Eva esperaba en la oscuridad. El viento había arreciado y llegaba en fuertes ráfagas. La coleta le golpeaba las orejas, que las tenía heladas porque el pelo no las cubría y calentaba como de costumbre. Sus pensamientos vagaban de un lado a otro, y se detuvieron en la época de su niñez. De repente vislumbró a Maja con toda nitidez; era una imagen de un verano, tal vez de cuando tenían once años. Maja llevaba un bañador americano del que estaba muy orgullosa. Se lo había regalado su tío, un tío que cazaba ballenas y que siempre le llevaba algo emocionante. A veces hasta había regalos para Eva: cajas de bombones y chicles americanos. El bañador era rojo carmín y estaba curiosamente arrugado. Tenía gomas cosidas de arriba abajo que hacían que la tela formara minúsculas burbujas. Era la única que tenía un bañador así. Cuando Maja salía del agua, las burbujas se hinchaban y parecían enormes frambuesas. Esa era la imagen que Eva veía en su interior: Maja saliendo del agua, chorreando, con el pelo más negro que nunca porque está mojado. Su bañador es el más bonito de toda la playa. Una y otra vez Maja sale del agua. Sonríe abiertamente, porque no sabe lo que le aguarda el futuro ni cómo va a acabar todo.
El dinero ya estaba a salvo en el sótano de su padre. Había dejado el bote en un rincón; había recuperado el mismo aspecto de trasto sin valor que tenía en el cuarto de la cabaña. Su padre no bajaba nunca al sótano, ya no podía con la empinada escalera. Ninguna otra persona bajaba tampoco, a no ser que lo hiciera la asistenta municipal, pero no lo creía. Las asistentas municipales no tocaban ni sótanos ni áticos, lo ponía en las instrucciones de su trabajo.
La estación de autobuses era el edificio más feo que Eva había visto nunca, una caja gris y alargada de hormigón con las ventanas vacías. Había aparcado el coche en la parte de atrás, cerca de las vías del tren. Estaba apoyada en el quiosco mirando hacia el puente, por donde tenía que llegar el hombre. Giraría a la derecha, desaparecería un instante detrás del banco y aparecería luego justo delante del quiosco. No saldría del coche para saludarla, no era de esa clase de personas; se quedaría sentado dentro, pegaría la nariz al parabrisas, la miraría con los ojos entreabiertos y le haría una especie de seña con la cabeza para darle a entender que podía entrar. Eva tendría que sentarse a su lado, con la caja de cambios como única separación entre ellos. En un coche se está muy cerca de la otra persona, pensó Eva; estaría tan cerca de él que hasta podría olerlo, y la voz del hombre, esa voz cortante y poco melodiosa, estaría justo al lado de su oreja izquierda. Eva carraspeó nerviosa mientras pensaba en lo primero que le diría, algo que lo dejara pálido de miedo. Rechazó la idea y miró los coches que pasaban en incesantes ráfagas por el puente. Todos estaban deseando salir de esa borrascosa ciudad. Todos tenían una meta, nadie vagaba por ahí sin ton ni son, al menos en una noche como ésa. Los autobuses rugían cálidamente en los garajes, y la gente se metía dentro de la luz y el calor. Los autobuses rojos tenían aspecto de bondadosos. El conductor inspiraba confianza, inclinado sobre el volante y moviendo perezosamente la cabeza cada vez que sonaban las monedas en su mano. Tras los cristales, las caras pálidas de otoño miraban sin ver. En un autobús te encuentras en tierra de nadie, entregado a tus propios pensamientos, al calor y a los baches. De repente le entraron ganas de subirse a uno de ellos, de sentarse junto a una ventana, e ir por la ciudad viendo cómo cada uno encontraba su propia puerta, su propio refugio seguro. Pero en lugar de subir a uno de esos cálidos autobuses, allí estaba, pasando frío en medio de la calle, frotándose las manos heladas, cubiertas por unos guantes demasiado finos, esperando a un asesino. Cuando el tipo dobló por fin la esquina, Eva soltó todo el aire que tenía en los pulmones. A partir de ese momento se llenarían y se vaciarían a un ritmo muy especial. Lo más importante sería mantener la concentración con el fin de no decir nada que no debiera. Tendría que ir tanteando, abriéndose paso. El tipo redujo la velocidad. Eva vio que ponía punto muerto y miraba por la ventana lateral con cara de bobo y de desconfianza. Ella abrió la puerta y se sentó dentro. El hombre agarraba la palanca de cambios con obstinación, como advirtiendo de que se trataba de un juguete que no quería compartir con nadie. Saludó con la cabeza.
Eva se puso el cinturón de seguridad.
– Da una vuelta primero, luego lo cogeré yo.
El hombre no contestó, puso el coche en marcha y pasó por encima de los lugares marcados para los autobuses. Eva sabía que estaba esperando a que ella dijera algo, ya que había sido la que había tomado la iniciativa y la que quería un coche nuevo.
No soy una cobarde, pensó Eva.
– Por lo que veo, no te da miedo recoger a desconocidos por la calle -dijo Eva dulcemente.
Eran las 21.40 horas del 5 de octubre, y Eva no tenía antecedentes penales.