mismos andares de su madre, sus mismos pies pequeños y sus mismos gestos cuando hablaba y reía. Mucho tiempo después de haberse acostado en lo que ellos llamaban el cuarto de invitados, pero que en realidad era una minúscula habitación de niños, que aún no habían logrado ocupar, seguía pensando en todo eso. Se sentía en casa, como si el tiempo se hubiese detenido. Y cuando cerraba los ojos, y dejaba de ver las cortinas desconocidas, todo era casi como antes. Y tal vez sería Elise la que lo despertara a la mañana siguiente.

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